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Más allá del “formato memoria”:
la repostulación del imaginario postdictatorial
en Los rubios de Albertina Carri.

Garibotto, Verónica
Gómez, Antonio

Universidad de Pittsburgh

 

Horror, trauma, duelo, luto, olvido, memoria, identidad; Los rubios activa, desde el mismo momento de su aparición, una serie de lecturas críticas que indagan, profundizan, complejizan y, casi podríamos decir, se regodean en estos conceptos. Y es que, en definitiva, ¿desde qué otro aparato de sentido se puede aprehender un documental hecho por una hija de desaparecidos sobre sus padres? El propio film parece inscribirse voluntariamente, en una primera instancia, dentro de este marco interpretativo: “Exponer a la memoria en su propio mecanismo. Al omitir, recuerda” leemos en una de las secciones en las que el documental reflexiona sobre sus estrategias de representación. La voz en off de Analía Couceyro, que simula la de Albertina Carri, coquetea también una y otra vez con la posibilidad de rastrear en la bruma de la memoria su perspectiva infantil, recuperar sus recuerdos amenazados y construir su identidad en el cruce de estas operaciones.

Y, sin embargo, hay algo en la película que excede y resiste lo que ya podría ser considerado como el paradigma de interpretación oficial propugnado por el discurso postdictatorial. El breve debate que entablan Martín Kohan y Cecilia Macón en Punto de vista—si bien tampoco se sale de estas coordenadas—deja entrever esta incomodidad y pone de manifiesto no solo el carácter excepcional del documental de Carri y su conflictiva inserción dentro de un marco hermenéutico preestablecido, sino también la existencia anquilosada de un “horizonte de expectativas” (Jauss) que prescribe modos de lectura y pautas de realización: es dable esperar que una película sobre la dictadura militar venga, como señala Carri a propósito de su propia producción, en “formato memoria”.

 El consenso discursivo corre el riesgo de homogeneizar todos los productos (parecería que cualquier texto o película sobre el tema genera, con mínimas diferencias, una misma lectura) y de cooptar cualquier intento por subvertir la norma.  Creemos que Los rubios, lejos de ser una variación nueva dentro de un formato viejo, denuncia oblicuamente la caducidad del modelo al confrontarnos con una matriz de lectura que se ha vuelto hegemónica y que parece agotada. De ahí su dificultad de clasificación y el lugar incómodo que ocupa dentro de este paradigma interpretativo y productivo al que trata claramente, como analizaremos a continuación, con total irreverencia.

 

 Los rubios se autodefine de más de una forma como un documental y la palabra aparece repetidamente: en las múltiples reflexiones sobre el propio quehacer, en la presentación del equipo de producción a los entrevistados, en los comentarios sobre el dictamen del INCAA. Esta categoría genera, evidentemente, una serie de expectativas que tienen que ver con la presencia de “lo real”: cierta metodología de investigación y cierto esfuerzo ético / estético por minimizar la ineludible instancia de mediación o, en su defecto, por simular su ausencia. Así, la predisposición del espectador a la credibilidad de la imagen producida mecánicamente (Bazin) se potencia significativamente ante una imagen categorizada como documental. Ahora bien, Los rubios adopta a tal punto una actitud ambigua respecto de su relación con lo real que necesariamente desestabiliza tanto su estatuto genérico como el estatuto de real de su objeto de representación. En gran medida ese objeto termina por desdibujarse ante una serie de abismamientos y reduplicaciones, y cuesta decidir si se está frente a un documental sobre los años setenta en Argentina, sobre los padres de la directora, sobre la reconstrucción histórica de su desaparición, sobre la filmación de un documental en torno a cualquiera de estos asuntos, o simplemente frente a un ejercicio visual sobre el fracaso de la filmación de ese documental. Ninguna de estas definiciones resulta suficiente o siquiera medianamente adecuada, porque la película se ocupa de recorrer –y no completar –todos estos caminos. En primera instancia, entonces, Los rubios desmantela su autopropugnada categorización como documental al diversificar –a punto tal de terminar por obturarlo completamente –su objeto de representación. La objetivación de las muchas instancias de interferencia entre lo real y su representación, y la abierta apelación a herramientas de lo ficcional terminan por poner abiertamente en cuestión la empresa documental. Los ejemplos más notorios son, respectivamente, la evidente existencia de un guion que pauta la presentación y la conversión de Albertina Carri, directora y “protagonista”, en un personaje interpretado por una actriz.

