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José Enrique Rodó: el espíritu de Ariel en la ciudad modernizada

Bonfiglio, Florencia
U.N.L.P

 

En “La facultad específica del crítico”[1] el uruguayo José Enrique Rodó parecía anticipar los postulados de la teoría de la recepción al destacar un principio de cooperación, “un germen de actividad y originalidad creadora” en la contemplación estética, y de allí también en la tarea de la crítica como forma superior de la lectura. De esta manera, podía afirmar que “No hay una sola Ilíada ni un solo Hamlet; hay tantas Ilíadas y tantos Hamlets cuantos son los íntimos espejos que, distintos en matiz y pulimento, ocupan el fondo de las almas” (Rodó 1957: 940). Este principio, que seguramente había regido su lectura de La Tempestad de Shakespeare a través del Caliban, Suite de La Tempête (1878) de Renan, explicaba su tratamiento en Ariel de la tríada de personajes shakespearianos (Próspero, Calibán y Ariel) y anticipaba, con sagacidad borgesiana, las variadas apropiaciones y lecturas de La Tempestad (y de Ariel): los continuos intentos por agregar a la serie -ya casi infinita- un símbolo más. Rodó afirmaba en el ensayo citado que “cada ejemplar de un libro equivale, desde que adquiere dueño y lector, a una variante singular e única” (Rodó 1957: 940). En efecto, esas variantes, respecto de su obra, serían luego tan singulares e únicas que derivarían en el cuestionamiento de las principales proyecciones que él inscribiera en Ariel. A pesar del declarado respeto y homenaje al uruguayo, Fernández Retamar afirmaba en su lectura ya clásica de Caliban: “nuestro símbolo no es pues Ariel, como pensó Rodó, sino Caliban” (Fernández Retamar 1998: 25), ocultando su propio misreading bajo la crítica a un supuesto miswriting de Rodó.

En este trabajo quiero primero explorar los modos en que la obra y la figura de Rodó contribuyeron con esta crítica inseparable de la pregunta sobre el ser latinoamericano, y esto en el marco de la tensión más amplia entre arte y vida que dramáticamente se planteó en la literatura latinoamericana a partir del modernismo, en los comienzos de la autonomía del campo literario. En un segundo momento me concentraré en la respuesta que propone Ariel a partir de la conjunción de estética y ética en el fin de siglo, que lo lleva a proyectar no sólo una pedagogía sino un nuevo ideal de ciudad, preocupación que no se reduce al problema de la identidad latinoamericana tantas veces relacionado con la obra del uruguayo.

Fue el mismo Rodó quien en 1899, un año antes de la publicación de Ariel, planteaba en su estudio sobre Prosas profanas la pregunta por la representatividad de la literatura latinoamericana con su conocida afirmación de que Darío no era “el poeta de América” (Rodó 1957: 165). Muchas han sido las lecturas que interpretaron este juicio como un pedido de color local[2]. Ángel Rama ve a su compatriota uruguayo como un “visible provinciano”, cuyo pensamiento colonizado lo llevaría a asumir las teorías positivistas acríticamente. De hecho, como bien presentía Rama, a partir de estas teorías deterministas sería también imposible “justificar la obra del propio Rodó” (Rama 1985: 176). Para Rama, “Rodó no ve su enmascaramiento, por lo demás absolutamente legítimo, y en cambio percibe el de Darío” (1985: 178). Ha sido ésta una lectura errónea de Rodó; pues no sólo ha impedido interpretar su ideal estético (y con ello su voluntaria adscripción al espíritu cosmopolita del modernismo) sino también ha generado las búsquedas en Ariel de un símbolo representativo de lo latinoamericano (y sus consecuentes acusaciones sobre todo a partir del aparato crítico del poscolonialismo).

