José Enrique Rodó: el
espíritu de Ariel en la ciudad modernizada Bonfiglio,
Florencia |
En “La facultad específica del crítico”[1]
el uruguayo José Enrique Rodó parecía anticipar los postulados de la teoría de
la recepción al destacar un principio de cooperación, “un germen de actividad y
originalidad creadora” en la contemplación estética, y de allí también en la
tarea de la crítica como forma superior de la lectura. De esta manera, podía
afirmar que “No hay una sola Ilíada ni un solo Hamlet; hay tantas Ilíadas y
tantos Hamlets cuantos son los íntimos espejos que, distintos en matiz y
pulimento, ocupan el fondo de las almas” (Rodó 1957: 940). Este principio, que seguramente
había regido su lectura de La Tempestad de
Shakespeare a través del Caliban, Suite de La Tempête (1878) de Renan, explicaba su tratamiento en Ariel de la tríada de personajes shakespearianos (Próspero,
Calibán y Ariel) y anticipaba, con sagacidad borgesiana, las variadas
apropiaciones y lecturas de La Tempestad
(y de Ariel): los continuos intentos por
agregar a la serie -ya casi infinita- un símbolo más. Rodó afirmaba en el ensayo citado que “cada ejemplar de un libro
equivale, desde que adquiere dueño y lector, a una variante singular e única”
(Rodó 1957: 940). En efecto, esas variantes, respecto de su obra, serían luego
tan singulares e únicas que derivarían en el cuestionamiento de las principales
proyecciones que él inscribiera en Ariel.
A pesar del declarado respeto y homenaje al uruguayo, Fernández Retamar
afirmaba en su lectura ya clásica de Caliban:
“nuestro símbolo no es pues Ariel, como pensó Rodó, sino Caliban” (Fernández
Retamar 1998: 25), ocultando su propio misreading
bajo la crítica a un supuesto miswriting
de Rodó.
En este trabajo quiero primero explorar los modos en que la obra y la
figura de Rodó contribuyeron con esta crítica inseparable de la pregunta sobre
el ser latinoamericano, y esto en el marco de la tensión más amplia entre arte
y vida que dramáticamente se planteó en la literatura latinoamericana a partir
del modernismo, en los comienzos de la autonomía del campo literario. En un
segundo momento me concentraré en la respuesta que propone Ariel a partir de la conjunción de estética y ética en el fin de
siglo, que lo lleva a proyectar no sólo una pedagogía sino un nuevo ideal de
ciudad, preocupación que no se reduce al problema de la identidad
latinoamericana tantas veces relacionado con la obra del uruguayo.
Fue el mismo Rodó quien en 1899, un año antes de la publicación de Ariel, planteaba en su estudio sobre Prosas profanas la pregunta por la representatividad de la
literatura latinoamericana con su conocida
afirmación de que Darío no era “el poeta de América” (Rodó 1957: 165). Muchas
han sido las lecturas que interpretaron este juicio como un pedido de color
local[2].
Ángel Rama ve a su compatriota uruguayo como un “visible provinciano”, cuyo
pensamiento colonizado lo llevaría a asumir las teorías positivistas
acríticamente. De hecho, como bien presentía Rama, a partir de estas teorías
deterministas sería también imposible “justificar la obra del propio Rodó”
(Rama 1985: 176). Para Rama, “Rodó no ve su enmascaramiento, por lo demás
absolutamente legítimo, y en cambio percibe el de Darío” (1985: 178). Ha sido
ésta una lectura errónea de Rodó; pues no sólo ha impedido interpretar su ideal
estético (y con ello su voluntaria adscripción al espíritu cosmopolita del
modernismo) sino también ha generado las búsquedas en Ariel de un símbolo representativo de lo latinoamericano (y sus
consecuentes acusaciones sobre todo a partir del aparato crítico del
poscolonialismo).
