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Mucho trabajo es, padre, fiar a la letra lo más íntimo de la conciencia:
el decir-se en textos confesionales coloniales

Urrejola, Bernarda
Universidad de Chile

         En este trabajo quiero presentar la situación de enunciación de la confesión de monjas en tanto experiencia límite, enmarcada por el mandato de exponer con veracidad vivencias pasadas ante una autoridad que las analiza y sanciona en función de su grado de acatamiento de las normativas. Me interesará ver a quién se dirige la confesión, y cuál será en definitiva la instancia encargada de entregar el virtual castigo o la posible premiación.

         En primer lugar, habría que señalar qué se entiende por confesión en el ámbito religioso. Esta compleja instancia está dada por la suposición de una falta anterior del sujeto que se confiesa, la que hace necesaria su absolución por parte de la divinidad (representada en la tierra por la autoridad masculina),  y la posterior reparación del error cometido, cuya gravedad está dada por el hecho de que la falta ha roto la unidad y armonía del amor de Cristo, con lo cual el sujeto ha perdido la posibilidad de acceder a la gracia. Ahora bien, no hay que olvidar que el perdón divino, pese a tener su propio sistema de penitencias según el calibre del pecado cometido, no excusa de la retribución terrena que impongan los tribunales humanos; de otro modo, no podría entenderse, por ejemplo, los múltiples casos en que, si bien el sacerdote ha absuelto de sus pecados al penitente, este todavía debe cumplir con el respectivo castigo impuesto por el orden judicial terreno, pena que puede consistir en pagos, terribles torturas o incluso la muerte. En otros términos, es importante tener en cuenta que la recuperación de la gracia por parte de aquellos sujetos que han faltado al orden divino no implicará la exención del castigo impuesto por el tribunal humano, que tiene procedimientos de confesión y penitencia independientes, aun cuando en algunos momentos de la historia hayan pretendido ser uno solo, como en el caso del Tribunal de la Inquisición.

         Pensemos en el ámbito del buen cristiano, y en especial de las religiosas. Una vez identificada la falta, será necesario que el sujeto se arrepienta sinceramente de haberla cometido. Dado este caso, deberá en primer lugar reconocer su culpa, enfrentarse a Dios con el corazón arrepentido, proponerse no reiterarla jamás, y dar las satisfacciones necesarias para limpiarla. De este modo, inicia un proceso que tiene tres etapas: contrición, confesión y satisfacción o reparación. 

         Digamos que hacer contrición es sencillo. El sujeto analiza en silencio sus faltas y se prepara para confesarlas. Precisamente, confesar será lo difícil, en la medida en que se supone que Dios ya sabe todo lo que el sujeto ha hecho, y sin embargo este debe decirlo de su propia boca, enunciarlo, hacerlo “público” en espera del juicio de quien escucha o lee, lo cual añade no poca presión al discurso del penitente, puesto que está en sus manos decir o no la verdad al sacerdote, sabiendo que a la divinidad no puede ocultársele nada. Lo anterior implica que si el sujeto omite información, no solo estará violando el sustrato del acto de confesión, sino que esta constituirá además un acto pecaminoso, dado por la mentira, lo que la invalida completamente. Desde esta perspectiva ¿qué estrategias utilizar para que la confesión sea verdadera, pero que al mismo tiempo no sea motivo de un castigo demasiado severo?

         Para ilustrar esta situación, veamos un ejemplo comparativo de dos tipos distintos de confesión escrita. Si bien ambas son confesiones generales (esto es, de toda una vida), la primera pertenece al ámbito religioso y la segunda al laico. En primer lugar, veamos cómo Santa Teresa de Ávila comienza la confesión de su vida:

 

Quisiera yo que, como me han mandado y dado larga licencia para que escriba el modo de oración y las mercedes que el Señor me ha hecho, me la dieran para que muy por menudo y con claridad dijera mis grandes pecados y ruin vida. (…) Sea bendito [el Señor] por siempre, que tanto me esperó, a quien con todo mi corazón suplico, me dé gracia, para que con toda claridad y verdad yo haga esta relación, que mis confesores me mandan (y aun el Señor, sé yo, lo quiere muchos días ha, sino que yo no me he atrevido), y que sea para gloria y alabanza suya, y para que de aquí adelante, conociéndome ellos mejor, ayuden a mi flaqueza, para que pueda servir algo de lo que debo al Señor, a quien siempre alaben todas las cosas del Universo. Amén”[1].

