“La imagen en la poética lezamiana de los años 40”* Chazarreta, |
A
partir de diversas apropiaciones y misceláneas asincrónicas, Lezama Lima efectúa
un paralelo entre la filosofía griega clásica (síntesis teológico-filosófica
-un tanto simplificada- entre la cosmoviisión griega y las filosofías de
Parménides, Heráclito y Platón) y ciertos matices de la poética de Mallarmé. La
apropiación a través de la cita y la traducción parafraseada en su discurso
permiten leer los aportes del francés a la poética lezamiana: el símbolo como
sugerencia de la Idea y la memoria como soporte cultural y universal. Lo que le
interesa a Lezama es destacar principalmente, con aras a la legitimación, que
su poética deviene también, entre otras, del simbolismo mallarmeano. Sin
embargo esta estética no consuma la cosmovisión lezamiana; a ello, pues, agrega
como principio de construcción, fundamentos del paradigma tomista, con lo cual
se muestra como el verdadero vate de una verdad trascendente. El recorte
temporal que hacemos es, sobre todo, metodológico, aunque guarda también el
supuesto de que existen núcleos en la poética de Lezama que sustentan la
integración e integridad de la totalidad de su obra.
I. La
imagen como superación del límite: el don de Mallarmé
En
el ensayo “X y XX” (1945) Lezama comienza a construir su noción de imagen a
partir de dos soportes teóricos: el “procedimiento de suspensión e iluminación”
de Mallarmé –como él mismo lo denomina- con la intención de “superar ciertas
limitaciones en que habían caído los griegos”.[1]
La
imagen que utiliza para llevar a cabo este fin es la de la isla: “El mundo
antiguo era devoto de situar más allá de lo hialino del límite –entre los
griegos una gran claridad rodea siempre al límite –un río cuya madre es de
carbón; más allá de unas columnas una oscura corriente cenagosa busca un
incierto destino. Pero los estilos de imaginación varían […]. En el
Renacimiento el hombre ya no ve más allá del límite una oscuridad, sino su
esfuerzo está por estrenar, su voluntad deseosa, y entonces, donde hay un
límite, su apetito se enarca, encandila sus tensiones y coloca más allá de lo
que conoce, islas.”[2]
Podemos
leer en esta cita la instauración de dos paradigmas gnoseológicos que se
contraponen: el del mundo griego clásico y el del orbe renacentista. El primero
de ellos se nos acerca a través del sintagma “lo hialino del límite”. Con ello,
el poeta se refiere a que en el mundo griego antiguo la noción de límite forja
los vínculos entre los dioses y los hombres; la significación de hýbris (exceso, extralimitación), por
ejemplo, se refiere a la situación en que el hombre sobrepasa las medidas
propias de lo humano y arriba a la oscura frontera de las cualidades exclusivas
de los dioses.[3] El lexema
“hialino” busca configurar la naturaleza de ese límite, pues, el margen, la
barrera que delimitaba las posibilidades humanas era un ámbito clarificado,
evidente, verdaderamente visible por lo diáfano e instaurado por un dios:
Apolo. La superación de ese límite contraía irremediablemente un castigo
divino. Más allá del recinto humano –la civilización traída por el lexema
“columnas”- sólo había oscuridad (“mas allá de las columnas una oscura corriente
cenagosa busca un incierto destino”) y muerte (“un río cuya madre es de carbón”
–este último término es metonimia de lo infernal, pues Hades también era la
divinidad del carbón).
El
segundo paradigma de la cita rescata la imagen renacentista de la isla a través
del tópico de Cuba como espacio de lo paradisíaco inaugurado por Colón. El
“estilo de imaginación renacentista”, entonces, se concibe a partir de, por una
parte, el “esfuerzo” y la “voluntad deseosa” de avanzar más allá del límite”
(“se enarca”), y sin temores (“encandila sus tensiones”); y por otra –cuestión
que Lezama supone- la gracia divina.[4]
La combinación de la actitud voluntariosa y la gracia posibilita la liberación
de la imaginación renacentista pues, allí donde los griegos colocaban un límite,
aquéllos colocan “islas” leídas como el ámbito del mito, de lo imaginario donde
la verdad cobra matices simbólicos.
