Avatares de
un relato nuevo. Experiencia y discurso en el Río de la Plata El
Jaber, Loreley |
1.
“La
experiencia del colonialismo es el problema
de vivir ‘en medio de lo incomprensible’”
Homi
Bhabha
En El lugar de la cultura, Homi Bhabha retoma
la frase que enuncia Marlow al penetrar en el corazón de las tinieblas, en cuya
espesura la más sorprendente calma o el más mínimo sonido mecen la
incomprensión de la gente. “Éramos vagabundos en medio de una tierra
prehistórica- relata Marlow-, de una tierra que tenía el aspecto de un planeta
desconocido. (...) Nos sentíamos incapaces de comprender todo lo que nos
rodeaba; nos deslizábamos como fantasmas, asombrados y llenos de miedos
secretos. (...) No podíamos entender
(...) y no podíamos explicar (...) La tierra no parecía la tierra”[1].
La frase de Marlow que retoma Bhabha da cuenta de
una problemática ligada a la vivencia de un sujeto dado en un contexto
geopolítico y cultural colonial. La incomprensión que caracteriza esa
experiencia nos remite a un sujeto cuyos parámetros de decodificación y legibilidad en un espacio
particular se ven resentidos. El problema de dicho sujeto reside en que ha
vivido una experiencia difícil de traducir culturalmente en función de los
imaginarios que porta como viajero y que, desde su lugar de origen, desde el
afuera, lo constituyen en su subjetividad. El problema de lo incomprensible se
resignifica cuando el discurso entra en juego. Para el sujeto colonial la
dificultad no es sólo experiencial sino también enunciativa. La incapacidad
señalada por el narrador marca una secuencia negativa que articula el discurso:
nada parecía ser lo que debía ser, nada era como se lo esperaba, ni siquiera
ellos mismos pueden reconocerse en medio de un espacio que lo des-significa.
La intraducibilidad
de lo vivido se cierne como fantasma sobre la palabra escrita pero adquiere
visos de realidad cuando, a la interacción entre el medio y el sujeto, se suma
el otro del discurso. El destinatario del escrito, crónica o memoria no es sólo
una figura más del circuito enunciatorio en el contexto de conquista y
colonización, es en gran medida la figura clave, la tercera figura que dirige
el trazo de la escritura. Los parámetros y las expectativas de lectura,
configurados a partir de un imaginario eurocéntrico colonial, son las
directrices que sobrevuelan el discurso del sujeto e imprimen indefectiblemente
las huellas problemáticas de la experiencia y su traslación. La ruptura que se
produce entre lo que se ve y aquello que se dice ver, junto con lo que se
espera ver escrito, produce cierto cuestionamiento en la estructura dicotómica
que define el discurso colonial. El “¡Dios mío! ¿Qué es lo que veo?” enunciado
por Marlow y por diversos cronistas al toparse con la tierra a colonizar, da
cuenta de que ante la confrontación de la realidad con el imaginario previo del
conquistador o colonizador, lo que se halla en juego son diversos órdenes en
pugna no necesariamente conciliables. Si quien enuncia desea reproducir el
nuevo orden de cosas ante el que se enfrenta o se ha enfrentado, si quien toma
la pluma o se apropia del discurso pretende lograr un tipo de relato
decodificable incluso para sí mismo, entonces deberá ir más allá del asombro de
lo inexplicable. El desafío parece ser cómo reutilizar ese asombro sin caer,
como sería el riesgo de los cronistas, en la pura ficción, es decir sin dejar
de lado el estereotipo descriptivo fuertemente codificado que legitima el
relato. Sobreviene así, casi de un modo inevitable, un arduo proceso de
reconstrucción, reinvención y reconstitución de las diversas lógicas presentes
para narrar un espacio fuera de todo parámetro. Este proceso reconstructivo se
lleva a cabo en la interrelación sujeto-espacio-discurso. El último elemento de
esta tríada pone en escena el problema aludido por el personaje de la novela de
Conrad, ya que la incomprensión existe como tal en tanto pretende ser
articulada. Ante la imposibilidad de incluir el caos en la reglada
discursividad colonial, el sujeto que enuncia somete a la vivencia y al relato
de ésta a un proceso de recreación que, en alguna medida, puede llegar a
exceder la experiencia en sí misma.
