Reflexiones
antillanas. A propósito de Caribeños de Edgardo Sancholuz,
Carolina |
“La mer des Antilles n’est pas le lac des Etats
Unis. C’est l’estuaire des
Ameriques.”/ “El mar de las Antillas no es un lago de los Estados
Unidos. Es el estuario de las Américas.”
Édouard
Glissant, Poétique de la relation (1990)
¿Dónde
se localiza el Caribe?, parece ser el interrogante que atraviesa el conjunto de
textos que forman parte de Caribeños[1],
libro de crónicas de Edgardo Rodríguez Juliá. No hay una respuesta unívoca a
tal cuestión sino el acecho de lo múltiple, una travesía que empieza a
dibujarse en los umbrales del volumen –el índice-, espacio liminar desde donde
se convocan diversos lugares tales como Santo Domingo, Venezuela, Puerto Rico,
Martinica, Cuba. Nombrar el Caribe entraña algo más que el mapa abigarrado e
irregular de archipiélagos y territorios de tierra firme; implica aprehender los trazos comunes que permiten articular
lo múltiple en una red, atravesada por hilos tales como la historia de la
colonización, el esclavismo, la economía de plantación, la dependencia
económica, las migraciones, la pluralidad lingüística, las luchas
independentistas, colonialismos y neocolonialismos, entre otros factores. Como
subraya Ana Pizarro en su ensayo “El archipiélago de fronteras externas” se
trata entonces de ampliar la idea de lo que se entiende por “culturas del
Caribe”:
"Estamos aproximándonos a las culturas del Caribe hoy, a partir de una noción de Caribe que no se
asienta en el espacio del Caribe insular solamente -el archipiélago de las
Antillas- sino en una noción de la región en tanto cuenca del Caribe, esto es,
incorporando los territorios que baña el mar Caribe y que diseñan un conjunto
de culturas articuladas por trazos comunes ligados a una también común historia
de colonización y esclavitud, centrada en la economía de plantación."[2]
Caribeños
promueve también la adhesión a un concepto más vasto de la cultura antillana,
cuya localización dispar y heterogénea puede posarse en la “grandilocuencia
monumental” del Faro de Santo Domingo, fallido homenaje funerario a Colón,
transformado por la imaginación popular en “una especie de chiste macabro, de
oscura maldición merenguera”[3],
o bien revelarse en los trazos del pintor venezolano Armando Reverón, cuyo
pincel pugnó obsesivamente por capturar y trasladar al lienzo “la imposible,
por deslumbrante, luz del trópico caribeño”[4];
asimismo el Caribe se asienta en la perturbadora presencia del Monte Ávila en
Caracas, desde cuya altura majestuosa el cronista isleño vislumbra otra
espacialización posible del territorio caribeño, ya no a nivel del mar, sino
desde una percepción vertical, ascendente o descendente, según desde donde se mire;
pero también se modula en las inflexiones sonoras de la música de Bobby Capó
que “manifiesta una variedad, un registro insólito en nuestra música antillana”[5]
o en la perspectiva nostálgica del emigrante del Lamento Borincano de
Rafael Hernández. Caribe múltiple y desgarrado que se entrevé en la noche
martiniqueña, en los versos de Aimé Césaire y del poeta de Santa Lucía, Derek
Walcott, que se pasea por el Malecón de la Habana pero también por una atiborrada 5ta. Avenida durante el
Desfile Puertorriqueño de Nueva York, punto posible de reunión de “todos los
jodidos de la diáspora caribeña”[6].
Procuro concentrarme en “Puerto Rico y el
Caribe”, texto que abre Caribeños, donde Edgardo Rodríguez Juliá
se detiene y reflexiona en torno a “esa inquietud sobre el espacio propio”[7]
que atraviesa el territorio caribeño, manifiesta por igual en autores tan
distintos entre sí como Palés Matos, Walcott, Césaire y Naipaul, quienes, al
igual que él, coinciden en un mismo origen antillano. La pintura de Francisco
Oller (1833-1917), artista puertorriqueño cuya paleta se formó en Francia en
pleno auge del Impresionismo, le provee al escritor de ciertas imágenes
plásticas en cuya oposición vislumbra
ese inquieto mapa caribeño[8]. Rodríguez Juliá advierte en su obra
pictórica un cambio que va del sutil cromatismo impresionista a la luz
mortificante del trópico que estalla e inunda para siempre sus cuadros;
asimismo lee en sus paisajes y bodegones formas de reterritorialización que
conjuran el desarraigo del pintor que estuviera tantos años fuera de su Puerto
Rico natal: “Los paisajes y bodegones de Oller son una especie de asidero; a
través de ellos el artista desarraigado recupera su país de origen.”[9]
Pero es acaso en la pintura más famosa del artista –el enorme lienzo llamado El
Velorio- donde observa a través de su pincel satírico y amargo una
configuración perturbadora del trópico. Se trata de una escena que representa
un baquiné, nombre que daban los esclavos al velorio de un niño,
celebrado con una fiesta por la creencia
en que los infantes muertos ascendían directamente al cielo. En el
cuadro se encuentran en un mismo espacio peninsulares, negros, mulatos y
jíbaros criollos.
