Ensayar la verdad:
Notas sobre la crítica literaria de José Enrique Rodó Mogillansky,
Gabriela |
“En el ensayo, la
persona del autor, bajo la dirección del nombre propio, arma un espectáculo
en que la posibilidad de persuadir depende del rol
que él o ella haya adoptado y del espacio ficcional en el que la representación
tenga lugar”
Roberto González Echevarría1
José Enrique Rodó es, emblemáticamente, la
figura del dómine y del Maestro. El Ariel, leído y estudiado desde múltiples
perspectivas, une –ya desde su aparición – al ensayista uruguayo a la figura
y la “voz” de Próspero. Pero Rodó
también es el autor de los Proteos. La
machacona insistencia en el uso del mito para titular sus obras – Motivos de Proteo, Algunos motivos de Proteo, Otros motivos de Proteo, Proteo – tiene
su razón de ser: Rodó es Próspero, el maestro, pero también es Proteo, “el
hombre de las múltiples metamorfosis”, el crítico literario.
En el despliegue y en los cruces entre
ambas figuras, dos ensayos publicados en La
Nación de Buenos Aires en 1907 – “La crítica grande”2
y “De lo que se entiende por sinceridad literaria”3
permiten leer las configuraciones que Rodó construye en torno a la “verdad”, y
a la “sinceridad” artísticas y críticas, la problematización de la lectura y
“una lógica de la escena” (del espacio ficcional, en términos de González
Echevarría) que creemos fundamental para trabajar sus textos.
1.
“Rubén Darío. Su personalidad literaria. Su última obra (1899)4
Si bien me interesa analizar con detenimiento los
dos textos ya mencionados de 1907, me detendré en algunos aspectos singulares
del célebre ensayo. El estudio de Rodó sobre Prosas Profanas nos permite visualizar modos de colocación del
crítico Rodó frente a sus lectores, sus pares, su objeto de estudio.
Me
centraré en tres aspectos puntuales:
*La
deixis exasperada” (en mi criterio)6, una
forma de plantear él “yo, aquí, ahora” del ensayo5,
fuertemente teatral.
*Las
escenas o “espacios ficcionales” en los que la “verdad” del ensayo se
representa.
*Las
tensiones y deslizamientos entre las definiciones de verdad” y “sinceridad”,
básicos para el análisis de los ensayos publicados entre junio y julio de 1907
en La Nación.
El texto en sí comienza con una escena muy cara a
Rodó: la “conversación literaria”. Nos referimos a esa “amena conversación” en
la que se pronuncia la frase lapidaria: “Rubén Darío no es el poeta de
América”. A partir del juicio, aparentemente contundente, el crítico se ve
obligado a matizar, aclarar, “necesitar decir”, poner en escena (como todo buen
ensayista desde Montaigne), su intención de buena fe. Pero esa declaración
(intelectual, literaria, crítica, personal) tiene, en este caso, múltiples
destinatarios: los modernistas como grupo intelectual y como pare, el propio
Darío, sus lectores “aquellos que se atrevan a seguirme” como los llama. Esta
multiplicación de receptores, modeliza la posición del ensayista, quien debe
redoblar el esfuerzo, y siguiendo la línea de nuestras observaciones “exasperar
la deixis” Una cita ubicada en el tramo final del texto de Rodó, permite ver
claramente estos movimientos:
“No creo
ser un adversario de Rubén Darío.- De mis
conversaciones con el poeta he obtenido
la confirmación de que su pensamiento está mucho más fielmente en mi que en casi todos los que le
invocan por credo a cada paso. Yo
tengo la seguridad de que ahondando un poco más bajo nuestros pensares, nos
reconoceríamos buenos camaradas de ideas. Yo
soy modernista también; Yo pertenezco,
con toda el alma a la gran reacción que da carácter y sentido a la evolución
del pensamiento en las postrimerías de este siglo […] y no hay duda de que la
