Los relatos de los sobrevicientes
del terrorismo de estado en Argentina: estrategias discursivas en la
preservación de la memoria histórica Sillato,
María del Carmen |
Las agitadas décadas del 60 y 70 en Argentina
que tuvieron como broche final entre 1976 y 1983 la dictadura militar más
sangrienta que hubiera conocido el país, han dado lugar a la producción de un
abundante material escrito que se destaca, fundamentalmente, por la variedad de
las estrategias narrativas empleadas.
Dicha variedad se pone en evidencia cuando se intenta llevar adelante un
relevamiento del material escrito que comenzó a circular tanto en nuestro país
como en el extranjero desde los primeros meses del retorno a la democracia en
1983 y con más asiduidad a partir de 1990.
Desde la literatura , el periodismo, la sociología, las ciencias
políticas, y más, han ido apareciendo en los últimos 25 años textos que buscan
dar respuesta a interrogantes para los que no hay explicaciones sencillas:
¿cómo fue posible que ocurriera lo que ocurrió?, ¿en que medida se vio afectada
la sociedad en su conjunto?, ¿cuál fue la respuesta en el ámbito socio-cultural
al gran silenciamiento y censura que provocó el terrorismo de estado?, y más
recientemente, ¿cuáles son las consecuencias de ese terrorismo de estado en los
90 y comienzos del siglo XXI?
En primer
lugar cabe mencionar el papel de los testimonios en este proceso de
construcción y preservación de la memoria.
Cuando los primeros sobrevivientes de los campos de concentración
empezaron a llegar a Europa hacia 1978 surgieron algunos testimonios en el
extranjero, difíciles de creer al principio por la magnitud del horror que
revelaban. Sin embargo, iban a ser
éstos el germen de una literatura testimonial cuyo objetivo central ha sido y
sigue siendo la lucha desde la escritura en contra del silencio impuesto por
años de terror militar. Porque como
señala Todorov, “cuando un individuo o grupo ha vivido eperiencias extremas o
eventos trágicos, su derecho es también un deber: el deber de rcordar y dar
testimonio”[i]. Los primeros testimonios que comenzaron a
circular en Argentina fueron testimonios en el sentido jurídico del término que
se usaron durante el juicio a las Fuerzas Armadas en 1984 y fueron publicados
ese mismo año en el libro Nunca más. Estos testimonios
conformaron las primeras evidencias legales del terror militar en los años
inmediatamente anteriores. Por otra
parte, La escuelita de Alicia
Partnoy, publicado en inglés como TheLlittle School (Pittsburg, PA: Cleis Press, 1986), fue el primer
testimonio escrito por una sobreviviente de un campo de concentración en
Argentina que comenzó a circular y tuvo gran recepción en los círculos
intelectuales de los Estados Unidos.
Posteriormente fueron apareciendo un número importante de testimonios de
o sobre los sobrevivientes del terror militar, entre otros Lilí, presa política de Ulises Gorini y Oscar Castelnovo (Buenos
Aires: Antarca, 1986), Más que humanos de María Consuelo
Castaño Blanco (Madrid: Ediciones de Cultural Hispánica, 1988), Pase libre. La fuga de la mansión Seré
de Claudio Tamburini (Buenos Aires: Síntesis Editorial, 2002), Seda Cruda de Marta Ronga (Rosario:
Laborde, 2004), o el reciente texto Del otro lado de la mirilla (Santa
Fe: El Periscopio, 2003), con
relatos testimoniales de ex presos de la cárcel de Coronda. Estos
relatos no constituyen un discurso histórico per se sino que buscan enriquecer ese discurso a partir del aporte
individual al conocimiento y difusión de la verdad.
En el marco de la ficción , es posible señalar un
recorrido que va desde la aparición de textos en los que la elipsis, el merodeo
o la alusión indirecta eran características primordiales –y me refiero a los
aparecidos a finales de los 70 y comienzos de los 80--, a la publicación de la
primera novela-testimonio en 1983, Recuerdos
de la muerte de Miguel Bonasso (Buenos Aires: Planeta, 1997), que iba a
tener un impacto revelador en Argentina, y más adelante la publicación en los
EEUU de Una sola muerte numerosa, de
Nora Strejilevich (1997), que obtuvo el primer premio en el concurso literario
“Letras de Oro” (Miami: por el Centro Norte-Sur de la
Universidad de Miami, 1997). Pensados y presentados como novelas a través
de técnicas narrativas reconocibles, estos textos están lejos de apartarse del
objetivo central que es dar testimonio ya que ambas incorporan las vivencia de
sobrevivientes de campos de concentración.