Para
Rodríguez Juliá esta reunión no revela ningún tipo de convivencia o fusión
integradora de clases y etnias; por el contrario subraya diferencias complejas
de reconciliar, alteridades profundas que surcan el espacio caribeño:
“En este lienzo el calor del trópico es una coraza asfixiante que reduce
cada personaje a su soledad. Pasamos de la apacible utopía señorial que
se resume en los bodegones, coincidencia lírica de todos los frutos del orbe, a
una heterotopía perturbadora donde las distintas etnias de
nuestro suelo sólo pueden convivir en disonancia.”[10]
Precisamente la tensión entre los
términos resaltados en la cita –utopía y heterotopía- abre el camino hacia una
reflexión crítica sobre dos nociones asociadas a éstas y que a su vez encierran
sutiles pero importantes diferencias conceptuales, antillanía y caribeñidad:
“Decía mi maestro Charles
Rosario que para nosotros, los puertorriqueños, el término antillanía
tiene significado pleno, pero no los términos caribeño o caribeñidad.
Uno nos congrega en la experiencia histórica y cultural compartida con las
Antillas Mayores, el otro –the Caribbean- nos somete a una categoría
suprahistórica, a un invento de la objetividad sociológica, antropológica o
etnológica de origen anglófono, objetividad que siempre funciona en contra del
colonizado, como señaló Fanon.”[11]
Se apela a la voz entrañable del
“maestro”[12] para
deslindar una diferencia que incumbe no solo el plano semántico, sino también
al político e ideológico, en tanto evidencia las complejas relaciones entre las
metrópolis y las colonias. Hay una adhesión a este planteo pero también una
propuesta para reformularlo desde un presente donde “hoy se habla de caribeñizar
a Puerto Rico, de la caribeñización de la sociedad puertorriqueña.”[13]
Por un lado el concepto de antillanía evoca la tradición histórica
independentista del siglo XIX que quiso plasmarse en la Confederación Antillana[14]:
“Aquel espacio de congregación,
sitio de supuestas coincidencias históricas y culturas evidentemente hermanadas
por la lengua, se formuló desde un racionalismo progresista que hoy nos parece
algo ingenuo: los pueblos que habían sufrido el mismo colonialismo y también
sistemas parecidos de explotación económica, estarían llamados a reunirse bajo
una organización política que garantizase su pasado histórico y protegiese su
independencia venidera.”[15]
Para Rodríguez Juliá la Confederación
Antillana se revela como utopía; de alguna manera no deja de ser una categoría
suprahistórica con el riesgo de subrayar sólo los vínculos expresos y dejar de
lado las importantes diferencias cuyas consecuencias históricas se perciben en
el presente, en el colonialismo vigente en Puerto Rico: “Ya hacia fines del
Siglo XIX Santo Domingo era independiente, Cuba había sufrido una guerra
independentista de diez años y Puerto Rico había protagonizado un Grito de
Lares que apenas duró dos días.”[16]
La propuesta del autor se aproxima a la noción de antillanidad que formula
Édouard Glissant[17], donde la
idea de una unidad y especificidad de las Antillas se plantea particularmente
desde su diversidad, su pluralidad de lenguas, culturas e historias, pero
también desde la experiencia común e
imborrable de la trata y el esclavismo. Así como el escritor de la Martinica
promueve ampliar el “arco caribeño” subrayando una “poética de la relación”
abierta a los diferentes procesos históricos, culturales y lingüísticos de cada
isla, Rodríguez Juliá propone estrechar vínculos con el Caribe inglés y
francés. De este modo puede resignificar positivamente la noción de lo
caribeño: “Entonces the Caribbean
deja de ser una acomodaticia categoría de estudios anglófonos para
convertirse en algo palpable y vital.”[18] Esa materialidad palpable de lo caribeño se
traduce en los contactos que anudan comidas –la similitud entre el sancoche
trinitario y el puertorriqueño; detalles arquitectónicos –el infaltable zinc de
los techos a dos aguas, los balcones y galerías, los colores con que se pintan
las casas- igualmente presentes en Puerto Rico, Martinica, Haití; sonidos,
donde un ritmo característicamente boricua –la plena- se habría originado con
la visita de isleños del Caribe inglés.
