Sólo los elefantes encuentran mandrágora de
Armonía Somers: Jara,
Sandra |
Desde sus comienzos, con su primera novela titulada La mujer desnuda, del año 1950, la
producción literaria de Armonía Somers se constituyó en un problema para la
crítica. Primero, como advierte Ana María Rodriguez Villamil, su escritura fue
objeto de polémica y de censuras al ser considerada por cierto sector de la
crítica como subversiva, escandalosa y al margen de cualquier clasificación
genérica [1].
Pero desde hace ya unos veinte años, su obra ha sido reconocida, precisamente,
por los mismos motivos que provocaron su desvalorización y cuestionamiento. Lo
cierto es que los textos de Somers se han constituido siempre en un desafío
interpretativo para la crítica literaria y, una de sus últimas novelas, Sólo los elefantes encuentran mandrágora,
publicada en 1986, no es la excepción.
Inclasificable, subversiva, transgresora, son algunos de los rasgos
que me permitirían esbozar una posible definición de la escritura de Sólo los elefantes..., si tal cosa fuera
posible. Sin embargo, considero que todos estos rasgos podrían concentrase en
una sola palabra: exceso. Porque esta
palabra es la que nos acerca a una experiencia del texto que habla de una
literatura que sale fuera de sus límites tradicionales o, más precisamente, al
decir de Michel Foucault, nos ubica en una experiencia de lectura que juega con
los límites de la literatura para atravesarlos, saltarlos, romperlos y, de este
modo, interpelarlos, interrogarlos, ponerlos en cuestión [2].
Ahora bien, existen muy diversas maneras desde la cuales se puede dar
cuenta del exceso en esta novela. Si
atendemos al aspecto cuantitativo, vemos que el exceso aparece desde la
multiplicidad de materiales que construyen la novela; entre ellos, podemos
mencionar los títulos que encabezan los veintitrés capítulos adoptando el
estilo de la fórmula clásica de los ensayos latinos; varios epígrafes –algunos
anónimos, otros escritos por personajes de la novela o por autores
reconocidos–; también aparece la inclusión de cartas, de poemas, de oraciones
en lengua aborigen, de la apretada síntesis de una novela, además de un
epílogo, de transcripciones de recetas de cocina o de las recomendaciones
escritas en el envoltorio de un jabón destinado a rituales umbanda, así como
también, fragmentos de libros dedicados a las Ciencias Ocultas, y la
transcripción de códigos numéricos para descifrar mensajes secretos. En esta
abundancia de materiales, vemos que Somers utiliza también imágenes tomadas del
lenguaje visual, tales como una fotografía, la reproducción de un grabado, y
los dibujos referidos a la marca de propiedad ganado y a la representación de
fórmulas químicas.
Asimismo, en este contexto, el exceso se revela en la proliferación de
diferentes historias o micro– historias que surgen dispersas, intercaladas,
encadenadas, alternadas, fragmentarias y desplegadas en un lenguaje que, como
intentaré mostrar más adelante, parece insistir en la puesta en escena de lo
imposible y de lo impensable. Con el fin de acercarnos a esta proliferación de
historias, sólo mencionaré de modo sucinto las que creo más relevantes. La de
la protagonista, llamada Sembrando Flores, es la historia central del texto.
Desde el relato de su enfermedad asistimos, simultáneamente, al de su infancia
y juventud; también, la historia de Mariana Cosenza, su madre, quien, en su
niñez había sido la lectora obligada de una señora de familia adinerada,
llamada Abigail de la Torre; paralelamente, surge la historia trágica de la
familia de Abigail y la transcripción sintética de la historia de una novela de
amor, de traición y de incesto escrita por un autor español. Del mismo modo, se
relata la del padre de Sembrando Flores, Pedro Irigoitía, la de sus otras
familias, y su complicación en una historia de conspiraciones anarquistas;
encontramos también una historia de espionaje ubicada en tiempos de la Segunda
Guerra Mundial y una historia de vampiros, que remite a la novela gótica..
Otro aspecto del exceso que merece ser mencionado está referido al discurso.
En Sólo los elefante..., Armonía
Somers despliega una vertiginosa abundancia de referencias artísticas que pasan
desde lo literario, a lo musical y a lo pictórico, así como también,
referencias filosóficas, psicoanalíticas, históricas, bíblicas y mitológicas.
