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Melancolía: Memoria y Literatura en Nocturno de Chile
de Roberto Bolaño (Anagrama, 2000)

Aguilar, Paula
U.N.L.P

 

He aquí mi memoria y sus largos espacios, sus antros, sus cavernas innumerables, llenas de innumerables especies de cosas innumerables, que están ahí, sea por imágenes, como los cuerpos todos, sea por presencia real, como las ciencias, sea por no sé qué nociones o notaciones, como las impresiones del espíritu, las retiene la memoria, pues todo lo que está en ella está en el espíritu. Voy pasando por todo esto, revoloteando acá, allá; voy penetrando tan adentro como puedo, y no hallo límite en parte alguna, ¡tan grande es el poder de la memoria!

San Agustín, Confesiones, Cap. XVII, Libro X, p.165.

 

El presente trabajo se propone articular el par duelo / melancolía en relación al problema de la memoria en torno al Chile de la dictadura y las postdictadura en Nocturno de Chile de Roberto Bolaño. Leer recorridos de la identidad, lecturas de la historia a partir de un concepto que se disemina y deviene posición intelectual: la melancolía, entonces, como posibilidad estética encarnada en la percepción desengañada de coyunturas históricas y relatos de la Historia, como visión de mundo signada por las caídas en el fin de siglo, fin de dictadura. Al explorar los diferentes significados de la melancolía como metáfora central del texto se iluminan los hilos de una trama sincopada que narra el reverso de una literatura optimista o de tintes heroicos.

 

En la visión psicoanalítica, la melancolía es consecuencia de un mecanismo de duelo que evidencia el conflicto identitario a partir de una pérdida. Freud la define como “sentimiento trágico asociado a ideas y sentimientos de culpa”, “el aparato psíquico en conflicto” [1] . El sujeto queda atrapado en la melancolía al no poder tramitar el duelo. La melancolía como dislocación, como fractura contamina en Nocturno de Chile sujetos, espacios y modos de ver. Sebastián Urrutia Lacroix es sacerdote opusdeísta, poeta, crítico literario, profesor de marxismo de la Junta Militar pinochetista y representa lo que Nelly Richard llama “figura del trauma, el duelo y la melancolía”, original ficcionalización de una “víctima de la sensación de irreconocimiento y desamparo” [2] producida por la dictadura militar. En  este sentido, los recuerdos del cura generan y explicitan en una noche de melancólica fiebre y ‘mala conciencia’, el quiebre interno de una identidad que se creía sólida. Este fraccionarse de la identidad se hace visible con la presencia del otro (los campesinos, los niños, una voz). Una alteridad que provoca reacciones de delirio febril y quiebran el continuum un relato que aparecía como ordenado por la razón. Hay dos encuentros con los campesinos y los niños en el exterior del fundo Là Bas, propiedad del crítico literario Farewell, que generan “miedo y asco” (20) [3] . En tanto parte de un afuera irreductible, inclasificable y caótico, el cura no comprende sus acciones, su discurso se vuelve dubitativo, repetitivo en imágenes, interrogador, dice “consiguieron alterar mi equilibrio mental y físico” (30); “todos eran feos. Las campesinas eran feas y sus palabras incoherentes. El campesino era feo y su inmovilidad incoherente. Los campesinos que se alejaban eran feos y su singladura en zigzag incoherente.” (33) Como anti-tipo de estos sujetos –dentro del juego de espejos que despliega la novela- aparece el niño Sebastián, el hijo de María Canales, cuyos ojos azules ‘ven lo que no quieren ver’ y provocan ganas de llorar en el cura.

Su discurso a veces delirante, por momentos de una fría lucidez, recurre en imágenes del silencio, el olvido, la memoria, el paso del tiempo como marcas de una resistencia al recuerdo, resistencia que se sabe imposible. Cito algunos ejemplos, que aparecen diseminados por toda la novela: en relación con el silencio: “estaba en paz conmigo mismo. Mudo y en paz” (11); “el miedo de oír aquello que no se puede oír, las palabras esenciales que no podemos escuchar y que con casi toda probabilidad no se pueden pronunciar” 34; el vallejiano “quiero decir pero sólo me sale espuma”(64); que agradable resulta no oír nada, y no tener memoria” (71); “toda conversación, todo diálogo, decía una voz, está vedado” (35), sobre el tiempo y el olvido: “los pozos ciegos de la memoria” (47); “los pliegues fantasmagóricos del tiempo” (70); “el ligero espasmo del tiempo y las demoliciones” (69); “ ¿para qué remover lo que el tiempo piadosamente oculta?” (142); “en el túnel del tiempo, en la gran máquina de moler carne del tiempo” (147).  Siguiendo lo anterior, el mismo Bolaño define, en una entrevista para La Nación, la novela en éstos términos “un intento fallido de amnesia donde todos somos iguales, las sombras inocentes y los brutos malévolos, los personajes reales y ficticios, es decir, todos somos víctimas, sólo que de una forma indolora” y “trata sobre el efecto del tiempo en las historias, sobre el lento progreso del olvido que es una de las formas de la ocultación hacia la que con más gusto y puede que con más justificación tendemos” [4] . La memoria, la imposibilidad de la amnesia resulta, entonces, de un narrador que intenta justificarse por medio de una confesión que pone en evidencia el quiebre de la identidad, las señales históricas de una coyuntura definida como “pérdida de la palabra, suspensión del habla” [5] que moldeó cierta “memoria común y muchos olvidos compartidos” [6] . Y la melancolía como reacción a esa instancia crítica del yo originada a partir de la conciencia culposa, una angustia generada por la desolación individual e impotente frente a marcos de representación que se saben fracturados.

