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Reescrituras, relecturas:
las nuevas novelas histórica y policial de la posmodernidad

Barboza de Tesei, Martha
Universidad Nacional de Salta


Si se acepta que un paradigma se configura por una serie de reglas que forman una estructura basada en las suposiciones aceptadas como “la verdad”, el paradigma establece, entonces para los miembros de una cultura, las premisas y conceptos que rigen los distintos campos de estudio, y que son aceptados y seguidos “por convención”. Sin embargo, sabemos también, que los paradigmas no son permanentes y que cuando uno de ellos comienza a cambiar o entra en crisis, se inicia, a la vez, una investigación de los supuestos y las metodologías básicas del campo de estudio; es decir, se empieza a revisar y cuestionar todo lo que se creía y aceptaba como la “verdad”.

Precisamente, éste es el proceso por el cual están atravesando, en este momento, la literatura y los paradigmas establecidos para su estudio. Los cambios y crisis sociales, económicos, políticos y culturales que padece el mundo occidental desde los últimos años del siglo XX, han afectado fuertemente a los paradigmas literarios. Resulta importante aquí determinar de qué modo se están produciendo transformaciones, modificaciones o cambios radicales en las dominantes paradigmáticas que han regido el campo literario; y hasta qué punto tales cambios lograrán desplazar los cánones y convenciones establecidos.

Debemos tener presente, además, que esta transfiguración contextual obedece a diversos factores, tales como el proceso de globalización producto de la creciente transnacionalización de la economía, la política y la cultura, y por la heterogeneización de los movimientos sociales de resistencia a dicha globalización. Asimismo, fenómenos como la descentralización y fragmentación del poder social y la diversificación de sujetos y agentes sociales, determinan y caracterizan el período complejo y conflictivo iniciado en la últimas décadas del siglo XX. De manera paralela, y casi como consecuencia de tales fenómenos, se lleva a cabo un debate sobre la validez de los Grandes Relatos de la modernidad, lo cual ha derivado en la ruptura o negación de los paradigmas que sostienen a los discursos que dominaron la Historia.

Todo este proceso de transformación del pensamiento, que tiene su origen en Europa Occidental y que se proyecta con fuerza en Latinoamérica, ha ido dando lugar a la llamada condición posmoderna y a la conformación de un discurso propio, fundado básicamente en la descentralización del sujeto, el cuestionamiento de los grandes relatos, la fragmentación de las ideologías, la decadencia de las utopías, el desdibujamiento de los límites espacio-temporales. Rasgos que han funcionado, además, como sustrato ideológico y estético en la reformulación de géneros literarios como las “nuevas” novelas histórica y policial, producidas en Latinoamérica y particularmente en la Argentina. Estas formas narrativas gestadas en la modernidad adquieren, en este presente posmoderno, nuevas configuraciones sin perder otras que las vinculan con el paradigma convencional y que permiten su reconocimiento.

El carácter convencional de los géneros literarios es un hecho admitido, tanto desde la teoría como desde la crítica contemporánea. Tal convención se instituye por la relación inmediata que los géneros mantienen con la serie social, lo cual permite corroborar que su constitución se produce a partir de la mirada particular que la literatura hace de la sociedad. Es el discurso social el que establece las marcas sociales que luego se proyectan en el género, espacio discursivo que las absorbe y las reconstituye de acuerdo con su propia preceptiva estético-discursiva. Así, no sólo es posible leer lo literario (lo creado), sino también el estatuto de lo social (lo dado) que se manifiesta a través de la interacción dialógica de enunciados provenientes de otras prácticas discursivas.