Si leemos el texto de Rodó sobre Prosas
Profanas, resulta claro que Rodó no adhiere a las ideas del positivismo
“acríticamente”, y es la dificultad para encontrar un “americanismo” en Darío
lo que lo lleva a descartar ese método de análisis. Como ha sido tantas veces
citado, Rodó ignora
si algún espíritu zahorí podría descubrir, en
tal o cual composición de Rubén Darío, una nota fugaz, un instantáneo reflejo,
un sordo rumor por los que se reconociera en el poeta al americano de las
cálidas latitudes (…) como, en sentir de Taine, se reconoce –comprobándose la
persistencia del antiguo fondo de una raza,– al nieto de Néstor y de Ulises en
los teólogos disputadores del bajo Imperio. Por
mi parte, renuncio a tan aventurados motivos de investigación, y me limito
a reiterar mi creencia de que, ni para el mismo Taine, ni para Buckle, sería un
hallazgo feliz el de tal personalidad en ambiente semejante. (Rodó 1957: 165,
énfasis mío)
De acuerdo con las posteriores observaciones de Rodó, la personalidad
de Darío ha sido en cambio para él un hallazgo sumamente feliz, y sobre todo en
lo que respecta al cosmopolitismo. Rodó se considera “un dócil secuaz para
acompañar en sus peregrinaciones a los poetas” (Rodó 1957: 171); asume el
impulso universalista que según Rama define la tarea exegética del modernismo a
partir del gran texto de la cultura occidental, y dice: “Siempre he creído que
un verdadero espíritu de poeta, elegirá, con más o menos conciencia de ello, su
ubicación ideal, su patria de adopción, en alguna parte del pasado, cuya
imagen, evocada perpetuamente, será un ambiente personal que lo aísle de la
atmósfera de la realidad” (1957: 178). No es sólo en el texto sobre Prosas profanas donde Rodó coincide con
Darío con respecto a la necesidad de “desprovincializar” la literatura y de
inscribir lo propio en el texto universal. En “La novela nueva” (1896) Rodó
había afirmado: “las fronteras del mapa no son las de la geografía del
espíritu, y (…) la patria intelectual no es el terruño” (1957: 152).
¿Qué significaba entonces, para Rodó, ser el poeta de América? El opúsculo sobre Darío, según el
diseño de publicación de su autor, debía formar parte de la colección La vida nueva, a la que ya pertenecían
el ya citado opúsculo “La novela nueva”, y otro titulado “El que vendrá”, ambos
de 1896. Luego del opúsculo sobre Darío, de 1899, vendría el tercer opúsculo de
esta colección: “Ariel”. El propósito de toda esta serie de textos literarios,
según afirmaba el propio Rodó, era reunir sus impresiones como “espectador en
el gran drama de la inquietud contemporánea” (Rodó 1957: 145). Es en este contexto
donde Rodó lee la obra de Darío, discute su “americanismo” y escribe Ariel, y es en el conjunto de sus
opúsculos y de otros textos escritos por esta misma época en donde se encuentra
la postura de Rodó con respecto al americanismo literario.
El “antiamericanismo involuntario” que Rodó encuentra en el
nicaragüense podía no sólo explicarse por la elección de asuntos, sino también
por “el personalismo nada expansivo de su poesía”, y “su manifiesta aversión a
las ideas e instituciones circundantes” (Rodó 1957: 166). Rodó mantiene sus
reservas ante la poesía del nicaragüense por su ausencia de “contenido humano”,
por su falta de compromiso con respecto a la realidad; relaciona la “evasión”
de Darío con las propuestas del simbolismo y el decadentismo europeo, en las
que, como afirmaba en “El que vendrá”, encontraba un peligro pues “convirtieron
la blasfemia en oración y el estigma en aureola de sus santos” (Rodó 1957: 148).
Es interesante, sin embargo, que Rodó no vea un verdadero peligro en la poesía –excepcional,
original- de Darío, a quien “absuelve” al final del opúsculo en tanto tiene el
“el atributo regio de la irresponsabilidad”. En
“Un poeta en Caracas”, texto anterior, de 1897[3], Rodó ya había expresado esta misma opinión: “A Darío le está permitido emanciparse de la obligación humana de la
lucha, refugiarse en el Oriente o en Grecia (…) Una individualidad literaria
poderosa tiene, como el verdadero poeta según Heine, el atributo regio de la
irresponsabilidad.-Sobre los imitadores debe caer el castigo, pues es de ellos
la culpa” (Rodó 1957: 847).
