Raer (con) la lengua Kanzepolsky,
Adriana |
“Sin cocina no hay
pueblo. Sin pan nuestro de cada día tampoco.”
“Cada
lengua es como la casa del recuerdo y del secreto, habitada por un grupo humano
determinado”
George Steiner
En
su ensayo sobre Álvar Núñez Cabeza de Vaca (“El cuerpo inscrito y el texto
escrito o la desnudez como naufragio: Álvar Núñez Cabeza de Vaca”), Margo
Glantz cita un fragmento de los Naufragios, en el que al enumerar sus
actividades entre los indios que habitaban la península de la Florida, el
náufrago cuenta: “Otras veces me mandaban roer cueros y ablandarlos. Y
la mayor prosperidad en que yo me vi allí era el día en que me daban a raer
alguno, porque yo lo raía muy mucho y comía aquellas raeduras y aquello
me bastaba para dos o tres días” (1992: 84). Con agudeza, Glantz lee en esta
cita, en la que vincula raer, roer y rumiar -actividades imprescindibles para
la alimentación y el sustento de ese sujeto en aquel momento-, una metáfora del
modo como la memoria trabaja, y también lee en el recuento de esos quehaceres
una metáfora de la preparación del soporte para la escritura -el pergamino- que
servirá de base para que Álvar Nuñez elabore más tarde su “rescate” [1]
y se reintegre así a la civilización española.
Aunque
en apariencia distantes de Las genealogías, libro que Margo Glantz
escribe a lo largo de muchos años para indagar la inestabilidad que reconoce
como condición propia -“Y todo es mío y no lo es y parezco judía y no lo
parezco y por eso escribo -éstas- mis genealogías”, dice en el Prólogo- y que
alcanza una edición definitiva en 1997, tras la muerte de su madre, pienso que
tanto la cita como las reflexiones de la autora al respecto son, de algún modo,
si no una clave de lectura para el mismo, al menos, un buen punto de partida. Y
señalo esto en varios sentidos: en principio, porque al igual que en los Naufragios
en Las genealogías la memoria también trabaja con restos de recuerdos
propios y fundamentalmente de la madre y del padre de la narradora sobre los
que el texto vuelve una y otra vez; recuerdos que rumia podríamos decir
apropiándonos del verbo que ella utiliza al hablar de Álvar Núñez, y rumia para
devolverlos convertidos en escritura, es decir, en otra cosa y lo mismo.
Los
recuerdos son masticados otra vez y devueltos a la boca y de la boca de los
padres a la mano de Glantz que los torna escritura y así construye su
“rescate”, cuya función ahora no es la de obtener un reconocimiento por los
servicios prestados como en el caso del cronista, sino que aquí la escritura es
“rescate” en tanto intento de reterritorializar a los padres exiliados en ese
texto que escribe “con ellos” grabador en mano. Pero creo que hay más, no se
trata únicamente de rumiar sino también de roer, de “raspar una cosa con los
dientes, arrancando algo de ella, como hacen los perros con los huesos” (María
Moliner). No sólo los recuerdos masticados y, quizás olvidados, se vuelven a
masticar y a roer, a veces con chirridos, sino que los dientes roen la lengua,
las lenguas, mejor dicho, de los recuerdos, transformándolas en una lengua
diferente, la del texto en la que los tres idiomas matriciales (ruso, idisch y
español) se intersectan de modos diversos, en este relato donde comida, lengua
y escritura son elementos inescindibles. Y, si como dije, el libro
reterritorializa a los padres exiliados es porque también como Álvar Núñez
ellos son o fueron una suerte de náufragos, faltos de territorio -aunque,
anteriormente, la pertenencia al mismo haya sido ilusoria-, de lengua, porque
al llegar desconocen el castellano y tienen un vínculo precario con el idisch
y, hasta cierto punto desnudos, porque como inmigrantes en México sus ropas y/o
su aspecto es inadecuado, lo que los expone en demasía, ya sea a la risa o a la
agresión.