Si leemos el texto de Rodó sobre Prosas Profanas, resulta claro que Rodó no adhiere a las ideas del positivismo “acríticamente”, y es la dificultad para encontrar un “americanismo” en Darío lo que lo lleva a descartar ese método de análisis. Como ha sido tantas veces citado, Rodó ignora

 

si algún espíritu zahorí podría descubrir, en tal o cual composición de Rubén Darío, una nota fugaz, un instantáneo reflejo, un sordo rumor por los que se reconociera en el poeta al americano de las cálidas latitudes (…) como, en sentir de Taine, se reconoce –comprobándose la persistencia del antiguo fondo de una raza,– al nieto de Néstor y de Ulises en los teólogos disputadores del bajo Imperio. Por mi parte, renuncio a tan aventurados motivos de investigación, y me limito a reiterar mi creencia de que, ni para el mismo Taine, ni para Buckle, sería un hallazgo feliz el de tal personalidad en ambiente semejante. (Rodó 1957: 165, énfasis mío)

 

De acuerdo con las posteriores observaciones de Rodó, la personalidad de Darío ha sido en cambio para él un hallazgo sumamente feliz, y sobre todo en lo que respecta al cosmopolitismo. Rodó se considera “un dócil secuaz para acompañar en sus peregrinaciones a los poetas” (Rodó 1957: 171); asume el impulso universalista que según Rama define la tarea exegética del modernismo a partir del gran texto de la cultura occidental, y dice: “Siempre he creído que un verdadero espíritu de poeta, elegirá, con más o menos conciencia de ello, su ubicación ideal, su patria de adopción, en alguna parte del pasado, cuya imagen, evocada perpetuamente, será un ambiente personal que lo aísle de la atmósfera de la realidad” (1957: 178). No es sólo en el texto sobre Prosas profanas donde Rodó coincide con Darío con respecto a la necesidad de “desprovincializar” la literatura y de inscribir lo propio en el texto universal. En “La novela nueva” (1896) Rodó había afirmado: “las fronteras del mapa no son las de la geografía del espíritu, y (…) la patria intelectual no es el terruño” (1957: 152).

¿Qué significaba entonces, para Rodó, ser el poeta de América? El opúsculo sobre Darío, según el diseño de publicación de su autor, debía formar parte de la colección La vida nueva, a la que ya pertenecían el ya citado opúsculo “La novela nueva”, y otro titulado “El que vendrá”, ambos de 1896. Luego del opúsculo sobre Darío, de 1899, vendría el tercer opúsculo de esta colección: “Ariel”. El propósito de toda esta serie de textos literarios, según afirmaba el propio Rodó, era reunir sus impresiones como “espectador en el gran drama de la inquietud contemporánea” (Rodó 1957: 145). Es en este contexto donde Rodó lee la obra de Darío, discute su “americanismo” y escribe Ariel, y es en el conjunto de sus opúsculos y de otros textos escritos por esta misma época en donde se encuentra la postura de Rodó con respecto al americanismo literario.  

El “antiamericanismo involuntario” que Rodó encuentra en el nicaragüense podía no sólo explicarse por la elección de asuntos, sino también por “el personalismo nada expansivo de su poesía”, y “su manifiesta aversión a las ideas e instituciones circundantes” (Rodó 1957: 166). Rodó mantiene sus reservas ante la poesía del nicaragüense por su ausencia de “contenido humano”, por su falta de compromiso con respecto a la realidad; relaciona la “evasión” de Darío con las propuestas del simbolismo y el decadentismo europeo, en las que, como afirmaba en “El que vendrá”, encontraba un peligro pues “convirtieron la blasfemia en oración y el estigma en aureola de sus santos” (Rodó 1957: 148). Es interesante, sin embargo, que Rodó no vea un verdadero peligro en la poesía –excepcional, original- de Darío, a quien “absuelve” al final del opúsculo en tanto tiene el “el atributo regio de la irresponsabilidad”. En “Un poeta en Caracas”, texto anterior, de 1897[3], Rodó ya había expresado esta misma opinión: “A Darío le está permitido emanciparse de la obligación humana de la lucha, refugiarse en el Oriente o en Grecia (…) Una individualidad literaria poderosa tiene, como el verdadero poeta según Heine, el atributo regio de la irresponsabilidad.-Sobre los imitadores debe caer el castigo, pues es de ellos la culpa” (Rodó 1957: 847).