obra de Rubén Darío responde, como una de tantas manifestaciones, a ese sentido
superior; es en el arte, una de las formas personales de nuestro anárquico idealismo contemporáneo”7[1]
Es desde esta movilidad en el plano de la
enunciación que leemos “este estudio ambiguo y lleno de meandros” como lo llama
Sylvia Molloy.8
Resulta
evidente, entonces, la “actuación” de Rodó para sostener su discurso
Pienso
esta cuestión en Rodó, a partir de los valores que Roland Barthes atribuye al
“tenir le discours” francés: una intención de fuerza, de sujeción, de coerción
(una duración, una tensión); un efecto de teatralización.9
Pero
lo teatral también permea el concepto mismo de verdad en función de la
construcción de escenarios. En el
“Rubén Darío”, Rodó señala:
“Yo no le creo incapaz [a Darío] de predicar la
buena nueva pero afirmo que para hacerle maestro de la verdad sería necesario
prepararle una decoración renovada de los más bellos paisajes del Genezareth de
idilio de Renán: vestir al apóstol con túnica de oro y de seda; ungir de nardo
su cabeza y sus hombros... y todavía conseguir del Enemigo Malo que las
prostitutas y los publicanos fuesen gentes delicadamente perversas, sin ninguna
emanación de vulgaridad”10
La
verdad, entonces, para hacerse presente necesita de un escenario y una
decoración adecuados, de un vestuario para el actor y de un elenco conveniente.
Si sólo desde este punto de vista nos detenemos en el Ariel es evidente que sí:
el escenario en el cual Próspero ejercita su magisterio es básico para la
constitución del texto mismo y de sus implicancias tanto estéticas como
ideológicas. Como señala Roberto González Echevarría, los escenarios propuestos
en el Ariel (tanto el espacio donde
se encuentran Próspero, sus discípulos y la estatuilla de Ariel como el
castillo de la parábola del rey hospitalario) descubren “la verdad” y “encubren
una voz –la de Próspero- que busca inscribirse, sellarse, esculpirse, troquelarse
sobre sus oyentes”11
En esta misma línea –la de los
escenarios-, Sylvia Molloy se pregunta si es con reproche que Rodó, a partir
del escenario que construye para un Darío “maestro de la verdad” “se empeña en
señalar el carácter artificial, teatral de la poesía de Darío, lo que se podría
llamar su impostura”12. La
posible ambigüedad de rodó frente a la “impostura” dariana, debe leerse, en mi
criterio en los deslizamientos semánticos y simbólicos que van de “la verdad” a
la “sinceridad”
Me interesa trabajar ambos conceptos a
partir de las definiciones que brinda el Diccionario de la Real Academia
Española de 1884.La definición de “verdad” es “Total conformidad de lo que se
dice o lo que se expresa con lo que interiormente se juzga o con lo que son en
sí las cosas”. Ya desde su definición la verdad
involucra el decir, la enunciación y el discurso. La sinceridad en cambio, se define como pureza, sencillez y al sujeto sincero como puro, falto de doblez.
En
el plano de una hipótesis posible, elaborada a partir de estas definiciones
decimonónicas, se podría pensar que mientras la “verdad” encarna en las relaciones de correspondencia o de
coherencia –ya sea que se privilegie la primacía del “referente”(el juicio, la
cosa) o la construcción discursiva – entre la palabra y la cosa13, la sinceridad
se constituye en un acto voluntario del sujeto.
Si nos detenemos una vez más en el
excelente estudio de Mohillo y fundamentalmente, en el deslinde entre ser /
decir en el poema liminar de Cantos...
podemos concluir que Darío “dice” la verdad: la de su escritura, en dos tiempos
(ayer/hoy) y “es” sincero en dos figuras (yo/aquel). En esta dialéctica (decir
la verdad/ser sincero) que Darío
potencia al límite en su poema respuesta, Rodó trama los ensayos de 1907.
