Re-visión de
la modernidad en el cine argentino y chileno reciente Lillo,
Gastón |
Esta ponencia
se propone explorar la manera en que algunas películas producidas en los
últimos años en Argentina y Chile, intervienen en las tensiones discursivas y
políticas ocasionadas por la incorporación violenta y acelerada de estos países
a los recientes procesos de modernización que empezaron con las dictaduras
militares y continuaron con las llamadas “transiciones democráticas”. Se trata
de ver, en otras palabras, cómo estas películas tematizan, cuestionan, se
adhieren u oponen abierta resistencia a las estrategias implementadas por el
neoliberalismo y la globalización que, como sabemos, dominan todos los ámbitos de la vida social en estos países. En
un contexto más amplio, lo que me interesa es
interrogar las condiciones de posibilidad en el campo artístico y cultural de
nuevas articulaciones de discurso crítico, en un momento en el que se han
disuelto los referentes políticos tradicionales y se ha transformado
profundamente el campo conceptual desde donde se abordaban los hechos
culturales. Pasados los efectos que dejó la disolución del proyecto socialista
y sus formas discursivas totalizadoras que cayeron junto con otros mitos de
emancipación (el Progreso el Desarrollo, etc.) una buena parte de los productos
culturales latinoamericanos parecen intentar recomponer perspectivas críticas
para no ceder ni al desencanto ni a la melancolía. Esta posición fue bien sintetizada a mediados de los 80s por Martín Hopenhayn (1985, 9) de
la siguiente manera: “Frente a la pérdida de los sueños colectivos que
sucumbieron ante el rigor de la historia, habrá que constatar lo irrecuperable
y en una misma operación, tantear lo reciclable. Si algunos mitos de
emancipación o desarrollo parecen haber estallado en mil pedazos, tanto en
América Latina como en otras regiones, de esos mitos siempre habrá retazos,
esquirlas y jirones que proveen parte de la materia prima para elaborar nuevos
proyectos colectivos”. Las películas
que comento dan cuenta de estos propósitos manifestados por Hopenhayn. Sin embargo
presentan una serie de contradicciones y paradojas que esta ponencia quiere
subrayar.
Un
elemento común que comparten La deuda interna (Pereira 1987), Un
lugar en el mundo (Aristarain 1992) e Historias mínimas (Sorin 2001)
es la focalización sobre los efectos de los mencionados procesos modernizadores
en la periferia interna, esos lugares alejados de los grandes centros urbanos
en donde aún la modernidad clásica no ha acabado de llegar y ya los elementos
de modernidad tardía (o postmodernidad) empiezan a instalarse. Situando sus
ficciones ya sea en el noroeste seco y pobre de Chorcán, provincia de Jujuy
como en La deuda interna, o en el ficticio Valle Bermejo a centenares de
kilómetros de Buenos Aires de Un lugar en el mundo, o en el pueblo de
Fitzroy en medio de la Patagonia de Historias mínimas, estos filmes
activan una reflexión sobre las tácticas de supervivencia que desarrollan los
sectores populares locales en el nuevo
contexto del neoliberalismo transnacional[1]
Estas tácticas se manifiestan diversamente por repliegues nostálgicos, acomodamientos
identitarios, transformación de subjetividades, y nuevas formas de
hibridaciones culturales.
El
distanciamiento espacial en que se instalan permite a estas películas
enfatizar, por una parte, el desfase
entre la realidad nacional de los centros urbanos modernos y la de las
localidades alejadas. Por otra parte, los espacios abiertos y poco poblados que
se eligen como locus de sus
tramas, son lugares apropiados para la imaginación utópica o nostálgica de un
tiempo anterior que la distancia pareciera haber protegido de las
contaminaciones del desarrollismo industrial y de las manipulaciones de las
ideologías políticas. Se trata de una especie de repliegue en unos espacios en
donde la modernización no ha desarrollado aún sus aspectos más agresivos e
insolentes. Es como si en estas películas, ante la imposibilidad de echar el
tiempo atrás, la distancia espacial sirviera para imaginar una versión
corregida del proyecto de modernidad liberal subrayando los valores
humanitarios y solidarios.
