Abismos
y palacios. El paisaje de “La cautiva” Cortés
Rocca, Paola |
Un paisaje nunca está allí.
Percibir y representar un territorio es convertirlo en un paisaje, es encontrar
las palabras para narrarlo o las imágenes que estabilizarán una serie de signos
confusos en el espacio ordenado de la placa fotográfica. Por eso, la historia
del paisaje es, también, la historia de la mirada. Eso que el siglo XIX llama desierto argentino nunca estuvo allí,
apareció en “La cautiva”, el poema romántico que Esteban Echeverría publicó en
1837.
“La cautiva” narra dos historias. La
primera transcurre sobre el fondo de los conflictos históricos y políticos que,
luego, darán lugar a la oposición entre civilización y barbarie. Es la historia
de un recorrido de ida, cuando una mujer, capturada por un malón, cruza las
fronteras hacia el más allá de la civilización y se transforma luego, en el
relato de una vuelta que fracasa cuando la mujer decide hacer el recorrido
inverso e intentar regresar al espacio urbano. La otra historia, es un relato
quieto que ahonda la relación entre el sujeto estético y la Naturaleza, entre
la representación y sus materiales. Lo que enmarca ambas historias es la
relación con el paisaje. En el entramado necesario entre una y otra historia,
se construye ese dispositivo geográfico, estético, político y cultural que el
siglo XIX llamará el desierto argentino.
Primera
Parte
1. Calladas soledades
“La cautiva” comienza con una frase que
titula la primera parte del texto: “El desierto”. El desierto ¾sabemos¾ no es ni una
geografía seca ni un espacio desabitado; es el lugar que ocupa el indígena. El
término desierto anuda una geografía
específica ¾la pampa argentina¾, un espacio determinado por
ciertos límites topológicos ¾la frontera, la zona fuera del
dominio del gobierno central¾ y se constituye como dispositivo
cultural y político: una representación del vacío necesaria para el vaciamiento
militar y el exterminio del indígena. Las escrituras del desierto operan sobre el paisaje ¾transformando la
pampa o la llanura en desierto¾ como un modo de
borrar la otredad.
El poema se abre con un espacio que
parece, naturalmente, estar hecho para permanecer vacío:
El Desierto
inconmensurable,
abierto,
y misterioso a sus
pies
se extiende; triste
el semblante,
solitario y taciturno
( Echeverría 62).
Luego de la décima
estrofa, que termina con los versos “el silencio reinó”, y luego del blanco
visual, una nueva serie de versos da entrada al malón en territorio y en el
poema:
Entonces, como el
ruido,
que suelen hacer el
tronido cuando retumba lejano
se oyó en el
tranquilo llano
sordo y confuso
clamor (64).
El pasaje de una estrofa a la otra y del
silencio al trueno que retumba tiene la contundencia de la argumentación. Lejos
de ser una presencia estable que habita el territorio ¾y que a la manera
sarmientina, al ser descalificada transformaría el territorio en desierto¾, los indios aparecen
como una irrupción en un espacio que ya era ¾y que debería seguir
siendo¾ desierto.[1]
En este espacio vacío ¾es decir, carente de habitantes
pero también de sonidos, de palabras¾, la presencia
indígena es literalmente, un ruido, no inteligible, no lingüístico y por lo
tanto, similar al sonido animal.
“La cautiva” no narra un espacio para luego vaciarlo a través de la analogía,
sino que propone antes un territorio
literalmente desierto, una geografía
mítica inmovilizada en el “quinto día de la creación”, en el que la presencia
humana no está dada, sino que irrumpe como contingencia o perturbación del
orden natural. Es la “insensata turba”
que “con su alarido” casi animal, “perturbaba, / las calladas soledades” (65).[2]
El malón es “como el torbellino [que] hiende el espacio”
(65): no tanto un atentado a la civilización, como una herida en el
paisaje mismo.