Representaciones de la verdad, ensayos de la verdad. Rodó construye estas
instancias y, a partir de ellas, su teoría de la crítica y la literatura.
2.
Los ensayos de 1907
Estos ensayos (desde el primero de ellos, la
conocida polémica con Manuel Ugarte en relación con la Antología Americana) preservan la figura del ensayista ya conocido
como Maestro, Juez estético, Sabio... la firma de Rodó contienen en sí los
elementos insinuados en el “Rubén Darío” y coagulados por el Ariel y sus múltiples lecturas
co-temporáneas.
El primero de los ensayos que analizaré (si bien no
es el primero en orden cronológico) es “De lo que se entiende por sinceridad
literaria”, publicado el 18 de junio de 1907. En él, las tensiones entre verdad y sinceridad cobran una
significación fuerte, tanto en relación con las “figuraciones del yo” con las
concepciones de la literatura y la crítica.
“Ser sincero
–comienza el ensayo- decir la verdad de lo que se siente, buscar la
“originalidad” por el camino seguro de la “personalidad”, es el precepto que
primero solemos inculcar al principiante que nos consulta”
Nuevamente,
la “conversación literaria” y la “escena magisterial”. Rodó retoma la división
entre ser / decir (ser sincero / decir la verdad) para luego ajustar sus
definiciones en función de lo que considera “un punto de vista superficial”. La
sinceridad y la verdad literarias, no deben buscarse en la correspondencia entre vida y literatura.
Lo que debe buscarse es [sic] “la sinceridad en el momento de la producción”
que se lograría por vía de la inspiración poética. Se trata, continúa Rodó de
“la vinculación forzosa entre el estado del alma del artista inspirado y la
obra que nace de ese estado del alma como expresión directa de él sin violencia
ni afección ni frío cálculo, sin esfuerzo artificioso”. Esta alma suele ser,
dice Rodó, antitética y diferente a la vida habitual del artista.
La noción de la sinceridad como “efecto de lectura” nos
parece fundamental para focalizar sus ideas en torno a la literatura y a la
lectura:
“Es, pues, literariamente sincero el
escritor o el poeta que hablando de la fe, del amor, del heroísmo, de la
esperanza, nos trasmite la vibración interna de estos sentimientos. […]
La persistente eficacia del efecto artístico, garantiza entonces, por
sí sola, que mientras el artista producía era íntimamente lo contrario de lo
que es en el tenor de su existencia común. No hay inspiración posible sin la
sinceridad actual y poderosa pero no valen contra la sinceridad los argumentos
tomados del tono de su vida vulgar, ajena a la transfiguración psicológica que
la inspiración frecuentemente suscita.”
En
la línea de nuestra lectura, resulta fundamental tener en cuenta que Rodó
trabaja la idea de transfiguración del sujeto inspirado y del “efecto” a partir
del teatro, (para crear la personalidad de Otelo, dice Rodó, Shakespeare
“presta” su alma a Otelo, es Otelo, del mismo modo que un actor. Lo mismo
sucede con los sentimientos poéticos o novelescos.
“Fácil sería demostrar como otra
concepción de la sinceridad literaria, conduciría con rigor
lógico al absurdo de negar la posibilidad del arte
de la invención dramática, del grande arte de la creación de caracteres. Sólo
sería apto para interpretar quien además de ser poeta, fuera Otelo por la
realidad de su carácter. Cierto es que Shakespeare necesito para concebirlo,
identificarse con él, transformarse en Otelo por abnegación de simpatía, pero
únicamente durante la actividad de la inspiración y no hay porqué considerar
fuera del alcance de este razonamiento, el caso del poeta lírico”
“Transfiguración”,
“abnegación”,”simpatía” son los conceptos que nos interesan básicamente, porque
también son “dones” del crítico. Son fuertes en el “Rubén Darío” y se redoblan en las ideas explícitas acerca
de las facultades del crítico en “La crítica grande”. Por otra parte, los
dramas shakesperianos forman una parte muy importante en las especulaciones de
Rodó (obvia es la presencia en el Ariel)
y el uruguayo (como nosotros) no ignoraba que la concepción del “efecto” en
Shakespeare proviene, en buena medida, de su condición de actor.