Es
el caso por ejemplo de Un lugar en el mundo que ofrece una mirada
crítica sobre ciertos efectos que la expansión neoliberal produce sobre una
periferia anclada entre la pre-modernidad y la modernidad. El contexto
referencial de Un lugar en el mundo (1992), es el período de
redemocratización a finales de los años 80 en el que una serie de exiliados
deciden regresar a la Argentina. En el filme se trata de un profesor
universitario expulsado por los militares que junto a su esposa, víctima de la
tortura, e hijo regresan al país luego de un exilio de cinco años en España.
En
un gesto de rechazo al modelo de sociedad que domina en el país, los
“retornados” del filme abandonan Buenos Aires, la gran capital neo-liberal
globalizada y se repliegan en la
periferia rural. En ese espacio que aún no ha sido completamente integrado al
sistema mundial, hacen resurgir un proyecto comunitario con visos utópicos.
Pero las estrategias de resistencia que elaboran, reproducen curiosamente los
mismos impasses del proyecto izquierdista argentino anterior al
neo-liberalismo. El proyecto comunitario fracasa , el héroe muere, el mundo en
el que vive ya no le corresponde. Su utopía se hace imposible. Al final no
logra encontrar su lugar en el mundo porque las transnacionales llegan hasta donde
el se había replegado y lo arranca del lugar. Su único lugar al final es la
muerte. Sin embargo a través de la voz del hijo toda una generación de jóvenes
parece rendir un homenaje a estos soñadores utópicos.
En
el caso de la película chilena, Sub terra, (Ferrari 2004) también
estamos en un espacio periférico pero acá el referente temporal no es contemporáneo al contexto de producción
de la película. La historia ocurre a fines del siglo XIX es decir en la época
de los inicios del capitalismo chileno en la localidad sureña de Lota donde se
encuentra lo que en ese entonces era la mina de carbón más grande del mundo. A
pesar de su marcada intención de adherir al tono de denuncia de las condiciones
precarias de trabajo en la mina, (aspecto central de los cuentos de Baldomero
Lillo que le sirven de punto de partida), la película, a nuestro juicio, revisa
y de alguna manera corrige la visión izquierdista sobre los orígenes de la
modernidad capitalista en Chile, ofreciendo una visión conciliadora muy acorde con
el discurso del Estado chileno posdictatorial.
Si la versión dominante del discurso liberal progresista del que forma parte el realismo social de
los cuentos de Lillo, tanto como su
manifestación más radicalizada de la izquierda en los años 60, subrayan el
carácter despiadado de la explotación minera por la emergente burguesía
chilena, la película suaviza la imagen de esta clase social y construye con
ella la figura de la gran familia nacional
en la cual tanto los trabajadores organizados en sus sindicatos, como
los empresarios inspirados por los ideales de la educación y el progreso
contribuyen a la construcción colectiva de la patria.
