Ensayo y experiencia:
la territorialidad cíclica en El río sin orillas
de Juan José Saer Nívoli,
María soledad |
“Austera o lapidaria, la voz de
Tomatis declama: ‘En uno que se moría/mi propia muerte no vi/pero en fiebre y
geometría / se me fue pasando el día / y ahora me velan a mí’ –Redondo - estima por fin Leto”
Juan José Saer, Glosa
a)- En la mansión de la
literatura
No
es que sea difícil encontrarlo, pero
se vuelve complicado hacerlo tema. De hecho el ensayo ya está allí, siendo y produciendo, construyendo mundos y
referencias.
Pero
la detención artificiosa y esa manía de objetivarlo en el peor sentido, de
volverlo un ente “ante los ojos”, lo alejan indefectiblemente de esa
existencia. Entonces ya no lo vemos en movimiento, en su movimiento
autofundante, autorrefencial y autoescriturante, sino que pasa a ser un cuarto,
una pluma o un bolígrafo, un vasto territorio o un ser monstruoso: imperfecto,
mal definido y escurridizo.
Pasa
a engrosar la lista de aquellos temas
que necesitan un foro por ser
asequibles: pasa a ser uno de los cuatro términos de la analogía. Pero si tomamos
en serio esta herramienta argumentativa, le concederemos todo el derecho de
constituirse como tal en un medio de prueba. La analogía puede acercarnos el tema, puede hacerlo comprensible y
discutible, puede transmitirnos sus más finos matices. Pero también puede
alejarnos indefectiblemente de él transformándose en un obstáculo difícil de
remover en cuanto se ha instalado.
Uno
de los modos más comunes de la analogía, es aquél que elige el foro del mundo sensible, cuando el tema del que tiene que dar cuenta, es de
índole espiritual o inteligible (me atengo al platonismo de Perelman). Este
modo de usar la analogía, produce lo que Bachelard nominó ‘obstáculo
sustancialista’, que consiste en adjudicar propiedades materiales o sensibles a
algo que no las tiene, en una hábil transformación y confusión de planos que ya
no reconocen en los términos analógicos distancia alguna (entonces el foro es
el tema, éste se explica enteramente
por aquél). Pero este es, en definitiva (y para Bachelard), el destino seguro
de las imágenes con fines pedagógicos: hipostasiarse, volverse contenido inerte
y obstaculizante.
Mattoni se
centra en el pensamiento de Adorno y gracias a él sitúa al ensayo frente a
la filosofía tradicional, preguntándose a continuación qué lugar ocupa el mismo con relación a la literatura. Y apenas con un
punto seguido, es decir, en el mismo espacio
argumentativo de Adorno, introduce a Rest y a su celebrada analogía (que Mattoni llama impropiamente metáfora) “generalmente aceptada como un acierto, aún
cuando no sea una definición propiamente dicha”[i]
Si la analogía de Jaime Rest estuviese emplazada en
el contexto de lo que Bachelard llamó “poética del espacio”, es decir, la
utilización de las imágenes no con fines pedagógicos ni conceptuales, sino como
posibilidad de ‘fulguración del ser’, el camino a emprender sería distinto. Las
consecuencias de esta imagen podrían ser numerosas y disímiles, y sus fundamentos
en la prehistoria subjetiva serían muy sugestivos[ii].
Hasta podríamos encontrarnos con el castillo de Kafka, monstruosa
construcción que va muchísimo más allá de la burda analogía, transfigurándose
en ominosa imagen verdadera de lo
humano.
Pero el texto de Rest tiene intensiones
definitorias, y la inclusión de la analogía de la mansión pone en juego fines pedagógicos explícitos. Y aunque, según
Mattoni, “no sea una definición
propiamente dicha”, es de alguna manera (aunque sea impropia) una definición
o pretende serlo.
Aquí, en este contexto (en el de intentar cercar
algo del tematizado ‘ensayo’), la analogía de Rest muestra su más descarnada
impropiedad. Y es justamente esa herramienta argumentativa la que prohibe
terminantemente poner en continuidad su textualidad con la de Adorno, tal como
la comete Mattoni.
Detengámonos un momento y veamos las cosas
más de cerca. El primer ensayo de Rest (sobre el Facundo de Sarmiento) abre el libro con una analogía que no se
presenta como tal. Ésta se confunde con
las diversas referencias que intentan explicar algo pocas veces aclarado:
cuáles son los alcances, los confines y las reglas de construcción del ensayo.