 

         Veamos ahora el comienzo de otro conocido escrito que utiliza el género de las confesiones para hacer un relato retrospectivo de una vida cuyo autor considera valiosa. Nótense las diferencias respecto de la anterior, pues en este caso se tratará, como señalaba, de una confesión laica, que apunta a la configuración individual de un sujeto en el mundo. Me refiero a las Confesiones de Rousseau, que se inician como sigue:

 

Emprendo una obra de la que no hay ejemplo y que no tendrá imitadores. Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda la verdad de la naturaleza y ese hombre seré yo. Sólo yo. Conozco mis sentimientos y conozco a los hombres. No soy como ninguno de cuantos he visto, y me atrevo a creer que no soy como ninguno de cuantos existen. Si no soy mejor, a lo menos soy distinto de ellos. Si la Naturaleza ha obrado bien o mal rompiendo el molde en que me ha vaciado, sólo podrá juzgarse después de haberme leído. Que la trompeta del Juicio Final suene cuando quiera; yo, con este libro, me presentaré ante el Juez Supremo y le diré resueltamente: “He aquí lo que hice, lo que pensé y lo que fui (...) Reúne en torno mío la innumerable multitud de mis semejantes para que escuchen mis confesiones, lamenten mis flaquezas, se avergüencen de mis miserias. Que cada cual luego descubra su corazón a los pies de tu trono con la misma sinceridad; y después que alguno se atreva a decir en tu presencia: Yo fui mejor que ese hombre[2].  

 

         Las diferencias a primera vista son evidentes, sobre todo teniendo en cuenta que Rousseau señalaba: “ciertamente no cuesta tanto confesar lo criminal como lo vergonzoso y ridículo”. En otros términos, a un sujeto como Rousseau le importará hacer una confesión de su vida que le sea funcional para demostrar a sus semejantes (menos que a Dios) que, pese a todas las adversidades que tuvo que afrontar en su infancia y adolescencia, él,  por medio de su voluntad y talento, logró edificarse a sí mismo y diferenciarse del resto. La confesión religiosa presenta una situación distinta, pero en ningún caso completamente opuesta: en ella también suele aparecer el lugar común del origen adverso o la infancia enfermiza, como elementos para ilustrar las dificultades por las que hubo de pasar el sujeto en su camino espiritual, pero si por un lado quien confiesa debe manifestar humildad y autohumillación frente a la divinidad, el hecho de recurrir al relato de tentaciones y obstáculos superados también será una estrategia retórica para que el penitente sea considerado buen hijo de Dios. La pregunta es: ¿quién debe considerar buen hijo de Dios al penitente? Recordemos que Dios todo lo sabe, de modo que no habría manera de convencerlo de que cambie de opinión si el sujeto no se ha portado bien en su vida. No; a quien confiesa, sea Rousseau o una religiosa, le importa ser bien considerado por los demás: una confesión exitosa será aquella capaz de demostrar cómo el sujeto que enuncia ha perseverado en su tortuoso camino espiritual aun con todo lo que se le presentaba en contra y, al final de su vida, puede ser visto como un ejemplo de virtud. Así, para el caso específico de la confesión religiosa, esta tendrá una doble cara: una explícita, dada por la presentación ante Dios de todos los posibles pecados cometidos por el sujeto religioso, y una implícita, de exhibición triunfante ante los demás, que muestra cómo cada prueba fue superada por medio de la fe y (lo que no es menor) por la voluntad. De este modo, tanto en el caso de la confesión laica como en el de la religiosa, el relato se somete a juicio, y si se acude retóricamente a la divinidad como Supremo Juez, en el fondo lo dicho está dirigido a otros seres humanos, y de ahí que la argumentación deba ser lo suficientemente sólida como para obtener juicio favorable en el tribunal terreno.  