Sin negar la evidencia de estas
importantes redes que conforman lo que el autor describe en términos de “una
cotidianidad horizontal”, ésta, sin embargo, suele estar asociada a una
temporalidad que remite más bien al pasado, como una memoria compartida cuyos
lazos comunes se vuelven cada vez más precarios en el aquí y ahora caribeños.[19]
Su mirada incisiva se detiene entonces en escudriñar un presente que se muestra
especialmente perturbador para su país: “Pero hoy Puerto Rico se aleja cada vez
más de sí mismo”. ¿Qué significaciones encierra esta frase? Una respuesta
posible se insinúa desde el título de la sección más amplia que incluye a
“Puerto Rico y el Caribe”: “En busca del Caribe perdido”[20],
donde la resonancia proustiana convoca una vez más la presencia de la memoria,
en esta caso estrechamente ligada a la identidad. Puerto Rico se aleja
irremediablemente de sí mismo cuando se distancia de su caribeñidad para
suscribir a la “mimesis colonial”[21]
del American way of life. La
indagación de Rodríguez Juliá no escabulle las paradojas; por el contrario,
ellas subrayan conflictos y tensiones sin resolver como los que proyecta la
siguiente interrogación: “¿hay que caribeñizar a Puerto Rico o hay que puertorriqueñizar
al Caribe?”[22] La segunda
premisa revela la continua acción de las prácticas políticas y culturales
expansivas de los Estados Unidos sobre el Caribe y más aún sobre Puerto Rico,
acción cuyos efectos la globalización contemporánea tiende a acentuar: “Pienso
que pocos jóvenes puertorriqueños saben lo que es una estantería de ausubo;
todos saben lo que es M.T.V. y dónde queda Orlando. Nuestros espacios se van
pareciendo más a los de esta ciudad en la Florida que a los de Santo Domingo.”[23]
Entonces puertorriqueñizar el Caribe impone lo que el autor describe
como “una especie muy particular de alienación cultural y política”[24],
idea que el texto expande a través de una serie de punzantes preguntas que se
disfrazan como retóricas pero que constituyen una significativa toma de
posición:
“¿Puede ser el desarrollo de
Puerto Rico modelo para alguien? ¿Será posible que nuestra dependencia política
y económica, nuestra violencia social se conviertan en proyectos para un Caribe
alterno? ¿Qué diálogo se puede establecer entre países en vías de desarrollo y
un país cuyo progreso se ha hipertrofiado, transformándose en un furor
consumista que posterga la producción?”[25]
Cuando Puerto Rico se aleja del Caribe se encierra en una
insularidad que la margina riesgosamente no solo del mapa antillano sino
también de América Latina, puesto que cae en un solipsismo que no ofrece
posibilidades de salida y en el cual se inscribe la distancia entre el colono y
el colonizado, “entre el extranjero que puede venir y yo que no puedo salir.”[26]
Como una imagen contrapuesta que quiebra el espejo de la insularidad estalla la
coyuntura histórica de la emigración masiva de puertorriqueños a los Estados
Unidos, particularmente a partir de su intensificación desde el establecimiento
del Estado Libre Asociado en 1952. Fisura violenta que vuelve a comunicar a
Puerto Rico con el resto del archipiélago caribeño, en un sentido muy próximo
al que explora Ana Pizarro cuando analiza la diáspora caribeña contemporánea
como uno de sus rasgos identitarios más marcados[27]:
“Y nos ocurre a nosotros los
puertorriqueños, los primeros en lanzarnos a una emigración masiva, que no bien
comenzamos a deshacer la maleta en tierras del norte ya estamos añorando la islita.
Así permanecemos siempre a mitad de camino. Nunca deshacemos las maletas del
todo; he aquí una de las razones de nuestra pobre integración al mundo
norteamericano. (...) Hoy el puertorriqueño es uno de los pueblos más
desarraigados sobre la faz de la tierra. Apenas empezamos a valorar cómo nos
han transformado estas vivencias del exilio, de la emigración y la nostalgia.