Rodó había dedicado varias páginas al tema del “americanismo
literario” en 1895[4], y su
postura revelaba su afiliación al cosmopolitismo de la hora y el claro rechazo
del positivismo literario que reducía la literatura a mero reflejo de su medio:
Es indudable que el carácter nacional de una
literatura no ha de buscarse sólo en el reflejo de las peculiaridades de la
naturaleza exterior, ni en la expresión dramática o descriptiva de las
costumbres, ni en la idealización de las tradiciones con que teje su tela
impalpable la leyenda para decorar los altares del culto nacional. (...) –Por
otra parte, no es tanto la forzada limitación a ciertos temas y géneros, como
la presencia de un espíritu autónomo, de una cultura definida, y el poder de
asimilación que convierte en propia sustancia cuanto la mente adquiere, la base
que puede reputarse más firme de la verdadera originalidad literaria. (Rodó
1957: 768)
Es en los textos que anteceden
a Ariel donde Rodó definía su ideal
de literatura. Rodó preparaba a los lectores para ese ideal futuro, que sería
una respuesta al sentimiento de crisis y de cambio que afectó al fin de siglo.
En “El que vendrá” (1896), se pueden leer los síntomas del proceso de
secularización que tan sagazmente Gutiérrez Girardot consideró decisivo para
comprender nuestro modernismo literario. Aquí encontramos una postura semejante
a la de Martí en su “Prólogo” al “Poema al Niágara”. Para Rodó: “Ya no se
profesa el culto de una misma Ley y la ambición de una gloria que ha de ser
compartida, sino la fe del temperamento propio y la teoría de la propia
genialidad (…) Los cenáculos, como legiones sin armas, se disuelven; los
maestros, como los dioses, se van…”
(Rodó 1957: 149). Ante la secularización del mundo, ante la pérdida de
Dios que Hugo Friedrich llamó “trascendencia vacía” (Gutiérrez
Girardot 1988: 51-53) la respuesta de Rodó es
decisiva para leer el Ariel: “El
vacío de nuestras almas sólo puede ser llenado por un grande amor, por un
grande entusiasmo; y este entusiasmo y ese amor sólo pueden serle inspirados
por la virtud de una palabra nueva” (Rodó 1957: 150).
Como afirma en su texto sobre Prosas
profanas, Rodó no cree que Darío sea incapaz de predicar “la buena nueva”;
pero “para hacerle maestro de la verdad, sería necesario prepararle una
decoración renovada de los más bellos pasajes del Genezareth de idilio, de
Renan; vestir al apóstol con túnica de oro y de seda…” (Rodó 1957: 167); lo que
hará él mismo en Ariel conjugando los
“dos ideales más altos de la historia”: la elegancia griega (la belleza de
Darío) y la caridad (la moral de Jesús) (Rodó, 1957: 215). El modelo que sueña
Rodó aúna estética y ética, entrelaza el helenismo y el cristianismo en un
sincretismo cristiano-pagano típico del fin de siglo[5].
Es la fusión de residuos religiosos, un cristianismo en ruinas que apela a la
fe en un profeta, en un conductor espiritual que, mediante una educación
continental, propague entre los jóvenes su ideal. Rodó no comparte la reacción
de Darío frente a la vida utilitaria y vulgar que sentía ser el producto más
alarmante de las emergentes democracias latinoamericanas. Está de acuerdo en
que “el arte y la multitud están hechos de distinta sustancia. El arte es cola
leve y Calibán tiene las manos toscas y duras.” Pero mientras para Rodó a
Calibán “se le puede abominar en el arte y amarle cristianamente en la
realidad”, Darío “no le ama ni en la realidad ni en el arte.” (Rodó 1957: 169).