2.
“La
repugnancia sencillamente desaparece cuando llega el hambre, y en cuanto a la
superstición, creencias, y lo que vosotros podrías llamar principios, pesan
menos que una hoja agitada por el viento. ¿Sabéis lo diabólica que puede ser
una inanición prolongada, el tormento exasperante, los negros pensamientos que
produce, su sombría y envolvente ferocidad? Bueno, yo sí.”
Joseph
Conrad
Si el viaje de Marlow se halla enmarcado en un halo
de misterio y horror, la realidad tormentosa del hambre resulta un ingrediente
acorde – si no necesario- al marco en el que se inscribe la travesía. La
apelación al público, al lector, funciona como el intento por anular todo
juicio normalizador. Sin creencias, sin supersticiones y, sobre todo, sin
principios. El hambre desanda las prerrogativas de lectura y reinstala la
problemática ya no sólo de lo incomprensible sino principalmente de lo
intraducible. La transcripción apela al diablo para la descripción, pero ni
siquiera el imaginario infernal alcanza. Lo incluye pero lo supera, y esa
superación que define el aspecto problemático de este referente, determina el
desafío excluyente contenido en la pregunta, y establece como respuesta posible
aquella que recalca un saber único e intransmisible.
En su teoría sobre el discurso colonial, Homi
Bhabha analiza la incidencia del estereotipo como forma detenida y fijada de
representación. El estereotipo, en tanto estrategia discursiva, funciona como
forma de conocimiento e identificación que permitiría producir ese efecto de
verdad marcado por “ lo que puede ser probado empíricamente o construido
lógicamente”[2]. Esa prueba
o construcción se halla determinada por los relatos de viaje previo pero
también por los condicionamientos o requerimientos explicitados por la Corona
respecto de las materias a documentar sobre la tierra descubierta. El aspecto
descriptivo que caracteriza a las crónicas se deriva precisamente del tipo de
ordenanzas e instrucciones reales que se multiplican a partir del siglo XVI.
Pero no siempre la tierra ofrece la materia necesaria para dar cuenta de los
tópicos que esperan ser abordados. La lista se resiente cuando no hay enumeración
posible; la narración no halla lugar cuando no hay relato de combate
heroificador. ¿Cómo se narra el hambre? ¿Cómo reconstruir narrativamente la
experiencia de la pérdida de todo principio? ¿Cómo se describe la ausencia
cuando ni siquiera hay metal precioso que sostenga la conquista, el viaje y su
escritura?
La crónica del alemán Ulrico Schmidl da cuenta de
esta realidad vivida en el Río de la Plata y, a partir de ella, lanza por
primera y única vez en todo el relato su juicio sobre el espacio que le ha
tocado en suerte: “No he visto en mi vida un país más malsano que éste” (92).
La mal-sanidad de este país se resume en el quiebre de gran parte de los
estereotipos definitorios de un discurso que se pretende mimar. La dificultad
de traducir o transmitir a través de una fijeza nominativa ya presignificada,
crea una crisis en la representación que se deriva en una crisis del sujeto y
del objeto.
Si el
hambre está más allá de toda creencia, superstición y principio, para retomar
las palabras de Marlow, desde qué parámetro discursivo abordarlo para poder
otorgarle el nivel de legibilidad necesario. Si el fracaso ya se halla fuera
del estereotipo esperable, la degradación que produce el hambre escapa incluso
a todo horizonte de expectativas; si el alto nivel de mestizaje les permitía a
los religiosos definir a la ciudad de Asunción como “el Paraíso de Mahoma”, la
inversión que produce el hambre en los europeos va decididamente más allá de
todo imaginario. Sólo el mal parece caber como posibilidad ante lo inexplicable,
y el cronista ensaya causas para entender/abordar una malsanidad que afecta
incluso su discurso. El hambre resiste las tipologías, el orden léxico;
resiente las jerarquías; corroe las estructuras sociales diferenciadoras y, por
sobre todo, perturba las distancias identificatorias del yo y el otro.