Para
Lezama la poesía pura de Mallarmé representa una instancia intermedia entre
estos dos paradigmas que le permiten contruir su noción de imagen. A partir de
la cita y la traducción como apropiaciones del discurso, Lezama inaugura el
ensayo mencionado con “Prose pour des Esseintes” (1884) de Mallarmé, poema que
trasluce su estética, la poesía pura: “Partir de un verso: ‘Tout en moi / S’exaltait de voir / La famille
des iridées / Sougir a ce nouveau
devoir.’ […]. Aun las cosas más
oscuras y lejanas tienen sus deberes. Así se trata de superar ciertas
limitaciones en las que habían caído los griegos. […]. La familia de las
iridáceas no es sentencia gratuita de Mallarmé, sino causación eslabonada de
sus reminiscencias. Su procedimiento de iluminación y suspensión, de blancura
continuada por una ausente longitud de onda, va persiguiendo: isla, cargada de
vista y no de visiones: flor, flor tan inmensa que se separa de su lúcido
contorno, jardín, pero antes, otro guión: laguna, por ahí nuestros deseos.” [5]
En este poema Mallarmé traza
su estética como hiperbólica y, por ello mismo, estéril e insostenible. Frente
a este absoluto imposible de realizar, el poeta decide, aunque más no sea
nombrarlo, fijar en símbolo su propia imposibilidad. El móvil de la poesía pura
es, pues, la sugerencia, ella no muestra, no exhibe (“de vue, non de visions”,
“sans que nous en devisons”); incluso, el orbe de las Ideas que se intenta portar
está representado por un recinto extremadamente iluminado, por el sol de un
mediodía en verano (“ce midi”, “l’or de la trompette d’Eté”, “lucide countour”)
y por su carácter insular, aislado de todo alcance humano, en el cual las
iridáceas se agrandan sobrenaturalmente (“toute fleur s’etailait plus large”); estas flores son símbolo de las palabras poéticas
que se metamorfosean en “Ideas”, cuya mayúscula indica claramente la filiación
platónica. Ideas que el poeta desea captar en su visión (“gloire de long désir,
Idées”) y que también constituyen un aislamiento (“que chacune / Ordinairement
se para / D’un lucide contour, lacune, / Qui des jardins la sépara”). Esta
tarea, sin embargo, es vana pues la presencia luminosa del Ser (las Ideas)
obnubila extremadamente la razón del poeta quien, entonces, ser repliega sobre
sí mismo: “Oh! Sache l’Esprit de litige, / À
cette heure oú nous nous taisons, / Que de lis multiples la tige / Grandissait
trop pour nos raisons.”
Así como para Mallarmé, las palabras aspiran a metamorfosearse
en Ideas, en símbolos de ellas y adquieren por ello un carácter insular, en
Lezama la imagen es la que lleva esta traza. En esta instancia arriba el
reclamo lezamiano de superar el orbe griego ya mencionado.[6]
En el panteón clásico era Apolo el dios que se encargaba de velar por el
respeto humano del “límite”, pues era la divinidad de la sophrosýne (templanza o moderación); por ello el ensayo lezamiano
indica que la muerte (figurada) de este dios olímpico simboliza el fin de las
limitaciones entre el hombre y los dioses. La noción de péras, además, sostiene una arista más profunda, pues ocupa la
concepción del Ser, de la Idea. A partir de Parménides esta noción cambia en la
filosofía occidental, pues se instala un dualismo, una separación entre el
mundo sensible –propio de la dóxa, de
los sentidos y, por lo tanto, el ámbito de lo humano- y el mundo de las Ideas,
del Ser –lo que verdaderamente Es (en términos platónicos, el orbe eidético, de
las Formas, propio de la epistéme)-
del cual entonces, el hombre quedaba fuera, por su carácter finito y limitado.
