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La ciudad y sus metáforas en la narrativa de Edgardo Rodríguez Juliá

Bernabé, Mónica
U.N.R

Y triste el jibarito va pensando así, diciendo así,

Llorando así por el camino

Qué será de Borinquen, mi Dios querido,

Qué será de mis hijos y de mi hogar.

                         Rafael Hernández: “Lamento Borincano”

 

 

 

                      ¡Qué sinfín

de muertos que te vieron

me piden la mirada, para verte!

                    Pedro Salinas: “El contemplado”                          

 

         Desde nuestra perspectiva austral, solemos urdir un mapa de América Latina donde ciertas islas del Caribe ocupan un lugar, al menos, impreciso. Tal es el caso de Puerto Rico. Para algunos, en el nombre se cifra una isla de ensueño propicia para el mercadeo turístico que amalgama playa, salsa y ron sin excluir el mito de una sensualidad sin límites. En otra onda, más cercana de la programación de MTV, el nombre suena a éxito latino encarnado en figuras como las de Ricky Martin o Chayanne y el vertiginoso ritmo de un mundo de opulencia entrevisto desde el esquivo ilusionismo de la pantalla televisiva. Sin embargo, siempre habrá algunos conocedores de la tradición popular latinoamericana para quienes Puerto Rico es evocación del legendario Rafael Hernández y las notas memorables de “Capullito de Alelí”, “Cumbanchero” o “Lamento borincano”. Precisamente el “Lamento”, convertido con el paso de los años en una suerte de himno nacional puertorriqueño, se alza como la contracara de la imagen marketinera del paraíso tropical consumible. Más aún, hay quienes sostienen que el relato de las penurias del jíbaro en 1930 da inicio al cancionero de protesta en América Latina. Su vigencia –al margen de su reactivación en la excepcional versión de Caetano Veloso en los noventa - se explica por la agobiante persistencia de la ominosa marginación y desigualdad social en nuestros países.

         El “Lamento” adquiere mayor significación cuando lo reinsertamos en las circunstancias de profunda melancolía que rodearon su composición en una tarde fría y lluviosa del Harlem de 1929. Habitante de los márgenes de una ciudad extranjera, el compositor, a través de su ensoñación, logra retornar al país natal para relatar las desventuras de los que no han podido salir de la isla. Su situación y su nostalgia ponen en escena un acontecimiento fundamental de la historia puertorriqueña: el mayor éxodo poblacional del siglo XX en América Latina. La canción de Hernández también da testimonio del abandono de la vida rural como efecto del inexorable proceso de modernización. La entrada del jíbaro a la ciudad se alza como visión profética de la magnitud que alcanzará el desplazamiento masivo en las décadas siguientes. Arcadio Díaz Quiñones en  El arte de bregar  analiza la transformación abierta en la década del cincuenta por el Estado Libre Asociado  cuando emigraron a los Estados Unidos cerca de medio millón de puertorriqueños excluidos de las ventajas del progreso impuesto por los acuerdos  entre los gobiernos. Entre 1940 y 1960, la cifra se acerca al millón de una población que no llegaba entonces a los tres millones.  A este fenómeno de la emigración, Edgardo Rodríguez Juliá añade la trama íntima de la historia del Caribe: los que salieron de la isla hacia los “niuyores” en busca de un destino mejor, fueron,  mayoritariamente, los tataranietos de esclavos traídos de África. “Nací – escribe E.R.J.- en medio de uno de los procesos de transformación social más interesantes que ha conocido el siglo. Los cambios urbanos que trajo la industrialización, la paz muñocista, aquella gran emigración de nuestros pobres al norte, la diáspora de otros pueblos antillanos a nuestro suelo […] Me considero escritor de un momento privilegiado. He podido contemplar lo que llamó Walter Benjamin el ángel del progreso y sus catástrofes, o sea, ese lugar donde lo irrecuperable, lo perfectamente atropellado y destruido por la Historia se vuelve nostalgia, añoranza, deseo de recordar y conocimiento, que mientras tengamos la memoria de sus voces, los muertos no estarán muertos, al menos, no del todo”

         Exilio, emigración y desarraigo son las coordenadas que articulan en gran medida la cultura y la literatura de Puerto Rico.  Cuando el recuerdo de los que se han ido pesa con una fuerza obsesiva, la escritura suele ser una forma de convocar a los ausentes. De ahí que el intento por dar con una imagen inclusiva propia de lo puertorriqueño sea un debate abierto y persistente desde fines del siglo XIX y que movió -y mueve- a los intelectuales y escritores a responder a la pregunta por la esquiva identidad nacional. En Biografía de una idea que enloqueció de amor -que es su discurso de ingreso a la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española en 1999- Rodríguez Juliá, a contracorriente de algunos sectores de la crítica posmoderna, plantea la cuestión identitaria como fundamento de su labor literaria: “Entonces me digo y me repito, -como un mantra- ripostaba el recién estrenado académico, que mientras seamos sociedades colonizadas, es decir, sociedades que hemos adoptado, pero no creado, modos de civilización, esa obsesión con la llamada identidad siempre estará ahí como la loca de la casa”.

