HACER
HABLAR AL CUERPO QUE CALLA: Moure,
Clelia |
“Toda empresa
científica –nos advierte Michel de Certeau- tiene como características la
producción de artefactos lingüísticos autónomos (lenguas y discursos
‘propios’), y la capacidad de éstos para transformar las cosas y los cuerpos de
los que ya se han separado” (12), el subrayado es mío.
Me propongo
reflexionar acerca de cómo operan algunos textos de Pedro Lemebel en el espacio
abierto por esta separación.
La reflexión se
produce (comienza a producirse) cuando los análisis epistemológicos acerca del
discurso de la historia –en la estela del pensamiento posestructuralista, como
lo señala Hayden White- advierten que lo real y el discurso son términos
antinómicos e irreductubles. El trabajo de la historiografía ha sido durante
siglos no unirlos (tal cosa es imposible) sino “hacer como si los uniera” (de Certeau: 13).
Por ello creo
que uno de los desafíos de nuestra época (y está claro que Pedro Lemebel ha
recogido el guante) es, en principio, cartografiar las múltiples alianzas
posibles entre la escritura y aquello difícil de nombrar, cuyo cuerpo opaco se
resiste a la captura por el orden simbólico, digamos “lo real”, digamos “los
acontecimienos históricos”, tomadas las necesarias precauciones que expresan
las comillas.
Dije
“cartografiar las múltiples alianzas posibles” entre estos dos términos
antinómicos porque es, concretamente, la condición necesaria para poder iniciar
esta reflexión. Comprender que la escritura y los hechos no tienen una única
manera de articularse, y que no son ni han sido nunca un “compuesto natural”.
Roland Barthes,
Michel Foucault, Jacques Le Goff, Michel de Certeau, Hayden White, entre otros,
han analizado lúcidamente un tipo particular de alianza entre ambos términos,
la cual ha ejercido clara hegemonía en la historia cultural de Occidente: el
discurso histórico “que pretende hacer creer que está ‘adecuado’ a lo real” (de
Certeau: 13) y, además, que esta adecuación es “natural”; así los hechos
parecerían “narrarse solos” (cfr. Barthes: 42).
Remito (porque
los considero ineludibles para la cuestión aquí abordada) a esos análisis, y
desde luego no es el propósito de esta breve comunicación dar cuenta exhaustivamente
de ellos, sino presentar, como queda dicho, una lectura de las Crónicas de
Pedro Lemebel como producto literario y al mismo tiempo como intervención en el
universo de los discursos históricos, intervención que ha tenido, a mi juicio,
el propósito de “hacer hablar al cuerpo que calla” (de Certeau: 16) o que ha
sido acallado por los discursos históricos hegemónicos.
El cuerpo, los
cuerpos, llegan a la página escrita de la Historia pagando el precio de su
silenciamiento, porque el mismo discurso, por su naturaleza, genera (y protege)
la distancia que lo separa de su objeto. Allí Pedro Lemebel hace jugar sus
textos, jaqueando la separación en virtud de una multiplicidad de
prodecimientos. Me voy a detener en algunos de ellos.
El primero que
voy a considerar es lo que denomino compuesto discursivo abierto a múltiples
afecciones (pidiéndole prestados los términos a Spinoza).
La
heterogeneidad de los textos de Pedro Lemebel es difícil de cartografiar, entre
otras cosas, por la abigarrada complejidad de su universo intertextual
(Perlongher, Puig, Lezama Lima, todo el cancionero popular, desde el
“terciopelo ajado del bolero” hasta la balada pop española, aun aquella
complaciente con el régimen franquista en la “afectada vocalización” de
Raphael, pasando por un idealizado Serrat, los chilenos Violeta Parra y Víctor
Jara, etc.). Más allá de esta composición de líneas intertextuales divergentes,
creo que vale la pena detenerse en una operación de cruce de registros, a mi
juicio, muy evidente y muy significativo.