Se evidencia así una textualidad que en clave de bildungsroman intenta el repaso de la vida para suturar la identidad escindida, un relato que oscila entre la confesión religiosa del sacerdote y el discurrir psicoanalítico para tratar de unir el juego de voces desplegado por la memoria. Otras de las representaciones de la alteridad desestabilizadora es “el joven envejecido”, quien más que un sujeto siempre presente es una voz siempre constante en el texto, es la voz que genera el relato y lo hilvana (dice el narrador en el comienzo “y rebuscaré en el rincón de los recuerdos aquellos actos que me justifican y que por lo tanto desdicen las infamias que el joven envejecido ha esparcido en mi descrédito en una sola noche relampagueante”,11) Este joven envejecido es escritor y “ a finales de la década del cincuenta (…) sólo debía tener cinco años, tal vez seis, y estaba lejos del terror, de la invectiva, de la persecución” (22), estos datos parecen apuntar a la propia biografía de Bolaño, de toda una generación que busca una justificación, intenta un ajuste de cuentas que deviene imposibilidad. Sin embargo, no hay en el texto la posibilidad de fijar sentidos totales, de clausurar identidades ‘transparentes’ y esta voz que es el joven envejecido también es el cura en el último tramo de su delirio, “¿soy yo el joven envejecido? ¿Esto es el verdadero, el gran terror, ser el joven envejecido que grita sin que nadie lo escuche?” (149) se pegunta. Es la propia conciencia, o es la voz del otro que, a pesar del silencio, del paso del tiempo, se instaló en la memoria.

En el marco de la postdictadura como escenario de recuperación de la memoria, como espacio de re-visión de responsabilidades y complicidades [7] Nocturno… aparece como otro trabajo de lo que Hugo Vezzetti denomina “construcción compleja de verdad (...) elaboración estética de los espacios de la lucha contra el olvido”, otro lugar de re-invención de memoria que intenta seguir “ los mecanismos de duelo que reintegra algo como perdido e irrecuperable a la vez que lo traslada a otra dimensión: el crimen siniestro quedaría abierto a la elaboración, la simbolización, la redención en el presente” [8] . En la condición melancólica se instala la imposibilidad de redención, la imposibilidad de suturar el quiebre.