Abre, así, un espacio intertextual casi infinito, desde el que se produce la
puesta en discurso de reflexiones sobre el bien y al mal, sobre el todo y la
nada, la ciencia y los saberes ocultos, la política, la literatura, el lenguaje
y el estilo.
Si bien sería interesante ahondar todos los aspectos textuales
mencionados, por motivos de economía temporal, quisiera apuntar sólo algunas
consideraciones de lo que he llamado el exceso, refiriéndome a la construcción
de la subjetividad en Sólo los elefantes
encuentran mandrágora. La enunciación del texto es uno de los puntos que
nos permiten observar una subjetividad que trasciende los límites de la razón,
y nos ubica en un espacio de incertidumbre y de interrogantes sin respuestas
definitivas.
La primera página del libro nos indica el nombre de la autora, Armonía
Somers, el título de la novela, y un apartado que dice: "Notas y epílogo
de Victoria von Scherrer". Pero
ésta no es sólo la primera página del libro sino que, podría afirmarse, es la
primera página de la novela. En efecto, el texto finaliza con un paratexto, el
epílogo, supuestamente escrito por Victoria von Scherrer, a partir del cual el
lector descubre que ella es, en realidad, es la narradora de la novela. No es
la que escribe las notas y el epílogo de una novela de Armonía Somers, sino la
sistematizadora y organizadora de los Cuadernos de Bitácora escritos por
Sembrando Flores, y de los relatos orales que ésta le dictaba en primera
persona, los que podrían ser considerados como una autobiografía. Además, es la
escritora de las notas que cumplen la función de aclarar sobre la terminología
usada por Sembrando Flores, sobre los escritores y los libros que nombra o
sobre sus asociaciones libres, además de transcribir fragmentos de poemas o de
traducir palabras escritas en otro idioma.
En una de sus notas, Victoria von Scherre escribe: "Como todos
los que transcriben manuscritos ajenos, yo también encontré en esta carta tan
vieja y maltrecha palabras que no pude descifrar. Sólo que por disciplina
acomodé las cosas de modo que no se notaran las carencias esenciales"
(p.265)
Armonía Somers, Sembrando Flores y Victoria von Scherrer parecen ser,
entonces, las escritoras de Solo los
elefantes encuentran mandrágora. Es, precisamente, la fusión de sus voces
entrelazadas en la escritura, la que nos permite marcar un exceso en la
enunciación que, paradójicamente, exhibe su vacío. Para decirlo con pocas
palabras, el exceso surge en la enunciación como una estrategia útil para
transgredir, por un lado, la categoría de un sujeto de la escritura sustentado
en el yo como referente y, por otro,
para jugar con la posibilidad y la imposibilidad de las leyes de la novela y
del género autobiográfico; en definitiva, para jugar con sus límites.
En relación con estas cuestiones, a través de la voz de Victoria Von
Scherrer, nos enfrentamos a otra de las problemáticas que giran en torno de Sólo los elefantes encuentran mandrágora;
es decir, asistimos a la puesta en discurso de uno de los interrogantes que
domina el texto: el de si las historias que aparecen en los Cuadernos de
Sembrando Flores "fueron realidad o fabulación" (p. 341). Llegados a
este punto y, con la intención de esbozar una posible respuesta, es
insoslayable ingresar en la construcción de la subjetividad de la
protagonista.
Para ello, debemos mencionar que los Cuadernos de Sembrando Flores o,
si se quiere, Sólo los elefantes
encuentran mandrágora, narra la historia de una mujer aquejada de una
extraña enfermedad, internada en un hospital, en una habitación individual,
pasando sus día abarrotada de medicamentos para mitigar el dolor, y que
"pedía con furor largas novelas" para leer. En este contexto de
dolor, de soledad, de medicamentos que la llevan hasta la alucinación, y de la
fascinación por la literatura, se va construyendo la subjetividad de Sembrando Flores, atravesada por la experiencia
de la enfermedad y del delirio que va a conducirla a un estado de incertidumbre
respecto de su propia identidad y del mundo que la rodea.
