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Metáforas y metamorfosis. Naturalistas en el Plata

Rodríguez, Fermín
Universidad de Buenos Aires

Hablados por un saber que oscilaba entre la ciencia y la estética, los viajeros naturalistas del siglo XIX al Río de la Plata percibieron y describieron el paisaje como una vasta geografía chata, sin rastros de presencia humana. Sin embargo, aunque no aparezca representada en el paisaje desierto, la historia insiste a lo largo del discurso de la naturaleza, contaminando la pureza geográfica de las representaciones. En tres momentos diferentes, separados entre sí por varias décadas de distancia, aunque unidos por el espacio y por una secuencia de lectura, Alexander von Humboldt, Charles Darwin y William Henry Hudson extrajeron de los espacios abiertos de América intensidades no siempre controladas por el discurso científico-naturalista, rumores de historia que el silencio de la naturaleza no siempre alcanzó a recubrir.

 

 

El viaje naturalista I: Alexander von Humboldt

El redescubrimiento de Humboldt de América como naturaleza, como geografía liberada de la historia, tuvo lugar en un clima saturado de tensiones políticas. La América por la que viaja Humboldt está atravesada por tensiones revolucionarias, desde los incipientes rumores independentistas en contra de España, pasando por disputas coloniales entre potencias imperiales, hasta las repercusiones de la revolución haitiana. Humboldt registra estas tensiones, que no llegan a impugnar su mirada de América como espacio despojado de historia. Humboldt registra estas tensiones, pero no las integra a la composición de sus cuadros naturales. La revolución lo alcanza años después de su larga estadía en América. Alrededor de 1812, cuando redacta lo que sería la Introducción a los 12 tomos Voyage aux régions équinoxiales du Nouveau Continent -publicados en Francia entre 1816 y 1841-, el mapa ha cambiado y “al describir regiones cuyo recuerdo se ha hecho tan caro para mí, encuentro a cada instante lugares que me recuerdan la pérdida de algunos amigos” (1941, Introducción, 32). El mapa de Humboldt está cargado de intensidades nuevas, provenientes de un campo político latente durante el viaje que acaba de estallar. La memoria de una “primera naturaleza” cristalizada, fuera del tiempo histórico, queda marcada por las huellas de dolor y fervor revolucionario que el presente le imprime al pasado.

A partir de entonces, para Humboldt, la naturaleza queda irreversiblemente mediada por la historia: cada lugar queda asociado en su memoria “a la pérdida de algún amigo”. Los cuadros descriptivos de América se construyen desde ese marco narrativo, por el que la ausencia humana que define originalmente al paisaje cambia de valor para convertirse en pérdida, históricamente fechada: del desierto geográfico a lo perdido en la historia. La revolución, con la consiguiente desnaturalización de América, se convierte de esta manera en el primer umbral que hay que atravesar para acceder a los cuadros de viaje y respirar el aire de la naturaleza americana.

Pero la historia también trabaja los cuadros desde adentro –proporcionando al naturalista un lenguaje impregnado por figuras de la historia. De todos los acontecimientos de los que Humboldt tomó nota, los terremotos y erupciones volcánicas fueron los que mejor expresaban su concepción de la naturaleza como principio activo. A diferencia de Goethe, que en una suerte de determinismo geológico identificaba la armonía en la Naturaleza con la estabilidad de una sociedad asentada sobre bases firmes[i], Humboldt se siente atraído por la lucha violenta de fuerzas subterráneas, que se manifiestan superficialmente en los terremotos y volcanes. “La lucha de los elementos entre sí es el rasgo característico del escenario natural del Nuevo Mundo”*-escribe Humboldt en Aspects of Nature. Y América era tan pródiga en catástrofes, en erupciones volcánicas y terremotos, como lo sería mas tarde en revoluciones.