Es por su irresponsabilidad con respecto a este “Calibán”, por la soledad de su
“alcázar interior” “frente a la vida mercantil y tumultuosa de nuestras
sociedades” (Rodó 1957: 166), por la falta de esperanza en las cosmópolis
latinoamericanas, que Darío no es el poeta de América. Esta es además, la
lectura que seguramente hizo el mismo Darío del artículo sobre Prosas profanas. Ya ha indicado la
crítica el modo en que a partir de Cantos
de vida y esperanza Darío responde a Rodó[6].
Un año más tarde, Rodó no pretende que su Ariel sea el símbolo representativo de lo latinoamericano sino que
el espíritu de este “genio del aire” se infunda en la juventud para poder, a
partir del arte, amar cristianamente a Calibán en la realidad[7].
El Ariel revela un “americanismo
voluntario” en tanto se presenta como guía y respuesta ante las necesidades de
la vida. Y es probablemente esta voluntaria intervención desde el arte, además
del objetivo de Rodó de que su texto se lea como una “moderna literatura de ideas”[8],
lo que generó la búsqueda de un americanismo entendido no como utopía sino como
representación de la realidad.
Ariel no es un “ensayo” de realidad americana, sino un relato ficcional que
incluye lo que Gutiérrez Girardot llamó el “sermón laico” de Próspero
(Gutiérrez Giradot 2004: 85). Son precisamente la introducción y el cierre de
este monólogo los que inscriben la enseñanza en el contexto de una sala de
estudios (un interior
“pedagógico-modernista”) que los discípulos abandonarán al final para salir a
un exterior urbano. Situados en este marco ¿por qué habríamos de pedirle a Rodó
que se adaptara a un supuesto medio, tiempo o espacio “americanos”? El arte de
Rodó, como afirmó Rama (creyendo que Rodó no era consciente de esto) era urbano
como el de Darío, “en el nivel de los procedimientos artísticos” y “también en
un nivel más superficial, en cuanto acometían la feérica transmutación de sus
ciudades a través de la literatura, tal como habían hecho los escritores europeos
del XIX.” (Rama 1985: 178). De hecho, “la transmutación idealizada del medio,
de la ciudad (…), está claramente en el Ariel”
aunque Rama creía que era “a pesar de su prédica americanista y de la
conservación de matrices mentales románticas” (1985: 178). Rodó, sin embargo,
se auto-declaraba “modernista”:
yo pertenezco con toda mi
alma a la gran reacción que da carácter y sentido a la evolución del
pensamiento en las postrimerías de este siglo; a la reacción que, partiendo del
naturalismo literario y del positivismo filosófico, los conduce, sin
desvirtuarlos en lo que tienen de fecundos, a disolverse en concepciones más
altas. (Rodó 1956: 155).
La crítica latinoamericana más reciente, siguiendo a un Fernández
Retamar “poscolonialista”, leyó los símbolos de “Ariel” y “Calibán”
shakespearianos en clave sarmientina: “civilización”-“barbarie”, ciudad-campo,
para convertir la dupla, vía el Martí de “Nuestra América” en: “letrados
artificiales”-“hombres naturales”, “criollo exótico”-“mestizo autóctono” (Fernández
Retamar 1998: 37). En los últimos años Rodó fue encasillado en una concepción
simplista del positivismo que él mismo se proponía superar y recibió nuevamente
la acusación de “colonialista”, confirmando el temor de Octavio Paz frente a
los estudios culturales que reducen todo texto a mero documento social.[9]
Si leemos el Ariel la dupla
sarmientina se disuelve pues la crisis a la que el texto se refiere no es la
lucha entre la civilización y la barbarie, entre la ciudad y el campo, sino
entre el espiritualismo y el materialismo en el seno de la ciudad, operación
que apunta a la dificultad de distinguir entre los polos de Sarmiento y de
idealizar la ciudad “civilizada” en rechazo del campo.[10] Ariel responde precisamente al modelo creado
por el capitalismo, al que América Latina se incorporaba abruptamente en el fin
de siglo: Calibán es la barbarie, pero éste no es el indígena hijo de Sycorax,
sino el hijo peligroso de una civilización deficiente, que si bien puede
vislumbrarse en los Estados Unidos, tampoco es el símbolo de esta nación.