Por otra parte, y en estrecha relación con lo anterior, Los rubios plantea también un desmantelamiento de lo testimonial, que repercute necesariamente en el debate en torno a la escritura de la historia reciente, que hizo del testimonio su piedra fundacional a través del Nunca más. La película frustra sistemáticamente todas las expectativas generadas por la situación de testimonio: elude la historia personal del testimoniante  y esquiva también el análisis político, los dos campos de autoridad privilegiados de este tipo de sujetos. Por otra parte, evita la interpelación directa al entrevistado mediante una serie de recursos de “encubrimiento”: en las entrevistas “espontáneas” a los vecinos Carri nunca revela su propia identidad, quizás en función de obtener una información menos interferida por contenidos emocionales, pero más probablemente con el fin de esquivar la confrontación directa entre su objeto de representación cinematográfica inmediata (el entrevistado) y el referente ulterior de su investigación (“lo real”, encarnado en este caso por ella misma). En las entrevistas a los amigos y parientes de sus padres utiliza lo ficcional como mecanismo de indagación en una notoria violencia sobre el entrevistado, puesto a tomar parte en la escenificación ficcional e interactuar con Carri en tanto personaje, interpretado por la actriz.

En gran medida los cuestionamientos del estatuto documental del film y de sus inclusiones de discurso testimonial devienen en una suerte de performance de la realidad, la historia y la memoria. El gesto performativo domina la película y se convierte casi en su retórica de base. En rigor, la “escena madre”, en la que el equipo lee y comenta la carta de rechazo del proyecto por el INCAA, no es más que una performance del fracaso, vaciada a priori de sentido (en tanto se contiene en la película que no puede hacerse), e imprime sobre el resto el tono equívoco que hace de todo el documental una afirmación irónica. De hecho, Los rubios sigue punto por punto los dictámenes del instituto en el nivel del contenido, pero se desvía ostensiblemente en el nivel formal, concluyendo en una especie de “concesión burlesca”. La mayoría de las entrevistas son, por ejemplo, segundos contactos con los entrevistados y el primero no aparece en el corte final. Los testimonios son renarraciones, segundas frecuentaciones de un relato ya formulado (el que fuera la base del guion original), ausente del formato final. El proceso de representación se multiplica así en varios estratos temporales entre los que se establecen intrincadas relaciones de historicidad y que enfatizan, una vez más, el carácter de constructo sintético del film y la irrecuperabilidad de cualquier sentido originario.

La escena que pone de manifiesto de manera cabal el carácter performativo del documental es la del análisis de ADN, especie de bisagra entre las operaciones sobre la representación y las especulaciones históricas del relato. Carri se somete, y revela que por segunda vez -en esta ocasión para la cámara -a una prueba de ADN cuya funcionalidad no se explicita en ningún momento. El recurso a la autoridad del método científico parece instalarse como una afirmación de la construcción identitaria individual, pero al mismo tiempo impone una reevaluación de su identidad social como hija de desaparecidos. Por definición Albertina Carri no puede recurrir a este proceso: ¿con qué ADN va a contrastarse el suyo? ¿Acaso su identidad social, la de ser hija de desaparecidos, no se sostiene en esa ausencia? ¿Qué duda existe sobre su identidad “real”? ¿Qué efecto imprimiría sobre la identidad colectiva que respalda su reclamo la afirmación conclusiva de su identidad biológica? Solo el carácter puramente performativo del análisis, enfatizado al efectuarse no solo sobre Carri sino también sobre Couceyro (como si la voluntad representativa pudiera desafiar la evidencia genética) nos reconduce al universo cerrado de la construcción no referencial de esta aventura de interpretación histórica. Como el ADN de Albertina Carri no puede contrastarse con el de sus padres, su ensamblaje de una historia personal, generacional o nacional no encuentra tampoco una instancia de verificación.