La crónica de
Pedro Lemebel se desliza hacia la ficción y hacia la crónica periodística; y,
desde luego, todo en estos textos deviene procedimiento poético. Veamos algunos
ejemplos.
Primer caso.
Compuesto crónica histórica – ficción.
El texto abre un
campo de heterogeneidad en la modulación de la voz que narra, operándose un
devenir entre la ficción y el registro de los sucesos reales; la crónica se
juega en el cruce de dos sistemas de heterogeneidad: objetivo / subjetivo;
historia / ficción.
En algunos textos
del volumen Loco afán. Crónicas de
Sidario (1996) el procedimiento podría describirse así: un hecho de
ficción, por ejemplo, la cena de fin de año de 1972, se convierte en el núcleo
de una crónica, por cuanto nos ofrece un cuidadoso relevamiento de datos
históricos, sociales, políticos y aun geográficos del contexto de esa noche. Un
episodio ficcional se convierte, de este modo, en generador de un discurso que
entronca claramente en la tradición de la crónica histórica, sin dejar de ser
ficción. De este modo instaura en el texto una travesía: crónica en el corazón
de la ficción, ficción como principio activo de la crónica.
En “La noche de
los visones” (Lemebel 1996: 11-23), subtitulada: “la última fiesta de la Unidad
Popular”, el episodio, de naturaleza ficcional, es el encuentro de la “pandilla
travesti” en ese lejano diciembre de 1972. En la cena festiva se confundían
matices sociales y la historia mínima y privada puede ser leída como una alegoría
de la fiesta nacional que el relato evoca, por cierto idealizada, con la figura
de los obreros sonrientes “a toda hilera de dientes frescos, a todo viento
libre que respiraban felices cuando hacían cola frente a la UNCTAD para almorzar.”
(11). A esa fiesta nacional que iguala y celebra, todos están invitados, igual
que a la cena de fin de año en casa de la Palma. El relato se construye sobre
la base de esta analogía: fiesta de fin de año en casa de la loca pobre, y
fiesta nacional igualitaria y obrera, evocada nostálgicamente en el recuerdo
de “ese primer amanecer del año 73” (13). En la trama de la historia ficcional,
se filtra, vigoroso y casi solemne, el discurso histórico que ciñe y perfila
el carácter fuertemente ideológico de la enunciación:
“...la foto de la fiesta donde la Palma, es quizás el único vestigio
de aquella época de utopías sociales, donde las locas entrevieron aleteos de su
futura emancipación. Entretejidas en las muchedumbres, participaron de aquella
euforia. Tanto a la derecha como a la izquierda de Allende, tocaron cacerolas y
protagonizaron desde su anonimato público, tímidos destellos, balbuceantes
discursos que irían conformando su historia minoritaria en pos de la
legalización.” (21).
Otras veces el
procedimiento apunta a explicar o a dar precisión a algún elemento importante
de la historia ficcional. En el segundo episodio del libro, se narra una
conmovedora historia de amor platónico entre la Regine y Sergio, un conscripto
torturador-torturado por la culpa. La historia transcurre durante una noche de
protesta popular en plena dictadura, vista desde la ventana del cuarto piso
donde “el palacio de la Regine” se ilumina con el neón de “Aluminios El Mono”,
en los arrabales de Santiago. El relato filtra, otra vez, el discurso de la
historia pero atravesado por la conciencia desgarrada de Sergio en “la noche
protesta”, oyendo en el silencio “los gritos de mujeres agarradas a los hombres
que él arrastraba a culatazos hasta
los camiones”, o “el gemido del nylon al rasgarse las camisas de dormir de esas
mujeres, que él separaba de sus
familiares.” (29). (Las negritas son mías).
Segundo caso.
Compuesto crónica histórica-crónica periodística.