Rodó había dedicado varias páginas al tema del “americanismo literario” en 1895[4], y su postura revelaba su afiliación al cosmopolitismo de la hora y el claro rechazo del positivismo literario que reducía la literatura a mero reflejo de su medio:

 

Es indudable que el carácter nacional de una literatura no ha de buscarse sólo en el reflejo de las peculiaridades de la naturaleza exterior, ni en la expresión dramática o descriptiva de las costumbres, ni en la idealización de las tradiciones con que teje su tela impalpable la leyenda para decorar los altares del culto nacional. (...) –Por otra parte, no es tanto la forzada limitación a ciertos temas y géneros, como la presencia de un espíritu autónomo, de una cultura definida, y el poder de asimilación que convierte en propia sustancia cuanto la mente adquiere, la base que puede reputarse más firme de la verdadera originalidad literaria. (Rodó 1957: 768)

 

 Es en los textos que anteceden a Ariel donde Rodó definía su ideal de literatura. Rodó preparaba a los lectores para ese ideal futuro, que sería una respuesta al sentimiento de crisis y de cambio que afectó al fin de siglo. En “El que vendrá” (1896), se pueden leer los síntomas del proceso de secularización que tan sagazmente Gutiérrez Girardot consideró decisivo para comprender nuestro modernismo literario. Aquí encontramos una postura semejante a la de Martí en su “Prólogo” al “Poema al Niágara”. Para Rodó: “Ya no se profesa el culto de una misma Ley y la ambición de una gloria que ha de ser compartida, sino la fe del temperamento propio y la teoría de la propia genialidad (…) Los cenáculos, como legiones sin armas, se disuelven; los maestros, como los dioses, se van…”  (Rodó 1957: 149). Ante la secularización del mundo, ante la pérdida de Dios que Hugo Friedrich llamó “trascendencia vacía” (Gutiérrez Girardot 1988: 51-53) la respuesta de Rodó es decisiva para leer el Ariel: “El vacío de nuestras almas sólo puede ser llenado por un grande amor, por un grande entusiasmo; y este entusiasmo y ese amor sólo pueden serle inspirados por la virtud de una palabra nueva” (Rodó 1957: 150).

Como afirma en su texto sobre Prosas profanas, Rodó no cree que Darío sea incapaz de predicar “la buena nueva”; pero “para hacerle maestro de la verdad, sería necesario prepararle una decoración renovada de los más bellos pasajes del Genezareth de idilio, de Renan; vestir al apóstol con túnica de oro y de seda…” (Rodó 1957: 167); lo que hará él mismo en Ariel conjugando los “dos ideales más altos de la historia”: la elegancia griega (la belleza de Darío) y la caridad (la moral de Jesús) (Rodó, 1957: 215). El modelo que sueña Rodó aúna estética y ética, entrelaza el helenismo y el cristianismo en un sincretismo cristiano-pagano típico del fin de siglo[5]. Es la fusión de residuos religiosos, un cristianismo en ruinas que apela a la fe en un profeta, en un conductor espiritual que, mediante una educación continental, propague entre los jóvenes su ideal. Rodó no comparte la reacción de Darío frente a la vida utilitaria y vulgar que sentía ser el producto más alarmante de las emergentes democracias latinoamericanas. Está de acuerdo en que “el arte y la multitud están hechos de distinta sustancia. El arte es cola leve y Calibán tiene las manos toscas y duras.” Pero mientras para Rodó a Calibán “se le puede abominar en el arte y amarle cristianamente en la realidad”, Darío “no le ama ni en la realidad ni en el arte.” (Rodó 1957: 169). Es por su irresponsabilidad con respecto a este “Calibán”, por la soledad de su “alcázar interior” “frente a la vida mercantil y tumultuosa de nuestras sociedades” (Rodó 1957: 166), por la falta de esperanza en las cosmópolis latinoamericanas, que Darío no es el poeta de América. Esta es además, la lectura que seguramente hizo el mismo Darío del artículo sobre Prosas profanas. Ya ha indicado la crítica el modo en que a partir de Cantos de vida y esperanza Darío responde a Rodó[6].

Un año más tarde, Rodó no pretende que su Ariel sea el símbolo representativo de lo latinoamericano sino que el espíritu de este “genio del aire” se infunda en la juventud para poder, a partir del arte, amar cristianamente a Calibán en la realidad[7]. El Ariel revela un “americanismo voluntario” en tanto se presenta como guía y respuesta ante las necesidades de la vida. Y es probablemente esta voluntaria intervención desde el arte, además del objetivo de Rodó de que su texto se lea como una “moderna literatura de ideas[8], lo que generó la búsqueda de un americanismo entendido no como utopía sino como representación de la realidad.