Pero las catástrofes eran ya revoluciones, revoluciones del mundo físico: “Atentos a su propia memoria, los pueblos modernos salvan del olvido la historia de las revoluciones humanas –la historia de las pasiones ardientes y los rencores antiguos. Sin embargo, no sucede lo mismo con las revoluciones del mundo físico, descritas con menor atención cuando coinciden con las disensiones civiles” (V, 8). Humboldt describe una naturaleza convulsionada, campo de conflictos permanentes entre elementos que se odian entre sí, por medio de un lenguaje tomado de la política. La analogía entre la revolución y la catástrofe –un tropo del romanticismo político- resulta explícita. Hay allí un deslizamiento del campo político al campo de la naturaleza, un intercambio de materias que se mezclan en la figura. Pero es el sentido lo que importa, la dirección del deslizamiento: las revoluciones no son catástrofes, sino que las catástrofes son revoluciones –“revoluciones del mundo físico”. La analogía carece de simetría: si se compara la revolución con una catástrofe natural (la revolución como catástrofe) la historia se naturaliza –se vuelve segunda naturaleza-; si es la catástrofe la que se compara con la revolución (la catástrofe como revolución), la naturaleza se historiza. Humboldt mira la naturaleza a través del lenguaje de la política, de donde extrae una metáfora que expresa el acontecimiento y el cambio[ii]. ¿O deberíamos hablar, más que de metáforas, de metamorfosis discursivas, para expresar estos deslizamientos subrepticios de sentido que expresan algo que se dice de las cosas pero que todavía no se ha actualizado entre ellas –algo por venir, cuya realidad es inseparable de lenguaje que lo expresa, muy diferente de la fuerza vital con la que intimaba el naturalista?[iii]

Según cuenta Humboldt, en vísperas de un terremoto, los habitantes de Caracas confundieron los “truenos subterráneos” que anuncian el temblor con disparos de cañón, tomando inmediatamente “disposiciones militares para poner la plaza en estado de defensa contra un enemigo que parecía avanzar con su gruesa artillería” (V, 25). Rodeadas de una naturaleza cambiante, las ciudades sudamericanas viven no solo en la inestabilidad geológica y política, sino en la inestabilidad de un sentido que se desliza de lo político a lo natural. ¿Qué es lo que está ocurriendo? ¿Una revolución? ¿Un terremoto? ¿Habrán sentido alivio los caraqueños cuando se percataron de que no se trataba de una invasión o de una revolución? ¿Habrán dicho, “Ah, qué alivio; es tan solo un terremoto”? ¿La naturaleza es un alivio de la historia? ¿O es la historia la que trae alivio al presente, movilizando masas a diferentes niveles –masas políticas, sociales, semióticas?

 

 

El viaje naturalista II: Charles Darwin

También Darwin, cuya teoría de la evolución convulsionaría hasta las cimientos la concepción de vida, también se ocupó durante The Voyage of the Beagle de un terremoto en Concepción, Chile. Un temblor no solo sacude el orden de los cuerpos físicos; también propaga efectos de sentido. En un instante, un sismo destruye “nuestras asociaciones más inveteradas; la tierra, verdadero emblema de solidez, se mueve bajo nuestros pies como una delgada costra sobre un fluido; un segundo de tiempo ha engendrado en el ánimo una extraña idea de inseguridad, que no hubieran producido largas horas de reflexión” (363)*. Un terremoto es un acontecimiento físico y de sentido, de naturaleza corporal e incorporal a la vez. La idea de inseguridad que introduce Darwin es de naturaleza incorporal, real sin ser actual: describe una transformación virtual de relaciones, que no hay que confundir con la violencia que sacude y arrasa un estado de cosas. El carácter súbito de un acontecimiento que quiebra el curso normal de la realidad se opone a una estructura del tiempo como corriente de cambios invisibles: de la revolución, pasamos a la evolución.

A diferencia de Humboldt, no fue la instantaneidad de la catástrofe lo que prevalece en la mirada de Darwin, sino precisamente el paso lento e imperceptible del tiempo –un tiempo cuya profundidad se mide en eras. “¡Qué historia de cambios geológicos revela la costa de la Patagonia, en medio de su sencilla estructura” (210)* –exclama Darwin ante un paisaje cuya aridez contrasta con la exuberancia de la selva tropical. Perturbado por el vacío del desierto patagónico, al que percibe como una suerte de espacio negativo respecto de la selva tropical, Darwin extrae del allí una imagen concreta del tiempo. Dotadas de un espesor temporal, las mesetas patagónicas “llevan el sello de haber permanecido como están hoy durante larguísimas edades, y parece que no ha de haber límite en su duración futura” (448)*.