Paralela
a la producción de testimonios y novelas testimoniales, otra de las estrategias
adoptadas por algunas/os sobrevivientes ha sido la ficción con novelas como Pasos bajo el agua de Alicia Kozameh
(Buenos Aires: Galerna,1987), Mala junta
de Mario Paoletti (Buenos Aires: Fundación Editorial de Belgrano, 1999), o Memorias del río inmóvil de Cristina
Feijóo (Buenos Aires: Alguafara, 2001), por nombrar sólo algunas, o cuentos
como los de Marta Vasallo, Sara Rosemberg, Victoria Azurduy o María Branda,
algunos publicados en colecciones, otros aparecidos en la antología Redes de la memoria (Buenos Aires: Desde
la gente, 2001). Estas ficciones tienen
un anclaje en una realidad reconocible en los que el elemento histórico juega
una suerte de escenario de los acontecimientos y se suman así al corpus
de una narrativa histórica argentina que, como afirma Andrés Avellaneda, “no es
en definitiva otra cosa que una literatura sobre (hacia) los sentidos
aún vacíos de la historia reciente”.[ii]
Tomando
como base para este trabajo la novela Memorias
del río inmóvil de Cristina Feijóo, galardonada con el Premio Clarín de
Novela 2001, intentaré señalar cómo a través de la creación de un micromundo
ficcional es también posible aportar a la preservación de la memoria. La novedad que introduce esta novela es que
el elemento denuncia se inserta no en una revisión del terrorismo de estado tal
como se dio entre el 76 y el 83 sino en las nefastas consecuencias que se viven
en los 90 y que muestran la continuidad en los posteriores gobiernos
democráticos, especialmente el de Carlos Menem, de la política neoliberal
implantada a sangre y fuego por la dictadura militar.
Es
significativa la dedicatoria de la novela por parte de su autora: “A quienes
comparten la memoria de la utopía y su búsqueda, que nunca acabará” (7). Se alude, pues, a una generación de
sobrevivientes del terrorismo de estado que incluye a la autora misma. Pero no se refiere sólo a los que sufrieron
en carne propia la persecución, la prisión y el exilio, sino a todos aquellos
que en las décadas del 60 y del 70 apostaban a producir un cambio radical en la
balanza político-económica y social, inclinada durante tanto tiempo a favor de
las injusticias y de los atropellos a las garantías constitucionales.[iii] La amplia dedicatoria tampoco marca barreras
territoriales ni hace distinciones ideológicas ya que abarca a quienes de norte
a sur en Latinoamérica y en otras partes del planeta se entregaron en aquellos
años a la búsqueda de esa utopía inspirados en las grandes revoluciones del
siglo XX –la Revolución Rusa, la la Revolución Cultural de la China de
MaoTse-tung, y la Revolución Cubana.
En su puesto de observadora y evaluadora de
los ideales forjados durante aquellos años pero desde la perspectiva del
presente –década de los 90--, Feijóo coloca esa lucha en el campo de las
utopías, consciente como lo está ahora de la derrota infligida al campo popular
por parte de dictaduras militares dispuestas a avasallar derechos civiles y
humanos a fin de implantar como fuera la tan temida economía neoliberal. Sin embargo, la dedicatoria de la novela apunta
también a la esperanza en esa afirmación de que la búsqueda de la utopía “nunca
acabará”. Pero para que eso sea
posible, nos dice Feijóo, es preciso rescatar la memoria, construir la historia
con los trazos dispersos en las memorias de quienes sobrevivieron al horror
para contarlo. Ella misma lo viene
haciendo desde hace tiempo y muy particularmente en esta novela, que sintetiza
la trayectoria de la militancia de los 70 y expone las consecuencias directas
del terror militar tanto en la situación de los militantes que sobrevivieron
como en el tejido social en su conjunto.