2. Abismo fatal
Lejos de mirar a la pampa como aquello que
hay que convertir en cultura, “La cautiva” reafirma la vigencia de esa
dicotomía romántica que enfrenta al sujeto con la Naturaleza. Tal es así que,
incluso el destino trágico de María está lejos de ser una consecuencia directa
del cautiverio en manos del malón. Los indios irrumpen en la civilización,
toman prisionero a Brian y cautiva a María pero una partida va a rescatarlos y
ya no los encuentran porque la pareja decidió emprender, por su cuenta, el
regreso a la ciudad. Es en este momento ¾cuando Brian y María
se interna en el desierto¾ que se inicia el
relato trágico. De hecho, menos de tres partes de las nueve que integran “La
cautiva” narran el cautiverio; las otras seis restantes están dedicadas al
viaje de regreso. Allí se narran las peripecias de la pareja en el desierto: la errancia “sin brújula” en
la “quieta insondable llanura” (116), la dificultad de conseguir agua, el
encuentro con un tigre, un incendio, etc.
Aquella geografía que era abierta y misteriosa
y no debía ser perturbada, aparece ahora ¾cuando el poema
focaliza a la pareja blanca¾ como un paisaje “asqueroso y vil”
, como una zona contaminada ¾y por lo tanto inhabitable. El
escenario que se despliega en la quinta parte del poema ¾el pajonal¾, cita al pantano que
ambienta ciertos relatos de terror, y se caracteriza como un lugar carente de
agua potable, algo que también comparte con esa geografía seca que se llama
desierto. El poema reúne estas dos configuraciones geográficas ¾desierto y pantano¾en ese “páramo yerto”
en el que conviven el relato gótico de terror y las historias de viajeros que
mueren de sed . Así, el desierto es
una superficie ficcional que reúne fragmentos geográficos disímiles para
definirse especialmente como una Naturaleza resistente al sujeto. De hecho, la
estrofa que cierra el poema plantea un problema visual: María se internó en el desierto pensando que no iba a ser vista
y en realidad no vio ¾no advirtió¾ que al escapar de
los indios caía en otro cautiverio mayor, el de un paisaje del que parece
imposible salir con vida. Como espacio vacío, como zona en la que se corre el
riesgo de morir de sed o de perderse, el desierto
es siempre un abismo fatal:
Ciegos de amor el
abismo
fatal tus ojos no
vieron,
Y sin vacilar se
hundieron (119)
Es cierto que el poema narra el
enfrentamiento entre dos culturas (el “salvajismo” de los indios que capturan
mujeres y niños, la “venganza justa” del ejército que regresa a buscar a los
soldados prisioneros y a liberar a los cautivos). Pero la historia trágica, el
relato que termina con la muerte de la mujer y el soldado no es solamente fruto
del enfrentamiento entre civilización y barbarie, sino consecuencia del
antagonismo entre el sujeto y la Naturaleza romántica. Al final del poema,
advertimos que María jamás dejó de ser la cautiva: se escapó de los indios para
quedar presa del desierto. Con los
tonos del relato de monstruos, del relato de la catástrofe o de la tragedia
amorosa, “La cautiva” es un poema sobre las consecuencias de atentar ¾ya sea como
perturbación o como desafío¾ contra el desierto.
Segunda
Parte
1. Las armonías del viento
Ese dispositivo geográfico, estético,
político y cultural que el siglo XIX llamará desierto se construye en el entramado necesario entre las dos
historias que se enlazan en “La cautiva”. La primera historia narra la escisión
entre el sujeto y la Naturaleza; la segunda, su reconciliación. En la primera
están las presencias catastróficas o monstruosas que perturban el paisaje o los
personajes trágicos que se hunden en ese “abismo fatal” que se llama desierto. En la segunda, se narra el
contrapunto entre el ojo del poeta y la Naturaleza, entre la representación
estética y sus materiales.
“Inconmensurable, abierto / y misterioso”,
el desierto se extiende “solitario y
taciturno” (62). Es un espacio que se nombra en el título de la primera parte y
que está antes de que todo ¾el poema¾ comience. Al
proponer el desierto como punto de
partida, como instancia previa a toda representación y a toda presencia humana,
el desierto es la pura Naturaleza, un
objeto de conocimiento y al mismo tiempo, aquello que no puede ser aprehendido
ni representado:
Las armonías del
viento,
dicen más al
pensamiento,
que todo cuanto a
porfía
la vana filosofía
pretende altiva
enseñar.
¡Qué pincel podrá
pintarlas
sin deslucir su
belleza!
¡Qué lengua humana
alabarlas!