         Si Puerto Rico es un país complejo para comprender, tal vez se deba a su larga historia colonial, a su valoración como bastión militar primero español, luego norteamericano, que le impidió tener una tradición militar propia. “Bendición contradictoria”, aclara E.R.J., porque si bien los sometió a una dominación sin solución de continuidad, los salvó del caudillismo militar que se enseñoreó de gran parte de la historia política latinoamericana.  En definitiva, la excepcionalidad puertorriqueña se encuentra en el hecho de que, más allá de no haber alcanzado el estatuto de nación-estado como  los demás países latinoamericanos, ha perdurado como comunidad a partir de los vínculos de familia y de lengua. La identidad, en este caso, se encuentra en lo íntimo, en lo más próximo, en las lealtades de la carne, en los lazos de amor. De ahí que, para Rodríguez Juliá, la verdadera patria sea, sobre todo, un lugar donde dos puertorriqueños pueden disfrutar de su cultura y hablar a sus anchas.  “Nuestros más queridos héroes –escribe en “La noche oscura de mi generación”- han sido peloteros, poetas, cantantes y músicos, aquellos que alegran la vida o la explican cantándole. Nuestro político más querido fue un poeta neorriqueño que vivió una juventud nada prudente en el Norte, allá en el Village niuyorquino de los años veinte; fue ese bohemio libertario y de izquierda, Luis Muñoz Marín, a quien le tocó el destino de enseñarnos a asumir nuestra responsabilidad democrática, aún bajo la colonia”.

         La identidad, entonces, se encuentra en un perpetuo tránsito -del campo a la ciudad, de un barrio a ootro barrio, de la isla al continente, del español al inglés- que dibuja  la esforzada huida de un pueblo en búsqueda de remediar su situación, como dice la canción de Rafael Hernández. En esa huida, al mismo tiempo, se advierten las marcas de un movimiento contrario, es decir, un incesante repliegue, una retracción hacia lo que se ha dejado atrás sólo recuperable a través de la ensoñación. El movimiento de ida y vuelta configura una identidad trabajada en el contrapunteo entre el adentro y el afuera al punto que “el no poder salir – intuye Rodríguez Juliá en Caribeños - es sólo la forma más extrema de no haber llegado nunca”.  

         Desde adentro y en retrospectiva, Rodríguez Juliá ha elegido narrar los perturbadores efectos que las catástrofes de la Historia fueron dejando en un sujeto que se reconoce en tránsito. Podemos aventurarnos y decir que la metáfora central en su obra es la del vértigo y la melancolía que provoca el paso del tiempo sobre los sujetos que habitan una ciudad que no cesa de emerger de las ruinas de lo viejo.  Entre lo que queda y lo que irremediablemente se ha perdido la escritura funciona como catálogo o cartografía de la novedad que, a su vez, envejece rápidamente. Se trata de un museo de grandes novedades para decirlo con la letra de la Bersuit.

         En San Juan, ciudad soñada leemos una suerte de autobiografía en la que, con paciencia y detenimiento minucioso, el autor trabaja duro para trazar una ruta personal, o mejor, íntima de su ciudad. La empresa por momentos se roza con la utopía al pretender dibujar un mapa total de los espacios surcados por el recorrido de una vida al ritmo de sus aventuras literarias. La suya y la de los otros. El mapa funciona como clave de lectura no sólo de la obra de Rodríguez Juliá sino de la literatura puertorriqueña, o al menos, del canon que este autor formula para inventarse un linaje propio. Por momentos, el texto es producto del cruce entre poesía y registro catastral: obsesiva descripción de casas, galpones, jardines, bares, restaurantes, terrenos baldíos, avenidas y calles marginales. También es lamento por lo que ha sido derrumbado, reconocimiento gozoso de lo que aún sigue en pie, protesta por el atropello que el negocio inmobiliario ejerce sobre el patrimonio cultural urbano. Pero el logro mayor del último libro de  Rodríguez Juliá consiste en hacer vibrar la historia de su ciudad en el seno de su escritura. De ahí que ensaye variadas posiciones y perspectivas donde el tiempo histórico se cruza con lo actual al punto de traer a la vida escenas del siglo XVII para finalmente recalar en situaciones vividas por la bohemia de la década del 30 en el Viejo San Juan que a su vez evocan escenas bohemias de los setenta y así sucesivamente. “La memoria –nos advierte- coincide en el espacio de épocas disímiles”. Esta trama entre memoria, autobiografía y urbanismo puede darnos la clave no sólo de la obra de Rodríguez Juliá, sino que proyecta una imagen de las formas que ha ido asumiendo una porción importante de la literatura latinoamericana hacia fines del siglo XX y principios del XXI.