Los
epígrafes que siguen a la dedicatoria giran en torno al tema de la memoria, el
cual se perfila con claridad en un poema de Lucio Salas Oroño: “Eludir el
recuerdo y sin embargo // saber que la memoria te es sagrada // usar botones
que abran // hacer ojales grandes // verdaderas tajadas” (9). El título de la novela, por otra parte, está
en relación con otro de los epígrafes, un poema de Hipólito Paz, clara alusión
a una ciudad/sociedad que quiere olvidar pero que aún lucha con la culpa: “Esta
ciudad insondable que ensimismada // se niega mirar su río que se le finge
inmóvil, // cuyas calles exhiben las cicatrices de viejos heroísmos, la que se
obstina en discutibles fervores y malquerencias // y lleva hasta la muerte sus amores”
(9).
La imagen del “río inmóvil” se opone a
ese constante fluir del río heracliteano y produce un profundo contraste con
esa otra imagen del fluir de la conciencia que no es otra cosa que el fluir de
la memoria. Porque, ¿qué es esta novela
sino un permanente fluir de la conciencia de Rita, la protagonista, en
contraste con ese punto inmóvil en el que ha quedado fijada la memoria de
Floyt, el compañero desaparecido y ahora reaparecido pero loco y amnésico? Y
como escenario el tristemente célebre Río de la Plata, adonde fueron arrojados
tantos militantes de quienes nunca más volvió a saberse nada. Floyt no evoluciona, se sumerge cada tarde
en el mismo río porque para él no hay pasado ni futuro. Su amnesia es más que significativa porque
alude directamente a la amnesia social, a esa ciudad mencionada en el epígrafe
“que ensimismada se niega mirar su río que se le finge inmóvil”.
Es cautivante la manera en que esta
novela conduce sutilmente al lector por derroteros de los que ya no podrá salir
inmune. Lo que comienza como un relato
casi anecdótico del devenir de una pareja de ex militantes de los 70 que
intenta dar sentido a sus vidas en los 90, va atrapando al lector en una red de
intrigas en la que se ponen al descubierto los macabros mecanismos
implementados por la dictadura y sus cómplices, cuyos efectos desbastadores
siguen vigentes en una sociedad que todavía no podido saldar cuentas con el
horror. La reflexión que hace Rita
sobre su vida en contraste con la de Floyt casi a mitad de la novela constituye
el eje alrededor del cual gira la trama: “Floyt es una ruina, pero una ruina
coherente. Mirándome en el espejo de su
presencia, me veo, es decir veo lo que otros ven y me lleno de vergüenza. La mujer que se acoda junto a este compañero
es una profesional cuarentona que se alimenta light, concurre a los estrenos de
teatro, compra lo último en libros, se retoca el pelo todos los meses, suda en
un gimnasio y no se diferencia en nada de cualquier otra cuarentona con los
mismos ingresos. En nada. Salvo que ella, claro, sobrevivió”
(110). En ese traspaso inmediato, casi
imperceptible, de la primera persona, “mirándome”, a la tercera, “ella
sobrevivió”, se oculta la clave de esa lucha interior de Rita entre la que fue
y la que es, aquella que sobrevivió a su propia historia de pérdidas, ausencias
y separaciones contrapuesta a la del presente que ha tenido que resignar sus
ideales para conformarse a una sociedad que poco la comprende o a la que poco
le interesa su pasado, acaso sólo para criticarla. Sólo esa distancia, el hablar de sí misma como “la mujer que se
acoda junto a ese compañero”, es lo que le permite “verse” en el espejo de un
lugar en el que no quiere estar. Esta
ruptura en la persona gramatical constituye, de hecho, la dinámica fundacional
del texto. En un entrecruce de relatos
que van de la primera a la tercera persona, con una primera persona que da voz
a diferentes personajes, la novela opera sobre territorios aparentemente