         Para Michel Foucault, el mecanismo de la confesión es valorado socialmente en Occidente no tanto por develar una verdad como por ayudar a producirla; en efecto, considera que la constitución de los sujetos en Occidente ha estado determinada por este ejercicio de poder que consiste en la conminación a “decir lo que uno es, lo que ha hecho, lo que recuerda y lo que ha olvidado, lo que esconde y lo que se esconde, lo que uno no piensa y lo que piensa no pensar”[3]. En cuanto a esta situación de enunciación,  Foucault puntualiza:

 

La confesión es un ritual de discurso en el cual el sujeto que habla coincide con el sujeto del enunciado; también es un ritual que se despliega en una relación de poder, pues no se confiesa sin la presencia al menos virtual de otro, que no es simplemente el interlocutor sino la instancia que requiere la confesión, la impone, la aprecia e interviene para juzgar, castigar, perdonar, consolar, reconciliar; un ritual donde la verdad se autentifica gracias al obstáculo y las resistencias que ha tenido que vencer para formularse; un ritual, finalmente, donde la sola enunciación, independientemente de sus consecuencias externas, produce en el que la articula modificaciones intrínsecas: lo torna inocente, lo redime, lo purifica, lo descarga de sus faltas, lo libera, le promete la salvación[4].

 

         Es interesante reparar en que la “instancia de dominación” no está del lado de quien emite el discurso confesional, sino de quien lo manda, esto es, de quien escucha y se calla; como señala Foucault, “no del lado del que sabe y formula una respuesta, sino del que interroga y pasa por no saber”[5], de modo  tal que no es una situación simétrica de libre intercambio de roles de la comunicación. Esto genera cierta angustia en el sujeto, como si su discurso nunca le perteneciera totalmente. De ahí que veamos frecuentemente en textos confesionales de monjas la declaración de reticencia a la hora de referir las experiencias pasadas. Veamos el caso de la monja chilena Ursula Suárez:

 

 En el nombre de Dios Todopoderoso, cuya misericordia y auxilio invoco (…); para que yo cumpla con la obediencia de vuestra paternidad, y vensa tanta dificultad y resistencia como tiene mi miseria en referir las cosas que tantos años han estado en mí sin quererlas decir, por ser mi confusión tanta y con tan suma vergüenza que me acobarda; mas, atenta que será esta la divina voluntad ordenada por la de vuestra paternidad, con lágrimas referiré toda mi vida pasada, que anegada en el mar de mis lágrimas no sé cómo principiar[6].

 

         La Madre Castillo, colombiana, se queja de manera similar. Nótese cómo ambas evidencian y remarcan que si no fuera por la orden del superior, ellas no estarían escribiendo, pues les resulta muy difícil y engorroso:

 

Padre mío: hoy día de la Natividad de Nuestra Señora, empiezo en su nombre a hacer lo que Vuestra Paternidad me manda y a pensar y considerar delante del Señor todos los años de mi vida en amargura de mi alma, pues todos los hallo gastados mal, y así me alegro de hacer memoria de ellos, para confundirme en la divina presencia y pedir a Dios gracia para llorarlos, y acordarme de sus misericordias y beneficios[7].

 

Incluso la Madre Castillo llega a señalar que por cumplir la orden de su superior, y por estar al mismo tiempo peleada con otras religiosas, hubo de llenar con lágrimas el tintero que se había secado, para poder seguir escribiendo según lo ordenado. Veamos cómo reclamaba a su vez Santa Rosa de Lima:

 

Estas tres mercedes recibí de la piedad divina antes de la gran tribulación que padecí en la confesión general por mandato de aquel confesor que me dio tanto en qué merecer, después de haber hecho la confesión general y de haber padecido dos años de grandes penas, tribulaciones, desconsuelos, desamparos, tentaciones, batallas con los demonios, calumnias de confesores y de las criaturas, enfermedades, dolores, calenturas, y, para decirlo todo, las mayores penas del infierno que se puedan imaginar[8]. 

