Estrategias para entrar
en la nación: Uriarte,
Javier |
María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo,
conocida como la condesa de Merlin (1789-1852) nació en Cuba, donde vivió
hasta los doce años. Hija de una familia perteneciente a la aristocracia criolla,
viajó a esa edad a España, y más tarde se casó con el conde de Merlin y se
trasladó a Francia, donde vivió hasta su muerte. La condesa fue propietaria
de uno de los salones más importantes de París, donde se reunían figuras relevantes
de la política y la cultura de la segunda mitad del siglo diecinueve. En 1840
viajó a Cuba, y tres años después, en 1844, publicó en francés La
Havane (1844), extenso libro del cual se publicó una versión significativamente
más breve en español, con el título de Viaje
a la Habana, también en 1844.
En este trabajo discuto las distintas
estrategias que, en la edición española, emplea la condesa para ingresar en el
espacio de la nación, fundamentalmente en el proyecto de nación que la
intelectualidad cubana pregonaba a mediados del siglo XIX. Desde un lugar
fronterizo en cuanto a la lengua, cuya complejidad se acrecienta por el género
y por la situación de exilio en que vive la condesa, el texto despliega
distintas estrategias que muestran la intención de construir un yo cubano, y
que a la vez intentan establecer una suerte de comienzo o fundación de la
nación. Hay entonces en el texto una operación doble, simultánea y casi
contradictoria: por un lado, el intento de insertarse en un proyecto
preexistente, al que se otorga prestigio y del que se busca obtener
reconocimiento; por otro lado, el texto propone a Merlin como una segunda
descubridora, como un nuevo origen para el discurso de la nación. El hecho de
que se trate de un libro de viajes también contribuye a problematizar el
discurso de la condesa, que se construye desde un “afuera” innegable, pero que
ansía un “adentro”. Así, el empleo de la palabra “nuestro” presenta una
inestabilidad constante, y se refiere por momentos a Francia y en otros a Cuba.
También las distintas menciones a la gastronomía cubana y a la falta de
monumentos en la isla son operaciones que permiten al yo construir la nación y,
en ese mismo movimiento, construir-se como parte de ella.
La condesa de Merlin ha corrido diversa
suerte en la mirada que la isla ha dirigido hacia ella en los tiempos que
sucedieron a su visita y a la escritura de sus textos. Sus relaciones con el
canon cubano, su mayor o menor ajenidad o cercanía con respecto al mismo han
sido problemáticas. Esto también tiene que ver con el lugar que la Condesa ha
elegido para construir la isla y que es, precisamente, el relato de viajes, que
en ella se cruza con circunstancias biográficas que complejizan sus estrategias
de escritura. En este relato de viaje: la construcción de un determinado
territorio va de la mano de la construcción de un yo determinado, que se
relaciona en forma compleja con el objeto construido. Los lugares que ocupa el
yo en estos textos constituyen un problema cuya discusión puede iluminar
aspectos que tienen que ver con las miradas sobre/desde Cuba en el siglo XIX,
pero que adoptan configuraciones interesantes en los tiempos que siguen. Cuál
es la Cuba que busca fundar el texto y qué operaciones realiza para ello son
problemas que discutiré en estas páginas. Estas operaciones se vinculan, así,
con la particular situación de Cuba como una nación fundada en el siglo XIX en
gran medida desde el “afuera”, desde la ausencia, la memoria o la añoranza.
Gastronomía
y construcción de lo “nuestro”.
A lo largo del texto la narradora se
mantiene en un lugar fronterizo, indeterminado, entre el acercamiento a Cuba a
través del uso frecuente del adjetivo “nuestro/a/os/as”, y su intención de
hablar culturalmente desde su “madre adoptiva”. Pero ya el referente del
pronombre posesivo “nuestro” es ambigua. Si se tiene en cuenta la idea de
Benveniste en sus Essais de linguistique
générale de que los pronombres son en realidad significantes vacíos de
referente, el cual no existe fuera del discurso y cuyo vacío es “llenado” de
acuerdo a las circunstancias de la enunciación[1],
creo que en Viaje a la Habana existe
una constante inestabilidad en cuanto a la referencia en el uso de los mismos.