disímiles que, sin embargo, confluyen en un escenario en el que las “verdades
parciales” apuntan a dejar constancia de una realidad negada durante los largos
años de post-dictadura por grandes sectores de la sociedad argentina. Rita representa a la militante de izquierda,
quien ha vuelto a la Argentina después de años de exilio; Juan, su compañero de
militancia y esposo, estuvo siete años en prisión sin haber cedido nunca a las
presiones del hostigamiento, y aún hoy se resiste inútilmente a tener que
trabajar para las empresas multinacionales;
Floyt es un mendigo amnésico cuya imagen fantasmagórica refleja en su
“estar ausente” la suerte de los miles de desaparecidos;[iv]
Mitsha, el rusito, es hijo de desaparecidos; y Pinino es, sin saberlo hasta el
final, el hijo de Floyt y su compañera desaparecida, Ana Leredo, a quien
probablemente dieron muerte los militares después de dar a luz a su hijo. Estos personajes subsisten en una sociedad
en la que ha triunfado el mal y que incluye a diferentes sectores sociales: ex
militares y ex policías con todos sus cómplices y beneficiarios, incluyendo la
iglesia católica. En la figura de Pinino se concentran los elementos de mayor
perversidad que le tocara vivir a la sociedad argentina durante el proceso
militar: el tráfico de recién nacidos una vez eliminadas las madres, terminando
muchos de ellos en manos de los mismos asesinos. Julieta, su falsa madre, se va revelando ante el lector como un
personaje siniestro: aunque al principio se nos presenta como una mujer por
quien Rita siente una sincera empatía, el deseo de su hijo de saber más sobre
ella conduce a Rita, y nos conduce a todos, Pinino incluido, al descubrimiento
de la terrible verdad que flota en la novela casi desde el comienzo: Julieta ha
sido una pieza fundamental para los militares, tanto en el negocio de objetos robados
a los secuestrados como en el tráfico de recién nacidos. Nada casual, entonces, que ella se quedara
con uno. Las reflexiones de Pinino
hacia el final de la novela, mientras desarrolla un rito de travestismo para
exponer su homosexualidad y castigar así a su falsa madre, sintetizan la gran
contradicción instalada en su conciencia entre la búsqueda y la negación de la
verdad: “Lo peor de todo es que hay giles que creen que saben cosas de mí. Que pueden venir y decirme a mí quién soy y
dónde tengo que estar. ¿Pero alguien se
pregunta si yo quiero salirme de acá?” (287)
Memorias
del río inmóvil logra presentar, en sus 292 páginas, un retrato de la
sociedad argentina de finales de los 90 con una agudeza admirable. Feijóo apunta aquí a dar respuesta a algunas
preguntas fundamentales, tales como: ¿cuál fue el germen de las organizaciones
de izquierda en Argentina?; ¿en qué se ha convertido el país en los 90?; ¿qué
heridas ha dejado en el tejido social el terrorismo de estado y la posterior
complicidad de los gobiernos democráticos post-dictadura?; la implantación de
una economía neoliberal con el consecuente empobrecimiento de la clase media y
los más grandes niveles de miseria que haya conocido el país ¿es aquella en
contra de la cual luchaban aquellos jóvenes en los años 70? Y en ese marco: ¿cuál ha sido el destino de
los sobrevivientes de esa lucha? Las
palabras expresadas por Juan, el compañero de Rita, definen de manera cabal el
debate interno con el que se han tenido que confrontar muchos de ellos: “Somos
lo que hemos sido, la sangre y las memorias, las frustraciones y los silencios,
la lenta calma de saber en qué hemos devenido partiendo de qué lugar y
dirigiéndonos adónde, por qué, a través de qué medios. Eso somos, la memoria de lo que hemos sido. El único sentido de continuar con vida es
cargar con esa memoria sin chistar” (271).