Se produce una primera, fundante, circularidad autorreferencial: Rest escribe
en sus ensayos sobre ensayos argentinos, una reflexión acerca del ensayo.
Esta
reflexión, decíamos, se abre con una analogía no reconocida como tal. Sería
lícito (y según Eco, es una de las
posibilidades) interpretarla literalmente. Nada hay en la textualidad que
indique que ocupa un lugar excepcional o diferente. Y cualquiera puede estar
tentado (como Mattoni) a olvidar las diferencias entre el tema y el foro y a
concebir al ensayo desde la cárcel de la topología.
Sigamos
a Perelman para el estudio de esta analogía. Convenimos en llamar tema al conjunto de los términos A
(literatura) y B (ensayo) y foro al
conjunto de los términos C (mansión) y D (cuarto en el recoveco). Teniendo en
cuenta que la analogía tiene como característica fundamental el considerar una
relación por similitud de estructuras,
tenemos un resultado de índole proporcional: A es a B, lo que C es a D. En
nuestro caso, sería más ilustrativo plantearlo de manera inversa (porque el
acento está puesto en el segundo término de la estructura del tema). Entonces: B es a A, lo que D es a
C. “El ensayo es a la literatura, lo que el cuarto en el recoveco es a la
mansión” En todo este razonamiento hay una idea directriz: el foro tiene que ser mejor conocido que el
tema, es decir, es necesario elegir
una estructura relacional familiar para luego introducir, gracias a esa
familiaridad, la estructura desconocida, o en vías de esclarecimiento.
¿Porqué decimos que esta analogía
resulta impropia? No por su valor
intrínseco como tal (es decir, respeta las reglas de construcción y en este
sentido es una buena analogía), sino por tres razones, a saber:
1)-
La imposibilidad de su prolongación sin que se vuelva ridícula o presente
indefectibles caracteres cómicos.
Perelman invita a este ejercicio,
probar los alcances de una analogía poniendo en juego toda la serie de
relaciones que permiten el tema y el foro. De esa manera, tendremos que
preguntarnos si la mansión es la
literatura (entonces sería propio preguntarse quiénes la construyeron, quienes
fueron los arquitectos y los obreros, a qué estilo responde, cuáles fueron sus
reformas si las hay, etc) o si esta
última sólo habita la mansión (lo que
nos forzaría a preguntarnos si es dueña de la misma, la alquila o la okupa, si
paga los impuestos y si representa la madre o el padre de los géneros que
habitan en los diferentes cuartos). Todo parece indicar que sería más plausible
la primera opción, entonces si la mansión es
la literatura ¿quién distribuye
los objetos, quién determina en
última instancia la actividad
incesante (por acumulación de objetos) de ese cuarto olvidado en un oscuro
recoveco? Porque si los críticos o estudiosos de la literatura son los que
mantienen la limpieza y el orden ¿quiénes
producen los objetos que se amontonan o que se ordenan, que se acumulan o se
alinean? Parece que en la analogía de Rest no hay lugar para el sujeto del
ensayo. Sólo existen ordenanzas/críticos mirones, tímidos observadores que
hacen un informe del caos general. Ninguna referencia a la dimensión
escrituraria, ninguna referencia al estilo, al cuerpo, al sujeto. Sólo un
cuarto escondido y activo que ‘se
reserva al ensayo’, en donde ‘se
amontonan objetos’. Pero los encargados del mantenimiento sólo mantienen, no crean ni amontonan ni
reservan. ¿Quién está más allá de la mansión, es decir, de la literatura?
¿Quién ocupa el lugar del se
impersonal?
2)- La excesiva pregnancia de las
representaciones topológicas, que impiden otras interpretaciones más ajustadas
al caso.
Ya
veíamos más arriba lo difícil que es representarse algunos problemas del ensayo
con esta analogía topológica. Esto nos recuerda las complicaciones freudianas
para hacer representable ‘lo inconciente’, desde tres perspectivas simultáneas:
la topológica, la dinámica y la económica. Para hacer más asequible la cosa, en
La interpretación de los sueños,
presenta a lo Inconciente como una
instancia, introduciendo la analogía del telescopio o de la cámara fotográfica
y embarrando indefectiblemente el terreno. De ahí en más la interpretación de
lo inconciente desde el punto de vista dinámico o económico será difícilmente
aceptada, produciendo los más injustificados
malos entendidos.