¿Quién es el “nosotros” implícito? ¿Todos los cubanos? ¿Los aristócratas
plantadores y esclavistas? ¿Los intelectuales abolicionistas? ¿El gobierno de
la colonia? ¿Los lectores franceses o los “civilizados” europeos en general?
¿Qué es, para Merlin, la “nación cubana”, si es que tal cosa existe? Es de sumo
interés, al respecto, rastrear los usos de los pronombres posesivos en el
libro, que también permiten conjeturar cuáles son los lectores implícitos en
cada momento. Así, a veces se encuentran expresiones como “nuestras campesinas”
o “nuestra vida tropical” junto con expresiones que parecen aludir a un
“nosotros” distinto: en el mismo párrafo en que aparece la primera de las dos
expresiones que acabo de transcribir, se dice que las buenas costumbres de los
campesinos “podrían servir de modelo a nuestros
elegantes, no siendo raro ver a estos hombres acompañar a sus mujeres a la
iglesia” (85, cursivas mías). El
“nuestras campesinas” inicial parece implicar una idea más amplia que el
“nuestros elegantes”, cuando ya Merlin está restringiendo el “nosotros” al
grupo, en el que ella pretende incluirse a través de esta operación, de los
intelectuales criollos.
Esta “movilidad” del pronombre alcanza su punto más
claro en un episodio en el que se hace referencia al mayor interés de la
Condesa por la comida de la isla que por la francesa: “Mi tía me fué [sic] a
servir el primer día de unos de los mejores platos de nuestra cocina y yo
alegre y modesta en frente de un simple ajiaco le respondí con tono
desdeñoso: «no, no me gusta; no he venido aquí sino para comer platos
criollos»” (51, negritas mías, cursiva en el original). El pronombre, que antes
se refería -aunque no siempre del mismo modo- a un sujeto cubano, aquí alude
inconfundiblemente a la cocina europea, trasunto de una identidad también
ligada al viejo continente. Así, a lo largo de la cita la preferencia por la
cocina criolla implica un deslizamiento identitario, una asunción de una
identidad nueva (o al menos de una complejización de la identidad “europea”),
que mira “desdeñosamente” a lo “civilizado”, sin dejar de considerarlo
“nuestro”. Hay una clara reivindicación de la simplicidad sobre la
sofisticación, que sin embargo implica una idea de superioridad y desprecio
desde la primera hacia la segunda; de algún modo, la simplicidad se ha
sofisticado.
Los comentarios gastronómicos de la
Condesa funcionan como una sutil estrategia de inclusión en la aristocracia
criolla de la isla. Antes de llegar a la cita transcrita anteriormente y que
funciona como una suerte de conclusión, la Condesa había afirmado:
Los señores de la
alta clase, a pesar del lujo europeo de sus mesas, reservan la verdadera
simpatía para el plato criollo; gustan de los otros manjares, pero se alimentan
principalmente de aquél; los unos son el lujo de la opulencia que sirve para
regalar al extranjero, el otro es como estos muebles ordinarios, descoloridos
tal vez por el uso, pero que conservan los pliegues del cuerpo, y cuya tela se
prefiere a las cachemiras y los brocados. (50-51)
Inmediatamente después, en el texto comentado más arriba, expresa sus
preferencias, que implican también la elección de lo criollo, despreciando el
“lujo europeo”; a la vez rechaza la calidad de “extranjero” aplicada a ella
misma, implícita en el hecho de que le sean ofrecidos los platos qué más
conoce, los europeos. La caracterización de la cocina cubana es, por lo demás,
de sumo interés. La estrategia aquí pasa por la preferencia de la sencillez, la
rusticidad, lo aparentemente vulgar pero que se vincula de un modo más estrecho
con la intimidad: de ahí la idea de “los pliegues del cuerpo”. La expresión se
vincula con el mueble que no es lujoso, pero que ha convivido con la persona
durante algún tiempo, y por lo tanto conserva en sí parte de su intimidad. Este
empleo de los espacios de la intimidad, de la habitación privada, del cuerpo,
se relacionan con un imaginario claramente femenino[2].