Cuenta Ulrico que “fue tal la pena y el desastre
del hambre que no bastaron ni ratas ni ratones, víboras ni otras sabandijas;
también los zapatos y cueros, todo tuvo que ser comido. Sucedió que tres españoles
habían hurtado un caballo y se lo comieron a escondidas (...). Aconteció en la
misma noche por parte de otros españoles que ellos han cortado los muslos y
unos pedazos de carne del cuerpo y los han llevado a su alojamiento y comido.
También ha ocurrido entonces que un español se ha comido su propio hermano que
estaba muerto. ” (41).
El listado gradativo de esta descripción es
perturbador: de las ratas al cuero, de allí al caballo y por último a los
humanos. La carencia impulsa a los españoles a la decadente asimilación: el
cristiano se ha convertido en antropófago. La conversión coloca al
sujeto colonial ante los límites de su discurso; ni descripción ni relato, sólo
el enunciado sucinto de la barbarización. Como puede observarse, no hay
articulación de la diferencia sostenible en base a una inversión de roles que
resiente el propio proceso de subjetivación del europeo.
El problema de la identidad tan trabajado por la
crítica postcolonial, en tanto cuestionamiento del marco, del espacio de
representación y de la imagen en confrontación con su diferencia, salta a la
vista. El espacio familiar del Otro, esencial parte en el proceso de
identificación del Yo, se ve resentido en su propia constitución. La
familiaridad de ese Otro está lógicamente ligada a un tipo de sobrediscurso o
sobreescritura, como la llamaría Lienhard[3],
que conforma la imagen del Otro que Europa quiere y necesita leer. La escena
esbozada por este cronista pone sobre el tapete el problema de la mirada, de
ver al yo como otro, y, por lo tanto, de su representación. El objeto de la
mirada constituye, sin lugar a dudas, un referente problemático para el
lenguaje del cronista, en tanto la enunciación de esta escena reescribe la
ficción del Otro esperable y circunscribe el relato del yo fuera del espacio
institucionalizado que le cabía en el reparto. El sujeto colonial es acción y
parte del proceso de degradación, no su mero observador. La puesta en discurso
de este episodio, por más escueta que sea, pone en escena la imposibilidad de
representar al sujeto colonial según los parámetros de cierta tradición que
ofrece una visión totalizante y plena del objeto de su mirada. Se genera así un
proceso de cuestionamiento que desanda la fijeza discursiva predeterminada
desde la metrópoli. De ahí que el narrador/descriptor del episodio de inversión
apele a la especificación del lugar de origen de aquellos que han franquedado
la distancia identitaria. Ahora el grupo de pertenencia tan repetitivamente
sostenido a lo largo de la crónica (nosotros, los europeos civilizados) no
funciona como tal, la dualidad nosotros/ellos debe ser reinscripta de acuerdo
con la acción mencionada. Los que han incurrido en la barbarie fueron una y
otra vez españoles y no alemanes como el cronista que la refiere y el
destinatario al que se la ofrece. La especificación se vuelve necesaria no sólo
para permitir que se siga sosteniendo el discurso, sino también para
posibilitar la lectura del mismo.
Un hombre se ha comido a su hermano. Sin juicio ni
lamento, este relato condensado dificulta la posibilidad de sostener la demanda
de identificación que pesa sobre el sujeto del enunciado y la enunciación. La
sobredeterminación desde el afuera que, según Bhabha, caracteriza al sujeto
colonial, se halla fuertemente equiparada por la determinación del adentro que
ahora también lo define. ¿Cómo representar al sujeto en el orden diferenciante
de la otredad, si los límites se han desdibujado? La escena apenas referida
permite observar no a un yo colonialista y a un otro colonizado, sino la perturbadora
distancia intermedia que afecta tanto a uno como a uno. En este sentido, si se
creía que la cuestión de la identificación estaba dada a partir de la
producción y la asunción de una imagen de identidad determinada, la realidad y
su producción discursiva parece demostrar que este no siempre será simple y
necesariamente el recorrido.