En Ariel la reacción frente
a la ciudad modernizada (presente en todo el modernismo y ya observada en la
literatura europea) se presenta específicamente como una reacción frente a la
ciudad diseñada a partir de la lección positivista de Sarmiento. El texto pone
en escena el sentimiento de crisis percibido en el fin de siglo cuando la ciudad real que se pliega a las
transformaciones de la sociedad comienza a hacer evidentes las falencias de la ciudad letrada. El Ariel es también un diseño de ciudad, y Próspero trabaja como un
proyectista de modelos culturales, pero mientras la “ciudad letrada” era un
“parto de la inteligencia” (como afirmaba Rama en La ciudad letrada), la ciudad de Próspero pretende ser un parto del espíritu.
Probablemente sea la fe en la letra y la búsqueda del orden presentes en el discurso de
Próspero (¿la persistente fe de Rodó en la educación y en la perfectibilidad
del hombre?) lo que ha llevado a Rama a pensar que en Rodó se potenciaba la
función ideologizante, “la larga tradición redentorista del letrado americano”
(Rama 1995: 90). Sin embargo, como ha señalado Julio Ramos, en Rodó opera un
sujeto estético que aunque cumple una “función ideologizante” se constituye
fuera de la política y del estado[11].
Para los letrados la ciudad era el emblema de una vida racionalizada, no el
lugar de fragmentación del “yo” y de crisis que Próspero vislumbra en las
ciudades latinoamericanas.
En la estructura de Ariel,
el “sermón” de Próspero apunta a reparar esta vida racionalizada en el seno de
la ciudad, lo que se desarrolla en la sexta y última parte, justo antes de que
los jóvenes salgan al contacto con las muchedumbres. Los anteriores cinco
apartados no hacen sino preparar la salida al exterior. Las primeras partes del
“sermón” son un llamado a los jóvenes y una propuesta de educación integral, en
oposición a la educación utilitarista. El modelo de perfección de moralidad es
el helenismo cristianizado y el modelo de estética
de la estructura social está representado por Atenas. Luego se presenta un
análisis del estado del espíritu actual, utilitario, y de las condiciones de
vida: triunfo de la ciencia y de la democracia, que desembocan en la falta de
idealidad y la mediocridad del igualitarismo y el materialismo. Como respuesta
Próspero apela al heroísmo y propone la educación de la democracia,
diferenciando su postura de las diversas reacciones europeas frente el estado
de la sociedad burguesa capitalista (Nietzsche, Renan, Taine, Comte). El modelo
de “selección espiritual” de Próspero se propone en reemplazo del de “selección
natural” del positivismo francés, con lo que se critica el modelo civilizatorio
positivista y racista de Sarmiento y Alberdi, su simple “gobernar es poblar”.
Es sólo en la quinta parte donde se observa el estado del espíritu utilitario e
igualitario en Estados Unidos y se advierte ante el peligro del imperialismo y
la nordomanía, que claramente alude a la devoción sarmientina por el
positivismo. La sexta parte, entonces, funciona finalmente como un llamado a la
acción concreta de los jóvenes en las ciudades modernizadas, y es éste a mi
entender el punto clave del “sermón”, donde se diseña una utopía de ciudad.