Según Lezama, esta etapa se supera por el orbe católico y está relacionada con la
poética de Mallarmé expuesta anteriormente: “Me tengo que obligar a
desprenderme de la niebla, de lo que las palabras nos regalan, y más que a una
evidencia cristalográfica, me obligan a una derivación o modo oblicuo. Pero
siempre me llevan a una suspensión, un retiramiento donde suelo colocar una
posibilidad que ya no alcanzo ni como palabra.”[7]
No se trata, pues es imposible, de buscar la referencialidad mimética de la
palabra (“evidencia cristalográfica”), sino la sugerencia que provoca otros
enlaces (“derivación o modo oblicuo”), otras relaciones entre las palabras, al
modo de las correspondencias baudelaireanas. Estos enlaces se producen por una
“causación eslabonada de sus reminiscencias”, es decir, relaciones efectuadas por
la memoria, como indica el poema de Mallarmé. Esta facultad es la que
proporciona la materia para los enlaces de la imagen poética, compuesta no sólo
de recuerdos individuales, sino especialmente colectivos[8]
(“Hipérbole de mi memoria, diríamos siguiendo las sugerencias del mayor de los
simbolistas. Cuando la memoria no es sólo la reproducción guardada del mundo
exterior, cuando va más allá de la memoria prenatal, más allá de recordar las
cosas que no han sucedido; todavía excluida de esas provincias, sigue
atesorando la memoria.”)[9]
El
hallazgo de esos enlaces demanda la superación del orbe griego antiguo, es
decir, encontrar la relación entre la continuidad (el Ser) y la discontinuidad,
el mundo de los sentidos, de la dóxa
(el no-ser), en el cual está inserto el hombre.[10]
En el mundo griego antiguo se sostenía que el devenir, el flujo irremediable de
la materia tornaba improbable la captación del Ser o de la Idea. Lezama
–inscribiéndose en el paradigma aristotélico-tomista- abandona el vacío de los
sentidos y, en el desvío de la causalidad habitual, ensaya el método de
Mallarmé, pero esta poética –a pesar de sus aportes- resulta insuficiente (“Cuando
Mallarmé nos señala uno de sus propios muros al decirnos que poseía la
imposibilidad de no poder pasar al acto, de permanecer negativo en la riqueza
virtual, nos señalaba los contrastes, los lejos de sombra donde asomaba su esplendor
formal. Sus desgarradoras crisis de esterilidad, la atmósfera ausente que
necesitaban sus astros errantes, lo habían conducido a la Nada de Pascal y
Heidegger.”)[11] La nada
asume aquí la significación de “pura negación, el imposible, un castigo irredimible”,[12]
pues es consecuencia del orgullo en tanto el poeta intenta abarcar lo Absoluto
con sus propios medios cayendo, entonces, en la imposibilidad y ruptura propias
de una naturaleza finita y limitada que prescinde de la gracia, en el sentido
católico, es decir, del favor divino.
Cuando
en el mundo griego antiguo, desde Parménides, se concibe el Ser como una esfera
(pues esta figura representa los semas de perfección, continuidad, eternidad,
infinito, identidad y límite),[13]
separado del no-ser (del orbe de la dóxa,
del continuo devenir o de los mortales), para el orbe católico la figura de
JesuCristo, con su muerte en cruz y resurrección, posibilita la vinculación del
Ser (Dios) y el hombre, ambos escindidos entre los griegos. Ello abre la
posibilidad de la participación del hombre en la phýsis divina a través de la gracia (“Por eso hay un momento en que
coinciden el continuo de la esfera, tal como sentía ese tema un contemporáneo
de Aristóteles, y la esfera que aparece en la mano del Niño Divino. […]. Una de
las esencias más pertinaces captadas por el catolicismo, es haberle entregado
ese devenir, ese continuo -para que tenga su alegría- al pueblo, para que forme
la sustancia de la unanimidad. En el mundo antiguo esa discontinuidad era operante
en relación con el devenir y el continuo. El mundo iluminado que le sustituye,
el orden sobrenatural cristiano, colocaba a la criatura dentro de esa
conciencia de unanimidad, pero como su trayectoria era desde la oscuridad hasta
la paz, la discontinuidad no tenía necesidad de aislarse, era un atributo
indeclinable de la persona.”)[14]
El Ser (Dios) ya no está separado del hombre, sino que este último participa de
la Unidad.