En este aspecto, la historia del Caribe se parece más a la nuestra.”[28]
Entonces se torna evidente que la
localización del Caribe se vuelve cada vez más compleja, “archipiélago de
fronteras externas” según la gráfica imagen de Ana Pizarro, “configurando así
las fronteras en movimiento de un archipiélago que se expande mucho más allá de
las geográficas”[29];
“meta-archipiélago” según la sugerente conceptualización de Antonio Benítez
Rojo[30], quien percibe
al Caribe como territorio que trasciende lo insular, para abarcar relaciones
con el continente americano pero también extracontinentales a través de los
diversos movimientos migratorios que vincularon las Antillas con África, Asia y
Europa. Los textos de Caribeños van en busca del “Caribe perdido”, para
proponernos recobrar, algunas veces con nostalgia, otras con humor irreverente
e ironía, las más de la veces con inquieta melancolía “lo caribeño como traza
verbal y transitiva”, dicho con las luminosas palabras de Julio Ortega, para quien “estas crónicas caribeñas plenas
de su propia transitoriedad, son entrañablemente nuestras. Y reverberan como el
fuego de la tribu en la casa del lenguaje.”[31]
[1] Rodríguez Juliá, Edgardo (2002). Caribeños, San Juan, Editorial del Instituto de Cultura Puertorriqueña, (toda cita posterior remite a esta edición).
[2] Pizarro, Ana (2002). "El archipiélago de fronteras externas", en: El archipiélago de fronteras externas, Santiago, Editorial de la Universidad de Santiago de Chile, pp. 15-31. La cita corresponde a la p. 15.
[3] Rodríguez Juliá, Edgardo (2002). “Dominicanos”, en: Caribeños, ed. cit., p. 117.
[4] Rodríguez Juliá, Edgardo (2002). “El Macuto de Reverón”, en: Caribeños, ed. cit., p. 156.
[5] Rodríguez Juliá, Edgardo (2002). “Bobby, el cabaret y tú”, en: Caribeños, ed. cit., p. 233.
[6] Rodríguez Juliá, Edgardo (2002). “El desfile”, en: Caribeños, ed. cit., p. 55.
[7] Rodríguez Juliá, Edgardo
(2002). “Puerto Rico y el Caribe”, en: Caribeños, ed. cit., p. 3.
Esta crónica-ensayo fue publicada previamente con el título “Puerto Rico y el
Caribe: historia de una marginalidad”, en: La Torre, Revista de la
Universidad de Puerto Rico, año III, Núm. 11, julio-septiembre 1989, pp.
513-529.
[8] Así como sucede en su
ensayo Campeche o los diablejos de la melancolía (San Juan, Instituto de
Cultura Puertorriqueña y Editorial Cultural, 1986), donde la obra del pintor
dieciochesco proveía las imágenes fundacionales de Puerto Rico, aquí es la
pintura de Oller la que vehiculiza una figuración de lo caribeño. Ambos
artistas coincidirían según Rodríguez Juliá en la representación pictórica de
la sociedad puertorriqueña como utopía fracasada, por la imposibilidad de la
fusión de las distintas clases y etnias.
[9] Rodríguez Juliá, Edgardo (2002). “Puerto Rico y el Caribe”, ed. cit., p. 4.
[10] Rodríguez Juliá, Edgardo (2002). “Puerto Rico y el Caribe”, ed. cit., pp. 5-6 (cursivas del autor).
[11] Rodríguez Juliá, Edgardo
(2002). “Puerto Rico y el Caribe”, ed. cit., p. 6 (cursivas del autor).
[12] Charles Rosario aparece
mencionado también en la dedicatoria de Las tribulaciones de Jonás donde
Rodríguez Juliá lo reconoce como su “padre espiritual” y a quien evoca con gran
afecto. También dedica a su memoria Campeche o los diablejos de la
melancolía. Las breves pinceladas de su figura entrañable no corresponden a
las voz “magisterial” que analiza González Echeverría, aunque sí sus
intervenciones dan cuenta de un saber autorizado y reconocido por su discípulo.
Sobre los alcances del concepto de “voz magisterial” remito al capítulo II, pp.
59-60.
[13] Rodríguez Juliá, Edgardo (2002). “Puerto Rico y el Caribe”, ed. cit., p. 6.
[14] La idea de la unión de las
Antillas sobre todo para lograr la ansiada independencia respecto de España y
asimismo enfrentar los embates imperialistas norteamericanos aparece presente
en el pensamiento martiano. Como concepto político la Confederación Antillana
se articula en el ideario del puertorriqueño Ramón Emeterio Betances, quien abogaba por la unión de las Antillas
Mayores –Cuba, República Dominicana y Puerto Rico- a fin de liberarse del
colonialismo español. La unión antillana se debate en los textos de otro
importante intelectual y político puertorriqueño de fines del siglo XIX,
Eugenio María de Hostos. Véase Rama, Carlos (1980). La independencia de las
Antillas y Ramón Emeterio Betances, San Juan, Instituto de Cultura
Puertorriqueña.