La
película incluye a dos personajes históricos, ausentes en el libro de Lillo,
que serán centrales en la construcción de esta figura reconciliatoria: se trata
de don Luis Cousiño y su esposa Isidora Goyenechea, herederos de familias de
industriales millonarios, propietarios de la mina de Lota. La película nos ofrece la imagen de un Luis
Cousiño simpático, algo distraído y más preocupado por el adelanto científico
que de sus negocios. En una secuencia
le pide prudencia al brutal capataz inglés Mr. Davis, cuando éste le anuncia
que va a reprimir a los anarquistas que andan organizando sindicatos. Don Luis
es el signo de la modernización por excelencia: conocedor de los últimos
adelantos de la tecnología en Europa, opone al daguerrotipo que trae de España
su ahijada, el cinematógrafo, invento de su amigo Edison. Además quiere
instalar la electricidad en Lota y se muestra orgulloso de la calidad del vino
que producen sus viñas de Santiago. Por su parte, su esposa Doña Isidora,
identificada en la película como la madrina de la heroína, es propuesta
indirectamente como figura de madre sustituta de los mineros. Si recordamos bien,
en la película los mineros pierden hacia la mitad de la película a la que
aparece nombrada por ellos como “la
madre de todos nosotros”. Se trata de María de los Ángeles, la madre pobre y humillada del joven minero
“Cabeza de cobre”, quien tras la muerte de su hijo en El Chiflón del diablo, se
suicida lanzándose al vacío. El suicidio de esta madre sufrida y explotada queda hacia el final de la película como
signo de un tiempo anterior de oscuridad, crueldades y miserias, que contrastan
con los nuevos tiempos que anuncia esta especie de nueva madre, la madrina Doña
Isidora cuando al quedar viuda decide
hacerse cargo personalmente de la mina: detiene la represión militar, despide
al malvado capataz Davis (un auténtico villano de melodrama),. acepta el petitorio
de los mineros, protege a los niños del trabajo infantil, reduce las horas de
trabajo, promueve la educación e inaugura la primera central hidroeléctrica del
país, dándole a la modernidad una cara más humana. Curiosamente el progreso
técnico implementado en la región no
aparece motivado por los deseos de aumentar utilidades[2]
En
suma, en la persona de Cousiño y su esposa la película rinde homenaje a esta
clase emprendedora y pareciera querer subrayar la importancia que ha tenido
para el actual éxito económico de Chile. Trata de esta manera de alejar el
fantasma de la polarización de clases con el fin de no obstaculizar el triunfal
avance de la modernización económica del Chile Actual.
Pero
la matriz discursiva de la reconciliación viene acompañada desde los 80’s en la
cultura de masas en Chile por la matriz discursiva del mercado[3].
Aparte de las alusiones a la pujanza empresarial de la burguesía chilena y la
promoción de la sociedad capitalista, es la propia película en su opción formal
que se deja aprehender como producto de consumo de cine comercial, vendible y
exportable. Sub Terra se legitima desde el punto de vista estético usando un
registro comercial del melodrama (en su versión más decadente de la
telenovela) por lo cual su pretendido
realismo resulta imitativo, falso.
Parece más preocupada en corresponder al buen uso de los códigos de las
súper-producciones de los países desarrollados que por la búsqueda de una forma
estética que surja de la misma historia que cuenta.
Es sintomático que mientras en el campo intelectual y
crítico se privilegia la fragmentación, el registro testimonial, y se considere con su debida carga de
sospecha todo relato histórico lineal monológico o épico, Sub terra opte en su
registro estético por la grandilocuencia y la truculencia del melodrama. Apunto
otras interrogantes que con más tiempo podríamos abordar. Desde el contexto de
recepción chileno en donde domina la apatía o la indiferencia hacia toda forma
de militancia o de activismo social, ¿Qué efectos puede tener la representación
que hace la película de las primeras luchas obreras y el anarquismo? ¿promueve
maneras de actualizar de conectar el pasado la memoria con el presente? ¿O se
trata más bien de un retrato reluciente
y glamoroso del pasado como los “nostalgia films” que describe Jameson al referirse al historicismo
, una especie de moda retro en donde se alude a la historia evacuando
justamente la historicidad? como signo de la “pérdida de nuestra posibilidad
vital de experimentar la historia de un modo activo” En este sentido la opción por el melodrama quedaría justificada.