II. “La imagen como un absoluto, la imagen que se sabe
imagen, la imagen como la última de las historias posibles.”[15]
El
método poético de Lezama, entonces, profundiza el “procedimiento de iluminación
y suspensión” de Mallarmé en el que el orbe eidético (el mundo de las Ideas)
excede la phýsis del poeta, en tanto
su limitación y finitud queda absorbida y encandilada por la luz del Ser,
derivando en la nada de la subjetividad del poeta.[16]
Lezama, entonces, construye su noción de imagen como un intermediario entre la
Idea y la res-extensa, y es la
resultante de la teología tomista y el platonismo, además del simbolismo.[17]
Según las palabras del poeta en “Sobre Paul Valéry” (1945) la Forma (“figura”)
puede existir, pero el hombre sólo puede aprehender la imagen (“El árbol sólo
nos muestra su imagen: la sombra”). Sin embargo, esta privación no equivale a la
nada, pues la imagen puede captar la Forma de aquello que representa (“la
imagen recepta el árbol puro”). Llevado a la teología patrística significa la
certeza de que Dios Padre (pura figura, pura Forma) se hace visible en su Hijo,
“Imagen del Dios invisible.”[18]
Como el hombre no podía acceder al Absoluto, al Ser, Dios –según el paradigma
tomista- toma la iniciativa acercándose en su Imagen: su Hijo, su máxima
expresión. La imagen, entonces, se constituye en la única entidad inteligible
para el hombre (“al considerar la patrística que sólo el Hijo podía ser imagen,
nos libra del peligro de una tregua intelectual.”) El Hijo, además, se expresa
por el Verbo, es decir, que toda palabra conlleva una imagen de su Idea o
Figura, pues si bien la Imagen no es la Forma, la “transmite”.[19]
Así
como Cristo es el único intercesor entre Dios y los hombres, la imagen también
es “interposición” entre el Ser y el no-ser: “por la imagen [el hombre] puede
trazar las proporciones, ocupaciones y desigualdades del ser en el ente. Las
imágenes como interposiciones naciendo de la distancia entre las cosas. La
distancia entre las personas y las cosas crea otra dimensión, una especie de
ente del no ser, la imagen, que logra la visión o unidad de esas
interposiciones.”[20] En tanto la
imagen no es sólo representación del Ser, sino también de su esencia, resulta
un parámetro para estimar la presencia del Ser en el ente –lo que es o existe-
(“puede trazar las proporciones, ocupaciones y desigualdades del ser en el
ente”); la imagen sortea la distancia entre las cosas pues, por su virtud de
análogo traza enlaces que las unen.
Esta
distancia motiva que aunque la imagen que construye el hombre capte la Forma,
sea ontológicamente inferior a ella. Por ello, su representación no se define
en términos de reproducción especular, de imitatio,
sino que rescata la noción platónica de semejanza asimétrica entre el ámbito
sensible y el eidético. Para Platón, esta asimetría se halla en la recurrencia
a planos ontológicos jerárquicamente disímiles; así por ejemplo, un retrato
sería la representación al cuadrado de su original, de la Forma. Allí,
entonces, la imagen permite entrever qué carencias mantiene con aquello que
representa.[21] Lezama toma
esta idea del filósofo griego: “como la semejanza a una Forma esencial es
infinita, paradojalmente, es la imagen el único testimonio de esa semejanza que
así justifica su voracidad de Forma, su penetración, la única posible, en el
reverso que se fija.”[22]
Entidad
relacionante de la dicotomía entre el Ser y el no-ser relativo, la imagen –como
heredera de la filosofía tomista- surge del sentido de la vista de que parte el
conocimiento. La lengua poética permite, entonces, captar esa realidad en flujo
y devenir del mundo sensible: “Pues hay siempre una comparación en cada poema
mediante la cual fijamos un elemento de suyo fugaz e irreproducible.”[23]
III. Conclusión
Podemos
apreciar cómo ya en esta etapa Lezama construye su propia teoría de la imagen
como el centro de su poética a partir de sustratos diversos: el simbolismo, el
platonismo, el tomismo. Ello no concluye en esterilidad –como en Mallarmé- sino
que Lezama tiene fe, cree que a través de la Poesía el hombre puede configurar
imágenes que le traigan la eternidad un poquito más cerca.
Universidad Nacional de La Plata – CONICET
Bibliografía citada
Burnet, Ioannis (1900) Phaedo, en Platonis Opera, London,
Oxford University Press.
Jaeger, Werner (1952, 19984
reimp.) La teología de los primeros
filósofos griegos, tras. De J. Gaos, México, Fondo de Cultura Económica.
Jaeger, Werner (19622,
1993 reimp.) Paideia: los ideales de la
cultura griega, trad. de J. Xirau y W. Roces, México, Fondo de Cultura
Económica.
Lezama Lima, José (1977) Obras completas, México, Aguilar, t. II:
Ensayos y cuentos.
Lezama Lima, José (1988) Diario, en Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, año 79, 3° época,
vol. XXIX, n° 2, La Habana, may.-ag.
Mallarmé (19952) Poesía completa. Edición bilingüe, trad.
P. Mañé Garzón, Barcelona, Ediciones 29.
Santo Tomás de Aquino (1944) Suma Teológica, Buenos Aires, Club de
Lectores, t. IV: El hombre.
Thibaudet,
Albert (19264) La poésie de
Stéphane Mallarmé. Étude littéraire, Paris, Gallimard.
*Este trabajo constituye un fragmento de uno de los capítulos de la Tesis de Doctorado en Letras cuya línea de trabajo es “Hipóstasis del tiempo: construcción de linajes y tradición en la obra de José Lezama Lima”, en estado de confección y en instancias de una Beca interna doctoral del CONICET.