“El
inmigrante y el hijo del inmigrante se piensan en términos de lengua, son
su lengua”, escribe Sylvia Molloy en uno de los capítulos de Varia
imaginación. La afirmación de Molloy parece ser una verdad para todo y
cualquier inmigrante; si ya no el físico o la ropa, la lengua es lo que
inmediatamente delata al inmigrante como un extranjero, lo vuelve blanco de
preguntas, lo señala como diferente; determina también la relación con la
generación nacida en otra lengua y otra tierra,[2]
con la que a veces no existe un idioma común, o porque los padres no son
diestros en la lengua de la tierra de exilio, o porque los hijos apenas conocen
el idioma parental, o lo conocen mal o sólo en lo referente a asuntos
domésticos, los retos y los nombres de las comidas, como relata Glantz en el
capítulo LV.[3]
A
partir de ambas citas, me interesa leer la vinculación que Las genealogías
postula entre comida, lengua y escritura.
Ya
en el Prólogo, Glantz se sitúa en un espacio intersticial entre el judaísmo y
el no judaísmo, espacio construido mediante un relato que, abigarrado, cuenta
la posesión de algunos objetos judíos heredados -un shofar, un
candelabro de Jerusalén- para inmediatamente minar esa pertenencia o esa señal
de identificación, al aclarar que el candelabro “aparece al lado de algunos
santos populares, unas réplicas de ídolos prehispánicos [...], unos retablos,
unos ex votos” (1997: 20), etc. Pero esta continuidad explícita entre los
símbolos del judaísmo, del catolicismo y de la cultura prehispánica no parece
ser prueba suficiente del entrelugar en que se sitúa o se reconoce, por lo que
el texto avanza y, valiéndose del mismo procedimiento enumerativo y abigarrado,
Glantz delinea su vinculación con el judaísmo a partir de una serie de predicados
negativos, que si no la dejan completamente afuera de éste, ya que hay “una
parte aletargada de [sí] misma, la que [le] toca de cercanía con [su] padre”
que la atrae, la sitúan en un zona de ajenidad. Es así que antes del primer
capítulo, la narradora cuenta que no sólo no estudió hebreo, como su padre, ni
estudió la Biblia, ni el Talmud, no sólo no nació en Rusia, no
sólo no es varón sino que tampoco fue al jeder, ni le pertenecen las
ordenanzas de las fiestas religiosas, ni recuerda a su madre llevar el tcholent
a la panadería el viernes por la tarde para que se mantuviera tibio. Es decir,
no es rusa, ni varón, ni religiosa, ni erudita, ni sigue los preceptos
dietéticos pero cuenta que conoció “los bellos jales que se ofrecían en
una panadería con letras hebreas orgullosas de una mercancía trenzada que se ha
agregado a nuestros panes [...]” (1997: 18) (la últimas cursivas son
mías), y también recuerda con deleite las galletitas con alma de membrillo o
las rosquillas trenzadas de chocolate que salían del horno tibio de esa misma
panadería familiar.
Desde
el comienzo, entonces, o desde antes del comienzo, en el Prólogo, la memoria
del judaísmo y sobre todo la de aquél fragmento con el que puede identificarse
está asociada a la comida y a las letras hebreas que la nombran. Memoria gozosa
que, sin embargo, no cede y preserva su entrelugar cuando afirma que los panes
trenzados se han agregado a “nuestros panes”, y por nuestros se entienden,
claro, los panes mexicanos.
Si bien es cierto que el Prólogo sienta las
bases de ese lugar de enunciación intersticial, que se confirma en el
transcurso del texto en una serie de episodios o de comentarios, que la dejan
siempre un poco al margen o mal parada ante su padre,[4]
no es menos cierto que la comida judía y los hábitos gastronómicos son en buena
medida el núcleo en torno al cual construye el relato de infancia y las
memorias familiares, un movimiento que la escritura despliega mientras registra
la ingesta de comida ruso judía en los encuentros que mantiene con Jacobo y
Luci Glantz durante meses y que serán la base de Las genealogías.
Pero
si como creo, una de las identificaciones de Glantz con el judaísmo se da a
través de los hábitos alimentarios, me interesa leer ahora cómo en la
reconstrucción de las memorias parentales la escritura, la comida y las
actividades en torno a la misma, son prácticas entre las que puede
postularse una relación metonímica y a veces sustitutiva, lo que de algún modo
vuelve a tramar relaciones entre este texto y aquel fragmento de los Naufragios
que mencionábamos más arriba.