El mismo retaceo que rige la construcción de la identidad de Carri marca, a pesar de las reflexiones de la voz en off, la de sus padres: cualquier indicio material de la subjetividad paterna se sugiere, se delinea apenas y luego se deja bruscamente de lado. La película abunda en fotos: decoran las paredes del estudio, cubren toda la superficie del escritorio y se ofrecen a la cámara en detenidos primeros planos. Y, sin embargo, el espectador es incapaz de asignarles a Roberto Carri y a Ana María Caruso un rostro definido. Las fotografías forman una maraña indiscernible en la que se mezclan y se superponen series de caras que nunca se nuclean alrededor de un nombre. Cualquier imagen nítida se encuentra cuidadosamente elidida. Tal vez sea por eso que, cuando el equipo de filmación entra por primera vez a la ciudad para comenzar su labor documental, alguien decide cubrir las páginas del álbum que llevan en el auto. En una de las últimas escenas, ya de nuevo en el campo, Analía Couceyro recorta siluetas de unos retratos y las deja caer en la mesa, rodeadas de playmobils acostados. El procedimiento contrasta notablemente con la retórica oficial en torno a los desaparecidos, en la que la fotografía funciona como el pivote sobre el que se organiza el recuerdo y se proclama la continuidad de la búsqueda. Una operación similar puede rastrearse respecto de otro posible indicio material de la subjetividad: los textos escritos por los padres. En varias escenas la cámara barre rápidamente una serie de manuscritos que, como las fotos, no sabemos a quién pertenecen. Martín Kohan advierte este desplazamiento durante el momento de lectura del libro publicado por Roberto Carri: el fragmento leído en voz alta corresponde a un epígrafe ajeno.

La estrategia de construcción de la figura paterna sigue de cerca la operación de desvío que hemos observado respecto del testimonio: la película no se limita a evitar la representación, sino que exhibe esa evasión ostensiblemente. El film genera una expectativa, anticipa una construcción y, una vez creado ese espacio de recepción, lo deja alevosamente vacío: el espectador comienza a delinear el rostro del desaparecido, pero más tarde se le confunde con otros; vislumbra su letra, pero es incapaz de leer lo que dice; empieza a oír su voz y después descubre que no le pertenece. Es en esta oscilación constante entre mostrar y ocultar, entre ofrecer a la vista y cubrir rápidamente, que Los rubios cifra su apuesta narrativa.

Si la posibilidad de la identidad se encuentra constantemente diferida, otro tanto ocurre con la explicación histórica. Abriéndose una vez más de las convenciones del género, el documental de Carri elude cualquier tipo de coherencia interpretativa: el público no solo ignora todo dato concreto acerca de los padres desaparecidos, sino que se encuentra imposibilitado para ordenar los hechos históricos dentro de una narrativa más abarcadora. Evidentemente, la intención pedagógica que explícita o implícitamente sostiene el género se ve atenuada hasta casi desaparecer. De hecho, la película toma prestada la narrativa oficial con una suerte de dejadez rayana en la irreverencia: las frases de los militares y las frases de los desaparecidos conviven sin conflictos en las letras negras que cortan la pantalla; del Nunca Más se extrae solamente una descripción edilicia que se lee al pasar en una escena que anticipa otra en la que, desde el mismo vehículo, se escucha la voz de Couceyro simulando la de Carri: “Alguien intentó explicarme algo de unos señores buenos y unos señores malos; algo de los peronistas, los descamisados, los obreros, los militares, los montoneros. No entendí nada de todo lo que me dijeron. Ni una sola palabra”.