Darwin encuentra sobre la llanura patagónica una imagen del tiempo en estado puro, pero no como abstracción e idealización, según los énfasis de la estética romántica de lo sublime, sino como realidad concreta, inseparable de los contornos naturales del paisaje. Frente a la costa patagónica, tratando de representar la formación de las lisas mesetas, Darwin deja de lado la descripción “épica” del proceso, basada en la lucha violenta de elementos, por una perspectiva prosaica, novelesca, atenta al lento e imperceptible trabajo de desgaste del mar carcomiendo la roca durante siglos. El naturalista escucha el rumor del tiempo en el sonido del agua sobre los piedras.

La duración no es una abstracción del paisaje, sino una de sus dimensiones, perceptible en las huellas que el transcurso del tiempo imprime sobre los objetos, puliendo sus superficies, triturándolos, reduciéndolos a polvo. No se trata, de todos modos, de una mirada romántica sobre un pasado remoto e inaccesible, sino de una mirada atravesada por el tiempo, que conecta el pasado con el presente. Las huellas del tiempo no son un índice de acontecimientos del pasado, extinguido para siempre. Leer el tiempo en el espacio significa ver detrás de lo acabado un proceso de formación o de desarrollo en gestación. No hay nada fijo e inamovible; nada está concluido, sino en proceso de cambio y devenir.

Nada como los fósiles de animales prehistóricos –correlatos de las ruinas románticas-, para pensar los nexos entre pasado y presente y ubicar los hechos en una corriente inmanente de desarrollo continuo, abierto hacia el futuro.

Antes de referirse en las Islas Galápagos a “la primera aparición de nuevos seres vivos sobre la tierra” (359) como “el misterio de los misterios”, el enigma para Darwin no era el origen sino la extinción de las especies. En efecto, a medida que el viaje del Beagle avanza, la pregunta por la desaparición de la vida se convierte en la pregunta por la aparición y la génesis. Desde el punto de vista evolucionista, desaparición y aparición son las dos caras de un mismo proceso, de una misma evolución creadora y destructora de formas. Pero en Sudamérica, en especial en la pampa al sur del Río de la Plata, el problema no era la creación de nuevas especies, sino la extinción de grandes hervíboros.

¿Hay que aceptar las hipótesis de “súbitas revoluciones de clima y asoladores cataclismos” (112)*, para explicar lo que transformó esta región del planeta en “a perfect catacomb for monsters of extinct races” (78)? Tal parece ser el gesto inicial de una reflexión “irresistiblemente arrastrado a suponer algún gran cataclismo” (212)*. Pero al igual que en el estrato geológico del relato de viaje, Darwin propone una explicación más plausible a partir de alteraciones mínimas de las curvas vitales que definen las especies -”alguna diferencia de matiz en el clima, alimentación o número de enemigos” (214)* -, en fallas mínimas de los mecanismos naturales de control y adaptación que evitan la multiplicación de una especie más allá de sus umbrales vitales.

Atribuir a una súbita catástrofe la extinción de una especie es como “admitir que la enfermedad en el individuo es el preludio de la muerte, no admirarse de la enfermedad, y cuando el enfermo muere, mostrar extrañeza y creer que ha muerto violentamente” (215)*. Al inscribir lo humano en la analogía, Darwin atraviesa un umbral más –el que conecta el reino natural con el campo de la historia.

Lo humano invade ahora la escena y transforma el espacio natural en un espacio histórico. En busca de fósiles, el naturalista atraviesa un campo agitado por acontecimientos históricos. En agosto de 1833, Darwin desembarca del Beagle a la altura del río Colorado e inicia un largo viaje a caballo hasta Buenos Aires a través de la pampa, en compañía de varios gauchos que le sirven de guía. En el camino, Darwin se cruza con las tropas de Rosas, en campaña contra los indios de la pampa, que cabalgan por la misma zona donde Darwin encuentra los cementerios de fósiles. Darwin describe la guerra en estos términos: “La guerra es tan sangrietna que no puede durar, pues los cristianos matan a todos los indios que cogen y los indios hacen lo mismo con los cristianos” (129)*. Se trata de una guerra de exterminio, donde los indios, empujados a la barbarie por un sistema que les impide acceder al trabajo o a un asentamiento fijo, llevan la peor parte. “Creo –concluye Darwin con una exactitud escalofriante- que en otros cincuenta años no queddará un indio salvaje al norte del Río Negro” (129)*. La sustancia del tiempo, materializada por la paisaje, se encarna ahora en la existencia amenazada de un pueblo cuya extinción es inminente.

