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  SIN TIEMPO PARA RECORDAR.
EN TORNO A CRÍA DE ASESINOS DE  ANDRÉS RIVERA

Bugiolacchio, Ana
Instituto Superior del Profesorado Nº 16 “Bernardo  Houssay

   

 

 

Mucho parece decirnos el relato Cría de asesinos acerca de los lazos entre el recuerdo y la muerte. Los personajes tienen recuerdos vagos e inconexos, pero recurrentes y agobiantes. Dos hermanos y su padre jubilado de asesino se inician al mundo del hampa al mejor estilo picaresco pero sin el humor ni la burla. Daiana piensa por Lucas, un chico imposibilitado pero no indefenso a quien le ordena matar y lo hace. Del otro lado, un hombre viejo reinventa su muerte junto a un limonero y sueña para acercarse al final. Todos prefiguran eventos y esperan su realización hipotética. Pero cómo recordar aquello que no se sabe cómo ocurrió, que sólo intuimos a través de la ausencia. Allí donde falta la indagación sensorial y el reconocimiento figurativo aparece el recuerdo siempre en potencia. Dice Virno  en El recuerdo del presente (1) que la mente cierra el cerco sobre la potencia valiéndose solamente  de la memoria y el recuerdo inventado o sospechado pasa a ser una particular forma de conocimiento. Si el recuerdo reproduce o intenta reproducir la percepción que se tuvo de un hecho o experiencia cuando ésta se realizó, representa de alguna manera aquello que ha estado presente. El recuerdo de la potencia, del tiempo de la espera, en cambio, no se basa en una percepción, sino que concierne a algo así como un “antes puro” (2). El recuerdo permite, entonces, una repetición incorpórea mediante la cual se sustituye la cosa perdida por su imagen. Tres parecen ser las dimensiones temporales que entran en juego en este discurrir de los recuerdos: una, el presente percibido que se dilata en somnolencias, insomnio y alejamiento de la realidad, que duele en la lluvia y el granizo penetrantes, en la luz destemplada de los tubos fluorescentes. Otra, el presente recordado -algo así como un dejà vu-  donde el viejo Reedson lee lo que escribe su mujer Natalia Duval desde unas notas breves que parecen ratificar su realidad “Te quiero, no me olvides, beso”  y anclarla al mismo tiempo   en la ficción de la escritura. Este presente que  recuerda el presente pasa a ser  un “entonces” puro o formal y siempre ajeno al tiempo del calendario o de las agujas del reloj. El tercer nivel temporal es el del pasado sin fecha en los relatos de Rivera, que se identifica con la violencia consumada pero no asumida y todo lo que hubiera sido posible “si no”. Es un cosmos de ojos expectantes en los “que se prendían los temblores del temor y la sumisión” (3). Este tercer nivel -que Virno llama el del pasado-potencia-  necesita del segundo, dotado de una precisa fisonomía empírica, para llegar a ser consumado. Es en el presente, entonces, donde, paradojalmente vuelven a cometerse los mismos crímenes que en el pasado como una siniestra máquina que reproduce múltiples falsificaciones de la muerte y sus recuerdos.  

En cuanto a lo narrativo, se produce una puesta en abismo en la que los personajes, por recordar el presente, rebotan  hacia atrás en una fuga infinita. Interminable porque lo que se persigue no es un acto de habla primigenio sino nada más y nada menos que el poder-decir. Sólo los asesinos y sus crías poseen ese poder-decir que los hace inviolables  y perpetuos: “Mátalo” ordena Daiana y su potencia se hace acto. La pareja de hermanos potencia-acto se incrusta desde el comienzo en el recuerdo de este poder-decir como cuando Lucas salva a su hermana de los golpes de su padre y de la amenaza del incesto.

Y ese padre, Benavídez, jubilado de asesino, estirado su tiempo por el insomnio perpetuo ¿qué recuerda? ¿El placer que sentía con el terror de los otros cuando estaba en servicio, cuando trabajaba?  Lucas cargó con la culpa de su padre en un ajuste de cuentas que no esperó ni calculó y allí conoció el miedo al descubrir su orín y sus heces, es decir al sentir el tiempo presente del horror en su materialidad física. Los recuerdos de Lucas –vagos e imprecisos-  se confunden al igual que las formas verbales “Lucas no sabía qué es llorar” (pág.139)  y coexisten en medio de la lluvia y el granizo, el presente y el pasado. Sus sueños son “fosas que se abren en el cuerpo y que no gotean sangre, sinuosa la hendidura no duele” (136). Según Daiana, Lucas sólo servía para “prender fuego y asar carne”.  Ella “piensa por él” pero no puede recordar por él. Su madre –la de ambos- estuvo ausente o lo está todavía: es casi lo mismo. Las fosas igualan y remiten a un pasado en común donde subyace el núcleo fundamental de iniquidades que empujan los relatos de Rivera siempre al mismo centro como un embudo, disolviendo  toda temporalidad: el genocidio, la muerte sospechada e imaginada pero nunca percibida. Los movimientos sonoros, recurrentes, inquietantes, con estructuras sintácticas inconclusas parecen siempre dar el efecto de un escribir provisorio, rudimentario. También la larga serie de preguntas sin respuesta que se van intercalando  a lo largo del cuento. Esto lo hace isomorfo con el recuerdo: tiene de él lo fortuito y azaroso, lo fragmentario que parece buscar siempre una ulterior confirmación en el pasado sabiendo de antemano que esa explicación nunca existirá o que siempre, tal vez la tengamos que andar inventando.

Lo mismo ocurre con los vaivenes en los usos de las formas verbales que hacen mutar permanentemente pasado y futuro y que tiene su correlato en la recurrencia de sus temas y en lo ceremonioso de las frases. No existe el humor ni la ironía en estos relatos, pareciera que la elección de estos temas impone una seriedad sin atenuantes.

Los personajes pierden corporeidad, los jóvenes son como niños que engullen las empanadas que robaron, gritan para testimoniar su triunfo.  Desde el otro espejo, Reedson, el condenado, espera su muerte entre sueños de valijas llenas de polvo que parecen formar un espacio de autoexilio: la elección de salirse de un espacio-tiempo para huir de un espacio de muerte cuyas voces bajo la superficie parecen haber mitigado sus clamores pero no enmudecido del todo. El polvo reaparece singularmente en muchas de las composiciones breves de Rivera y tienden a cubrir los territorios, desdibujando sus colores y contornos en una especie de vejez anticipada, los otros espacios se llenan de latas de cerveza y restos de grasa y empanadas y gritos de jóvenes asustados y desafiantes. Finalmente ¿cómo reordenar estos  fragmentos que son también recuerdos? ¿qué habrán de olvidar estos personajes? Y lo que es peor ¿cómo saber dónde termina el pasado y empieza el presente? En un compás de memoria y espera los actos  -como la literatura-  son, fueron y serán esencialmente “presente”.  Rivera consigue aquí -como en el resto de su obra- mostrar que los hechos violentos del pasado siguen tan vigentes como entonces.

 

 

 

NOTAS:

(1)  Virno, Paolo (2003), El recuerdo del presente, Buenos Aires, Paidós.

(2)  Virno, Ibídem, pág.109 y ss.

(3)  Rivera, Andrés, 2004, Cría de asesinos, Buenos Aires, Biblioteca Alfaguara, pág.126. Todas las citas de páginas corresponden a esta edición.

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