Lejos de intentar comprender los dispares términos de la enumeración, la película evita por completo la “narrativización” (Hayden White) de los eventos históricos: no hay un discurso que organice los acontecimientos, no hay un cierre del relato —casi podría decirse que ni siquiera hay un relato —ni un impulso de clausura del significado que se enmarque dentro de una demanda de moralización. Los rubios no interpreta, no explica, no narra y no refiere. Rompe con todo atisbo de causalidad y se vuelve deliberadamente cómplice de la distorsión.

Es esta complicidad la que brinda la clave de lectura de un final ampliamente discutido: amanece en el campo y todo el staff se aleja por el camino de entrada llevando pelucas rubias, en una clara alusión a la evocación errónea de los vecinos del barrio en el que vivían los Carri. Además de señalar, como concluye Martín Kohan, la perdición personal de la pareja (los militares se los llevan cuando la vecina señala el falso color de pelo) y el fracaso de su proyecto político (los demás habitantes del barrio los perciben como extranjeros), la utilización de las pelucas posee otras implicaciones no menos significativas: elegirlas es acatar un recuerdo desplazado que se sabe falso; es abandonar cualquier búsqueda referencial y optar por un espacio puramente ficcional en el que las huellas de lo real se borren hasta esfumarse. El campo funciona como el lugar de la fantasía, un espacio simbólico en el que la Albertina pequeña imagina la llegada imposible de sus padres y sobre el que la Albertina adulta sostiene su apuesta final: no hay reconstrucción, sino distorsión.

 

Los rubios parece arribar a una resolución más en el plano estético que en el ideológico (aunque, ineludiblemente, los dos terminen por confundirse): en lugar de intentar deslindar lo real, se burla de los mecanismos de indagación típicos (el documental, el testimonio), opera directamente sobre el imaginario y se mueve siempre en el orden de lo performativo. En vez de descansar en la narrativa oficial, coquetea con ella, se distancia y se abre ostensiblemente de la dicotomía identidad/memoria. Es, tal vez, en este sentido que la película se cruza con una dimensión generacional. Pero no la del colectivo político con el que podría afiliársela (H.I.J.O.S., agrupación de la que la directora se distancia explícitamente), sino la de la generación de argentinos marcada no solo por la experiencia histórica de los setenta en la edad de formación, sino también por una certera desconfianza hacia las varias versiones de la historia y por la más aguda despolitización; una generación sumida en esquemas de identificación individual y colectiva que prescinden de los tradicionales ideologemas articuladores (nación, religión, algún discurso utópico). Sin importar su intencionalidad (política o despolitizada) y los efectos que suscita en el espectador—dos instancias, por otra parte, imposibles de rastrear—,  Los rubios resulta especialmente significativa porque, puesta en contrapunto con las lecturas que engendra, alerta sobre el agotamiento de un aparato hermenéutico que se vuelve inútil y que, en su funcionamiento hegemónico, atenta contra la posibilidad de reflexiones que indaguen más allá del “formato memoria”.


BIBLIOGRAFÍA

 

Walter BENJAMIN. Illuminations. New York: Schocken, 1969

Hans Robert JAUSS.  Aesthetic Experience and Lliterary Hermeneutics. Minneapolis: U of Minnesota P, 1982

Martín KOHAN. “La apariencia celebrada”. Punto de vista 78 (Buenos Aires, 2004): 24-30

—————. “Una crítica en general y una película en particular”. Punto de vista 80 (Buenos Aires, 2004): 47-48

Cecilia MACÓN. “Los rubios o del trauma como presencia”. Punto de vista 80 (Buenos Aires, 2004): 44-47

María MORENO. “Esa rubia debilidad”. http://www.pagina12web.com.ar/ suplementos/radar/vernota.php?id_nota=1001&sec=9&fecha=2003-10-19

Philip ROSEN. Change Mummified: Cinema, Historicity, Theory. Minneapolis: U of Minnesota P, 2001

Hugo VEZZETTI. Pasado y presente. Guerra, dictadura y sociedad en la Argentina. Buenos Aires: Siglo XXI, 2002

Hayden WHITE. The Content of the Form: Narrative Discourse and Historical Representation. Baltimore: Johns Hopkins UP, 1987

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