Desde esta perspectiva, es indudable que tanto la novela policial como la histórica, gestadas en la serie literaria, adquieren su configuración discursiva y estructural en la misma instancia de su gestación. Así, por ejemplo, Poe establece, dentro de su propia producción y de manera explícita, las pautas genéricas que se repetirán con mayor o menor exactitud, durante mucho tiempo en diferentes contextos socioculturales. Instaura, en cierto modo, un dispositivo canónico, cuyos mecanismos unificadores y reguladores, aseguran la hegemonía y la estabilidad de un género marcado por una serie de reglas y normas que lo tipifican. En la actualidad, es posible leerlas aún (con reformulaciones) en los “nuevos policiales”, lo cual pone en evidencia el poder insoslayable que ejerce un discurso hegemónico sobre las prácticas discursivas que pretenden romper o subvertir lo establecido. No obstante, la escritura literaria insiste en eludir los géneros, en trabajar fuera de ellos, en los bordes, para entrar y salir, para atravesarlos, para desmontarlos.

Una vez instalado tal modelo genérico, su presencia en el campo de la producción literaria ha sido constante y se ha proyectado, con más o menos transformaciones, hasta la actualidad. Incluso la novela negra norteamericana, que posee sus propias características distintivas y su propio momento fundacional, no desconoce su filiación con dicho canon.

Tanto en Argentina como en el resto de la región latinoamericana la serie literaria policial cuenta con una historia de imitaciones, plagios, apropiaciones e intentos de una formulación genérica propia, que van desde los clásicos relatos de enigma hasta, por ejemplo, las novelas negras “a la argentina”. Sin embargo, es el relato policial de la serie negra el que se constituye en la base para tratar de establecer particularidades semántico-discursivas propias. Tales características son muy bien sintetizadas por Leonardo Padura Fuentes, cuando se refiere al relato neopolicial latinoamericano: desplazamiento del enigma de su posición central; preferencia por ambientes marginales; incorporación de determinadas formas procedentes de la cultura popular; lenguaje desembozado e irreverente que plasme las vivencias cotidianas y renuncia expresa a los grandes héroes (1995: 49-66). Sin embargo, estos rasgos que pretenden ser caracterizadores del relato “neopolicial latinoamericano” evidencian aún una fuerte adhesión al paradigma norteamericano. Mirian Pino sostiene que esta “nueva” novela policial, se configura como un espacio textual hipercodificado en el que la denuncia (rasgo característico de la literatura de los setenta) manifiesta la estrecha relación que existe entre la novela negra, el delito y el Estado. Este último, como el tercero en cuestión, actúa en muchos de estos relatos como el “real instigador del crimen” (2003: 1). Desde esta perspectiva, pueden leerse, por ejemplo, las novelas Manual de perdedores I y II (1986/88) de Juan Saturain y El tercer cuerpo (1990) de Martín Caparrós, en las que, además, la parodia, el homenaje y el humor corrosivo funcionan como estrategias de ruptura con respecto al modelo.

Pero también, están aquellas escrituras en las que el discurso policial se convierte en un medio para reflexionar sobre cuestiones literarias, filosóficas y discursivas. Lo “detectivesco” supera ampliamente el marco convencional del género y abre un espacio desde donde efectuar planteamientos e indagaciones más complejas sobre el problema de la ficción, la identidad del escritor y los códigos lingüísticos que participan de una escritura que quiere ser diferente. La mezcla, la contradicción y la ambivalencia se entrecruzan y se superponen con la anécdota del crimen. En esta línea se inscriben novelas como El coloquio de Alan Pauls, Novela negra con argentinos (1991) de Luisa Valenzuela, El fantasma imperfecto de Juan Martini, entre otras. 

Puede decirse, entonces, que esta nueva novela policial articula una voz genérica, una experiencia particular textualizada y otros componentes estratégicos, que determinan cierto distanciamiento del escritor de las pautas hegemónicas dentro de una perspectiva dominante. El género adquiere, así, sin abandonar totalmente sus rasgos caracterizadores, un alto grado de esteticidad y complejidad significativa; pone en tela de juicio las leyes del modelo y crea un campo apropiado donde pueden leerse nuevos discursos.