         Ahora bien, lo curioso de San Juan, ciudad soñada es que la ciudad  ha enmudecido para que sólo se escuche la voz del cartógrafo. Como en la pintura urbana de Edward Hopper, el libro ofrece escenarios vacíos en los que por momentos asoma un solitario que recuerda. Entre las sombras que espejean en su flânerie nocturna, el escritor se topa con la imagen de un hombre absorto frente a la máquina de escribir en una azotea abierta a la panorámica de la ciudad dormida. El recorrido urbano ha llegado a su vértice cuando la cegadora luz del trópico queda reducida al cono de luz amarillenta que proyecta la lámpara del escritorio en medio de la oscuridad nocturna. La escritura siempre será esa actividad solitaria y muda, contraparte substancial que permite dar cuenta de lo mucho que se ha experimentado inmerso en el bullicio de la ciudad inagotable.   

         Otro escenario que insiste en la obra de Rodríguez Juliá es la playa. San Juan es inseparable del mar. El mar puede estar a la vista o simplemente presentido, nunca ausente. Y en el linaje literario de San Juan, que es decir, el linaje literario de Rodríguez Juliá, “El contemplado”, uno de los poemas marinos fundamentales del siglo XX, ocupa un lugar central. El poeta español Pedro Salinas lo escribió en la playa del Condado, el horizonte marino más abierto de San Juan, en el año 1946, que es el año de nacimiento de Rodríguez Juliá. Durante ese año, Salinas pasó largas horas frente al mar puesto que la contemplación formaba parte de su ritual de poeta en búsqueda de la imagen.

         A diferencia de Salinas, Rodríguez Juliá dejó de contemplar el mar para nadarlo. Confiesa que nadar grandes distancias le permitió experimentar con la abolición del tiempo y del espacio, situación hipnótica de la que es posible extraer todo un mundo de imágenes. En el arte del nado de distancia  encuentra una variante de la iluminación profana en la medida que el esfuerzo físico es compensado con un arrebato o euforia, “una placidez enérgica -dice Rodríguez Juliá-  en que el cuerpo se ensancha junto con la conciencia”. A través de la natación puede lograrse la suspensión de los sentidos, la evaporación del yo que otros alcanzan por la contemplación o en el sumergimiento en las multitudes o en la ensoñación provocada por los paraísos artificiales. Como todo método afín al cultivo de la imaginación, la natación de distancias exige una dedicación absorbente acompañada del riesgo y el peligro que acarrea el tanteo de los límites. Ensanchamiento del cuerpo, expansión de latidos que amenaza con el reverso de una posible disolución, el arte de nadar permite poner en suspenso al mundo. Rodríguez Juliá escribió sobre la relación existente entre literatura y natación en el marco de los escritores de lengua inglesa desde  Lord Byron y Edgar Poe hasta Hart Crane, Tennessee Williams, John Cheever y Malcolm Lowry. Entre los muchos escritores de lengua española que se podrían agregar a esa lista, recordamos especialmente a Héctor Viel Temperley, el poeta argentino que gestó su obra en una fabulosa natación perpetua (“Yo soy el nadador, Señor, soy el hombre que nada/hasta las lluvias de su infancia”).

         En el polo opuesto de la natación se encuentra el sumergimiento en el mar de gente que circula en la ciudad. Inscribiéndose en el linaje de Baudelaire, Rodríguez Juliá también gusta darse baños de multitud. Y para ello debió apelar a la tradición de la crónica literaria que desde los tiempos inaugurales de Rubén Darío y José Martí ocupa un lugar central en América Latina. El puertorriqueño se inició en la crónica con el objetivo de experimentar una de las formas posibles del realismo en nuestros días, esto es, como ejercicio de un verismo radical en el uso del habla. Su proyecto de escritura -que pretende contener todas las voces de la ciudad-  pone en escena a las diferentes jergas parlantes y, de este modo, mide la distancia entre unos y otros para, a un mismo tiempo, abrir la posibilidad de una transacción cultural capaz de operar en medio de la inestabilidad lingüística. En la lujuria del roce, la crónica traspasa la frontera de la lengua letrada para instalarse en los extramuros de la literatura. El mismo autor ha señalado cómo la escritura de la crónica le permitió, a comienzo de los ochenta, abandonar las grandes imágenes fundacionales de la identidad cultivadas por los narradores del “boom” en sintonía con las proporciones míticas que había alcanzado la lucha social y política en la década del sesenta en América Latina.