En una
escena universitaria típica, un profesor intenta transmitir qué es eso de lo
inconciente y elige, al azar, un foro propicio: el cuartito de los trastos
viejos en donde van a parar las cosas olvidadas y que no están en uso. ¿Cómo
entender a partir de este persistente
foro topológico las interferencias
inconcientes en la conciencia, la formación de síntomas o la angustia? De la
misma manera, pero en el caso de nuestro tema:
¿cómo leer a Adorno desde el cuarto en el recoveco? ¿cómo pensar la función
antisistemática, metódicamente a-metódica, en constante tensión con la cosa?
Desde el cuarto sólo se puede hacer ruido y molestar (aunque es bastante
difícil, salvo que profesemos el animismo, que las cosas, los objetos, actúen per se) pero nunca dejará de ser un
continente que recibe, pasivamente lo
que se deshecha en otra parte.
3)-
La cercanía que se le ha impuesto con el pensamiento de
Adorno, que aumenta su impertinencia.
Una cosa es cierta, y es que resulta
molesta la continuidad entre Adorno y Rest que propone Mattoni. No sólo por las
razones que esgrimíamos más arriba, sino por una razón más general: un cuarto (1/4) lo es relativamente a una
totalidad (en este caso la mansión/literatura) y es precisamente esa noción de
totalidad la que el ensayo pone en cuestión según la perspectiva adorniana.
Como el ensayo no es un género
referente a una totalidad englobadora, no es una parte del todo. No es (ni
podría serlo nunca) un cuarto, salvo que quiera prescindir de su condición y
entonces ya no cabría hablar más de ensayo
Escribe al respecto Adorno:
“El
ensayo tiene que conseguir que la totalidad brille por un momento, en un rasgo
parcial escogido o alcanzado, pero sin afirmar que la totalidad misma está
presente.(...).Su totalidad, la unidad de una forma construida en y para sí
misma, es la totalidad de lo no total, una totalidad que ni siquiera como forma
afirma la tesis de la identidad de pensamiento y cosa que rechaza en cuanto al
contenido. La liberación de la constricción de la identidad concede a veces al
ensayo lo que escapa al pensamiento oficial, el momento del color indeleble, de
lo imborrable”[iii]
Vemos demolerse la mansión y esfumarse la analogía que a esta altura
ya podríamos considerar como poco feliz.
Sin
embargo esta consideración adversa no
nos aleja demasiado de la trama argumentativa de Rest. Lo vemos,
sorprendentemente, transmutar la analogía inicial traicionando todas sus
posibles derivaciones y consecuencias. De ahora en más, aunque no nos alejemos
de la topología, tendremos que atenernos a foros
de espacios abiertos, vastos territorios y viajeros.
b)-Un
tratado imaginario. La escritura como experiencia
En
El río sin orillas Saer escribe que la
distancia resuelve todo en geometría. Tanto temporal como espacial, esa
interposición entre nosotros y las cosas se convierte en la preciosa excusa
para recurrir a los modelos. La ontología de la identidad reviste de lo Mismo a
la selva de lo real, entonces“...ese peñasco estéril y poroso que
llamamos luna, se estiliza en círculo perfecto para nuestros ojos inventivos
que, incapaces de ver los detalles, le otorgan la apariencia de un arquetipo”[iv].
Sin embargo narrar es abolir esa distancia geometrizante: significa
comprometerse con la ‘espesa selva virgen de lo real’ que se resiste a ser
apresada por las categorías tradicionales.
Cuando
a Saer le encargan escribir un libro sobre el Río de la Plata para los idiotas
europeos, se ve enfrentado a sentimientos contradictorios: ¿qué hacer con un
género nuevo, nunca por él abordado? ¿cómo responder (desde su narcisismo) a un
encargo si se considera un artista libre? ¿Cómo posicionarse como escritor
frente a un pedido que configura de antemano tanto al autor como a los lectores
(un escritor argentino escribiendo sobre la Argentina a lectores
europeos/legos/idiotas)? Se ponían en juego, como mínimo, dos cuestiones de
suma importancia para la narrativa saeriana: la naturaleza de la escritura y la
función del referente. ¿Qué camino tomar? ¿Cómo resolver la encrucijada que –de
todas maneras- había aceptado experienciar?