Algo similar ocurre con la nueva novela histórica, aunque ésta no experimenta, desde su surgimiento, la misma continuidad y permanencia que la novela policial. Además de los factores socioculturales que han impulsado su emergencia renovada, se destaca también la “crisis epistemológica” que experimenta la Historia como disciplina. Crisis que se manifiesta en la cuestionada relación entre historia y ficción y entre fuente documental y verdad histórica. Esta preocupación disciplinaria, originada en Europa, tuvo importantes repercusiones en América Latina. Situación que dio lugar a una desmesurada proliferación de novelas históricas, cuyos ejes temáticos están centrados, generalmente, en la Conquista, la época colonial o la Independencia.

Si bien el paradigma de esta novela se conforma implícitamente a partir de la novelística de Walter Scott, la nueva novela histórica que se produce actualmente en la región latinoamericana propone una reformulación del género a partir de los cambios ideológicos, políticos, históricos y culturales que inciden ostensiblemente en las condiciones de producción material y simbólica de estas últimas décadas. En consecuencia, se puede decir que la nueva novela histórica es el discurso literario más afectado por el pensamiento posmoderno. Y esto se debe particularmente a dos motivos: por un lado, porque la Historia, como discurso, se convierte en una de esas grandes narrativas cuestionadas; y, por otro, porque la novela histórica tradicional ha desempeñado a lo largo de toda su trayectoria la función de afirmación y legitimación de los valores de la modernidad (Pons, 1996: 43-82).

Mediante procedimientos hipertextuales, como la parodia, el travestimiento y la sátira, pasado y presente se confunden y la linealidad temporal es desarticulada. El anacronismo se convierte en uno de los ejes determinantes de la estructura y del sentido del texto. De modo que esta nueva novela histórica se construye como un discurso plural cuyos significados se diseminan en múltiples direcciones, y donde cada elemento remite a uno anterior o posterior; de ahí la importancia y el sentido que adquiere la escritura.

Para Linda Hutcheon (1988)[1] la línea literaria más importante del posmodernismo es la que ella llama “metaficción historiográfica”, a la que define como una categoría que engloba un tipo de novelas -no todas históricas- en las que se proyectan claramente los postulados estéticos e ideológicos de la posmodernidad. Esta “metaficción historiográfica” asume el valor relativo y cambiante de los conceptos de historia y ficción, pero a la vez ambos tipos discursivos, cada uno desde su propio campo, constituyen sistemas que dan sentido a lo real. Entre las características más relevantes de estas novelas posmodernas se encuentran: la fuerte autorreflexividad que manifiestan sobre la naturaleza discursiva e intertextual del pasado y su carácter paradójico; la construcción de una mirada crítica sobre el realismo de la novela histórica tradicional, tomando sus presupuestos para luego subvertirlos; la marcada inclinación por personajes históricos ex-céntricos y marginales. Todo ello no implica un retorno nostálgico e idealizado al pasado, ni su negación o recuperación en nombre del futuro, sino una “presentificación” problemática y un diálogo con el pasado.

Mac Hale (1987: 87-90) caracteriza y define a la novela histórica posmoderna a partir de la confrontación con la novela histórica tradicional. Así, apelando a la tradicional oposición binaria, describe a la novela histórica posmoderna en función de lo que no es con respecto a la novela histórica moderna. La primera transgrede los límites ontológicos al representar, por ejemplo, personajes y acontecimientos “ficticios” a la par de los que pertenecen al mundo histórico y “real”. Mientras que la novela histórica tradicional no admite estas transgresiones e intenta ocultar las “costuras” entre lo ficticio y lo real. Y para lograrlo recurre a tres estrategias: a) evitar contradicciones con la historia “oficial”; b) evitar anacronismos culturales; c) construir un mundo ficticio compatible, lógica y físicamente, con el mundo real, esto es, las ficciones históricas deben ser “realistas”, nunca “fantásticas”.