Sólo el genio y su
grandeza
puede sentir y
admirar (Echeverría 63).
El desierto
constituye una paradoja visual y epistemológica. Por un lado, es aquello hacia
lo cual el artista dirige su mirada ¾es fuente de saber y
un objeto privilegiado de representación estética¾ y por otro lado, se
define como una superficie infinita que no puede ser vista, es decir, no puede
ser percibida, ni conocida ni representada. El desierto es la Naturaleza romántica por excelencia, lo sublime
inabarcable, que escapa al saber y a la representación y a la vez la moviliza.
Todo este
conjunto de características que se atribuyen al paisaje son también
definitorias de la subjetividad que lo percibe.[3]¿Quién
es capaz de ver, de aprehender, de acceder a esta Naturaleza sublime?¿Desde qué
lugar se la puede percibir? Son preguntas que se dirigen a las condiciones de
posibilidad del paisaje ¾a las características del ojo que
lo mira¾ y trazan analogías entre la voz poética y el punto de vista de una
cámara, de la cual no quedan rastros en la imagen, excepto establecer una
mirada, recortar un campo de representación y ser condición de posibilidad para
la existencia misma de la fotografía.
Tal como lo indica el fragmento anterior,
el desierto puede ser percibido como
un objeto estético sólo desde el punto de vista del genio, que es el único
capaz de “sentir y admirar” el paisaje y de representarlo pictórica o
verbalmente. Percibido desde una subjetividad estética, el desierto deja de ser un espacio vacío (calladas soledades) o una
naturaleza hostil (abismo fatal) para presentarse como pura Naturaleza
romántica, fuente de saber y horizonte de la representación artística.
Ahora bien, ¿dónde está colocado ese
sujeto estético? Para responder esta pregunta es necesario volver a recorrer la
lógica temporal de “La cautiva”. Postulado en el título que abre la primera
parte del poema, el desierto está
ahí, incluso antes de que la voz poética irrumpa en el blanco de la página. Por
eso, ante la primera irrupción humana, ante la aparición del malón, la voz
poética se pregunta:
¿Qué humana planta
orgullosa
se atreve a hollar el
desierto
cuando todo en él
reposa?” (65).
La voz poética
describe el desierto y luego señala
el atrevimiento de una pisada humana sobre el territorio virgen que ¾por lo visto¾ permanecía vacío
antes de que apareciera el malón. Si antes del atrevimiento del indígena, la
naturaleza permanece deshabitada incluso mientras la voz poética la contempla y
la describe, es evidente que esa voz que formula la pregunta no pisa el
territorio o sus pies no son humanos o su presencia no constituye una
disrupción en el reposo del desierto.
El desierto
gira en vano,
reconcentra
su inmensidad, y no
encuentra
la vista, en su vivo anhelo,
do fijar su fugaz
vuelo,
como el pájaro en el mar (62, el destacado es mío).
Pareciera, entonces,
que esa mirada estética coincide con el punto de vista aéreo, de manera tal que
el testigo puede contemplar el paisaje sublime como tal, sin posar los pies en
el territorio, sin ocuparlo y sin interrumpir su natural reposo. Nos
encontramos aquí con una nueva paradoja que anuda paisaje y mirada. La
percepción estética entonces, es la única que, sin habitar el espacio ¾es decir, sin
transformarlo en otra cosa¾ es capaz de percibir, representar
y conocer el paisaje. Dicho en otros términos, la mirada “desde las alturas”
del poeta se vuelve una lente indispensable que, colocada sobre una geografía
particular, nos permite ver el desierto.[4]
2. Transparente
palacio
¿Qué significa exactamente mirar desde las
alturas? ¿Quién puede hacerlo y en qué condiciones? En “La cautiva” esa
posición no es un privilegio del Yo poético, sino algo que en un momento del
poema, también se atribuye a la mirada de María. Sumergida en la lucha por la
supervivencia, María ve fantasmas o percibe el terreno como un paisaje
sangriento. Luego de su muerte, el poema la compara con un águila y le atribuye
una mirada desde lo alto, así como la propiedad del espacio: “Tuyo es también
del espacio / el transparente palacio” (115). Sumergida en el conflicto que
tiñe el territorio, María advierte un abismo fatal, una hondonada que traga la
vida de los que se posan en él. Una vez que se encuentra fuera de la lucha por
la supervivencia, comparte la percepción del poeta. El espacio se transforma en
algo que le pertenece. Deja de ser un campo de batalla para convertirse en un
palacio transparente, una arquitectura preciosa que se ofrece sin obstáculos a
la mirada.