Se trata de una forma de lo que Sylvia Molloy llama “petites histories”: el yo que construye Merlin “deviates from the
monumental «I»” (87). Merlin elige -y, en la misma operación, reivindica como
propios- un imaginario gastronómico, y
el espacio de la intimidad, alejados de la política y de la toma de decisiones (y
reservados tradicionalmente a la mujer), para incluirse paradójicamente a
través de ellos en los círculos de la aristocracia cubana, eminentemente
masculinos.
Una segunda descubridora.
Es posible encontrar en el texto estrategias dirigidas a afirmar este
yo “descubridor”, y sobre todo, fundacional. El mero dato de que Merlin viajó a
Cuba en un barco llamado adecuadamente Cristóbal Colón (Méndez Rodenas, 43)
pasa a ser significativo si se tienen en cuenta los comentarios de la Condesa
acerca de la historia y la memoria de su isla: “los monumentos son una parte de
los anales de los pueblos, símbolos de gloria y de poder y muchas veces de
crueldad y de dolor. Cuba no tiene historia, no tiene escudo de armas; no tiene
más que un árbol gigantesco y las cenizas de Colón” (75). Este tipo de comentarios
permiten leer el Viaje a la Habana
como un intento de suplir esas faltas, como una forma de erigir el monumento
faltante. Así, en el vacío que es la historia cubana se alzan solamente la
naturaleza y la figura de Colón. La urgencia por dotar de “monumentos a nuestra
historia” (75) legitima el intento del libro por establecer una historia que
permita fundar el espacio de la nación, colocando en el origen a Colón, con lo
que también se opera un borramiento del pasado indígena: “creo ver las sombras
de aquellos grandes guerreros, de aquellos hombres de voluntad y energía,
compañeros de Colón y de Velázquez, creo verlos orgullosos de su más bello
descubrimiento” (30). El empleo de
cierta retórica romántica tiene aquí la función adicional de llenar un vacío,
de erigir monumentos donde no los hay, de establecer un panteón de héroes que
se entiende vital para la existencia de la nación. Nótese que al no haber
historia, o al presentar a Cuba como al margen del relato histórico, la versión
“merliniana” pasa a ser la única. Se trata de un inteligente modo de legitimar
su versión que, a su vez, intenta ser complaciente con la intención del
intelectual criollo de narrar la nación, y que, en un tercer movimiento,
rescata el pasado colonial como el único existente.
También hay una idea de dotar de cierto
“espesor” al pasado cubano, ya que la “novedad” de estas tierras, donde solo
parece existir el presente, es vista como un problema, como un defecto que hay
que reparar: en Cuba “la pereza y la poesía de lo presente lo absorben todo”
(78-79). Es decir, el futuro no es central en el cubano, lo que lleva a la
“imprevisión”, a la “falta de orden y de conservación de los caudales” (79). La
idea del “desorden”, que vuelve a reiterarse en la misma página, implica una
queja vinculada con el manejo del tiempo. Se refiere, como un rasgo
característico del habitante de los “Trópicos”, a una “voluntad debilitada por
el olvido y por su indiferencia” (80). La idea del olvido como debilitador de
la voluntad me parece interesante como punto de partida en una narrativa que
intenta fundar un pasado para la nación como el punto de partida para la
construcción de un futuro.