Ariel no es un “ensayo” de realidad americana, sino un relato ficcional que incluye lo que Gutiérrez Girardot llamó el “sermón laico” de Próspero (Gutiérrez Giradot 2004: 85). Son precisamente la introducción y el cierre de este monólogo los que inscriben la enseñanza en el contexto de una sala de estudios (un interior “pedagógico-modernista”) que los discípulos abandonarán al final para salir a un exterior urbano. Situados en este marco ¿por qué habríamos de pedirle a Rodó que se adaptara a un supuesto medio, tiempo o espacio “americanos”? El arte de Rodó, como afirmó Rama (creyendo que Rodó no era consciente de esto) era urbano como el de Darío, “en el nivel de los procedimientos artísticos” y “también en un nivel más superficial, en cuanto acometían la feérica transmutación de sus ciudades a través de la literatura, tal como habían hecho los escritores europeos del XIX.” (Rama 1985: 178). De hecho, “la transmutación idealizada del medio, de la ciudad (…), está claramente en el Ariel” aunque Rama creía que era “a pesar de su prédica americanista y de la conservación de matrices mentales románticas” (1985: 178). Rodó, sin embargo, se auto-declaraba “modernista”:

 

yo pertenezco con toda mi alma a la gran reacción que da carácter y sentido a la evolución del pensamiento en las postrimerías de este siglo; a la reacción que, partiendo del naturalismo literario y del positivismo filosófico, los conduce, sin desvirtuarlos en lo que tienen de fecundos, a disolverse en concepciones más altas. (Rodó 1956: 155).

 

La crítica latinoamericana más reciente, siguiendo a un Fernández Retamar “poscolonialista”, leyó los símbolos de “Ariel” y “Calibán” shakespearianos en clave sarmientina: “civilización”-“barbarie”, ciudad-campo, para convertir la dupla, vía el Martí de “Nuestra América” en: “letrados artificiales”-“hombres naturales”, “criollo exótico”-“mestizo autóctono” (Fernández Retamar 1998: 37). En los últimos años Rodó fue encasillado en una concepción simplista del positivismo que él mismo se proponía superar y recibió nuevamente la acusación de “colonialista”, confirmando el temor de Octavio Paz frente a los estudios culturales que reducen todo texto a mero documento social.[9]

Si leemos el Ariel la dupla sarmientina se disuelve pues la crisis a la que el texto se refiere no es la lucha entre la civilización y la barbarie, entre la ciudad y el campo, sino entre el espiritualismo y el materialismo en el seno de la ciudad, operación que apunta a la dificultad de distinguir entre los polos de Sarmiento y de idealizar la ciudad “civilizada” en rechazo del campo.[10] Ariel responde precisamente al modelo creado por el capitalismo, al que América Latina se incorporaba abruptamente en el fin de siglo: Calibán es la barbarie, pero éste no es el indígena hijo de Sycorax, sino el hijo peligroso de una civilización deficiente, que si bien puede vislumbrarse en los Estados Unidos, tampoco es el símbolo de esta nación.

En Ariel la reacción frente a la ciudad modernizada (presente en todo el modernismo y ya observada en la literatura europea) se presenta específicamente como una reacción frente a la ciudad diseñada a partir de la lección positivista de Sarmiento. El texto pone en escena el sentimiento de crisis percibido en el fin de siglo cuando la ciudad real que se pliega a las transformaciones de la sociedad comienza a hacer evidentes las falencias de la ciudad letrada. El Ariel es también un diseño de ciudad, y Próspero trabaja como un proyectista de modelos culturales, pero mientras la “ciudad letrada” era un “parto de la inteligencia” (como afirmaba Rama en La ciudad letrada), la ciudad de Próspero pretende ser un parto del espíritu.

Probablemente sea la fe en la letra y la búsqueda del orden presentes en el discurso de Próspero (¿la persistente fe de Rodó en la educación y en la perfectibilidad del hombre?) lo que ha llevado a Rama a pensar que en Rodó se potenciaba la función ideologizante, “la larga tradición redentorista del letrado americano” (Rama 1995: 90). Sin embargo, como ha señalado Julio Ramos, en Rodó opera un sujeto estético que aunque cumple una “función ideologizante” se constituye fuera de la política y del estado[11]. Para los letrados la ciudad era el emblema de una vida racionalizada, no el lugar de fragmentación del “yo” y de crisis que Próspero vislumbra en las ciudades latinoamericanas.