Valiéndose
de una estrategia que se repite en Las genealogías, el capítulo LI
no establece jerarquías temáticas y se desliza de una reflexión acerca del
funcionamiento de la memoria a una afrimación que se interna contundente en
la domesticidad de esa familia de inmigrantes. Escribe Glantz:
Dicen que la memoria ‘se porta a sí misma’ y quizás esto
se aplique también a los olvidos. Quizás haya memorias repetidas, contadas en
la mente de cinco o seis maneras, apenas con variantes, como los múltiples
relatos donde muere Miguel Páramo. La canasta de pan es infalible y también los
dientes que han de masticarlo, panes y dientes cabalgan al unísono y acompañan
siempre a los demás oficios (1997: 162).
Si hay alguna certeza en estas memorias, si hay
algún núcleo duro en estos recuerdos, por lo demás repetidos y contados con
variantes, ese núcleo se aloja alrededor de la boca. En la venta de pan -en
tanto sinécdoque de cualquier comida- y en los dientes que no sólo han de masticarlo,
como dice ahora, sino que también en algún momento fueron un modo de ganarse la
vida, de “ganarse el pan”, ya que el de dentista fue uno de “los demás
oficicos”.
Las
genealogías se abre del siguiente modo: “Prendo la grabadora
(con todos los agravantes, asegura mi padre) e inicio una grabación histórica,
o al menos me lo parece y a algunos de mis amigos. Quizá fije el recuerdo”
(1997: 22) (Las cursivas son mías). Entre la confianza y la duda Glantz declara
su propósito: la posibilidad incierta de fijar el recuerdo, de delimitar lo que
alguna vez han sido esas vidas presididas por la errancia; una errancia que si
se inicia con el gran viaje que lleva de Europa a América, prosigue en la
ciudad de México por la continua mudanza entre distintos barrios y profesiones.
La
presencia del grabador y la acotación inmediata del padre, que la escritura
registra en un movimento que el texto repite innúmeras veces y que le confieren
la gracia ligera que lo caracteriza, expone las condiciones de esa memoria.
Estamos ante una memoria oral que se graba y que después, por intermedio de la
narradora, se transforma en ese género escurridizo que son las memorias
escritas. Se trata, por lo tanto, de una memoria compartida que se hace en el
habla, en la boca de esos otros que son sus padres. O, para ser más precisos,
es una memoria a tres, que se abre y despliega en una extensa conversación
puntuada por los recuerdos de la propia narradora y por una serie de
reflexiones que intercala a propósito del judaísmo, y escandida también por
comentarios que se repliegan sobre el funcionamiento específico de la memoria
en este texto; es decir, comentarios que no tienden al ensayo o que no lo
tienen como objetivo primero sino que sólo constatan, en el acto de volver
sobre el propio texto, el hacerse de las memorias y la escritura o de las
memorias en la escritura.
Volvamos
a “escuchar” el comienzo de Las genealogías. “Pongo la grabadora” -dice
Glantz- “con todos los agravantes” -dice Glantz que dice su padre-. En la frase
de apertura no encontramos únicamente
las voz del padre que instaura el juego sobre la lengua, al volverla sobre sí
misma para minar el sentido primero y apuntar otro a partir de la homofonía[5],
un juego que -como señalamos- se reitera en el texto sino que esta sentencia
pauta las condiciones de la memoria en
el libro. La palabra agravantes, proferida por uno de los interlocutores y que
la narradora se apresura a reproducir, permite suponer, desde la falta de
gravedad del chiste, que ella preanuncia y sintetiza los deslices entre la
oralidad y la escritura, la selección que la narradora lleva a cabo sobre ese
material “en bruto”, el montaje de los fragmentos, las variantes que recoge en
un relato que, como dije, pasa de la boca a la mano y que se define por la
imprecisión, el abigarramiento, la superposición de capas de pasado, la
intromisión del presente, la repetición y la aparente aleatoriedad para nombrar
sólo algunos de sus rasgos constitutivos.
Es, entonces, en el marco de esa
cuidadosa y calculada aleatoriedad, en la que el origen de los recuerdos es
incierto como es incierta la desprestigiada cronología histórica, el lugar
donde emergen las relaciones que el texto traza entre comida y lengua.