Es a partir de una idea teatral, entonces que Rodó
concibe el “efecto de sinceridad” y de “verdad” literaria y crítica. Por otra
parte, lo que en el “Rubén Darío” era una “dualidad” opositiva entre Verlaine y Darío (favorable al
primero): “talento plenamente civilizado” del hispanoamericano frente a “la
tosca reliquia de espontaneidad” del francés, en el ensayo de 1907 revierte su
significación:
“Esto que
Verlaine llamaría displicente “la literatura” tuvo también su parte en la
adoración de aquella celeste Beatriz que sublimó las miradas del divino poeta”
Lo que
permite la “verdad” poética del Dante es “la literatura”, el artificio
(convencional o no). Sigue Rodó:
“La sinceridad artística que
resplandece y se demuestra con avasalladora eficacia en ambos amores [los de
Dante y Petrarca] es prenda de que ellos tuvieron una realidad más alta que
aquella que toma forma en la exterioridad del mundo”
La verdad poética, de innegable eficacia
existe en la correspondencia con “esa realidad otra” y en la coherencia con el
discurso literario. Efecto y eficacia literaria son principios sobre los que
Rodó vuelve en muchos de sus escritos críticos y los liga, frecuentemente, a la
noción de lectura. El planteo de un texto
que sólo se completa a partir de su “efecto” en otro (el lector) está
muy presente en sus textos (sobre todo, a partir de 1907) pero la lectura
conlleva siempre dos lugares bien diferenciados: la pasión egoísta del lector
vulgar, inclinado a no ver “amplia y amorosamente” el objeto de su lectura y el
amor abierto, abnegado y generoso del crítico, guía y maestro de una lectura
provechosa.
3.
“La irradiación que circunda la letra”
“La crítica grande” publicado el 27 de
julio de 1907 es, sin duda, un texto singular. Contiene todos los elementos,
figuras y escenas que hemos venido rastreando, pero también otros, no
visualizados en el Rodó generalmente conocido y sumamente ricos: imágenes
ligadas a las capacidades específicas (y especiales) del crítico y, por qué no,
una lectura de las posibles “pasiones críticas”.
Comienza con la consabida “conversación
literaria”:
“Conversabase no
ha muchos días sobre literatura. En el curso de la conversación, alguien
propuso el siguiente tema: ¿cuál es la facultad más esencial y preciosa en la
naturaleza del crítico?¿cómo se definiría la aptitud psicológica que determina
la superioridad de la crítica honda, certera, penetrante? Y cuando me llegó mi
vez de opinar lo hice en forma que trataré de reconstruir por escrito.”
El ensayo será, entonces, “la reconstrucción
escrita” de esa voz que opina en el marco de la conversación (Lamentablemente
–lo cual acentúa el monologismo magisterial de Rodó- nunca conoceremos las
otras opiniones)
Para Rodó, el crítico debe leer “la parte no escrita”,
“la irradiación que circunda la letra, para juzgar en ella”. En palabras de
Sylvia Molloy, lo que va de la significación a la sugerencia. Para ello deberá
poseer “un sentido adivinatorio de la simpatía” similar –dice el ensayista- al
que la madre utiliza para comprender al niño, quien aún no habla. Llama
poderosamente la atención esta posición “maternal” del crítico frente al texto
literario, así como la condición balbuceante (previa al lenguaje) a la que
condena a la obra de arte. Por un lado, tiene una visión moderna como ya he
señalado, en relación con el “inacabamiento” del texto en tanto no sea leído
pero en los ejemplos que utiliza (la relación de la madre con su hijo, que no
se comunica verbalmente; el sonámbulo – más precisamente es la figura del
hipnotizado- fascinado por su dominador; el salvaje sin religión frente al
misionero que le acerca los secretos de la bondad divina) es notable el grado
de sometimiento del texto al crítico. Madre para entenderlo, padre para ser
juez, el crítico ve a la obra de arte en sí como a un infante. Y quien reúne
los componentes necesarios es, por supuesto, el maestro:
“De esa aptitud nace el modo peculiar del maestro
que encuentra la manera de adoptar a la íntima naturaleza del niño el espíritu
y las formas de la enseñanza”
La forma artística –inacabada, disforme y
balbuceante- carece de adultez. Su belleza y atracción, similar quizás, a la de
Eros, “ese niño que se tensa” como señala Roland Barthes15- goza de la impunidad de la niñez y es
el crítico el que debe interpretar, legislar, operar sobre su forma.