En la estructura de Ariel, el “sermón” de Próspero apunta a reparar esta vida racionalizada en el seno de la ciudad, lo que se desarrolla en la sexta y última parte, justo antes de que los jóvenes salgan al contacto con las muchedumbres. Los anteriores cinco apartados no hacen sino preparar la salida al exterior. Las primeras partes del “sermón” son un llamado a los jóvenes y una propuesta de educación integral, en oposición a la educación utilitarista. El modelo de perfección de moralidad es el helenismo cristianizado y el modelo de estética de la estructura social está representado por Atenas. Luego se presenta un análisis del estado del espíritu actual, utilitario, y de las condiciones de vida: triunfo de la ciencia y de la democracia, que desembocan en la falta de idealidad y la mediocridad del igualitarismo y el materialismo. Como respuesta Próspero apela al heroísmo y propone la educación de la democracia, diferenciando su postura de las diversas reacciones europeas frente el estado de la sociedad burguesa capitalista (Nietzsche, Renan, Taine, Comte). El modelo de “selección espiritual” de Próspero se propone en reemplazo del de “selección natural” del positivismo francés, con lo que se critica el modelo civilizatorio positivista y racista de Sarmiento y Alberdi, su simple “gobernar es poblar”. Es sólo en la quinta parte donde se observa el estado del espíritu utilitario e igualitario en Estados Unidos y se advierte ante el peligro del imperialismo y la nordomanía, que claramente alude a la devoción sarmientina por el positivismo. La sexta parte, entonces, funciona finalmente como un llamado a la acción concreta de los jóvenes en las ciudades modernizadas, y es éste a mi entender el punto clave del “sermón”, donde se diseña una utopía de ciudad.

La ciudad de Próspero apela a un orden espiritual reparador del orden social que la “ciudad letrada” había transpuesto al orden geométrico de las ciudades. El pasaje en el que Próspero se refiere a Babilonia es una enmascarada pero clara referencia a las ciudades latinoamericanas que sufrían los efectos de la modernización: ensanchamiento, ruptura del casco antiguo, estetización edilicia, gusto por la monumentalidad:

 

Hay una perspectiva ideal en la que la ciudad no aparece grande sólo porque prometa ocupar el área inmensa que había edificada en torno a la torre de Nemrod; ni aparece fuerte sólo porque sea capaz de levantar de nuevo ante sí los muros babilónicos sobre los que era posible hacer pasar seis carros de frente; ni aparece hermosa sólo porque, como Babilonia, luzca en los paramentos de sus palacios losas de alabastro y se enguirnalde con los jardines de Semíramis. (Rodo 1957: 238)

 

La ciudad de Próspero es por el contrario grande cuando se espiritualiza: “cuando hay algo en ella que flota por encima de la muchedumbre” (Rodó 1957: 239) pues

 

Una sociedad definitivamente organizada que limite su idea de civilización a acumular abundantes elementos de prosperidad, y su idea de la justicia a distribuirlos equitativamente entre los asociados, no hará de las ciudades donde habite nada que sea distinto, por esencia, del hormiguero o la colmena. (Rodó 1957: 238)

 

Próspero hace finalmente el llamado explícito a sus jóvenes a impedir que aquellas ciudades “que tuvieron a Moreno, a Rivadavia, a Sarmiento, que llevaron la iniciativa de una inmortal Revolución” terminen “en Sidón, en Tiro, en Cartago” (Rodó 1957: 239). Su temor alude nada más y nada menos que a la soledad generada por la vida en las grandes ciudades (tópico frecuente también en la literatura europea) que tan magníficamente analizó Georg Simmel para la misma época[12]. En uno de los más bellos pasajes del “sermón”, Próspero evoca una página de Tennyson[13] donde

 

presa de angustioso delirio, el héroe del poema se sueña muerto y sepultado, a pocos pies dentro de tierra, bajo el pavimento de una calle de Londres. (…) El clamor confuso de la calle, propagándose en sorda vibración hasta la estrecha cavidad de la tumba, impide en ella todo sueño de paz. El peso de la multitud indiferente gravita a toda hora sobre la triste prisión de aquel espíritu... (Rodó 1957: 239).

 

Es contra esta esclavitud del espíritu, contra esta desintegración del yo en la ciudad modernizada, que el sacralizado genio de Ariel, afirmado primero en el baluarte de la vida interior, se lanzará “a la conquista de las almas” (Rodó 1957: 243). Y es así como Rodó, ante a un sistema social que ya se muestra amenazante, ofrece una respuesta latinoamericana a la crisis de la modernidad.