En otras palabras, Armonía Somers construye un personaje instalado en
un espacio de tensión entre lo real y
lo imaginario a partir del cual se pone en cuestión el problema de la
identidad, de la existencia, enmarcado en un juego dialéctico entre el yo y el otro y entre el cuerpo y la mente. Se
desdibujan, así, las fronteras que separarían la razón de la locura y, en
consecuencia, se presenta un mundo desplazado de los límites configuradores de
lo real y de lo irreal, del sueño y de la vigilia. Un mundo en el que, en
definitiva, insisten, se enfrentan, chocan, se articulan y se entrelazan la
ficción y a realidad, la ciencia y la superstición, el arte y la naturaleza, la
religiosidad y el ateísmo, el lenguaje y el silencio.
En el marco de esta ponencia, sería
imposible abordar cada uno de los aspectos mencionados. Por ello, en lo que
sigue, solamente apuntaré algunas líneas que darían cuenta de las problemáticas
planteadas.
Había dicho que la identidad era una de las cuestiones centrales a
partir de la cual se construye la subjetividad de la protagonista. Una
identidad en exceso, una identidad imposible expresada, primero, desde el
problema del nombre propio: Sembrando Flores Irigoitía Cosenza, nombre elegido
por su padre; o Fiorella, nombre preferido por su madre, o Sembrando Flores de
Médicis; este último, nombre acompañado por el aparentemente verdadero apellido
del padre. También, una identidad literaria que le viene de familia:
"Nieta por vía materna del escritor español Enrique Pérez Escrich. Y por
parte paterna del autor de la novela Sembrando Flores, el libre–pensador
también español Federico Urales" (p. 16). Por último, otra identidad
literaria, esta vez, referida a su estado civil: "Viuda de Dante
Aliguieri". El nombre propio, la identidad, en síntesis, parecería
alcanzar aquí el estatuto de una ficción.
La representación del cuerpo es otro de los aspectos desde los
cuales se puede ingresar en el conflicto de la subjetividad. Son muchos los
momentos textuales que nos permitirían abordar esta problemática. No obstante,
lejos de intentar esbozar la construcción del cuerpo enfermo como objeto de estudio de la medicina que, por
cierto, nos llevaría a consideraciones foucaultianas sobre la relación entre el
saber y el poder –sin duda también presente en una posible interpretación de
este texto–, me interesa señalar otra instancia de reflexión. La del cuerpo
enfermo que va más allá de lo físico; es decir, la del cuerpo como un lugar
desde el cual se articula un juego singular de la dialéctica yo/otro y un modo
de percibir la existencia propia y la del mundo.
Durante uno de los momentos del tratamiento, Sembrando Flores dice:
"Porque ellos se fueron dejando en el suelo un gran frasco
conectado a mi cuerpo y tuve que verlo todo de reojo, el cómo iba saliendo yo
de mí en forma de un líquido lactescente, espeso, que por momentos obstruía el
catéter y luego era empujado desde adentro por alguien a su placer y a mi
cargo" (p. 25)
En otro momento textual, expresa:
"Entonces fue cuando me sentí empujada hacia el voluminoso libro
por alguien que no era yo, pero que estaba emboscado en mí al punto de actuar
con mi propia materia gris, mis propios e intransferibles brazos y sus
manos" (p. 120)
Estas citas, cuyo contenido semántico va repitiéndose constantemente a
lo largo de la novela, nos conduce a plantear que, desde el cuerpo, se inscribe
una dialéctica paradójica donde la alteridad puede jugar diferentes papeles; es
decir, puede dejar de ser materia para tener una existencia pronominal y
nombrarse como un yo; pero también, puede surgir como un alguien, un otro indefinido, presencia desconocida, anónima, que no
es ella pero que está dentro de su cuerpo y la domina. Si, por un lado estas
citas nos permiten recordar una de las premisas del pensamiento fenomenológico
que consiste en afirmar que el sujeto no sólo tiene un cuerpo, sino que es
un cuerpo; por otro, también nos podría remitir a un tipo de interpretación
psicoanalítica, donde la alteridad es pensada desde el concepto de
inconsciente. Pero ingresar en estos posibles alcances de la interpretación,
excedería los propósitos de este trabajo.