Cuenta
Glantz, todavía en el párrafo inicial, que la madre le ofrece blintzes
con crema, e inmediatamente después de
traducir blintzes por crepas, escribe entre paréntesis “(el queso lo
hace sobre todo ahora que ya no tiene un restaurant que atender y mi padre hace
poesía ‘muy interesante’)” (1997: 22). En apariencia intrascendente, la frase
nos informa que en la vejez la madre cocina y el padre escribe, actividad que
la narradora no se toma muy en serio, ya que se distancia del habla paterna
entrecomillándola. Nos informa también que la cocina fue un modo de ganarse la
vida. Hasta aquí las dos actividades se presentan disociadas y ofrecen un
retrato bastante previsible y tradicional, diría: la mujer dedicada a las
tareas domésticas y el hombre con alguna veleidad intelectual. La imagen, sin
embargo, no es ni justa, ni precisa.
El
capítulo XXV se cierra con la contundencia de una información triste e
irrefutable: “Mi padre murió una madrugada del 2 de enero de 1982” (1997: 92),
cuenta severa Margo Glantz. Antes de eso, las cuatro páginas y media que
preceden la noticia reproducen una conversación entre la narradora y su madre.
Entre almuerzo y sobremesa, el capítulo gira en torno a la comida y la lengua.
Primero la comida del barco que, a pesar de estar hambreada, la madre no
soporta, un inconveniente que sortea por la solidaridad de otra pasajera por
cuyo intermedio consigue “arenque con
vinagre y cebolla”; de la comida en el barco, la conversación se desplaza al
arrivo a México y al relato de la extrañeza y la posterior adaptación a los
utensilios de barro, y de pronto, como de la nada, o del fondo de la memoria,
la madre suelta: “-Y así aprendí a hacer el strudl”.
¿Así,
cómo? se preguntan el lector y la narradora. Reunidos los fragmentos de la
conversación, la causa se atisba. Porque no sabe idisch o no sabe lo suficiente
como para poder dar clases a los niños judíos en esa supuesta lengua franca en
el exilio, Luci Glantz comienza a vender strudl. Es decir, que la venta
de comida judía se presenta como un oficio sustitutivo al de la enseñanza, la
venta de comida se ejerce porque se carece de lengua para ejercer el
magisterio, aunque han llegado a México provistos no de ropa sino de una canasta
de libros -según dice-. Pero, mientras vende el strudl, que prepara en
un horno precario, aprende el idisch culto, un aprendizaje que se realiza por
la intermediación del ruso, idioma al que Jacobo Glantz traduce los autores de
esta lengua poco conocida y que serán el puente para la escritura y la
integración comunitaria.
Si la
madre carece del idisch que le hubiese posibilitado un trabajo acorde a sus
conocimientos, es también la indigencia de lengua, el completo desconocimiento
del español y la inutilidad del hebreo o el ruso que eran sus lenguas de poeta,
el motivo por el que Jacobo Glantz comienza a vender pan en el baúl que había llegado
de Rusia con sesenta kilos de libros, al que con el tiempo trueca por una
canasta que se adapta a los usos locales. Paradójicamente, y desde la
perspectiva del recuerdo materno, es la falta de español y la compasión que esa
indigencia provoca en los mexicanos lo que le permite formar una clientela y
ganarse la vida.
La
narradora remata el relato de esos tránsitos con el siguiente comentario: “Así
cumplió mi padre con los preceptos bíblicos y ganó el pan con el sudor de su
frente”. Frase que al extremar la literalidad de la sentencia bíblica la
disloca de su gravedad y la pone en entredicho, volviéndola una afirmación que
va de la comicidad a la ironía, entre otras cosas porque sabemos que quien
cargaba las canastas con pan solía ser un indio, mientras, muchas veces, Jacobo
Glantz se quedaba en un banco leyendo poesía en español, masticando lentamente
la nueva lengua.