Tenía
que escribir sobre su lugar, ese era su referente, la materia
de su escritura; y también tenía que escribir su lugar, la forma escrituraria
de su tema. Pero,¿no es exactamente lo que ha estado haciendo en toda su
narrativa? “Era mi lugar –escribe- en él, muerte y delicia me eran
inevitablemente propias (...) el sabor del mundo, dulce o amargo, lo
experimenté primero en estas regiones, que son mi referencia empírica y le dan
a todo lo vivido después de haberme ido de ellas, la mundanidad de un tanteo
comparativo”[v] El lugar
sobre el que tenía que escribir, era el que había estado ensayando en cada uno
de sus relatos. Ese lugar que lejos ya de ser referente es, sobre todo,
experiencia del mundo y de su pegajosa realidad.
Hagamos
un pasaje rápido por la etimología, aclarando que el recurso a los orígenes no
tiene –en nuestro caso- la intención de fundamentar allí una determinada
perspectiva, sino aportar elementos a la comprensión y proponer nuevos caminos
de análisis.
La palabra “espacio” tiene una
estructura etimológica bastante complicada. Al castellano llega por el latín spatium/n, palabra que los romanos toman
de los griegos en su ‘forma’, dejando de lado lo fundamental de su contenido.
El spatium/n romano es anchura, extensión, distancia, nociones que
tienen en común la obertura, lo que se abre
al aire libre. Esta palabra no
se usa para los lugares cerrados, pequeños, de la intimidad. Sirve para designar
grandes extensiones territoriales y tiene en cuenta algo que a los griegos les
aberraba: el vacío. El abrirse del spatium
está designando otra manera de considerar el mundo y de dirigir las políticas
territoriales: el modelo ya no es la polis
centrada, sino el imperio infinito. El espacio como recipiente (continente) independiente de las cosas que contiene
(propio de la moderna ciencia newtoniana) tiene aquí su lejano antecedente.
Los romanos toman y modifican la
palabra griega topos, espacio pero en el sentido de sitio puntual y determinado, “ese
topos y no otro”. Topos designaba una escenografía particular y una muy específica materialidad. De este contenido, surge la transliteración latina locus, proveniente de la palabra
locación, lugar de alquiler para vivienda. Así, locus, lugar, pasa a tener aproximadamente el mismo significado que
topos, lugar de intimidad, lo
cerrado, lo íntimo, lo cualificado, por oposición a la extensión abierta.
Según
estas notas etimológicas, el espacio remite a la geometría y el lugar a la
fiebre, que es pulsión escrituraria. El lugar está ya allí, como un
existenciario que singulariza la forma de relacionarse con el problema de lo
real.
¿Cómo
determinar, sin embargo, los confines
de este libro? ¿Dónde localizarlo? Si no lo define su referente, ¿qué es lo que
lo individualiza, y lo que -a su vez- lo comunica con los demás? El subtítulo
señala una posible respuesta, aunque
llamarlo ‘Tratado imaginario’ no sea más que una apuesta al estilo desafiante
del oxímoron. Porque lo que caracterizaría al Tratado es lo contrario de la
imaginación, es la creencia en la objetividad y la transparencia de lo real, y es la aceptación de las reglas
del método impuestas al saber moderno. Llamar a un trabajo ‘Tratado imaginario’
es inscribirlo en una zona inclasificable y es retirarle las garantías de las
predicaciones sustancialistas y esclarecedoras.
Sin embargo, a pesar del
oxímoron, en el momento de las
definiciones, aparece nuevamente la analogía: “De ahí que en este libro haya un poco de todo, como cuando abrimos el
cajón de un mueble viejo y encontramos, entremezcladas, reliquias que se
asocian al placer o a la desdicha. Digamos que, habiendo recibido el encargo de
construir un objeto significativo, abro el cajón, lo vuelvo sobre la mesa, y me
pongo a buscar y examinar los residuos más sugestivos, para organizarlos
después con un orden propio, que no es el del reportaje, ni el del estudio, ni
el de la autobiografía; sino el que me parece más cercano a mis afectos y a mis
inclinaciones artísticas: un híbrido sin género definido, del que existe, me
parece, una tradición constante en la literatura argentina...” Pero lejos
de ser adormecedora (como los cajones de la metáfora bergsoniana[vi]),
esta analogía es la vía abierta al ensayo
como experiencia de escritura, heredada de una manera particular de estar
arrojados en este lugar argentino.