La visita al cementerio, sin embargo,
postula nuevamente la existencia del futuro (“el habanero vive en lo presente y
en lo porvenir”, 115) para concentrarse en la ausencia de pasado, a partir del
dolor de la experiencia de no poder encontrar la tumba de su padre ni de su
abuela: “sería justo y conveniente variar el reglamento del cementerio, para
que a lo menos la madre pudiese venir a llorar a su hija en la tumba y abrazar
la tierra que la cubre; para que la hija, clavando los labios en el mármol que
encierra los restos de su madre, pudiese pedirle todavía un consejo y un
consuelo!” (112). Esta cita parece también tener sus raíces en la experiencia
del exilio y de la lejanía (según la piensa Cintio Vitier), que han
caracterizado la historia cubana hasta el presente, y que se vinculan también
con el olvido, con la ausencia, con la imposibilidad de llorar a los muertos en
un “lugar de la memoria”, para reiterar la expresión de Pierre Nora. La
ausencia del monumento, y, en general, de un lugar de la memoria permite que el
pasado sea sustituido por el olvido, y que el presente y un futuro inmediatista
lo abarquen todo. Así, la idea de la muerte no es concebible en la mentalidad
habanera: “¿cómo podría el habanero comprender la muerte? La vida es para él el
placer y él goza de todo” (113). La necesidad de introducir a la muerte en el
imaginario cubano, y de plasmarla materialmente en monumentos o cementerios
parece urgente; se trata de rescatar la necesidad de recordar y de recordarse,
que es, por otro lado, uno de los motores que mueve la escritura de Merlin,
como ha sugerido Sylvia Molloy.
Es justo al respecto recordar que
Merlin distingue aquí al habanero del habitante del norte de la isla, para
quien la muerte y el recuerdo de los antepasados constituyen una presencia
permanente: “si canta es una balada sobre sus antepasados, cuyos altos hechos
recuerda; si contempla, evoca los males de los héroes de su tribu, y riega con
lágrimas religiosas el árbol que plantó sobre la tumba de su madre” (113). De
todos modos, es claro que el recuerdo, otra vez descrito desde una perspectiva
enteramente romántica, se asocia con el primitivismo, con la “naturaleza
desnuda y desolada” (113), con el campo; en fin, con la ausencia de
civilización, con los márgenes. En el centro, en el lugar del poder, desde
donde busca ambiguamente escribir Merlin, falta la memoria y el lugar en donde
depositarla. Es importante señalar además que la preocupación fundamental de la
narradora es que los “edificios no tienen historia” (115). No importa que en la
campaña, y en contacto con la naturaleza, sí puedan encontrarse manifestaciones
de dolor, como ella describe que se hallan en los habitantes del norte de la
isla. La mirada civilizadora admira la recuperación del pasado que existe en el
margen, pero hay sin duda una preocupación mayor por el hecho de que la ciudad,
representada por los “edificios”, carece de esa recuperación: hay una urgente
necesidad de monumentos ligada a la construcción material de la historia. La
naturaleza es construida aquí, muy románticamente, como el lugar de lo
primitivo, de lo originario, que debe ser adoptado por la civilización (y que
vale solo en esa medida) o que se recuerda con nostalgia como aquello que la
civilización ha perdido.
Pero en esta alternancia incesante
entre el recuerdo y el olvido, Merlin no siempre es la que “sabe”, la
“reveladora”, sino que a veces parece también “descubrir” ella, también se
muestra en ocasiones como desprovista de conocimiento acerca de la isla. En
ciertos momentos algunos criollos le enseñan las costumbres de la isla, como el
“velorio del mondongo”, que ella ignoraba completamente; otras veces se refiere
a personajes completamente nuevos para ella, como el guajiro, que es
representado desde una perspectiva de asombro y admiración que sin embargo se
cuida de mantener siempre el lugar de la “civilización”, que le permite seguir
viéndolo como definitivamente distinto, y en muchos sentidos “bárbaro”. Acaso
en esta fascinación que Merlin muestra por el guajiro y su estilo de vida haya
huellas de Rousseau (cuyas lecturas, según dice ella misma, “me trastornaban la
cabeza”) y de su representación idealizada del “buen salvaje”.
Esta construcción de un yo ambivalente
(descubridor y descubierto, cubano y europeo) que cruza el texto, puede verse
simbólicamente en expresiones como “la cocina francesa y la cocina criolla
rivalizaban a cada paso” (137), idea que ya pone de manifiesto, otra vez desde
las imágenes relacionadas con lo gastronómico, la gran alternancia entre los
dos “orígenes” de la Condesa entre los que el texto se construye.