En la película, los personajes son movidos por pulsiones sociales. Pero también
por los deseos individuales básicos como la venganza y el castigo de los
malvados. Como en los melodramas, se produce aquí un desplazamiento de la
motivación social a la motivación individual. Llevado el conflicto a este plano
ya no se argumenta en términos de lucha ideológica, de poder o de posiciones de
clase sino que se dejan aflorar los sentimientos en su forma más elemental y
primaria como fuerzas abstractas más allá del anclaje socio político o
ideológico. Lo que mueve a los personajes a fin de cuentas es la maldad, la
bondad o la virtud en su estado más primario y elemental. (Véase por ejemplo la
lucha entre el capataz y el héroe al final de la película).
Historias
mínimas (Sorín 2002) se sitúa en una
perspectiva estética completamente distinta alejándose de la grandilocuencia,
optando por la fragmentación y el
registro testimonial y trabajando con actores no profesionales cuyas propias
historias personales sirvieron a la
elaboración del guión.
A
diferencia de las películas anteriores que ofrecen anclajes históricos o
políticos precisos[4], Historias mínimas (2003), no refiere
explícitamente a ningún hecho político o histórico particular y opta por
explorar lo político en “tono menor” (Becaccece) focalizando los avatares de la
cultura de lo cotidiano en el universo popular periférico y los efectos que
produce en ese contexto la tendencia
mundializadora de la economía neo-liberal y las nuevas formas de la sociedad de
consumo. A través de las pequeñas historias de tres personajes de distintas
generaciones, la película deja ver la manera en que los sujetos de la cultura popular
local incorporan, adaptan, transforman y-o desechan las formas que reciben de
la cultura global mediatizada.
Nuevamente
nos encontramos aquí en un espacio distante de los centros urbanos modernos,
pero a diferencia de la visión más bien desoladora, disfórica o conflictiva de
la periferia, que ofrecen las otras películas ya comentadas, en ésta, a pesar
de la pobreza y el sub-desarrollo las
relaciones interpersonales están cargadas de humanismo y generosidad y la
cámara capta cariñosamente las vidas de los personajes. No hay referencias a la
vieja cultura política revolucionaria de los 60 o 70 o aún a los movimientos de
alter globalización actuales que por ejemplo pudiera haber servido de muro de
contención a la tele basura que aparece citada en el filme. No es en términos
de polarizaciones binarias que se plantean las cosas. Tampoco tenemos un sujeto
colectivo histórico—en sentido marxista—en situación de resistencia o de
organización política. La gente que nos muestra la película es gente pasiva que
vive casi en estado de inocencia y sin mayor contacto con la cultura letrada
(no hay ninguna referencia a la cultura del periódico o a una biblioteca o a la
instrucción pública). El espacio representado y la gente que lo habita no
parecen oponerse a la penetración de la
televisión y la cultura de masas.
Escapando
al modelo dominante del cine comercial el filme no estructura su historia en
torno a la oposición entre grupos de intereses y la consecuente confrontación
maniquea entre buenos y malos; no hay aparentemente ningún conflicto. Ni
suspenso ni efectismos dramáticos y se evita toda explicitación demasiado
estridente de una perspectiva moral o ideológica sobre el mundo representado.