Esa experiencia pegajosa es la de
la repetición de una imposibilidad: la de lograr por fin una relación entre el
significante y la cosa que nos confine al silencio, es decir, a la muerte. Pero la relación no se produce
y la escritura vuelve a comenzar infatigable y retorna, redonda.
Para Bachelard, la imagen más
primitiva que se tiene del ser es la de su redondez. El ser más perfecto
siempre es redondo, pero no está representado por la esfera del geómetra, que
está vacía, sino por su imagen poética. Esta imagen local de lo redondo se
corresponde con la temporal del ciclo y del retorno.
En Saer la redondez es una de las
claves de la escritura. Desde el relato cíclico de El limonero real, siempre recomenzando la escritura de ese día en que Wenceslao amanece y ya
está con los ojos abiertos, pasando por los circuitos urbanos que se inscriben
una y otra vez en La vuelta completa
o las versiones del cumpleaños de Washington que circulan en Glosa, hasta la estructura estacional de
El río sin orillas; lo redondo es la
forma que encuentra la escritura para
dar con el ser.
Lo redondo, lo circular y
lo cíclico escriben al ser argentino,
porque así era el lugar que debía escribirse: “A diferencia de la primera vez, me acerqué al río en el atardecer, y
de nuevo tuve la sensación de estar, no en la orilla, sino en el interior de un
inmenso círculo de agua”[vii]
La circularidad es la que da la sensación de no encontrarse en las orillas,
sino de ‘estar en medio’ de esa superficie lisa y homogénea. Esta imagen
poética, que recupera la redondez en su relación con la fulguración del ser, es
a su vez heredera de otra, más antigua, escrita por los viajeros extranjeros y
por los que ensayaban la patria en el XIX: la de la llanura y su
correspondiente horizonte circular: “Las
dos planicies de la pampa y del río no poseen en sí ningún encanto particular
(...) la belleza (...) debemos atribuírsela no al lugar en sí sino a su cielo,
a causa de su presencia constante, visible en la cúpula y en el horizonte
circular. El hombre de la llanura está siempre en el interior de una
semiesfera, en el centro exacto de la base”[viii]
Esta
imagen no deja de tener su costado siniestro: en ese lugar vacío en el que lo
humano era difícil que arraigue (“...en
donde nunca había habido nadie, aparte de lo que hormiguea, vuela, repta, pica
y se entredevora en los pantanos”[ix])
nadie podía seguir avanzando ni retroceder. Fue de esa fatalidad del círculo y
del ciclo sin salida que surgió la Argentina. Pero en la escritura saeriana, es
la necesidad de repetir la que
conjura esa misma fatalidad, arrojándonos a la vida de las imágenes que no se
adecuan a lo real ni lo representan. Las imágenes poéticas de Saer sólo pretenden
probar en su redondez, la imposibilidad
de toparse con la palabra definitiva que mate, de una vez por todas, la fiebre
de la escritura.
NOTAS:
[i]
MATTONI, S: El ensayo. La crítica de la cultura en Adorno. La
irrupción de la subjetividad en el saber, Ed. Epoke, Córdoba, p.35. Esta
analogía es celebrada por Sarlo en el artículo “La crítica: entre la literatura
y el público”, sin ser reconocida como tal. Allí comprobamos la fusión completa
entre el tema y el foro
que produce la desaparición de la analogía.
[ii] Véase BACHELARD, G: La poética del espacio, Ed., F.C.E., Bs. As., 2000. En el primer capítulo: “La casa. Del sótano a la guardilla. El sentido de la choza” , trabaja (a partir de la fenomenología y el psicoanálisis jungueano), los fundamentos de la imagen reiterada de la casa en diversas producciones literarias. Según el autor, esta imagen tiene su prehistoria en un ‘fondo onírico insondable’ al cual cada uno le pone su nota singular. De ahí su pregnancia y su uso generalizado.
[iii] ADORNO, T: “El ensayo como forma” Notas de literatura, Ariel, Barcelona, 1962, reproducido en Pensamiento de los confines, Nº 1, 1998, p. 255
[iv] SAER, J.J.: El río sin orillas, Ed. Seix Barral, Bs. As., 2003, p. 14
[v] Ibíd., p. 16
[vi]Véase BACHELARD, G: Op. cit., Cap. III: “El cajón, los cofres y los armarios”, p. 80
[vii] SAER, J.J.: Op. cit., p.39
[viii] Ibíd, p. 43
[ix] Ibíd., p. 79
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