A manera
de conclusión: el viaje como (auto)fundación.
Como he discutido en estas páginas,
Merlin se construye de manera ambivalente en su relato de viajes. Escribiendo
desde un lugar problemático, la viajera establece también relaciones complejas
con la isla que describe, en cuyo ámbito busca a la vez situarse. Pero esto no
quiere decir que sus estrategias hayan dado siempre el resultado que esperaba.
Si bien la Condesa forma parte del
canon cubano desde la lectura -no sin problemas- que de ella realiza Salvador
Bueno, el lugar que en él ocupa no ha dejado de ser problemático. A pesar de
que en su texto busca colocarse como “descubridora” o “reveladora”, parece
fallar en sus intentos de autoconstrucción, a juzgar por el hecho de que es el
viajero y científico alemán Alexander Von Humboldt, quien ocupa ese lugar en la Cuba de hoy[3].
Aunque logra finalmente ser incluida en el canon cubano, desde un comienzo esa
instalación es ambigua, problemática, como se desprende del ensayo de Salvador
Bueno titulado “Una escritora cubana de expresión francesa”. Este lugar
marginal dentro del canon ha justificado trabajos como el de Méndez Rodenas (Gender and Nationalism in Colonial Cuba), quien desde una perspectiva de género
intenta afianzar el lugar de la Condesa en la literatura cubana. Creo que no
hay dudas acerca de las limitaciones que el género causó a las estrategias de
inclusión desplegadas por el yo en el texto de Merlin, aunque es importante
señalar que el género es solo uno de los lugares fronterizos y problemáticos
desde los que escribe Merlin: el exilio, la lengua, la propia experiencia del
viaje, la memoria, son elementos que atraviesan su discurso y lo vuelven
“extraño”, incómodo, inclasificable.
De todos modos, creo haber planteado
problemas que tienen importantes implicancias en relación con la construcción
de la “nación cubana” en el siglo XIX, y que muestran también cómo Cuba se ha
construido a sí misma. La inclusión o no de un escritor en el canon de la
nación tiene que ver también con el anhelo de la nación de verse a sí misma, de
construirse. Y las lecturas y “rescates” de escritores olvidados se vinculan
también al deseo de cambiar o de ensanchar los límites de la nación. Si la
Revolución releyó a la Condesa en un grado marginal -aunque fundamental- la
escritora ha sido también leída e “introducida” desde “afuera”, de lo que es
ejemplo el trabajo de Méndez Rodenas, en lo que puede verse acaso como una
lucha simbólica por definir los límites del canon, y por extensión, de la
nación cubana. Así, el texto de la Condesa de Merlin también contribuye a
pensar un rasgo acaso singularmente cubano, relacionado con el tema del exilio
como una constante en su historia: la fundación de la nación desde “afuera”.
Desde Humboldt -o acaso desde el mismo Colón- hasta el presente las
representaciones de Cuba y de lo cubano se han construido en gran medida desde
afuera del territorio isleño (o en una tensión entre el “adentro” y el
“afuera”), ya sea en discursos del exilio o en libros de viaje, lo que
consitiuye un rasgo peculiar de esta isla en el marco de América Latina. Las
maneras en que estos discursos se han leído desde la isla han sido siempre
también problemáticas. Espero que el presente trabajo contribuya a reflexionar
sobre los problemas y las singularidades que la literatura de viajes presenta
en relación con la nación en el siglo XIX cubano, y sobre cómo “lo cubano” ha
sido pensado en relación a dicha literatura.
BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA
–Benítez
Rojo, Antonio. “Azúcar/poder/literatura”. Lectura
crítica de la literatura americana. La formación de las culturas nacionales. Sel.
pról. y notas Saúl Sosnowski. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1996. 80-104.
–Benveniste,
Émile. Problèmes de linguistique
générale. Paris: Gallimard, 1966.