         Alejándose de una literatura de dimensiones heroicas comenzó a asediar el espacio de una sociedad que cambiaba poniendo en escena las voces de la calle. La crónica emerge, entonces, como una forma alterna a los grandes proyectos narrativos de los sesenta y setenta. Desde los márgenes de la literatura, los cronistas de los ochenta comienzan la tarea de hacer que se escuchen los márgenes de la ciudad. Las voces dialogantes del tiempo presente, que son el sello de esta escritura, inician su parloteo en Las  tribulaciones de Jonás , crónica donde se relata el encuentro del cronista con el viejo líder Luis Muñoz Marín y la participación popular en su posterior funeral. En El entierro de Cortijo la palabra del cronista se confunde con la del gentío que participó en la masiva procesión fúnebre del músico popular Rafael Cortijo Verdejo. Al testimoniar lo acontecido ese día memorable, el cronista monta un espectáculo singular con las múltiples voces que conformaron esa multitud. E.R.J. dio continuidad a su indagación sobre las diferencias en el habla puertorriqueña en otros tres libros de crónicas que aparecieron bajo los títulos de Una noche con Iris Chacón, Puertorriqueños  y El cruce de la bahía de Guánica.

         Su escritura experimenta con las variaciones en el habla y con las marcas que las diferencias sociales imprimen en la materialidad de la lengua comunitaria. En este proyecto se percibe la lección del ensayismo puertorriqueño, en especial la de José Luis González cuando en su célebre El país de los cuatro pisos (1980) estudia la dualidad fundamental entre cultura de elite y cultura popular puertorriqueña, y observa que bajo el dominio colonial norteamericano a partir de 1898 se produce el desmantelamiento de la cultura de elite gestada bajo la dominación española. La invasión de los EE.UU. significó, paradójicamente, el ascenso de los puertorriqueños “de abajo”. Es decir, que “norteamericanización”, en el terreno de la cultura no significó “despuertorriquenización”, sino que permitió a la masa popular no-blanca desplazar los valores culturales de la clase hacendada.  En este sentido, y en contrapunto con la cultura letrada, la identidad nacional puertorriqueña se encuentra con su vertiente popular que es negra y mulata, irreverente y burlona de toda solemnidad, ajena al redentorismo desde afuera y desde arriba.

         En su libro de ensayos literarios, Mapa de una pasión literaria, Rodríguez Juliá sostiene que la literatura de su generación desplazó la cuestión de la identidad nacional hacia “la irreductible modestia de lo íntimo”. Señala, entre otros, al escritor mexicano José Emilio Pacheco cuando en Las batallas del desierto establece un juego de sutiles correspondencias entre ciudad y ensoñación erótica. En medio del torbellino social y cultural de fines del siglo XX  y principios del XXI, una serie de escritores fue articulando una estrategia que consiste en tramar un relato que deje escuchar las voces de los otros al mismo tiempo que provoca un  desplazamiento de la mirada hacia los cuerpos, sus maneras y sus movimientos sin dejar de atender también a la ropa como heráldica de la diferencia. “El cuerpo –dice Rodríguez Juliá- separado, desgarrado, encarcelado o exiliado es el reverso del cuerpo ensoñado y apetecido, […] la certeza de que somos de la manera más compleja de otros cuerpos es una especie de consuelo, sobre todo ante estos tiempos donde el cuerpo parece asediado por la brutalidad del otro o la sigilosa voracidad de la plaga”.

         Inscribir la idea de nación en la dinámica de los cuerpos tiene, por un lado, una cara tentadora por su evidente potencial liberador y la posibilidad de cambio; por el otro, tiene un costado amenazador, que habla de la caducidad y transitoriedad de todas la culturas. De este modo, la idea de la nacionalidad se libera de la monumentalidad de lo sagrado, se aligera el peso de sus héroes de mármol y  desatiende a las cristalizadas efemérides oficiales que evocan a la patria desde la obligación del calendario. Leer la historia de un país desde las lealtades y las tragedias de la carne entraña el desafío de infiltrar de erotismo al concepto de nación.

         A partir de los años ochenta, hay un grupo importante de escritores que no deja de mostrar las marcas del desencanto. Son los hijos del socialismo libertario y de la Revolución Cubana que pasaron de la literatura con dimensiones épicas al  inventario melancólico de los restos arrumbados de viejas utopías. La desilusión y el desencanto paradójicamente dio comienzo a búsquedas de elementos ausentes en la narración latinoamericana: una minuciosa observación de los cuerpos, al trazado de mapas íntimos y la articulación de una memoria erótica personal  a la vez que colectiva. 


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