“La cautiva” inicia la literatura nacional
en Argentina, al mismo tiempo que configura un paisaje y abre la pregunta
acerca de qué hacer con él, como pregunta que involucra un proyecto nacional.[5]
Al enlazar varias miradas sobre el paisaje, el poema abre el espacio para
respuestas que no se refieren sólo al paisaje sino también al sujeto que se
coloca frente él, porque la relación entre el paisaje y la mirada siempre se
mueve en dos direcciones: el territorio resulta definido por el ojo que lo
contempla y que lo percibe como un paisajes peculiar ¾un espacio peligroso,
productivo o bello¾ y al mismo tiempo, el paisaje
modela una subjetividad, del mismo modo que el océano configura al marino, la
tierra al campesino la cultiva y la ciudad al hombre que recorre las calles.
“La cautiva” comienza postulando el desierto como espacio vacío y despliega
dos miradas que lo abordan y lo leen como vacío peligroso que habrá que llenar
o como vacío sublime que habría que preservar intacto.[6]
Ese transparente palacio del espacio que sólo perciben el poeta y la mujer
muerta, es resultado de una serie de fuerzas que tensionan el pensamiento
romántico de la generación del 37, pero está lejos de ser simplemente una joya
romántica.[7]
En toda mirada que contempla la una geografía y percibe la belleza natural hay
siempre una “huella del dolor del mundo” (Adorno 89). Se trata de un sujeto que
percibe algo que escapa a la lógica del cálculo y del intercambio que regula
cuerpos, signos y espacios. El Yo poético encarna una subjetividad que se
diferencia del indígena y del cautivo, pero también del burgués conquistador,
que será la figura central del proyecto del 80, cuando Roca decida avanzar con
el ejército y ganar ese espacio para la civilización. Por eso, esta subjetividad
estética que señala cierto derroche, que sostiene cierta geografía improductiva
anticipa y enfrenta el proyecto burgués de racionalización y cálculo sobre el
territorio. Así, el desierto como
palacio de cristal adquiere una función política y es precisamente, permanecer
como espacio disfuncional al proyecto de expansión nacional.
El poema se cierra con el lamento por la
muerte de María y la promesa de un desierto que se entrega por completo a los
que sólo puedan contemplarlo, sin enfrentarlo ni posar sus pies en él. Leído
desde el porvenir, “La cautiva” es una elegía a futuro, un poema melancólico
que lamenta la pérdida de ese espacio que, en breve, será profanado.
Obras citadas
Bordo,
Jonathan.
“Picture and Witness at the Side of the Wilderness”. Landscape and Power. W. J. T. Mitchell (comp.). Chicago:
Chicago University Press, 2002. 291-315.
Deleuze,
Gilles. Lecciones sobre Kant. Desgrabación de
clases dictadas en el Collège du France en 1978. Traducción al
español de Ernesto Hernández <http://www.imaginet.fr/deleuze/>.
Echeverría,
Esteban.
Obras escogidas. Caracas: Biblioteca
Ayacucho, 1991. Selección, prólogo, notas, cronología y bibliografía de Beatriz
Sarlo y Carlos Altamirano.
Kant,
Imanuel.
Crítica del Juicio. Buenos Aires:
Porrúa, 1997.
Matamoro,
Blas.
“La (re)generación del 37”. Punto de
vista 28 (1986): 40-44.
Rodríguez,
Fermín.
“Un desierto de ideas”. Kohan, Martín y
Alejandra Laera (comp.). Esteban
Echeverría. Buenos Aires: Cuenco de Plata, 2005. 35-63.
Sarlo,
Beatriz.
“En el origen de la cultura argentina: Europa y el desierto. Búsqueda de un
fundamento”. 1° Seminário Latino-Americano de
Literatura comparada. Porto Alegre: Universidade Federal
do Rio Grande do Sul, 1986. 15-21.