Pero no por
eso se eliminan los efectos críticos. Sutilmente a medida que la película
avanza, muestra o sugiere los aspectos sórdidos que rodean la vida de los
personajes. Gracias al recurso a lo
grotesco y al registro kistch por ejemplo, se pone al desnudo la construcción
de la ilusión en los concursos de televisión donde risas y bondades con los
concursantes en escena contrastan con la indiferencia y menosprecio una vez que
termina el programa. La película va construyendo ya sea de manera sutil o de
manera más evidente, una mirada distanciada
e irónica sobre ciertas formas de hibridaciones aberrantes que puede producir
el encuentro entre la cultura global y la cultura local. Sin embargo, al mismo tiempo abre la posibilidad de una sabiduría popular, una inteligencia local-popular que
inscribe en los usos particulares de los objetos de la cultura masiva una
manera de apropiación no traumática. En este sentido el filme escapa a las
teorías románticas sobre la cultura popular apoyadas en una supuesta pureza de
lo tradicional local que lo extranjero masivo vendría a contaminar. Varias
figuras y personajes del filme ofrecen
lecturas ambivalentes. Muchas de las imágenes de la televisión por ejemplo que
se integran al mundo de lo cotidiano o al
de lo público (la televisión en los restaurantes o en la recepción de
los hoteles) pueden ser leídas como un deseo de subrayar su desajuste con el
mundo circundante de los personajes, serían en este sentido imágenes “fuera de
lugar” (Schwartz) y por lo tanto aberraciones risibles. (Por ejemplo: las
emisiones de operaciones quirúrgicas, la publicidad televisiva de métodos de
adelgazar, los primeros planos de nalgas y senos del carnaval brasileño…
alimentando el placer escópico)
Sin
embargo, ante la desaparición (inexistencia) del horizonte social de sindicatos, comunidades barriales, biblioteca
pública, escuela o partido político, los medios de comunicación masiva
representados en el filme, pueden ser considerados también como únicos espacios
de vínculo comunitario que los consumidores pueden usar con fines propios. Su
consumo no siempre aparece acompañado de un efecto alienante como en el ejemplo
de una escena de telenovela que aparece como punto de arranque de una
conversación a propósito de las experiencias amorosas personales de los
espectadores. Es difícil determinar si con este filme estamos frente a una constatación crítica de la alienación
popular por la televisión y la sociedad de consumo, si su posición es de
denuncia ante la “docilización cultural de las masas cada vez menos pensadas
como efervescentes, movilizadas, desafiantes” (Hopenhayn) o si estamos frente a
la construcción de una mirada optimista sobre un pueblo que a pesar de las
adversidades de la vida se adapta sin amarguras ni violencias a las nuevas
formas culturales que el capitalismo les ofrece. El filme parece dejar al espectador
que saque sus conclusiones.
Pero ¿cómo
un espectador saca sus conclusiones? ¿cuáles son las condiciones necesarias
para articular un sentido crítico de un texto? Al respecto me parecen
saludables las reflexiones de Robert Stam para el cual “las comunidades más
desfavorecidas pueden descodificar la programación dominante mediante una
óptica resistente sólo (…) en la medida en que su vida colectiva y su memoria
histórica les proporcionen un esquema alternativo de comprensión” (Stam
271-272). En este caso, ese esquema alternativo de comprensión surgirá del
conjunto de discursos contra-hegemónicos que existen en la Argentina de
principios del siglo XXI y que
constituyen el “fuera de cuadro” de Historias Minimas y de los filmes
comentados aquí.
[1] (el n.l. aparece evocado en grados distintos principalmente a través de la presencia de los medios de comunicación de masas y los bienes de consumo emblemáticos como En la deuda interna los gettoblasters compitiendo con la vieja radio, las banderitas argentinas made in Hong Kong. El un lugar en el mundo, la transnacional hidroeléctrica que llega a Valle Bermejo e impulsa a los campesinos a vender sus tierras y transforma la economía del lugar, en Historias mínimas las antenas parabólicas y los mass media…)
[2] Gracias a la central hidroeléctrica inaugurada en Lota por Isidoro Goyenechea, los carretones tirados por caballos fueron remplazados por un tren eléctrico que transportaba personal y carbón . La central alimentaba también las bombas eléctricas que extraían el agua del fondo de la mina. Poco después apareció el ascensor y un tranvía que circulaba por las calles de Lota.
[3] Ver al respecto mi artículo sobre cine chileno en Revista Canadiense de Estudios Hispánicos
[4] Estos anclajes se producen ya sea a través de los diálogos (Un lugar en el mundo), o a través de citas de textos documentales radiofónicos y televisivos (La deuda interna) (bando militar anunciando la destitución del gobierno o discurso del general Galttieri anunciando la invasión de las islas Malvinas).