De la extinción de especies al exterminio de indios, hay pasos imperceptibles y zonas de indeterminación entre lo natural y lo político que los enunciados de Voyage of the Beagle no dejan de atravesar. Los indios pueden extinguirse, las especies pueden exterminarse: átomos de sentido saltan de un régimen al otro de manera permanente.  “Ciertamente, en la larga historia del mundo no hay un hecho tan sorprendente como el de los amplios y repetidos exterminios de sus habitantes” (213)*[iv]. ¿A qué campo pertenece la frase? ¿Cuál es el referente del enunciado? ¿De qué se habla y qué se está diciendo a través suyo?

De la naturaleza a la historia hay grados y umbrales que nos llevan de un enunciado a otro por túneles secretos, a través de los cuales lo reprimido del paisaje no deja de retornar. Melancólica, no menos que siniestra, la frase lleva impresas en tinta invisible las huellas de dolor de la historia que se entrecruzan con los pasos del naturalista.

 

 

El viaje naturalista II: William Henry Hudson

A diferencia de Humboldt y Darwin, que describieron la llanura sobre un fondo de impresiones vitales recogidas en la exuberante selva tropical, William Henry Hudson formó su mirada de naturalista en la soledad de la pampa, donde vivió desde su nacimiento en 1841 hasta 1874, año en el que emigra a Londres. Hudson escribe en el momento en el que el concepto de naturaleza acuñado por naturalistas como Humboldt y Darwin ha cambiado, cuando “las plantas y animales de todas las regiones templadas del mundo” han sido transformadas por un “sistema de civilización” (1997, 9) que en nombre del progreso material suprime toda naturaleza no sometida al control humano. De todas esas regiones, que incluyen las llanuras de Norteamérica, Nueva Zelanda y Australia, la pampa –según Hudson- es la que ha sufrido las más “extrañas deformaciones”, debido a que ocurrieron en un lapso de tiempo relativamente breve. En efecto, en 1879-1880, la fulminante campaña del desierto comandada por el Gral. Roca consuma en pocos meses los vaticinios de Darwin de exterminio de los indios nómades de la pampa.

Fue sobre este espacio que se volcaron los flujos de inmigrantes. “Nada les impedía a los hambrientos del Viejo Mundo -continúa Hudson- venir a posesionarse de esta nueva tierra de promisión… Cualquier emigrante empobrecido salido de los bajos fonos de Génova o de Nápoles, puede acudir a ‘luchar contra el desierto’ trayendo como armas su escopeta barata y los útiles de su oficio” (1997, 10). Como piezas más exteriores de la pesada máquina territorial que ocupa el desierto, la escopeta y las herramientas de trabajar la tierra son para Hudson los instrumentos que efectuaron las “extrañas deformaciones” del paisaje. Los inmigrantes, especialmente los italianos, son para Hudson una suerte de predadores superiores, destructores de la vida, “despiadados enemigos de todos los pájaros” (1997, 185).

En momentos como éste, la prosa de Hudson -que Conrad comparó alguna vez con el pasto silvestre que crece sobre las llanuras- se eriza de intensidades sociales que invisten la figura del inmigrante, sacudida por turbulencias de clase y de cultura. Alrededor del dato de la extinción de pájaros, puede reconstruirse una constelación histórica con fragmentos de pasado y presente, de naturaleza y de cultura.