Para lograr esta “simpatía” con la
obra, el crítico debe tener “verdadera amplitud, enamorada y activa”. Con una
modernidad innegable (que como él mismo reconoce, ha aprendido en Sainte-Beuve)
Rodó sostiene como aptitud fundamental para el crítico “grande”, “el
sentimiento de complejidad y diversidad”. Como he señalado al comienzo de este
trabajo, el crítico es Proteo, el hombre de las perpetuas transformaciones.
Curiosamente –y reponiendo las figuras trabajadas en los tres ensayos, una
excelente definición para un actor.
Rodó
establece la necesidad de “empatía” y “afecto por lo diferente” como necesarias
para la labor crítica. La unívoca y ciega labor por lo uno, sólo es admisible
para el lector “vulgar”.
El crítico literario debe tener “un
amor abnegado y caritativo” como el de la madre, “un juicio claro” como el del
padre y una voluntad de formación y rectificación que una ambos polos como el
maestro.
La
“verdad” de la crítica (y su “efecto”) sigue residiendo en una escena: ahora
íntima, familiar, docente. Descarta, para la crítica “grande” las pasiones
“fuertes”, sólo admisibles para el lector vulgar. El crítico sigue los
“sagrados” amores de la madre, el maestro, el misionero que expulsan (por
definición y horror al incesto) los avatares de la pasión amorosa. Los expulsa
en la letra escrita. Pero tal vez haya un retorno: en esa “voz”, en ese actor
tan presente en la escena, las pasiones “fuertes” podrían dejar su huella. Es
una hipótesis a futuro, sobre la que me encuentro trabajando y que comienza
aquí, donde finaliza este trabajo.
2 La Nación, Buenos Aires, 18 de junio de 1907
3 La Nación, Buenos Aires, 27 de julio de 1907
4 José Enrique Rodó, “La vida nueva (II)” en Obras Completas, Edición, Introducción, Prólogos y Notas de Emir Rodríguez Monegal, Madrid, Aguilar, 1967.
5 [i]
Véase Liliana Weimberg, El ensayo, entre el paraíso y el infierno,
México, FCE, 2000.
6.. Podemos notar en la insistencia en las conversaciones, la impronta de las Causeries de Sainte-Beuve.
7 José Enrique Rodó, “La vida nueva (II)”, ed.cit. , Pág.191.(el subrayado es nuestro)
8 Sylvia Molloy, “Ser/decir: tácticas de un autorretrato.” Essays on Hispanic Literature in Honor of Edmund L. King. Edición de S. Molloy y Luis Fernández Cifuentes. London, Tamesis, 1983. 187-99.
9 Véase Roland Barthes, “Sostener un discurso” en Como vivir juntos. Simulaciones novelescas de algunos espacios cotidianos. Notas de cursos y seminarios en el Collège de France 1976-1977, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003.
10 José Enrique Rodó “La vida nueva” en ed.cit., pág 191
11 Roberto Gonzalez Echevarría, op.cit.pág.52
12 Sylvia Molloy, op.cit.
13 Véase Herman Parret, “Decir la verdad” en De la semiótica a la estética, Buenos Aires, Edicial, 1999.
14.Sykvia Molloy, op.cit.