 

En efecto, para las religiosas la instancia de confesión no es agradable. Por un lado, recordar un pasado que denostan las hace angustiarse, sobre todo si deben escribirlo, y por el otro, tienen miedo de que lo que escriben sea considerado pecaminoso u obsceno.

 

Veo todo el tiempo pasado de mi vida, tan lleno de culpas, y tan descaminado, que ojos me faltaran para llorar en esta región, tan lejos de vivir como verdadera hija de mi Padre Dio; y así solo quisiera sustentarme de lágrimas: ¿y cuáles fueran bastantes [par]a borrar tanta inmundicia?[9]

 

María Zambrano[10] destaca que, en tanto re-creación de un pasado que ya se ha ido sin remedio, el enunciado confesional escrito se va perfilando como una letanía que le sirve al sujeto que enuncia para configurar una imagen de sí completa, cerrada, cual conjuro destinado a espantar el horror de ver su ser fragmentado, disperso en lo que ha sido el devenir de su vida. El problema es que este ciclo de edificación personal no se completa nunca dentro del texto, pues, en la medida en que el dictamen eclesiástico que sancionó originalmente lo dicho pertenece a un momento histórico extratextual, al leer la confesión el lector tiene que ir paso a paso, casi en tiempo real, verificando todo lo que el enunciante ha hecho, haciendo que este se confiese nuevamente, juzgándolo hasta el infinito, observando cómo cumple su condena prometeica a ser exhibido desnudo por siempre.  Muchas religiosas utilizan de hecho la metáfora de la desnudez para referirse a la confesión.

         Si resulta difícil dejar por escrito una confesión es precisamente por el poder de la letra impresa. No es lo mismo decir una barbaridad en un confesionario, que dejarla transcrita de modo que cualquiera pueda leerla. De ahí que muchas monjas pidan a sus confesores que quemen sus papeles luego de leerlos. Si bien en estricto rigor no se puede absolver a una persona por escrito, sí se la puede convocar a juicio por el contenido del texto, y las religiosas bien lo sabían, de modo que se preocupaban de encontrar argumentos y resquicios retóricos para que las experiencias extrañas, obscenas, visionarias o místicas fueran consideradas lo menos subversivas posibles.

Lo anterior nos lleva a pensar que, en estricto rigor, la situación de enunciación de una confesión no puede jamás replicarse por escrito, o por lo menos nunca con el mismo efecto. No es lo mismo leer una confesión que asistir a ella, a causa de la condición intrínsecamente performativa de la confesión misma y esto, desde un punto de vista teórico, se explica porque al decir a viva voz “confieso”, el sujeto pone en funcionamiento un acto de habla, pues se trata de un enunciado que no solo describe una determinada acción de su locutor, sino que su enunciación misma equivale al cumplimiento de esa acción. Es decir que, al emplear frente a un otro el enunciado “yo confieso” se cumple a la vez el acto mismo de confesar: el sujeto no solo dice confesar, sino que, al decirlo, efectúa esa confesión.  Evidentemente, para que sea efectivo en cuanto acto de habla requiere de una situación particular, dada por un yo que se-dice a un en un lugar, un tiempo y un modo determinados: es un yo que tiene la intención de poner el lenguaje en funcionamiento frente a un y que establece un pacto de verdad que hace al receptor esperar de lo dicho una presentación fidedigna de los hechos. Ahora bien; como es evidente, se da un doble movimiento de dispersión: la puesta en discurso de la experiencia vivida no será más que una mera traducción del contenido de la vivencia, pero nunca el contenido mismo de ella, y menos aun si se trata de su representación por escrito.