[15] Rodríguez Juliá, Edgardo
(2002). “Puerto Rico y el Caribe”, ed. cit., p. 6.
[16] Ibid., p. 7.
[17] Véase Glissant,
Édouard (1981). Le discours antillais, París, Editions Gallimard y Poétique de la
relation (1990), París, Gallimard.
[18] Rodríguez Juliá, Edgardo (2002). “Puerto Rico y el Caribe”, ed. cit., p. 8.
[19] Véase al respecto el
siguiente pasaje: “La restauración del viejo San Juan nos queda como un vínculo
con un pasado más remoto; pero los espacios del Puerto Rico contemporáneo
comienzan a distanciarse, ya irremediablemente, de los del resto del Caribe.
Aquella cultura criolla y señorial, de tardes lánguidas que transcurrían según
el rechinar de los sillones de caoba, casi ha desaparecido de mi país.”
Rodríguez Juliá, Edgardo (2002). “Puerto Rico y el Caribe”, ed. cit., pp. 9-10.
[20] “En busca del Caribe
perdido” incluye además de “Puerto Rico y el Caribe” los siguientes ensayos y
crónicas: “Don Edmundo B. Fernández y la máquina del tiempo”, “El Desfile
(crónica)”, “Isleños (Ensayo)” y “Tradición y utopía en el barroco caribeño”,
todos ellos de algún modo vinculados por obsesiones tales como la relación
Caribe y Puerto Rico, el problema de la identidad, la tensión entre pasado y
presente, la memoria y la nostalgia.
[21] Me refiero al concepto
trabajado por Frantz Fanon respecto de los procesos de identificación entre
sujeto colonizador y sujeto colonizado, que exige al individuo negro “volverse
blanco”, mimetizarse para no desparecer, lo que conduce a su alienación. (Peau
noire, masques blancs, París, Seuil, 1952). También Glissant alude a esta
cuestión cuando analiza la política de asimilación practicada por el estado
francés en Martinica, a partir del proceso de Departamentalización que promovía
una supuesta “igualdad” entre el sujeto martiniqués y el francés metropolitano.
Véase al respecto capítulo I, apartado dedicado al análisis de Les discours
antillais (1981) de E. Glissant. Remito asimismo al insoslayable libro de
Edward Said, Cultura e Imperialismo, Barcelona, Anagrama, 1996.
[22] Rodríguez Juliá, Edgardo (2002). “Puerto Rico y el Caribe”, ed. cit., p. 12.
[23] Ibid., p. 10.
[24] Ibid., p. 12.
[25] Ibid., p. 13.
[26] Ibid., p. 18.
[27] Refiriéndose al Caribe Ana
Pizarro señala lo siguiente: “Si la historia de esta región cultural está
marcada por identidades diaspóricas desde la trata de esclavos, y si los
habitantes de sus islas han tenido una permanente relación de tránsito con las
respectivas metrópolis, hoy, en las últimas décadas, el fenómeno de la
migración masiva ha tenido, como en algunos países de América Latina,
magnitudes tales que han marcado significativamente el mundo del arte, de la
literatura, de la vida cotidiana.” Véase de la autora “El archipiélago de fronteras
externas”, ed. cit., p. 24.
[28] Rodríguez Juliá, Edgardo (2002). “Puerto Rico y el Caribe”, ed. cit., p. 19.
[29] Pizarro, Ana (2002). “El
archipiélago de fronteras externas”, ed. cit., p. 24.
[30] Benítez Rojo, Antonio
(1996). "Introducción", en: La
isla que se repite. El Caribe y la perspectiva posmoderna, Hanover,
Ediciones del Norte, segunda edición. Véase el siguiente pasaje: "Así el Caribe desborda con creces su propio mar, y su última Thule
puede hallarse a la vez en Cádiz o Sevilla, en un suburbio de Bombay, en las
bajas y rumorosas riberas del Gambia, en una fonda cantonesa hacia 1850, en un
templo de Bali, en un ennegrecido muelle de Bristol, en un molino de viento
junto al Zuyder Zee, en un almacén de Burdeos en los tiempos de Colbert, en una
discoteca de Manhattan y en la saudade
existencial de una vieja canción portuguesa. Entonces, ¿qué es lo que se
repite? Tropismos, series de tropismos, de movimientos en una dirección
aproximada, digamos la imprevista relación entre un gesto danzario y la voluta barroca
de una verja colonial.” (p. v, “Introducción”).