No obstante, las palabras con que termina la novela y que exponen las
últimas reflexiones de Rita nos colocan ante un elemento inesperado: “Somos –se refiere a Juan y a sí
misma--, dos pozos de tiempo que fuman sentados en el cordón de una vereda, en
San isidro. El hilo entre nosotros se
cortó y nos devolvió a cada uno a su pasado; un pasado intacto, listo para ser llenado de memorias falsas” (292. El
énfasis es mío). La imagen de “un
pasado intacto” está en relación con esa otra imagen del río inmóvil presente
en el título. Es decir, se trata de
aquello que no puede modificar ni siquiera nuestra mirada desde el presente:
ese ideal puro que atrajo a tantos a la lucha, pero que en su puesta en
práctica no supo prever la derrota. La
derrota, tema tabú, palabra que se evita porque al pronunciarla se conjura una
realidad que por dolorosa se vuelve insoportable. El Juan de la novela niega por mucho tiempo que ese mendigo casi
despreciable sea Floyt, aquel heroico compañero, querido y admirado por
todos. Aceptar que es él le significa,
al final, confrontarse con la derrota y con la culpa de estar vivo. Dice Rita describiendo a Juan: “Gira la
cabeza y antes de clavar su mirada en Floyt, yo sé que lo ha reconocido. Lo ve por primera vez; lo observa mirar a la
muchacha, la cara pegada al vidrio, absorto en su rostro; la cara de Juan se
contrae en un gesto de intolerable dolor y yo desvío los ojos para no
verlo. Para no verle la culpa”
(291). Por eso hay que llenar ese
pasado de “memorias falsas”, porque es el único camino de reencuentro con las
utopías de un pasado en el que, piensa Rita, “alguna vez fuimos inmortales”.[v] Floyt mirando a Ana en la imagen de una
muchacha que es idéntica a ella y que tiene la edad que tenía ella al
desaparecer, ha detenido el tiempo en el momento previo al horror, y con ese
gesto la autora inmortaliza a todos los muertos y desaparecidos que han quedado
en la memoria jóvenes para siempre.
Una última
reflexión: el patético escenario en el cual de desenvuelven los acontecimientos
no es otro que la década de los 90, nueva “década infame” para Argentina ya que
en esos años se produjo lo que el cineasta argentino Fernando Solanas llama con
justeza en su reciente documental Memorias
del saqueo, “un genocidio social” Hacia la segunda mitad de la década de
los 90 se celebra ya en las esferas políticas nacionales e internacionales el
triunfo de la política neoliberal en Argentina y el ingreso del país en el tan
aclamado proceso de globalización. Es
decir, se celebra el arribo al “fin de la historia” según lo definiera Francis
Fukuyama en su conocido estudio The End
of History and the Last Man[vi]. Sin embargo, la realidad es otra: el país empieza a desangrarse
por las heridas que ha dejado el vaciamiento de los bienes nacionales y se ha
ingresado irreversiblemente en un período de pobreza y miseria inigualado hasta
entonces. Y en esa Argentina de los 90,
¿qué lugar les cabe a los sobrevivientes, los mismos que dos décadas atrás
habían luchado en contra de la implementación del sistema ahora vigente? Rita y Juan, trabajando la una para una
empresa consultora que, lo que en realidad hace es lavar dinero, y el otro,
vendiendo productos para una compañía multinacional, a los que se suma Floyt,
quien es usado por un ex integrante de las fuerzas para-policiales para el
desmantelamiento de autos robados, simbolizan con sus experiencias la necesidad
de supervivencia en esa realidad y el fracaso de aquellos ideales por los que
estuvieron dispuestos a dar sus vidas. No
obstante, esa visión desesperanzada que pareciera desprenderse de la novela
encuentra su equilibrio en ese retorno de Rita al final, después de su aventura
de sumisión y coqueteo con representantes del bando opuesto, a aquello que
alguna vez le diera sentido y justificación a su vida: la búsqueda de esa
utopía que, como afirma la autora en la dedicatoria, «nunca acabará ». Las derrotas son temporales, parece decirnos
Feijóo, y en el deseo de aprendizaje de las causas que la motivaron queda
implícita la posibilidad de retomar esa búsqueda en el punto en que ha quedado
suspendida. Su novela confronta al
lector de finales de los 90 con su propia realidad, pero escarba en los porqué,
en las causas que llevaron al país a la destrucción política, social y
económica que hoy padece. No se
describe aquí el horror del pasado pero se lo alude en las consecuencias que se
viven en el presente. El olvido, el
desinterés por el destino de los sobrevivientes es, asimismo, consecuencia del
horror, como también lo es el silencio al que por tantos años tuvo que
auto-someterse casi la mayoría de los ex militantes en un país que no supo o no
pudo acogerlos y prefirió obviarlos, omitirlos. De ahí la importancia de esta novela, porque no es solamente el
aporte de una sobreviviente a la construcción de la memoria colectiva sino
también una profunda reflexión sobre la responsabilidad que nos cabe a todos y
a cada uno en la revisión del pasado a fin de que empiecen a cicatrizar las
heridas aún abiertas en el tejido social por tantos años de silencio,
incomprensión e impunidad.