La
continuidad que el texto traza entre comida y lengua se extrema unos capítulos
más adelante cuando, a través de una suerte de canon entre la narradora y su
padre, nos enteramos que al llegar Jacobo Glantz a México no le servían ni el
ruso, ni el hebreo, por lo que tuvo que aprender a escribir en idisch. Escribe
la narradora: “El ruso era su lengua de poeta, pero siguiendo un precepto judío
que decide que cuando no hay que comer la bendición es de balde, decidió orar
en el idioma que tenía más a la mano, o a la lengua.” (1997: 124).
Inmediatamente, el padre repite la información: “-Empecé a escribir en yidish,
porque beleiz breira, es decir, no tenía otra alternativa. Si no tenía
nada que bendecir, porque no había ni pan para comer, comencé a comer en ydish”
(1997:124). No se trata aquí de vender comida porque se carece de lengua sino
ya de comer en la propia lengua o, mejor dicho, de comer la propia lengua.
Lo
que vuelve particularmente sugestivo a este fragmento es la literalidad de la
imagen, que liga indisociablemente desde el propio cuerpo cultural del judaísmo
-la máxima en idisch que el padre recuerdaa- la escritura con el cuerpo. Por más
asociaciones metafóricas que las afirmaciones de padre e hija evoquen, aquí se
enuncia que se come en una lengua, lo que en el caso de un un escritor
significa que se come una escritura.[6]
Quiero decir que, tal como en la lectura que ella hace de los Naufragios
de Alvar Núñez, en la biografía del padre, la escritura pasa por el cuerpo,
inscribiéndose alrededor de la boca y de los dientes que mastican el pan y la
lengua.
Es verdad que la venta de comida se presenta
como una sustitución de una actividad ligada a la lengua como la enseñanza,
y que forma parte de una serie de sustituciones que la vida de inmigrante
impone, pero también es cierto que en Las genealogías la persistencia
del tema del alimento ligado al habla y a la escritura no es ni casual ni
inocente. Pienso que, en buena medida, la insistencia en esta relación excede
la singularidad de las biografías narradas y se debe al lugar que el cuerpo
ocupa en la poética de Glantz, a su obsesión declarada por fragmentos del
cuerpo que estaría en el origen de su escritura. Me refiero a los cabellos,
los pies, pero también a los dientes que comen el pan, que mastican las lenguas
y que son juguetonamente arrancados por el padre cuando oficia de dentista.
[7]
Sin embargo, a diferencia de otros textos en los que el
vínculo entre cuerpo y escritura está marcado por el sufrimiento -y pienso,
sobre todo, en los ensayos sobre la escritura religiosa y la corporeidad de
las monjas- al detenerse en el vínculo entre comida y escritura, Las genealogías
postula una relación primaria y gozosa. Para cerrar el comentario, podría
afirmarse que en este texto Glantz no ha escamoteado el cuerpo, ni el suyo,
ni el de sus padres, porque al reconstruir sus memorias escribe también el
libro de las memorias de esos cuerpos anclados en sí mismos, ya que como dice
en el párrafo final, al interrogarse acerca del territorio hallado por la
madre tras la muerte del padre:
Es [...] probable que su verdadero territorio, el de ella
y el de mi padre, fuese su propio cuerpo, ese cuerpo finito, reducido, llagado
con el que murió, ese cuerpo que alguna vez fuera armónico y hermoso, ese
cuerpo en el que me alojé alguna vez, ese cuerpo que me permitió ser lo que
soy”(1997:240).
Bibliografía
Glantz, Margo. “El cuerpo inscrito y el texto escrito
o la desnudez como naufragio: Álvar Núñez Cabeza de Vaca”, en Borrones y
borradores. Reflexiones sobre el ejercicio de la escritura (Ensayos de
literatura colonia, de Bernal Díaz del Castillo a Sor Juana). México,
Ediciones del Equilibrista, 1992.
Haddad, Gerard. Comer o
Livro. Ritos Alimentares e Função Paterna. Río de Janeiro, Companhia
de Freud, 2004.
Manzoni, Celina (comp.). Margo Glantz
narraciones, ensayos y entrevista. Margo Glantz y la crítica.
Caracas, Excultura, 2003.
Molloy, Sylvia. Varia imaginación. Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2003.
Perec, Georges. Ellis
Island. Buenos Aires, Libros del zorzal, 2004.
Sneh, Perla. “Buenos Aires idish: entre el badjn
y el payador”. S/d.