Uno de los núcleos
de sentido que hilvana el libro es la crítica -aguda y cuidadosamente documentada-
de la hipocresía del mercado que fagocita el drama del SIDA y lo gana para
su beneficio. En el texto “Y ahora las luces” (Lemebel 1996: 67-68) el discurso
de la crónica brilla con luz propia, desalojando la ficción, y sostiene con
dureza la acusación contra “la garra comercial del mercado AIDS”:
“La propaganda de prevención dirigida a los homosexuales, pareciera
estar resuelta en el abanico publicitario que multiplica la enfermedad a través
de sus diferentes versiones. Así el SIDA se espejea entre los productos del
mercado, travestido como un fetiche más en el tráfico gitano de la plaga.” (67)
El SIDA vende, y
la crónica denuncia y analiza, entre otros casos, “el negocio SIDARTE de
Benetton”, y “la superproducción hollywoodense que multicopia la postal gay de Filadelfia, enmarcada de amapolas
venenosas” (68).
La cercanía con
la crónica periodística también se evidencia cuando expone, con notable rigor
crítico, el intento de configurar un espacio gay en el mundo rockero inaugurado
en América Latina por Ney Matogrosso; intento asfixiado por las estrategias del
mercado que lo convirtieron en máscara y en receta de éxito: la escenificación
de un imaginario y “una erótica bisexual para todo consumidor” (99).
En segundo
lugar, señalo el procedimiento “de base” que configura estos textos, y es la
elección de la crónica como soporte de la enunciación, orientada hacia el
acontecimiento histórico singular y minoritario, a contrapelo de la “posición
global”, eludiendo las dicotomías del tipo: izquierda/derecha;
femenino/masculino; centro/periferia, entre otras, así como el procedimiento
anterior evitaba la oposición historia/ficción, integrándolas en un compuesto
discursivo móvil, heterogéneo.
La elección de dicho
registro se vincula, en mi opinión, con la reticencia de las crónicas a dejarse
capturar por el orden imaginario del discurso histórico oficial que postula una
estructura inmanente a los hechos, la cual los dotaría de un “significado” o
“sentido histórico”.
En otros términos, el
discurso histórico propiamente dicho, según lo que H. White llama “la doxa del establishment de la historiografía moderna” (1987: 20), también
denominada “la concepción convencional” o “el saber oficial”, ha sostenido el
siguiente imperativo epistemológico: para que la historia sea “verdadera
historia” el relato de los hechos del pasado debe estar dotado de una
estructura que organice la secuencia otorgándole significación, representando
así un mundo acabado, concluso, no disuelto, no desintegrado. Según H. White,
en esa representación la realidad lleva la máscara de un significado cuya integridad
y plenitud sólo podemos imaginar, no experimentar.
En este mismo sentido
Michel Foucault había afirmado:
...“la
historia será efectiva en la medida en que introduzca lo discontinuo en nuestro
ser [...] Hay toda una tradición de la historia (teológica o racionalista) que
tiende a disolver el suceso singular en una continuidad ideal al movimiento
teleológico o encadenamiento natural. La historia ‘efectiva’ hace resurgir el
suceso en lo que puede tener de único, de cortante” (1971: 20).
El sentido histórico,
en la elaboración foucaultiana, es “una miríada de sucesos entrecruzados” (21).
Siguiendo estas líneas
de reflexión sobre la naturaleza de la narración histórica, postulo que Lemebel
rechaza en su discurso la continuidad ideal de una historia teleológica y
providencial, para producir textos capaces de vehiculizar y provocar una experiencia de la historia, y en
esa búsqueda, logra escribir crónicas en las que el cuerpo (todo género de
corporalidad) es la superficie de registro; su tratamiento del género lo
introduce en la economía de los cuerpos, proponiéndolos como superficie de
inscripción de los sucesos.