Al tener en cuenta la formación del sujeto en su
devenir narrativo, la fijeza estereotípica del discurso colonial comienza a
declinar. El estereotipo se va reconfigurando de acuerdo con el sujeto y el
presente al que pertenece, de acuerdo con el objeto a referir y el lugar desde
el que se lo refiere. El status objetivo se distiende a pesar de la categoría
enunciativa utilizada, a pesar de la descripción más exacerbada, en función de
la perpetua (re)construcción que define la representación de este tipo de
sujeto cultural. Si bien no deben desatenderse las marcas de distancia a las
que apela el discurso colonial en busca de su propia legitimidad y legalidad,
muchas veces son esas mismas marcas las que determinan la rearticulación de
estructuras simbólicas y espaciales diversas para que puedan ser compartidas
con el lector en función de las relaciones de poder esperables. Desde el
momento en que interrogamos el lugar discursivo desde el cual se plantean los
problemas abordados o las preguntas esbozadas, la identificación se vuelve
necesariamente escindida; desde el momento en que el sujeto se ve interpelado
en su propia identidad y/o identificación por una tierra que lo des-ubica, como
lo es la distópica tierra rioplatense, su enunciación quiebra o fuerza el
estereotipo generando así un discurso otro que lo trasciende en sí mismo.
Espacio y cuerpo poseen una incidencia marcada en
la formación del sujeto y en su narrativización. Se construye de este modo una
poética del cuerpo que contiene al espacio, una política del espacio que
determina la configuración visual e ideológica del cuerpo. En éste se inscribe
simultánea y conflictivamente la economía del placer y el deseo, junto con la
del discurso, la dominación y el poder; el cuerpo humano y el textual
escenifican el conflicto y, en su cruce, se conforma el tercer espacio que
significa al sujeto, su discurso y su experiencia.
En el regreso al lugar de origen, desde donde se
enuncia, el sujeto colonial retorna, o pretende hacerlo, como agente de una
experiencia única que su voz articula. Quizás por eso, tanmto los personajes de
novela como los cronistas propiamente dichos no dejan de referir el horror, sea
cual fuere la ruptura que haya saltado a la vista, sea cual fuere el alcance de
la salpicadura; horror que toma forma con la distancia, que se pone en
evidencia en el cruce corporal antedicho. La referencia resulta necesaria, le
otorga al relato una particularidad novedosa y al sujeto que enuncia y que lo
ha experimentado, un lugar de heroica supervivencia, insospechado en medio de
esta tierra.
Generalmente concentrado, el horror no se amplifica ni narra,
brevemente descripto, se menciona o se exhala. El horror que dice el espacio colonizado
es una marca en el sujeto, en el relato y en el discurso. Por eso la tan
conocida frase de Kurtz, “Ah, el horror, el horror!”, es pura polisemia: el
horror es una exclamación del sujeto que lo ha presenciado; su referente, una
tarea de develamiento que esta vez le compete al lector.
Bibliografía
·
_____________, “Herencias coloniales y teorías postcoloniales”, en González Stephan, Beatriz (ed.), Cultura y Tercer Mundo 1.
Cambios en el saber académico,Venezuela, Nueva Sociedad, 1996, pp.99-136.
[1] Conrad, Joseph, El corazón de las tinieblas, Barcelona, Edicomunicación, 1994, p.64. Traducción de Enrique Campbell.
[2] La teoría sobre el discurso colonial en relación al
estereotipo, es desarrollada por Bhabha en el capítulo III “La Otra Pregunta.
El Estereotipo, la discriminación y el discurso del colonialismo”. Bhabha, op.
cit., pp. 91-110.
[3]
Lienhard, Martín, La voz y su huella. Escritura y
conflicto étnico-social en América Latina (1492-1988), La Habana, Casa
de las Américas, 1990.