La ciudad de Próspero apela a un orden espiritual reparador del orden
social que la “ciudad letrada” había transpuesto al orden geométrico de las
ciudades. El pasaje en el que Próspero se refiere a Babilonia es una
enmascarada pero clara referencia a las ciudades latinoamericanas que sufrían
los efectos de la modernización: ensanchamiento, ruptura del casco antiguo,
estetización edilicia, gusto por la monumentalidad:
Hay una perspectiva ideal en la que la ciudad
no aparece grande sólo porque prometa ocupar el área inmensa que había
edificada en torno a la torre de Nemrod; ni aparece fuerte sólo porque sea
capaz de levantar de nuevo ante sí los muros babilónicos sobre los que era
posible hacer pasar seis carros de frente; ni aparece hermosa sólo porque, como
Babilonia, luzca en los paramentos de sus palacios losas de alabastro y se
enguirnalde con los jardines de Semíramis. (Rodo 1957: 238)
La ciudad de Próspero es por el contrario grande cuando se
espiritualiza: “cuando hay algo en ella que flota por encima de la muchedumbre”
(Rodó 1957: 239) pues
Una sociedad definitivamente organizada que limite su idea de
civilización a acumular abundantes elementos de prosperidad, y su idea de la
justicia a distribuirlos equitativamente entre los asociados, no hará de las
ciudades donde habite nada que sea distinto, por esencia, del hormiguero o la
colmena. (Rodó 1957: 238)
Próspero hace finalmente el llamado explícito a sus jóvenes a impedir
que aquellas ciudades “que tuvieron a Moreno, a Rivadavia, a Sarmiento, que
llevaron la iniciativa de una inmortal Revolución” terminen “en Sidón, en Tiro,
en Cartago” (Rodó 1957: 239). Su temor alude nada más y nada menos que a la
soledad generada por la vida en las grandes ciudades (tópico frecuente también en
la literatura europea) que tan magníficamente analizó Georg Simmel para la
misma época[12]. En uno de
los más bellos pasajes del “sermón”, Próspero evoca una página de Tennyson[13]
donde
presa de angustioso delirio, el héroe del poema se sueña muerto y
sepultado, a pocos pies dentro de tierra, bajo el pavimento de una calle de
Londres. (…) El clamor confuso de la calle, propagándose en sorda vibración
hasta la estrecha cavidad de la tumba, impide en ella todo sueño de paz. El
peso de la multitud indiferente gravita a toda hora sobre la triste prisión de
aquel espíritu... (Rodó 1957: 239).
Es contra esta esclavitud del espíritu, contra esta desintegración del
yo en la ciudad modernizada, que el sacralizado genio de Ariel, afirmado
primero en el baluarte de la vida interior, se lanzará “a la conquista de las
almas” (Rodó 1957: 243). Y es así como Rodó, ante a un sistema social que ya se
muestra amenazante, ofrece una respuesta latinoamericana a la crisis de la
modernidad.
BIBLIOGRAFÍA
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“Lateinamerika und Europa. Ein literarischer Dialog und seine Vorgeschichte”
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Ette, Ottmar (1994b)
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Sucre, Guillermo (2001).
“La sensibilidad americana” . La máscara,
la transparencia. Ensayos sobre poesía hispanoamericana. México, Fondo de
Cultura Económica, 2001. Segunda reimpresión. Pp.19-26.
[1] Pertenece a los escritos póstumos de Rodó, que Rodríguez Monegal
reordenó bajo el título de “Proteo” para la publicación de las Obras Completas.
[2] Por ejemplo, dice Guillermo Sucre: “El crítico uruguayo parecía
limitarse a la idea de un poeta que describiera y resumiera la realidad
americana” (2001: 19) y cita a César Vallejo quien también afirmó “Rodó dijo de
Rubén Darío que no era el poeta de América, sin duda porque Darío no prefirió
como Chocano y otros, el tema, los materiales artísticos y el propósito
deliberadamente americano en su poesía.”
(Sucre 2001: 20).
[3] Texto publicado en la Revista
Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, fundada por Rodó.
[4] Me refiero a “El americanismo literario” (Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, 10 de julio, 10
de agosto y 10 de noviembre de 1895), que como aclara Emir Rodríguez Monegal
“integra también la refundición titulada “Juan María Gutiérrez y su época”
(Rodó 1957: 767).
[5] Para comprender la operación de Rodó en el contexto
del espíritu del fin de siglo ver especialmente “El retorno de Cristo” en
Hinterhäuser, Hans (1980). Fin de Siglo.
Figuras y mitos. Madrid, Taurus. Trad. María Teresa Martínez. Para una
comprensión más amplia del proceso de secularización y de la respuesta de Rodó
y su “sermón laico” frente al “complejo y contradictorio proceso europeo de
reacción a las hondas transformaciones sociales que puso en marcha la
Revolución Francesa” (Gutiérrez Girardot 2004: 104-105) remito al excelente
artículo de Gutiérrez Girardot (2004) “El 98 tácito”: Ariel, de José Enrique Rodó” en Heterodoxias.