Las crónicas de Lemebel
promueven lo fragmentario, lo discontinuo, lo inconcluso, lo minoritario,
apostando a la posibilidad de la experiencia, optando por el caso singular
y que -en los términos ya citados de Foucault- hace resurgir el suceso en
lo que puede tener de único, de cortante. Por ejemplo, la presencia inquietante,
doliente, pero también asumida con humor, del cuerpo “sarcomido” por la sombra, la plaga, la peste, el misterio, múltiples nombres para el Sida
que intentan travestir la falta con la repetición; o bien el lugar ambivalente
del personaje de Sergio, ya nombrado, que es torturador y torturado; la voz
de Lemebel lo hace escapar del posicionamiento polarizado y homogéneo: no
está en el “lugar” que la historia de los significados completos le otorgaría
a un militar al servicio de la dictadura de Pinochet. Lo mismo sucede en el
texto que relata la muerte de Willy, el integrante de Quilapayun, (calificada
como “muerte de tango, de página amarilla, de riña callejera”), en el que
se diluye el mito del artista-héroe popular, “recién retornado al Chile democrático”
(105):
“Porque
la verdad, éste era un Chile desconocido para el Willy tantos años lejos,
cantando las mismas canciones, la misma “Plegaria del labrador” para gringos
solidarios. La misma cantata del “Pueblo unido jamás será vencido”, que tanto
emocionaba a los italianos chupando pastas con tuco. El mismo “Potito
embarrado” del niño Luchín para la elegancia francesa. Las mismas huijas
dolorosas de la Violeta Parra, reestrenadas mil veces para la piedad europea.
El mismo avión, los mismos estadios y peñas de exiliados entonando la cueca del
regreso, comiendo la empanada sintética y la humita de choclo congelado”. (106)
Como decíamos,
hay una evidente operación de desmitificación del héroe, presentado aquí como
un exiliado de regreso que desconoce los lugares y los códigos del pueblo que
dejó al partir como refugiado político, y vuelve para morir de un modo absurdo,
“a manos de la noche cafiola y travesti” (105).
Rechazando,
entonces, todo género de “continuidad ideal”, “encadenamiento natural” o
“intención primordial” (Foucault 1971: 20) como razón de ser y sentido último
de la historia, Lemebel presenta un conjunto aleatorio y siempre singular de
sucesos, valorando su calidad fragmentaria y su carácter de acontecimiento.
Vemos cómo la
multiplicidad de los discursos que entran y salen, forman parte de la máquina
textual que ha sabido construir Lemebel, mostrando que las fuerzas de la
historia no obedecen a un destino ni a una finalidad primordial, sino que se
juegan, como quería Nietzsche, en el azar de la lucha. Su escritura nómade, que
croniza lo marginal, que no se deja capturar por la pulsión clasificatoria de
la razón moderna, su punto de vista móvil, la discontinuidad de los sucesos
narrados desde una experiencia del cuerpo enfermo, parecen acoplarse a la
formulación de Foucault: “El saber no ha sido hecho para comprender, ha sido hecho
para hacer tajos” (1971: 20).
Bibliografía:
Lemebel, Pedro
(1995): La esquina es mi corazón,
Santiago de Chile, Editorial Cuarto Propio.
Lemebel, Pedro
(1996): Loco afán. Crónicas de Sidario,
Santiago de Chile, LOM Ediciones.
Lemebel, Pedro
(1998): De perlas y cicatrices,
Santiago de Chile, LOM Ediciones.
Barthes, Roland
(1970): “El discurso de la historia”, en: Estructuralismo
y literatura. Bs. As., Nueva Visión, pp. 35-50.
De Certeau,
Michel (1978): La escritura de la
historia, México, Universidad Iberoamericana, 1993.
Foucault, Michel
(1963): El nacimiento de la clínica,
Bs.As., Siglo XXI, 2004.
Foucault, Michel
(1971): Microfísica del poder,
Madrid, La piqueta, 1979.
Le Goff, Jacques
(1980): Hacer la historia, Barcelona,
Laia.
Nietzsche,
Friedrich (1887): La genealogía de la
moral, ed. crítica Andrés Sánchez Pascual, Madrid, Alianza Editorial, 2000.
Ramos, Julio
(1989): Desencuentros de la modernidad en
América Latina, México, F.C.E.
White, Hayden
(1987): El contenido de la forma.
Narrativa, discurso y representación histórica, Barcelona, Paidós, 1992.