Estudiando el mecanismo de selección natural, escribe Hudson: “Tal como el hombre ingenioso, al ‘luchar contra el desierto’ convierte en arado su cuchillo de caza, transforma sus herramientas en armas de guerra y da a los objetos que posee una aplicación en que no había pensado su fabricante, así también procede la Naturaleza…para proseguir la lucha por la vida. La selección natural convierte como un hombre enojado, cualquier cosa en arma” (1997, 61-62). El enunciado hace vacilar la integridad del régimen de sentido naturalista sobre el que se apoya. Lejos de permanecer como términos exteriores uno respecto del otro, la selección natural –como concepto biológico- y la herramienta (el arma y el arado como datos de la cultura) presionan uno contra el otro. La selección natural es un mecanismo; la transformación de un instrumento de guerra en un útil de trabajo es una adaptación. La imagen de una readaptación técnica (o el devenir arma de la herramienta simultáneo del devenir herramienta del arma) que Hudson utiliza para explicar el mecanismo natural de la selección, desnaturaliza el proceso: el arma convirtiéndose en herramienta de trabajo, el cultivo de campo como prolongación, por otros medios, de la guerra de exterminio contra la “naturaleza” (se trate de pájaros o de especies “humanas” como los indios), la herramienta como arma de racionalización del espacio.

Pero es en el campo del naturalista donde más empujan por aparecer las fuerzas históricas que barren la pampa. Hudson viajó a la Patagonia alrededor de 1870, viaje que recoge veinte años después, en 1893, en Idle Days in Patagonia. Hudson llega hasta allí arrastrado por la “pasión por la ornitología” (12), interrogando la escritura que las aves migratorias dejaron en el cielo de su infancia. De niño, en la pampa, Hudson recuerda la visita ocasional de pájaros como los golondrinas de camino hacia el sur, objetos huidizos para una mirada de naturalista incipiente cargada año a año por una pérdida puntual y regular. Hudson viajó a la Patagonia en busca de esos objetos fugaces, hechos de contornos inestables y de líneas en fuga. El instinto de migración, “el conflicto entre dos emociones opuestas: los lazos del lugar, que urgen su retorno…, y la voz que las llama desde lejos en forma imperativa” (37), es el gran enigma en torno al cual giran sus observaciones. La migración articula ese impulso irrefrenable de partir con el deseo de casa y de retorno. Por medio de un devenir-pájaro momentáneo, al que Hudson suele recurrir para penetrar sus objetos, podría describirse, ya que no explicarse, el instinto de migración: “La migración –si nos proyectamos, digamos, dentro de la mente del pájaro-…es simplemente una huida de lo conocido hacia lo desconocido. Una pasión, un pánico, como el que a veces recorre a una tropilla de caballos salvajes y los hace huir de algún peligro real o imaginario” (1968, 151)[v]. Un deseo repentino de partir, empujado por fuerzas desconocidas: tal es el instinto que arrastra a millares de seres a lo largo de rutas invisibles que, como los viajeros de Baudelaire, se hunden en el desierto de lo desconocido.

“¿Existe ese deseo en el hombre?” (211), pregunta todavía en 1922 en su libro póstumo, A Hind in Richmond Park? Tal ve haya que invertir los términos de la pregunta, y decir que durante el siglo diecinueve, muchos hombres, como el propio Hudson, se constituyeron como tales en relación a un deseo de partir que atravesaba las sociedades metropolitanas de punta a punta. Entre los pájaros migratorios y los tan detestados inmigrantes –en Argentina, al trabajador temporario se le llama “golondrina”- encontramos, una vez más, intensidades subterráneas mezclando sus materias. Sentido, para ellos, era tan solo dirección y marcha, porque está en su naturaleza ponerse en movimiento sin meta aparente. Y el secreto de esta naturaleza, sospechamos, hay que buscarlo en la historia, allí donde la historia natural se vuelve imperceptiblemente naturaleza histórica.


Bibliografía

 

Darwin, Charles.   The Voyage of the Beagle. Hertfordshire: Wordsworth Classics, 1997. Trad. al español, Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo. Buenos Aires: El Elefante Blanco, 1997.

 

Hudson, William H. 1968. A Hind in Richmond Park. New York: AMS Press.

------------------------.    1980. Allá lejos y hace tiempo. Caracas: Ayacucho. Traducción de Idea Villarino.

------------------------.    1997. Días de ocio en la Patagonia. Buenos Aires, El Elefante Blanco.