Bogotá, Taurus.
[6] Ver el excelente artículo de Sylvia Molloy “Ser y decir en Darío:
el poema liminar de Cantos de vida y
esperanza”. Texto Crítico, Año XIV, n° 38, Xalapa,
México, enero-junio 1988. Pp. 30-42.
[7] Como bien afirma Gutiérrez Girardot, la apelación a la juventud no es
un “tópico retórico momentáneo sin efectos posteriores, sino una fuerza
histórica renovadora y creadora del motor y la meta de la historia” (Gutiérrez
Girardot 2004: 87).
[8] Así llama Próspero a la literatura de Nietzsche
en Ariel (Rodó 1957: 225). Rodó usa
además este concepto en una carta a Unamuno para referirse a lo que lo
distingue de sus colegas literarios latinoamericanos, pues no le gusta el
término “docente” o “trascendental” (citado en Ette, Ottmar “Una gimnástica del
alma” , en Ette, Ottmar y Heydenreich, Titus (comp.) (2000) José Enrique Rodó y su tiempo. Cien años de “Ariel”. Frankfurt am Main - Madrid: Vervuert – Iberoamericana. Pp.
177-178).
[9] Dice Octavio Paz:
“Primero se reduce la obra a mero documento social; en seguida, se afirma que
el texto no dice lo que dice. Mejor dicho: el texto oculta una realidad social
y política. Descubrir esa realidad es la misión del crítico. (...) La Tempestad de Shakespeare se
transforma en un espectáculo de fuegos de artificio que encubren con sus luces
la infame realidad: el nacimiento del imperialismo moderno. La relación entre
Próspero y Calibán es la del amo europeo y su esclavo colonial. El texto es un
tejido de engaños; al destejerlo, el crítico desenmascara al autor mentiroso,
cómplice de la tiranías y opresiones.” (Paz 1990: 95)
[10] Por otra parte, como bien afirma Ottmar
Ette, tampoco la estructura del espacio en Ariel
es bipolar, “sino más bien una estructura homogénea centrada en Ariel, la cual
queda aún más enfatizada cuando Próspero, al principio y al final de su
discurso, coloque a Ariel en el centro como una divinidad protectora, y cuando
al tocar la frente del airy spirit
aparezca como un profeta iluminado por la fuerza divina simbolizada en la
estatua.” (Ette, Ottmar “`La modernidad hospitalaria´: Santa Teresa, Rubén Darío y
las dimensiones del espacio en Ariel,
de José Enrique Rodó” en Ette, Ottmar
y Heydenreich, Titus (comp.) (2000) José Enrique Rodó y su tiempo. Cien años de “Ariel”. Frankfurt am Main - Madrid: Vervuert –
Iberoamericana. P.
77).
[11] Julio Ramos hace esta crítica a Rama en Desencuentros de la modernidad en América
Latina cuando afirma: “Pensar que tanto Rodó como Sarmiento son “letrados”
porque en ambos opera la “función ideologizante” o porque ambos fueron
servidores públicos, no toma en cuenta los diferentes campos discursivos
presupuestos por sus respectivos lenguajes, no toma en cuenta que ambos
escritores están atravesados por sujetos, por modos de autorización diferentes
(…) En Rodó opera una autoridad específicamente estética. (…) presupone una esfera específicamente estética como
campo discursivo (es más, podría pensarse que esa autonomía de lo estético, en
Rodó, es la condición de posibilidad de su antiimperialismo y de su concepto
mismo de América Latina como esfera de la “cultura”, autónoma de la economía de “ellos”). (Ramos 1989: 70).
[12] En Simmel, Georg (1986). “Las grandes urbes y la vida intelectual”. El individuo y la libertad. Ensayos de la
crítica de la cultura. Barcelona, Península. Pp.247-261.
[13] Se refiere a la parte II, V, de Maud;
A Monodrama (1855) de Alfred Tennyson. Sería interesante
analizar con mayor atención la lectura que hace Rodó de esta obra de Tennyson.