Sabemos que la experiencia inicial de la confesión cara a cara es intransferible e irrepetible, tanto o más que las propias experiencias que allí se pretende exponer. Nos queda entonces el texto escrito, remedo artificioso de la cadena hablada y esta del pensamiento. Lo que aquí me interesa destacar es que, en definitiva, la confesión es un ejercicio más complejo de lo que parece. No me adentraré en el problema de la voz, esto es, de quién enuncia en estos textos, aun cuando es sabido que muchos de ellos eran editados y apastichados por los confesores, de modo que la voz autorial es un problema interesante de tener en cuenta. Quiero más bien señalar algo que Foucault y los teóricos de la confesión parecen no tener en cuenta. En términos genéricos, toda confesión religiosa va dirigida retóricamente al Supremo Juez, y, en la medida en que Dios lo sabe todo, por lo que no sería necesario enterarlo de nada, el procedimiento indica que hay que hablar ante su representante en la tierra, autoridad que sancionará exclusivamente lo que escuche o lea, no lo que le parezca ni lo que sospeche. Ahora bien; lo que a mí me interesa subrayar, es que, pese a todo lo que afirmaba antes, acerca de la importancia y gravedad del receptor del acto confesional, en definidas cuentas pareciera ser que la confesión religiosa no se efectúa para otro. Me refiero a que, si bien sería pecado ocultar o desvirtuar la información dada al sacerdote, el sujeto puede hacerlo de todas maneras, y el único juez de ello no será la autoridad eclesiástica (pues ignorará que le han ocultado información), ni siquiera Dios (que gracias a sus poderes de omnisciencia ya sabía que el ruin sujeto iba a mentir). ¿Quién será el censor definitivo de lo dicho, el que finalmente sabrá si el sujeto eligió ocultar información, pudiendo haber optado por decir la verdad? ¿A quién pertenecerá el dedo incansable que lo señale como mentiroso? Está claro: este censor es el mismo sujeto que confiesa: él deberá ser su propio juez, en la medida en que, si oculta información durante la confesión, deberá arreglárselas con su cargo de conciencia y con la posible mirada crítica que suponga le dirigen desde las alturas, escóndase donde se esconda. Lo que quiero señalar acá es que la confesión religiosa es un dispositivo de dominio simbólico propio de la modernidad (incluso, y quizá con mayor razón propio de nuestra discutida modernidad colonial), que colabora con el aparato de adoctrinamiento en la configuración de sujetos autorregulados, siempre despiertos y que reproducen en el interior de sus conciencias al censor que aparece metaforizado en el sacerdote que escucha la confesión. En otros términos: la efectividad de la confesión religiosa no estará dada por el resultado directo de los mecanismos pragmáticos de explicitación de información, sino por la réplica que resuena al interior de cada sujeto; por la autoconfesión del penitente y su dolorosa transformación en censor de sí mismo, inquisición doméstica que posibilita el logro del principal cometido del aparato ideológico: llegar a lo más hondo de cada sujeto, incluso hasta aquellos lugares inexpugnables del aparato psíquico, allí donde el penitente no puede sino mirarse al espejo insomne de su conciencia. Desde ahí, el pequeño inquisidor que lo habita como un alienígena inagotable, lo hará  elegir: o dice lo que oculta, o bien vive con la carga de una mentira que nunca podrá esconder realmente a Dios ni a sí mismo. Recién entonces se inicia el verdadero calvario, más allá de cualquier penitencia imaginable.

NOTAS

 



[1] Teresa de Ávila: Las Moradas. Libro de su vida. México, Porrúa, 1979, p. 117.

[2] J. J. Rousseau: Confesiones. España, Océano, 1999, p. 3.

[3] Michel Foucault: Historia de la sexualidad. Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, pp. 76-7.

[4] Id., p. 78.

[5] Id., p. 79.

[6] Ursula Suárez: Relación autobiográfica. Santiago, Universitaria, 1984, pp. 89, 90.

[7] Madre Josefa del Castillo: Mi Vida. Biblioteca popular de cultura colombiana, Bogotá, 1942, p. 1.

[8] Luis Millones: Una partecita del cielo. La vida de Santa Rosa de Lima. Horizonte, Lima, 1993, p. 87.

[9] Madre Castillo, op. cit., p. 215.

[10] María Zambrano: La confesión: género literario. Madrid, Siruela, 2001.

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