_______________
y Carlos Altamirano. “Prólogo”. Echeverría,
Esteban. Obras escogidas.
Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1991.
[1]
Incluso en las primeras estrofas donde se describe el desierto y se menciona que “A veces la tribu errante / […] lo
cruza cual torbellino” (Echeverría 62-63), el nomadismo parece funcionar como
un argumento más a favor del vacío. Es obvio, que los malones cruzan el espacio
para ir a la ciudad y volver o que están moviéndose en la
pampa. Sin embargo, los verbos que elige el poema ¾cruzar (para luego, seguir “veloz
su camino”), perderse, pasar, etc.¾ lejos de sugerir que los indios están
en el territorio ¾e incluso están por todos lados¾,
indican que no están allí, sino que aparecen y lo hacen, como si estuvieran de paso.
[2] En
“Picture and Witness at the Side of the Wilderness”, Jonathan Bordo analiza un
corpus de representaciones pictóricas de paisajes naturales que constituyen lo
que él denomina “wilderness” ¾algo que podríamos traducir como “Naturaleza en estado puro” o, en
este caso, desierto. El corpus visual
queda dividido en dos grupos: paisajes que incluyen figuras humanas y paisajes
que carecen de toda presencia humana. Incluso en los primeros casos, las
figuras humanas, lejos de atenuar carácter salvaje de la Naturaleza, lo
confirman a partir de un procedimiento similar al que se da en el poema de
Echeverría. “Because the
wilderness alleges the zero degree of history, the indigenous who are imputed
to dwell in the wilderness are considered to be in a wild or savage state, even
deemed to be fauna and flora, and ¾ or deemed thus to be not there at all”
(Bordo 297).
[3] El
romanticismo supone un quiebre en el modo en que se piensa la relación entre la
Naturaleza y el sujeto que la percibe. En la tradición que se inicia con la Crítica del Juicio, la dupla clásica
entre esencia y apariencia ¾entre lo que se percibe y la verdad del objeto percibido¾, se
reformula para dar lugar a la pregunta por el fenómeno y su sentido, o por lo
que aparece y las condiciones de su aparición. El sujeto, entonces, ya no es
previo e independiente al hecho de percibir, sino que es parte de las
condiciones que hacen posible la aparición de un fenómeno. El sujeto romántico
“es constituyente de las condiciones bajo las cuales lo que le aparece le
aparece” (Deleuze 5-6). Es un sujeto que se define precisamente como sujeto de
la percepción, como aquello que percibe a la Naturaleza y se percibe a sí
mismo. Por eso, no es ajeno al carácter sublime del objeto que contempla. De
hecho, “la verdadera sublimidad debe buscarse sólo en el espíritu que juzga y
no en el objeto de la naturaleza cuyo juicio ocasiona esa disposición” (Kant
§26).
[4] Así,
el “caos deviene orden por la mediación del logos y que vuelve al pueblo,
debidamente compuesto, por una segunda mediación, la que el intelectual cumple,
precisamente, entre el logos y el pueblo” (Matamoro 41). El lugar del intelectual
en la estética romántica es exactamente el de una doble mediación: es poseedor
de una palabra que da inteligibilidad al mundo, pero es también mediación
necesaria entre la colectividad y el lenguaje. O dicho en otros términos: lo
que media entre el territorio y la percepción colectiva no es sólo el lenguaje
que convierte una geografía en un paisaje sino también una percepción estética
capaz de leer ese paisaje.
[5] “Ser
argentino debe dejar de ser una fatalidad, una determinación de la llanura para
volverse una tarea de fundación, una distancia: una estética [...] Fundar
la nación para el desierto, en ausencia de tradiciones, a partir de una
importación cultural que rompa con la herencia colonial de España, se vuelve un
programa estético-político que comienza al ras del suelo, sobre un mapa vacío
de accidentes y de habitantes. Porque el gesto de fundar el desierto requiere
simultáneamente fundar, en la literatura, en la ciencia, en la política, el
desierto ¾un
desierto para la nación” (Rodríguez, “Un desierto de ideas” 37).