En cambio, la novela histórica posmoderna tiende a ser más crítica, pues por un lado, reinterpreta y desmitifica los contenidos históricos habituales y, por otro, cuestiona y reformula las convenciones de la novela histórica tradicional. Este acto de transgresión se concreta a través de tres contra-estrategias: a) la historia “oficial” (la de los vencedores) es desplazada por la escritura de una historia apócrifa (la de los vencidos, de las mujeres, de individuos anónimos), cuyo objetivo es completar o “rellenar” sus zonas oscuras; b) el uso de anacronismos creativos; y c) la integración de lo histórico y lo fantástico. Varios escritores latinoamericanos consagrados en la década del sesenta, no han podido resistir a esta nueva forma de escribir ficciones históricas, entre ellos se encuentran Carlos Fuentes con Terra Nostra (1975) y Cristóbal nonato; Gabriel García Márquez con El general en su laberinto y Mario Vargas Llosa con La guerra del fin del mundo. En Argentina, se destacan autores como Abel Pose con El largo atardecer del caminante (1992) y Los perros del paraíso (1983); Tomás Eloy Martínez con La novela de Perón (1985) y Santa Evita (1995); César Aira con Ema la cautiva (1981), Juan José Saer con El entenado (1983), entre otros. Cada uno de ellos, con sus escrituras particulares, ingresa al género “novela histórica” y generan discursos en los que prevalecen el anacronismo, la ironía y el grotesco, y en los que los hechos históricos se integran a la ficción mediante su deformación y falsificación deliberada y por la diversificación de puntos de vista. Todo ello con el afán de relativizar y hasta desequilibrar una verdad histórica.

Sin embargo, estas transformaciones e incorporaciones no implican un cambio radical de la novela histórica como género discursivo específico, y mucho menos, su sustitución por una forma totalmente nueva y diferente. Tampoco debe percibirse esta renovación como una simple comparación entre un antes y un después de la novela histórica, sino también de “lo que surge” con lo que “todavía persiste” en ella. Precisamente, en ello reside su condición de emergente, pues tanto los elementos residuales (los que permanecen) como las nuevas propuestas narrativas constituyen los ejes de referencia del cambio.

En definitiva, la novela histórica, tanto la tradicional como la contemporánea, como práctica discursiva literaria, siempre narra lo social desde sus propios códigos. Y esto implica adoptar y reformular perspectivas y estrategias que respondan a su propio contexto de producción. De ahí que la nueva novela histórica se configure como uno de los discursos que mejor expresa la compleja relación entre historia y ficción, pasado y presente, historia marginal e historia “oficial”.

Ahora bien, ¿en qué medida estas reflexiones sobre las nuevas novelas histórica y policial, permiten otorgarles el carácter de posmodernas? En primer lugar, ambas formas narrativas, como géneros particulares, se determinan no sólo como una manera de escribir, sino también como una forma de leer los textos y sus ideologemas fundamentales: el acontecimiento histórico y el crimen. Es decir, de qué modo se establece un contrato de lectura, a través del cual el texto evoca un horizonte de expectativas y normas (sociales, ideológicas, literarias) que el lector reconoce a partir de un “preconcepto” determinado por lecturas previas o por la ya conocido. Sin embargo, también sabemos que tanto el horizonte de expectativas como las normas y convenciones no son permanentes e invariables; pueden ser alteradas, reformuladas y corregidas; transformaciones que sólo el pacto de lectura permite percibir (Jauss, 1970: 7-37). Todo esto conduce a dos cuestiones vinculadas con ambas formas narrativas: por un lado, por qué se habla de “nueva” novela histórica y de “neopolicial”; y, por otro, de qué modo funciona en estas novelas el “preconcepto” del género. Es decir, cómo los procesos de escritura y recepción se ven afectados por el pacto de lectura y, en consecuencia, los de interpretación y producción de sentido.

Todo esto lleva a considerar, en segundo lugar, que tanto la novelística de Scott como la narrativa de Poe constituyen los paradigmas modernos que subyacen a las nuevas novelas histórica y policial, respectivamente. Por lo tanto, son discursos determinados por la combinación “revolucionaria” de convenciones genéricas o formas narrativas preexistentes. Y los cambios o reformulaciones responden a un proceso de evolución que se caracteriza por la permanencia de ciertos elementos, la caducidad de otros, la recuperación o reactivación de opciones olvidadas y la introducción de innovaciones.

