SIN TIEMPO PARA RECORDAR. Bugiolacchio,
Ana |
Mucho
parece decirnos el relato Cría de asesinos acerca de los lazos entre el
recuerdo y la muerte. Los personajes tienen recuerdos vagos e inconexos, pero
recurrentes y agobiantes. Dos hermanos y su padre jubilado de asesino se
inician al mundo del hampa al mejor estilo picaresco pero sin el humor ni la
burla. Daiana piensa por Lucas, un chico imposibilitado pero no indefenso a
quien le ordena matar y lo hace. Del otro lado, un hombre viejo reinventa su
muerte junto a un limonero y sueña para acercarse al final. Todos prefiguran
eventos y esperan su realización hipotética. Pero cómo recordar aquello que no
se sabe cómo ocurrió, que sólo intuimos a través de la ausencia. Allí donde
falta la indagación sensorial y el reconocimiento figurativo aparece el
recuerdo siempre en potencia. Dice Virno en El recuerdo del presente (1)
que la mente cierra el cerco sobre la potencia valiéndose solamente de la memoria y el recuerdo inventado o
sospechado pasa a ser una particular forma de conocimiento. Si el recuerdo
reproduce o intenta reproducir la percepción que se tuvo de un hecho o
experiencia cuando ésta se realizó, representa de alguna manera aquello que ha
estado presente. El recuerdo de la potencia, del tiempo de la espera, en cambio,
no se basa en una percepción, sino que concierne a algo así como un “antes
puro” (2). El recuerdo permite, entonces, una repetición incorpórea mediante la
cual se sustituye la cosa perdida por su imagen. Tres parecen ser las
dimensiones temporales que entran en juego en este discurrir de los recuerdos: una,
el presente percibido que se dilata en somnolencias, insomnio y alejamiento de
la realidad, que duele en la lluvia y el granizo penetrantes, en la luz
destemplada de los tubos fluorescentes. Otra, el presente recordado -algo así
como un dejà vu- donde el viejo Reedson
lee lo que escribe su mujer Natalia Duval desde unas notas breves que parecen
ratificar su realidad “Te quiero, no me olvides, beso” y anclarla al mismo tiempo en la ficción de la escritura. Este
presente que recuerda el presente pasa
a ser un “entonces” puro o formal y
siempre ajeno al tiempo del calendario o de las agujas del reloj. El tercer
nivel temporal es el del pasado sin fecha en los relatos de Rivera, que se
identifica con la violencia consumada pero no asumida y todo lo que hubiera sido
posible “si no”. Es un cosmos de ojos expectantes en los “que se prendían los
temblores del temor y la sumisión” (3). Este tercer nivel -que Virno llama el
del pasado-potencia- necesita del
segundo, dotado de una precisa fisonomía empírica, para llegar a ser consumado.
Es en el presente, entonces, donde, paradojalmente vuelven a cometerse los
mismos crímenes que en el pasado como una siniestra máquina que reproduce
múltiples falsificaciones de la muerte y sus recuerdos.
En
cuanto a lo narrativo, se produce una puesta en abismo en la que los
personajes, por recordar el presente, rebotan
hacia atrás en una fuga infinita. Interminable porque lo que se persigue
no es un acto de habla primigenio sino nada más y nada menos que el
poder-decir. Sólo los asesinos y sus crías poseen ese poder-decir que los hace
inviolables y perpetuos: “Mátalo”
ordena Daiana y su potencia se hace acto. La pareja de hermanos potencia-acto
se incrusta desde el comienzo en el recuerdo de este poder-decir como cuando
Lucas salva a su hermana de los golpes de su padre y de la amenaza del incesto.
Y ese
padre, Benavídez, jubilado de asesino, estirado su tiempo por el insomnio
perpetuo ¿qué recuerda? ¿El placer que sentía con el terror de los otros cuando
estaba en servicio, cuando trabajaba? Lucas cargó con la culpa de su padre en un ajuste de cuentas que
no esperó ni calculó y allí conoció el miedo al descubrir su orín y sus heces,
es decir al sentir el tiempo presente del horror en su materialidad física. Los
recuerdos de Lucas –vagos e imprecisos-
se confunden al igual que las formas verbales “Lucas no sabía qué es
llorar” (pág.139) y coexisten en medio
de la lluvia y el granizo, el presente y el pasado. Sus sueños son “fosas que
se abren en el cuerpo y que no gotean sangre, sinuosa la hendidura no duele”
(136). Según Daiana, Lucas sólo servía para “prender fuego y asar carne”. Ella “piensa por él” pero no puede recordar
por él. Su madre –la de ambos- estuvo ausente o lo está todavía: es casi lo
mismo. Las fosas igualan y remiten a un pasado en común donde subyace el núcleo
fundamental de iniquidades que empujan los relatos de Rivera siempre al mismo
centro como un embudo, disolviendo toda
temporalidad: el genocidio, la muerte sospechada e imaginada pero nunca
percibida. Los movimientos sonoros, recurrentes, inquietantes, con estructuras
sintácticas inconclusas parecen siempre dar el efecto de un escribir
provisorio, rudimentario. También la larga serie de preguntas sin respuesta que
se van intercalando a lo largo del
cuento. Esto lo hace isomorfo con el recuerdo: tiene de él lo fortuito y
azaroso, lo fragmentario que parece buscar siempre una ulterior confirmación en
el pasado sabiendo de antemano que esa explicación nunca existirá o que
siempre, tal vez la tengamos que andar inventando.
Lo mismo
ocurre con los vaivenes en los usos de las formas verbales que hacen mutar
permanentemente pasado y futuro y que tiene su correlato en la recurrencia de
sus temas y en lo ceremonioso de las frases. No existe el humor ni la ironía en
estos relatos, pareciera que la elección de estos temas impone una seriedad sin
atenuantes.
Los
personajes pierden corporeidad, los jóvenes son como niños que engullen las
empanadas que robaron, gritan para testimoniar su triunfo. Desde el otro espejo, Reedson, el condenado,
espera su muerte entre sueños de valijas llenas de polvo que parecen formar un
espacio de autoexilio: la elección de salirse de un espacio-tiempo para huir de
un espacio de muerte cuyas voces bajo la superficie parecen haber mitigado sus
clamores pero no enmudecido del todo. El polvo reaparece singularmente en
muchas de las composiciones breves de Rivera y tienden a cubrir los territorios,
desdibujando sus colores y contornos en una especie de vejez anticipada, los
otros espacios se llenan de latas de cerveza y restos de grasa y empanadas y
gritos de jóvenes asustados y desafiantes. Finalmente ¿cómo reordenar
estos fragmentos que son también
recuerdos? ¿qué habrán de olvidar estos personajes? Y lo que es peor ¿cómo
saber dónde termina el pasado y empieza el presente? En un compás de memoria y
espera los actos -como la literatura- son, fueron y serán esencialmente
“presente”. Rivera consigue aquí -como
en el resto de su obra- mostrar que los hechos violentos del pasado siguen tan
vigentes como entonces.
NOTAS:
(1) Virno,
Paolo (2003), El recuerdo del presente, Buenos Aires, Paidós.
(2) Virno,
Ibídem, pág.109 y ss.
(3)
Rivera,
Andrés, 2004, Cría de asesinos, Buenos Aires, Biblioteca Alfaguara, pág.126.
Todas las citas de páginas corresponden a esta edición.