 

BIBLIOGRAFÍA

 

Ette, Ottmar y Heydenreich, Titus (comp.) (2000) José Enrique Rodó y su tiempo. Cien años de “Ariel”. Frankfurt am Main - Madrid: Vervuert – Iberoamericana.

Ette, Ottmar (1994a) “Lateinamerika und Europa. Ein literarischer Dialog und seine Vorgeschichte” (Prefacio). José Enrique Rodó: Ariel. Übersetzt, herausgegeben und erläutert von Ottmar Ette. Mainz: Dieterich'sche Verlagsbuchhandlung (Reihe excerpta classica, XII). Pp. 9-58.

Ette, Ottmar (1994b) “Rodó, Prospero und die Statue Ariels. Das literarische Projekt einer hispanoamerikanischen Moderne” (Posfacio) José Enrique Rodó: Ariel. Übersetzt, herausgegeben und erläutert von Ottmar Ette. Mainz: Dieterich'sche Verlagsbuchhandlung (Reihe excerpta classica, XII). Pp. 193-237.

Fernández retamar, Roberto (1998). Todo Caliban. Concepción (Chile), Editorial Aníbal Pinto. 

González Echevarría, Roberto (2001) “El extraño caso de la estatua parlante: Ariel y la retórica magistaerial del ensayo latinoamericano”. La voz de los maestros. Escritura y autoridad en la literatura latinoamericana moderna. Madrid, Verbum. Pp. 28-61.

Gutiérrez Girardot, Rafael (1988). Modernismo. Supuestos históricos y culturales. México, Fondo de Cultura Económica.

Gutiérrez Girardot, Rafael (2004). “El 98 tácito”: Ariel, de José Enrique Rodó” . Heterodoxias. Bogotá, Taurus. Pp. 81-107.

Hinterhäuser, Hans (1980). Fin de Siglo. Figuras y mitos. Madrid, Taurus. Trad. María Teresa Martínez.

Molloy, Sylvia (1988). “Ser y decir en Darío: el poema liminar de Cantos de vida y esperanza”. Texto Crítico, Año XIV, n° 38, Xalapa, México, enero-junio 1988. Pp. 30-42.

Paz, Octavio (1990). La otra voz. Poesía y fin de siglo. Seix Barral, Barcelona.

Rama, Ángel (1985). Las máscaras democráticas del modernismo, Montevideo, Fundación Ángel Rama.

Rama, Ángel (1995). La ciudad letrada. Montevideo, Arca.

Ramos, Julio (1989). Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo XIX. Méjico, Fondo de Cultura Económica.

Rodó, José Enrique (1957). Obras completas, introducción, prólogo y notas por Emir Rodríguez Monegal, Madrid, Aguilar.

Simmel, Georg (1986). “Las grandes urbes y la vida intelectual”. El individuo y la libertad. Ensayos de la crítica de la cultura. Barcelona, Península. Pp.247-261.

Sucre, Guillermo (2001). “La sensibilidad americana” . La máscara, la transparencia. Ensayos sobre poesía hispanoamericana. México, Fondo de Cultura Económica, 2001. Segunda reimpresión. Pp.19-26.



[1] Pertenece a los escritos póstumos de Rodó, que Rodríguez Monegal reordenó bajo el título de “Proteo” para la publicación de las Obras Completas.

[2] Por ejemplo, dice Guillermo Sucre: “El crítico uruguayo parecía limitarse a la idea de un poeta que describiera y resumiera la realidad americana” (2001: 19) y cita a César Vallejo quien también afirmó “Rodó dijo de Rubén Darío que no era el poeta de América, sin duda porque Darío no prefirió como Chocano y otros, el tema, los materiales artísticos y el propósito deliberadamente americano en su poesía.”  (Sucre 2001: 20).

[3] Texto publicado en la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, fundada por Rodó.

 

[4] Me refiero a “El americanismo literario” (Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, 10 de julio, 10 de agosto y 10 de noviembre de 1895), que como aclara Emir Rodríguez Monegal “integra también la refundición titulada “Juan María Gutiérrez y su época” (Rodó 1957: 767).