Yerushalmi, Yosef Hayim. Zakhor.
História judaica e memória judaica. Río de Janeiro, Imago, 1992.
[1] Práctica inaugurada por Colón, el rescate -explica Glantz en este ensayo- consiste en “el intercambio de baratijas por objetos preciosos, [procedimiento] mediante el cual se adquiere oro, las materias primas y la fuerza de trabajo indígena” (1992: 85).
[2] “Los hijos nacen en otra tierra y en otro idioma [...]”, escribe Glantz en la adenda de 1997 (238).
[3] Anota en esa genealogía: “Mi padre asegura que yo debía traducirlo, pero yo no entiendo yidish, apenas el coloquial, el que se refiere a la comida y a los regaños” (1997: 174).
[4] Ese lugar intersticial es narrado de modos diversos en el
transcurso de los capítulos, a veces por medio de la reproducción de episodios
de su infancia o juventud que la ubican fuera del judaísmo y que son contados
en un registro donde el humor mezcla la ironía y una suerte de culpa por haber
abandonado “la religión de sus antepasados” o por haber defraudado al padre.
Entre ellos, puede mencionarse, el haber tomado la primera comunión a
escondidas, el no haber visitado a una tía enferma de cáncer porque prefería
“salir de pinta con un goi”, el
haberse casado con un no judío o incluso llevar en la muñeca una cintita del Bom
Fim, que averg6uenza al padre, al regresar de un viaje a Brasil.
Otras veces, ese lugar es lisa y llanamente enunciado, como en la página 204
cuando afirma: “[...] y yo judía y mexicana y rusa, sobre todo mexicana de la
calle de Jesús María [...]” (1997: 204).
Creo interesante observar, aunque sea rápidamente, que si la narradora traza
para sí un lugar de enunciación intencional y concientemente intersticial, la
dualidad entre el universo judío y no judío como marca constitutiva preside
también el discurso que elabora sobre sus padres. Es así que al glosar el
relato de la madre que en “La (su) nave de los inmigrantes” cuenta: “Todo
fue normal en Rusia [...], una casa, una familia. Una familia completa
con todos los detalles, pues si...”, Glantz aclara: “Entre los detalles se
cuenta la comida kosher, junto con el bortsch, el jolodietz,
los blintzes -por otra parte típicamente rusos- [...]”. Y, más abajo:
“En la normalidad se incluye la dualidad, lo judío y lo cristiano, unidos por
lo ruso y por el mismo espacio geográfico, en este caso Ucrania que también
forma parte de Rusia; todo, entonces, es lógico, habitual, hasta, en cierta
forma, el antisemitismo [...]” (1997: 235).
[5] Cabe señalar que el volver sobre las palabras para rasgar el signifcado canónico, desplegarlo en sus contradicciones, alcances, trampas de sentido, efectos sobre los cuerpos, y a partir de allí edificar su argumentación es un procedimiento constante en los ensayos de Margo Glantz. Es decir, que aquello que en el discurso paterno se cubre con el aura del juego y la irresponsabililidad, en la ensayística de Glantz, caracterizada por una vasta erudición, se ha tornado una práctica poético/argumentativa cardinal.
[6] De alguna manera esta continuidad entre escritura e ingesta de comida vuelve a remitir a las comidas rituales de la tradición judía. Según señala Gerard Haddad, la ingesta de algunos alimentos durante el seder de Pesaj no se limita al valor simbólico de los alimentos sino que se sustenta en la dimensión fónica del significante, es decir, en la homofonía entre el nombre del alimento y el voto que propicia, como de alguna manera señalé páginas atrás.
[7]En una entrevista de 1991 con Noé Jitrik, el argentino le pregunta:
“[...] ¿qué tipo de ideales de escritor son los que vas forjando y cómo piensas
que pudo ser posible para ti ser escritora? ¿Cuándo y en qué circunstancias?”
A lo que Glantz responde: “Yo no los llamaría ideales, los llamaría obsesiones
permanentes, que están siempre en relación con el cuerpo, más bien con
fragmentos del cuerpo, con las manos, con los pies, con el cabello, con los
dientes, que están presentes también en otros autores, por ejemplo en Thomas
Mann, o en Flaubert” (Celina Manzoni, 2003: 144).