Lo cierto es que desde el conflicto de la identidad y desde la
deconstrucción del cuerpo, el soliloquio de la protagonista de Sólo los elefante encuentran mandrágora
nos acerca a un mundo diferente. Más precisamente, a un mundo construido en una
espacio de tensión entre la razón y la locura, a partir de la puesta en
discursos atravesados por la ironía, la parodia y a la oralidad, por un lado,
y, por discursos que surgen enmarcados en alucinaciones, sueños o delirios, por
otro. Es desde este tipo de discursos que se produce lo que podemos llamar la
construcción de otra realidad,
alejada de lógica binaria y dicotómica; es decir, racional. Y, en tal sentido,
alejada de la arbitrariedad del signo como posibilidad de designación.
Me interesa referirme, al menos sucintamente, a esa otra realidad que, en rigor, parece
responder a una lógica más profunda: a la de la metaforicidad interna a todo
lenguaje. Dicho en otra palabras, hay momentos en que la voz de Sembrando
Flores traspasa los límites del lenguaje haciendo un abuso de él, atraída, en
sus propias palabras, por "la existencia de lo inexistente".
En efecto, desde la metáfora o, más precisamente, desde la catacresis,
su discurso pierde la pesadez del signo, el hilo de continuidad entre el
referente y la idea. Como dice Julia Kristeva, este tropo o figura que se funda
en el olvido de las significaciones
convencionales de las palabras [3];
y, podríamos decir, que en un gesto nietszcheano, va creando otras
significaciones, nuevos valores y nuevas imágenes de la realidad.
Sería imposible recorrer cada uno de los momentos en que surge este
discurso. A modo de ilustración, sólo mencionaré algunos. Por ejemplo, cuando
Sembrando Flores, a través de imágenes sinestésicas define la locura: "Ya
lo recuerdo –dije de pronto a la nurse–, hay olor a locura. El olor a locura,
¿a que no lo sabe? Es como el sabor de la música mojada" (p. 270). Pero lo
que, a mi entender, domina en este discurso delirante, regido por la metáfora
catacresis que permite construir otra realidad, son las imágenes visuales.
En efecto, Sembrando Flores construye un mundo de colores ya, desde el
momento en que habla de distintos momentos de su vida designándolos como el
"Período naranja", o el "Período gris" o el "Período
azul". También le da color a los
nombres, como cuando dice: "señora Clarisa, y cómo habrá sido usted con
ese nombre color nube (p. 84). Asimismo, el color le sirve para definir a los
hombres, como por ejemplo, al leproso:
Fiorella se levantó a medianoche y lo que vio allí le pareció fuera
del mundo: el ya no es más la cosa blanca de un principio, sino por momentos
verde luminoso, por otros violeta, y luego amarillo. Y enviaba destellos en
cada cambio de color, siempre el violeta en medio, de modo que el verde y el
amarillo quedaran separados por dicha tonalidad" (p. 87)
Quizás, y en relación con este aspecto
del discurso que insiste en construir otra
realidad, cabe una última cita textual que resume lo expuesto. Sembrando
Flores, hablando de los colores de sus Cuadernos dice:
"... yo vi todo el color del mundo, el color Sinfonía me
enloqueció, el color mástil diferenciado del velamen, el de las cubiertas del
pasaporte, el color eternidad, el color del minuto colmado y del minuto vacío
cuando se llevan en angarillas a quien se amó, el único que es ausencia de
color, el de las cavidades negras del espacio de Einstein. Y ninguno tuvo
primacía, porque el color no es elegido, explota sobre nosotros y tantos no lo
ven que los pocos quedamos enamorados o aterrados y a plena boca abierta"
(p. 179 – 180)
Indudablemente, el recorrido de lectura que he
trazado sobre Sólo los elefantes
encuentran mandrágora, los aspectos que he abordado, están lejos de haber
sido agotados. Además, quedarían por tratar muchos otros temas a los que, ni
siquiera, he aludido, como por ejemplo, el conflicto del personaje con su
religiosidad, su temor a la muerte, su vínculo con la literatura y con la
lectura, con la política, por mencionar algunos. Todos ellos, temas que, de un
modo u otro, aparecen en toda la obra de Armonía Somers. Sin embargo, la
singularidad de esta novela parece radicar en el intento de decirlo todo sobre
la realidad, sobre la condición humana, de todas las maneras posibles. Intento
utópico; novela imposible.
[1] Ana María Villamil, "Prólogo" de La mujer desnuda, Montevideo, Arca, 1990,
[2] Michel Foucault, "Prefacio a la transgresión" en De lenguaje y literatura, Barcelona, 1996, p. 126.