A modo de conclusión: ha dicho Walter Benjamin que
toda imagen del pasado que no sea aceptada como problemática del presente,
tiende a desaparecer para siempre. Cabe
preguntar: ¿hemos comenzado a aceptar esas imágenes del pasado como una
problemática que nos atañe en el hoy y en el ahora?, ¿podremos construir la
“memoria del futuro”?[vii] En mi opinión, los
relatos de las y los sobrevivientes del terror militar en la Argentina han
comenzado a tener cabida en el país gracias a la urgencia cada vez mayor por
priorizar la revisión de la historia y de aplicar la justicia a los violadores
de los derechos humanos. Se empieza a
comprender hoy la necesidad de rectificar la insanablemente equivocada
búsqueda de reconciliación nacional, a través de los indultos y de las leyes de
punto final y obediencia debida para los militares genocidas.[viii] Memoria y escritura; recordar y escribir la
Historia a partir de la propia historia, ese es el lema de estos
sobrevivientes. Resistir hoy con la
palabra a la propuesta de olvido como se resistió en los años de terror militar
al aniquilamiento y a la destrucción.
Dejar constancia del horror para que el horror no se repita. No es tarea
menor, entonces, la de los testigos de ese trágico período de la historia
argentina.
Notas
[i] Hope and Memory. Lessons
from the Twenty Century (Princeton, New Jersey: Princeton UP,
2000):122. La traducción es mía.
[ii] En “Lecturas de la historia y lecturas de la literatura en la narrativa
argentina de la década del ochenta”, Memoria colectiva y políticas del
olvido. Argentina y Uruguay, 1970-1990, editado por Adriana Bergero y
Fernando Reati (Rosario: Beatriz Viterbo, 1977): 141.
[iii] Entre 1955, año
del golpe militar que derrocó el segundo gobierno peronista, hasta 1983, se
produjeron cuatro interrupciones a las garantías constitucionales, tres de
ellas con permanencias temporales de dictaduras militares que suman en total más
de quince años.
[iv] Sostiene Fernando Reati en su artículo “Trauma, duelo y derrota en las
novelas de ex presos de la guerra sucia argentina” (Chasqui. Revista de
literatura latinoamericana, Volumen 33, número 1, mayo 2004: 106-127) en
relación a ese “no estar estando” (12) con que Rita describe a Floyt: “En un sentido amplio, todos los
sobrevivientes no están estando ya
sea porque como Floyt se han refugiado en la locura para huir del horror
vivido, o porque como Rita y Juan han simulado adaptarse a las nuevas reglas de
juego sin jamás lograrla del todo. La
definición del sobreviviente como alguien que no está estando es de notable importancia en un país como Argentina
repleto de desaparecidos que no están
estando” (117).
[v] En palabras de Reati: “En este impactante cuadro que reúne al ex preso,
la ex exiliada, el ex secuestrado ahora loco, y la muchacha idéntica a una
desaparecida, se plasma la imagen de los sobrevivientes como seres congelados
en el tiempo, inmortales y al mismo tiempo muertos, fantasmas fuera de lugar en
la inmisericorde Argentina de los 90 que llevan a cabo un duelo interminable
(el propio y el colectivo) por todo lo perdido” (118).
[vi] New York and Toronto: The Free Press, 1992.
[vii] Palabras expresadas por Marina
Pianca en su artículo “La política de la dislocación (o retorno a la memoria
del futuro)”. En Adriana Bergero
y Fernando Reati Memoria colectiva y
políticas del olvido. Argentina y
Uruguay, 1970-1990, Rosario: Beatriz Viterbo, 1997: 115-138, p. 116.
[viii] La aprobación
por parte de la Corte Suprema de Justicia de la inconstitucionalidad de las
leyes de Punto final y Obediencia debida, permitirá la reapertura de causas
antiguas y la apertura de nuevas causas para aquellos implicados en el
terrorismo de estado entre 1976 y 1983.