[5] Para comprender la operación de Rodó en el contexto del espíritu del fin de siglo ver especialmente “El retorno de Cristo” en Hinterhäuser, Hans (1980). Fin de Siglo. Figuras y mitos. Madrid, Taurus. Trad. María Teresa Martínez. Para una comprensión más amplia del proceso de secularización y de la respuesta de Rodó y su “sermón laico” frente al “complejo y contradictorio proceso europeo de reacción a las hondas transformaciones sociales que puso en marcha la Revolución Francesa” (Gutiérrez Girardot 2004: 104-105) remito al excelente artículo de Gutiérrez Girardot (2004) “El 98 tácito”: Ariel, de José Enrique Rodó” en Heterodoxias. Bogotá, Taurus.

[6] Ver el excelente artículo de Sylvia Molloy “Ser y decir en Darío: el poema liminar de Cantos de vida y esperanza”. Texto Crítico, Año XIV, n° 38, Xalapa, México, enero-junio 1988. Pp. 30-42.

[7] Como bien afirma Gutiérrez Girardot, la apelación a la juventud no es un “tópico retórico momentáneo sin efectos posteriores, sino una fuerza histórica renovadora y creadora del motor y la meta de la historia” (Gutiérrez Girardot 2004: 87).

[8] Así llama Próspero a la literatura de Nietzsche en Ariel (Rodó 1957: 225). Rodó usa además este concepto en una carta a Unamuno para referirse a lo que lo distingue de sus colegas literarios latinoamericanos, pues no le gusta el término “docente” o “trascendental” (citado en Ette, Ottmar “Una gimnástica del alma” , en Ette, Ottmar y Heydenreich, Titus (comp.) (2000) José Enrique Rodó y su tiempo. Cien años de “Ariel”. Frankfurt am Main - Madrid: Vervuert – Iberoamericana. Pp. 177-178).

 

[9] Dice Octavio Paz: “Primero se reduce la obra a mero documento social; en seguida, se afirma que el texto no dice lo que dice. Mejor dicho: el texto oculta una realidad social y política. Descubrir esa realidad es la misión del crítico. (...) La Tempestad de Shakespeare se transforma en un espectáculo de fuegos de artificio que encubren con sus luces la infame realidad: el nacimiento del imperialismo moderno. La relación entre Próspero y Calibán es la del amo europeo y su esclavo colonial. El texto es un tejido de engaños; al destejerlo, el crítico desenmascara al autor mentiroso, cómplice de la tiranías y opresiones.” (Paz 1990: 95)

[10] Por otra parte, como bien afirma Ottmar Ette, tampoco la estructura del espacio en Ariel es bipolar, “sino más bien una estructura homogénea centrada en Ariel, la cual queda aún más enfatizada cuando Próspero, al principio y al final de su discurso, coloque a Ariel en el centro como una divinidad protectora, y cuando al tocar la frente del airy spirit aparezca como un profeta iluminado por la fuerza divina simbolizada en la estatua.”  (Ette, Ottmar “`La modernidad hospitalaria´: Santa Teresa, Rubén Darío y las dimensiones del espacio en Ariel, de José Enrique Rodó” en Ette, Ottmar y Heydenreich, Titus (comp.) (2000) José Enrique Rodó y su tiempo. Cien años de “Ariel”. Frankfurt am Main - Madrid: Vervuert – Iberoamericana. P. 77).

[11] Julio Ramos hace esta crítica a Rama en Desencuentros de la modernidad en América Latina cuando afirma: “Pensar que tanto Rodó como Sarmiento son “letrados” porque en ambos opera la “función ideologizante” o porque ambos fueron servidores públicos, no toma en cuenta los diferentes campos discursivos presupuestos por sus respectivos lenguajes, no toma en cuenta que ambos escritores están atravesados por sujetos, por modos de autorización diferentes (…) En Rodó opera una autoridad específicamente estética. (…) presupone una esfera específicamente estética como campo discursivo (es más, podría pensarse que esa autonomía de lo estético, en Rodó, es la condición de posibilidad de su antiimperialismo y de su concepto mismo de América Latina como esfera de la “cultura”, autónoma de la economía de “ellos”). (Ramos 1989: 70).

[12] En Simmel, Georg (1986). “Las grandes urbes y la vida intelectual”. El individuo y la libertad. Ensayos de la crítica de la cultura. Barcelona, Península. Pp.247-261.

[13] Se refiere a la parte II, V, de Maud; A Monodrama (1855) de Alfred Tennyson. Sería interesante analizar con mayor atención la lectura que hace Rodó de esta obra de Tennyson.

 

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