[1] Lezama Lima, J., 1977, “X y XX”, en Analecta del reloj, p. 135.
[2] Lezama Lima,
J., 1977, “X y XX”, pp. 143-4.
[3] Jaeger, W., 19622, 1993
reimp., pp. 238-41.
[4] Lezama trabaja esta noción en sus ensayos tempranos, por ejemplo en “El secreto de Garcilaso”.
[5]
Lezama Lima, J., “X y XX”, p.
135. Los versos que
correponden a “Prose pour des Esseintes” son los siguientes: “Oui, dans une île
que l’air charge / De vue et non de visions / Toute fleur s’etailait plus large
/ Sans que nous en devisions. / Telles, immenses, que chacune / Ordinairement
se pare / D’un lucide contour, lacune, / Qui des jardins la sépara. / Gloire du
long désir, Idées / Tout en moi s’exaltait de voir / La famille des iridées /
Surgir à ce nouveau devoir.” (En: Mallarmé (19952) Poesía
completa. Edición bilingüe, trad. de P. Mañé Garzón, Barcelona, Ediciones
29).
[6] Lezama Lima, J., “X y XX”, p. 135.
[7] Lezama Lima, J., “X y XX”, p. 144.
[8] Thibaudet, A., 1926, p. 406.
[9] Lezama Lima, J., “X y XX”, p. 142.
[10][10]
“Existe, todo lo que no es yo
con relación a un instante, la fría extensión espacial y la fría continuidad
temporal. Usted ve, paralelismo tiempo espacial, que la continuidad se va a
construir en una sustancia histórica; que esa continuidad se va convirtiendo en
una resistencia y que las asimetrías y las desemejanzas entre nuestro cuerpo y
esa extensión […] constituyen la gran masa de la continuidad. Es viciosa cuando
el paralelismo entre nuestro cuerpo y esa extensión es perfecto. Pero lo que
siglos después de los griegos tenemos que entender por salud, es liberarse del
peso muerto de la masa de esa extensión, la ligereza para emprender el segundo
nacimiento. […] Así la paradoja consistía en una adapatación a lo conocido, a
lo caído que ya ha ido formando una sustancia horizontal. Claro que desde ese
punto de vista la adaptación es imposible, porque el sujeto pulverizaba al
objeto, o al revés.” (En: “X y XX”, p. 145)
[11] Lezama Lima, J., 1977, “Prosa de
circunstancia para Mallarmé”, en Analecta
del reloj, p. 265.
[12] Lezama Lima, J., 1988, p. 108.
[13] Jaeger, W., 1952, 19984,
reimp., p. 110.
[14] Lezama Lima, J., 1977, “X y XX”, p.
146.
[15] Lezama Lima, J., 1977, “Las imágenes
posibles”, en Analecta del reloj, p.
152.
[16] Thibaudet, A., 1926, p. 94.
[17] Esta afirmación sigue, principalmente, la siguiente cita, que analizamos a continuación: “La figura supone la rama pura, el fruto puro. Pero el árbol sólo nos muestra su imagen: la sombra. La sombra es la imagen vegetativa de la figura, pero la imagen recepta el árbol puro, a la necesaria pura sombra, aliento, humedad, brisa, crecimiento invisible y visibles humaredas. […] En sí la forma puede existir, pero de un árbol o de un amigo, lo que tenemos es su imagen: su insistencia es, como ya lo vio Santo Tomás de Aquino, la transmisión de la forma de un ser a otra. Primogénito de toda criatura, al considerar la patrística que sólo el Hijo podía ser imagen, nos libra del peligro de una tregua intelectual. Así el Padre goza de figuración; el Hijo es imagen, y el Espíritu Santo se expresa a través del Hijo, imagen de imágenes. Y el Hijo, que es la imagen, se expresa por el Verbo. En toda palabra siempre contemplamos el aliento del segundo nacimiento, el contorno de la sombra en el muro.” (En: Lezama Lima, J., 1977, “Sobre Paul Valéry”, en Analecta del reloj, p. 116-7).
[18] Epístola a los Colosenses, cap. I, v. 15.
[19] Santo Tomás de Aquino, 1944,
cuestión XCIII, art. IX, p. 225.
[20] Lezama Lima, J., 1977, “Las imágenes
posibles”, pp. 179-80.
[21] Burnet, I., 1900, Phaedo, en Platonis Opera, 73e 10-74a 7.
[22] Lezama Lima, J., “Las imágenes
posibles”, p. 153.