El resurgimiento de la novela histórica y las nuevas expresiones de la policial no implican un cambio o ruptura con la tradición literaria; implican, más bien, una discontinuidad dentro de la continuidad en relación con ciertas tendencias dominantes. Esto permite observar que no hay una imitación refleja de los modelos canónicos, sino una apropiación estratégica que posibilita nuevas escrituras, diferentes y particulares, pero sin cortar totalmente sus vínculos con la tradición hegemónica.

De ahí que ambos tipos discursivos, especialmente la nueva novela histórica, se encuentren, en estos últimos años, entre las formas dominantes de expresión cultural. Pero son las actuales ficciones históricas las que se constituyen como nuevas formas emergentes dentro de su propia tradición. Con la novela policial no ocurre lo mismo, pues al mantener una continuidad productiva, no se configura como discurso emergente. Los cambios y transformaciones operados en ella se han ido dando de manera progresiva y de acuerdo con los contextos de producción.

Finalmente, es necesario señalar que en la actualidad el campo literario e intelectual se encuentra dominado por la industria cultural, la que pretende incluir bajo el rótulo abarcativo de “producciones culturales” discursos verbales y no verbales de todo tipo y procedencia, en una especie de “feria” discursiva en la que se exponen para la “venta” del lector-consumidor textos de la más diversa calidad. No se ha generado aún un nuevo paradigma genérico que ordene y clasifique tales producciones. Y en este contexto de mezcla indiscriminada, la literatura resiste, con sus propias reformulaciones y cambios, desde el espacio que la tradición literaria le ha construido: los géneros. Esto es así porque los escritores no han dejado de escribir novelas, cuentos, poemas, dramas.

En consecuencia, la novela siempre será moderna; lo posmoderno reside en las transfiguraciones creativas que el escritor hace contra el género, reconociéndolo y dejándolo, pero nunca borrándolo. Se territorializa en él para luego desterritorializarse y construir otro espacio desde donde escribir lo “nuevo”, sin olvidar las marcas de los “padres textuales”, que nunca desaparecen. En definitiva, las nuevas novelas histórica y policial son novelas posmodernas porque se presentan como “revolucionarias conservadoras”. Esto es, buscan subvertir, revolucionar, la imagen del género, mostrando que en la raíz misma de éstas, que se presentan como un cuestionamiento de las novelas modernas, se encuentra la misma novela moderna.

 

Bibliografía

Binns, Nialls (1996), “La novela histórica en el debate posmoderno. En J. Romera Castillo, op. cit.

Pons, María (1996), Memorias del olvido. La novela histórica del siglo XX. México: Siglo XXI.

Pulgarín, Amalia (1995), Metaficción historiográfica. La novela histórica en la narrativa posmoderna. Madrid: Espiral Hispanoamericano.

Romera Castillo, José et al (1996), La novela histórica a finales del siglo XX. Madrid: Visor.

Jauss, Hans Robert (1970), “Literary history as a challenge to a literary theory”. En New Literary History 2.

Pino, Mirian (2003), “El relato policial en América Latina” [www.letrasdechile.cl/mpinon.htm].

Padura Fuentes, Leonardo (2001), “Miedo y violencia: la novela policial en Iberoamérica”. Coloquio Internacional El complejo arte de narrar: la literatura policial en América Latina. La Habana: Casa de las Américas.

Epple, Juan Armando (1995), “Entrevista con Leonardo Padura Fuentes”. Hispamérica-Revista de Literatura 24, p. 49-66.

 

           



[1] Los conceptos teóricos de Hutcheon han sido tomados de los siguientes textos: María C. Pons (1996), Memorias del olvido; Amalia Pulgarín (1995), Metaficción historiográfica, y Niall Binns (1996), “La novela histórica hispanoamericana en el debate posmoderno”.

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