[6] Me distancio aquí de la lectura de Beatriz Sarlo
(16) que señala que “el viaje romántico o el exilio había enfrentado a
Echeverría, a Alberdi, a Sarmiento con las grandes capitales del siglo XIX,
donde habían adquirido una certeza cultural y política: a este vacío
sudamericano había que llenarlo”. Creo que esta lectura hace coincidir punto
por punto y sin contradicciones el proyecto de una generación con las múltiples
líneas de sentido que se entraman en un texto literario. En el contexto de la
autonomía relativa que posee la literatura en el siglo XIX en Argentina, muchas
veces se han abordado las escrituras sobre el desierto únicamente como instrumentos simbólicos que, emergiendo
del mundo letrado, marcan un territorio para regular límites y fronteras. Así,
pareciera que todo texto sobre el desierto
realiza un doble movimiento sin contradicciones: primero, vaciando el
territorio de habitantes ¾con el objeto de amortiguar simbólicamente la violencia que los
militares ejercerán por medio de las armas¾ y, después, argumentando acerca
de la necesidad de llenarlo ¾como anticipo a lo que hará el gobierno nacional. Sin embargo, así
como la literatura no trabaja únicamente como productora de hegemonía ni como
sostén simbólico del proyecto de configuración del estado nacional, el poema
“La cautiva” parece exceder lo que se espera del mundo letrado decimonónico.
Así, como el poema es capaz de percibir el carácter de naturaleza romántica que
posee desierto porque no concibe este
espacio solamente como un campo de tensiones históricas, del mismo modo, el
texto no promueve únicamente la necesidad de llenar el vacío. La literatura
abre un campo de legibilidad antagónica: leer el vacío como peligro que debería
ser dominado y también como objeto de contemplación estética que debería
preservarse tal y como está. La ficción de Echeverría no acciona sólo a partir
de un plan funcional al proyecto político, también abre la posibilidad del
derroche, del no aprovechamiento del territorio.
[7]
La propuesta
de Víctor Hugo en el prefacio a Cromwell
¾“La poesía
verdadera, la poesía completa está en la armonía de los contrarios”¾, constituye
para los hombres del Salón Literario, un mandato estético pero también político
y cultural. Se trata de una generación que intentará sintetizar la tradición
revolucionaria de Mayo o el mundo que se condensa en la figura de Rosas.
“Pero no hay ‘armonía’ sino oposición irresuelta de ‘los contrarios’. Se
confirma así un diagnóstico social que la generación del 37, en un comienzo,
pretendió evitar presentándose como síntesis y como puente entre dos mundos,
el ilustrado y el bárbaro, pero, que en los finales de la década de 1830,
había demostrado su inviabilidad política” (Sarlo y Altamirano XXVI). La
necesidad de reivindicar un pasado nacional y al mismo tiempo postular un
tiempo cero para la historia argentina tiene su correlato en un problema
estético que enlaza representación y naturaleza: la dificultad de llevar
adelante una poética que “refleje las costumbres y civilización argentinas
y, al mismo tiempo, las funde” (XIV). Desde la perspectiva de Blas Matamoro,
la contradicción que enfrentan los hombres del 37 es resultado de lo que
él entiende como la convivencia de elementos ilustrados y románticos. Volver
inteligible lo percibido ¾que Matamoro homologa con la idea de “civilizar la barbarie”¾ “significa
acabar con la naturaleza americana y su imponente belleza.” En este sentido,
los hombres del 37 se encuentran atrapados entre “la obligación racional
[que] empuja
hacia un término de la dicotomía y al fascinación visceral, hacia el opuesto
[...] Si como
ilustrados se sienten parte de la luz universal de la razón, como románticos
se ven empujados a la comunión irracional con la naturaleza y a la celebración
de las peculiaridades del paisaje, de las costumbres y el tesoro tradicional
del folclore” (Matamoro 43). Esa tensión puede pensarse como parte de la
lógica romántica, si consideramos el romanticismo como un cuerpo de problemas
teóricos y filosóficos organizados alrededor del problema del Absoluto estético
y no como una serie de figuras retóricas ¾fascinación
por lo Natural, espontaneísmo, sentido trágico, etc. Lo que me interesa
es leer esa tensión en la lengua de Echeverría y recuperar el valor crítico
que surge de lo que Matamoro llama el polo romántico o de esos momentos
en que se intenta preservar la Naturaleza tal como está.