–Bueno,
Salvador. “Una escritora habanera de expresión francesa”. De Merlin a Carpentier. Nuevos temas y personajes de la literatura
cubana. La Habana: Unión de Escritores y Artistas de Cuba, 1977. 11-55.
–Condesa
de Merlin. Viaje a la Habana. Pról.
Gertrudis Gómez de Avellaneda. La Habana, s/f, 1922.
–Díaz, Roberto Ignacio. Unhomely Rooms. Foreign Tongues and Spanish American
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Bucknell UP/ Associated UP, 2002.
–Gott, Richard. Cuba.
A New History. New Haven and London: Yale UP, 2004.
–Humboldt, Alexander von. The Island of Cuba. Intr. Luis
Martínez-Fernández. Translation from Spanish,
notes and preliminary essay by J.S. Thrasher. Princeton and Kingston: Markus
Wiener Publishers/ Ian Randle Publishers, 2001.
–Pratt, Mary Louise. Imperial Eyes: Travel Writing and Transculturation. London:
Routledge, 1992.
–Méndez Rodenas, Adriana. Gender and Nationalism in Colonial Cuba. The Travels of Santa Cruz y
Montalvo, Condesa de Merlin. Nashville & London: Vanderbilt UP, 1998.
–Molloy, Sylvia. “Childhood and exile: the Cuban
paradise of the Countess of Merlin”. At
face value: autobiographical writing in Spanish America. Cambridge:
Cambridge UP, 1991. 79-96.
–Porter, Denis. Haunted
Journeys. Desire and Transgression in European Travel Writing. Princeton:
Princeton UP, 1991.
[1] “Quelle
est donc la «realité» à laquelle se réfère je
ou tu? Uniquement un «realité de
discours», qui est chose très singulière. Je
en peut être défini qu'en termes de «locution», non en termes d'objets,
comme l'est un signe nominal. Je signifie
«la personne qui énonce la présente instance de discours contenant je». Instance unique par définition, et
valable seulement dans son unicité. Si je perçois deux instances successives de
discours contenant je, proférées de
la même voix, rien encore en m'assure que l'une d'elles en soit pas un discours
rapporté, une citation où je serait
imputable a un autre. Il faut donc souligner ce point: je ne peut être identifié que par l'instance de discours qui le
contient et par là seulement. Il ne vaut pas que dans
l'instance où il est produit”. (Benveniste, 252).
[2]Al
respecto, pienso en el análisis que Mary Louise Pratt realiza de lo que ella
llama las “Exploradoras sociales”, Flora Tristán y Mary Graham, quienes, aunque
se alejan de Merlin en muchos aspectos, emplean una retórica de la intimidad
que las aleja de la grandilocuencia de la retórica masculina dominante y
totalizadora. Ver al respecto el capítulo 7 de Imperial Eyes.
[3]
Este lugar parece haber sido otorgado
al viajero alemán Alexander Von Humboldt (1769-1859), quien busca en su
Essai politique sur l'île de Cuba
(1826) ser instalado en el lugar del “descubridor” por y desde Europa, y
es reivindicado como segundo descubridor por la intelectualidad cubana ya
en el siglo XX, fundamentalmente por Fernando Ortiz, quien coloca al navegante
alemán en un lugar que ya no abandonará. Como Martínez-Fernández afirma
en su introducción al texto de Humboldt, éste ha sido incorporado al proyecto
revolucionario, como el “segundo descubridor” de la isla, en una línea que
tiene a Cristóbal Colón y a Fernando Ortiz como el primero y el tercero
respectivamente. Fue Ortiz, precisamente, el encargado de prologar la primera
edición cubana del texto humboldtiano, en el tardía fecha de 1930, significativamente
como parte de la Colección de Libros Cubanos (Martínez Fernández, 16). Las
múltiples ediciones del libro durante los años de la Revolución muestran
la intención de colocar a Humboldt en el canon propio. Los años de las diferentes
ediciones permiten notar esto con claridad: 1959, 1960, 1998. Humboldt es
parte central del momento fundador de la Revolución, y vuelve a editarse
en el período especial, significativamente.