------------------------.    1997. El naturalista en el Plata. Buenos Aires, El elefante blanco. Traducción de Magdalena María Briano.

Humboldt, Alexander.               1850. Aspects of Nature in different lands and different climates. Philadelphia, Lea and Blanchard.

------------------------------.               1941. Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente. Caracas: Biblioteca venezolana de cultura. Trad. de Lisandro Alvarado.X

 

 



NOTAS

 

[i] Diferenciando la concepción de Humboldt de la de Goethe, observa Gerbi en The Dispute of the New World: “Tension is more productive than harmony, the dialectic of the challenge is the mainspring of progress. It is not the calm peace of the geological strata that attracts him, but life, the unforeseeable variety of life, including the life of the earth, the violent play of elemental forces” (406). Tales impulsos, lejos de imposibilitar la totalización del espacio, “compose themselves into a superior harmony of discords” (406).

* “The struggle of the elements with each other is the real characteristic of the natural scene in the New World”

[ii] En el centro de la estrategia nominativa de James Cook, Paul Carter también encuentra la metáfora. Como figura retórica, la metáfora comparte con el viaje un carácter espacial: “it stands in for or in place of something else –in this way, it makes what was invisible or only dimly perceptible emerge clearly before our eyes; in a mobile sense, metaphor carries meaning over, brings distant things near or even runs alongside normal usage in a parallel track” (30). Bringing invisible things into focus in the horizontal lines of the written pages, la metáfora es una forma de conocimiento por asociación. De todos modos, Carter atribuye la metáfora a la perspectiva intencional del viajero, no a un deslizamiento de materias turbulentas –discursivas y políticas–, que el sujeto científico no controla.

[iii] Lo que Deleuze y Guattari denominan Cuerpo sin Organos –el plano de inmanencia por el que circulan materias no organizadas, significadas o subjetivadas– describe bien esta mezla de los cuerpos y signos mas heterogéneos: “un fragmento semiótico está al lado de una interacción química, un electrón percute un lenguaje… Y no es ‘como’, no es ‘como un electrón’ ‘como una interacción’, etc. El plan de consistenciaes la abolición de toda metáfora; todo lo que consiste es Real” (1980, 74). El Cuerpo sin Organos no es un lugar, sino materia intensiva –materia turbulenta que ocupa el espacio a una intensidad determinada. Los movimientos del desierto –geológicos, biológicos, políticos, económicos– tienen esa lógica.

* “A bad earthquake at once destroys our oldest associations: the earth, the very emblem of solidity, has moved beneath our feet like a thin crust over a fluid –one second of time has created in the mind a strange idea of insecurity, which hours of reflection would not have produced” (The voyage of the Beagle 287)

* “What a history of geological changes does the simply-constructed coast of Patagonia reveal!” (164)

* “The plains of Patagonia (…) bear the stamp of having lasted, as they are now, for ages, and there appears no limit to their duration through future time” (477)

*  “revolutions of climate, and overwhelming catastrophes” (86)

* “The mind at first is irresistibly hurried into the belief of some great catastophe” (165)

* “Some slight difference in climate, food, or the number of enemies” (167)

* “To admit that species generally become rare before they become extinct (…) appears to me much the same as to admit that sickness in the individual is the prelude to death… but when the sick man dies, to wonder, and to believe that he died through violence” (168)

* “The warfare is too bloody to last; the Christian killing every Indian, and the Indians doing the same by the Christians” (100)

* “I think there will not, in another half century, be a wild Indian northward of the Rio Negro” (100).

* “Certainly, no fact in the long history of the world is so startling as the wide and repeated exterminations of its inhabitants” (166)

[iv] La frase citada es la conclusión de un largo párrafo donde Darwin repasa (y descarta) probables causas de extinción (cambios bruscos de temperatura, acción del hombre, inundación, sequía, competencia) de los grandes mamíferos prehistóricos.

[v] “In migration –to project ourselves, let us say, into the bird mind-… it is simply a rushing away from we know not what into the unknown. A passion, a panic, like that which sometimes falls on a heard of wild horses and sends them rushing away from some real or imaginary danger”

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