La melancolía como metáfora de la pérdida y la fractura se resemantiza en el tratamiento de la espacialidad. El fundo de Farewell y la casa de María Canales como símbolos de una identidad que a través de la máscara oculta la bifurcación del yo. Aquí el desdoblamiento se desplaza a otros planos y revela lo que Gonzalo Aguilar denomina  “las oscuras relaciones entre el arte y la barbarie” [9] . Espacios del arte representados como esferas ajenas a lo político pero que narran claves, episodios que denotan  el horror. El fundo y la casa como metáforas del Chile infernal. Là Bas como espacio de la civilización, cerrado, alejado de la ciudad, corporiza el distanciamiento torremarfilista entre arte/ vida (la referencia a Huysmans es explícita) que denuncia el espacio externo como barbarie, denuncia que cambia paradójicamente de signo con la presencia de marcas simbólicas que relacionan –a modo de antecedente que prefigura- ese espacio cerrado con la dictadura. En primer lugar, el ingreso al fundo Là Bas como ‘refugio de la cultura’ en un Chile pre-dictatorial, inculto, “país de bárbaros” aparece como un descenso a los infiernos, parte de una etapa iniciática de la conversión del cura Urrutia Lacroix en el crítico literario Ibacache: “Como si aquel carricoche fuera a buscar a alguien para llevarlo al infierno” (18). La sala principal “se asemejaba a una biblioteca y a un pabellón de caza, con muchas estanterías llenas de enciclopedias y diccionarios (…) amén de por lo menos una docena de cabezas disecadas” (19). Por otro lado, cada paseo por las afueras del fundo se describe en términos de extravío, la naturaleza salvaje, con la presencia del otro, que como ya se mencionó, genera miedo y asco. Hay la confrontación de dos espacios, uno desestabilizador el otro reconfortante y seguro que, sin embargo, presentan límites que se vuelven difusos. Luego de uno de los paseos-pérdida del cura por las afueras del fundo donde comparte el pan duro de los campesinos, “manjar ambrosiano, deleitable fruto de la patria, buen sustento de nuestros esforzados labriegos” (22) se describe una cena, a modo de banquete, con importantes invitados –Neruda entre ellos. Esta cena al sacerdote le produce nauseas, se siente enfermo,  y su discurso incurre en el delirio y la incoherencia vertiginosa: una escena con Farewell que delata sus inclinaciones homosexuales, un ‘diálogo de locos’ con Neruda, dice “ y recuerdo que en aquel momento yo tuve conciencia de mi miedo, aunque preferí seguir mirando la luna” (26). Dis-locación, duplicación confusa que prefigura la simultaneidad espacial que bajo el mismo techo de la casa de María Canales será  la sala de las tertulias literarias y el sótano del horror. Se describe el final de las reuniones de la siguiente manera: “uno de nosotros previamente se había encargado de abrir el portón de hierro, y María Canales seguía de pie en el porche hasta que el último auto trasponía los límites de su casa, los límites de su castillo hospitalario” (128), detalles que remiten al fundo de Farewell, que aparece, así, como prefiguración del Chile de la dictadura. Esta simultaneidad de las tertulias literarias con la tortura denuncia un Chile ‘de superficie’ y otro ‘de sótano’ e indaga acerca de las complicidades silenciosas –hasta inconscientes- con el régimen militar. Las tertulias reunían a un número de “intelectuales dispuestos a crear de la nada (…) la nueva escena chilena” (129), un poeta desesperado, una novelista feminista, un pintor de vanguardia  hablan de literatura mientras el sótano funciona como sala de tortura. Patricia Espinosa señala que puede leerse “un calco casi exacto entre el poder político y el poder crítico. Este espejeo, sumado a las tertulias en la casa de María Canales, en cuyos subterráneos se practicaba la tortura, tiende a abrir una brecha culposa en la moralidad del establishment artístico nacional” [10] . De este episodio de la tortura se dan cuatro versiones que agregan de a poco más datos, como parte de un proceso de recuperación de memoria que crece con el proceso democrático que devela y obstruye, avanza y se paraliza; el cura se encuentra con un “joven novelista de izquierda” quien le niega repetidas veces haber conocido a María Canales, haber participado de las reuniones. También se diseña una cierta topología de ‘colaboracionismo silente’ con la dictadura a través de elementos recurrentes que remiten a la simbología cristiana por medio de imágenes de la traición y la culpa: la figura de Pedro y de Judas, la cena, el árbol: “Chile entero se había convertido en el árbol de Judas, un árbol sin hojas, aparentemente muerto” (138). Ese espejeo entre campo cultural y poder dictatorial se manifiesta en las misiones que los señores Oido y Odeim le encomiendan al sacerdote. En la primera misión el cura viaja a Europa a pedido de la Casa de Estudios del Arzobispado para relevar datos sobre la conservación de iglesias; allí aprende que el mayor problema son las palomas (su excremento) y la solución, los halcones adiestrados por los curas para destruirlas. Esta ‘anécdota’ se  resignifica con los sueños del cura, que respondiendo al rasgo melancólico perturban y alumbran otras lecturas de lo narrado, dice “veía una bandada de halcones, miles de halcones que volaban a gran altura por encima del océano Atlántico, en dirección a América” (95). La novela de Lafourcade, dos veces mencionada, Palomita blanca, también es iluminadora: el intertexto funciona como articulador, recordemos los títulos de sus últimos capítulos “Palomita negra, vidalita de piquito rojo crece palomita, vidalita y volvete halcón”. Los setenta allendistas como marco de referencia ya no son válidos, especialmente en el contexto de unas clases de marxismo a Pinochet y otros altos miembros de la Junta Militar. Pinochet la leyó y la comenta (“tampoco es para tanto”); las palomas transformadas en halcones sobrevuelan un Chile negro. La diseminación de sentidos de ‘melanos’ presenta una serie de tópicos que aluden al crepúsculo, el tedio, la inacción, lo funeral, la muerte. A partir del propio título de la novela asistimos a una imagen elegíaca de Chile como sombra, como muerte, reforzada por las alusiones del Nocturno de J. Asunción Silva o las angustiosas líneas de Leopardi. Chile signado por  la inmovilidad, país de sombras chinescas, “el aburrimiento como un portaaviones circunnavegando el imaginario chilena” (132). En este sentido, la ficcionalización de la muerte de Neruda aparece como otro símbolo de la fractura, la caída, la pérdida. La muerte del Gran poeta de la Revolución como puesta en crisis de los valores heroicos del escritor comprometido. Desde un principio la figura de Neruda aparece ficcionalizada con rasgos de lo funeral, entre lo exagerado y lo irónico. El cura conoce al poeta en el fundo de Farewell (otra vez los cincuenta prefiguran lo que vendrá: ya en esta escena, Neruda y la muerte), en uno de sus paseos por los jardines distingue “una sombra, oblonga como un ataúd” (23) que murmuraba hondamente una palabras “que no podían ir dirigidas a nadie sino a la luna. Era Neruda. Ahí estaba Neruda y unos metros atrás estaba yo y en el  medio de la noche, la luna, la estatua ecuestre y las maderas de Chile, la oscura dignidad de la patria.” (23). Unas páginas más adelante muere el poeta. Las pompas fúnebres dignas de semejante personalidad se reducen a una escena ‘tragicómica’, casi irreverente en el siguiente diálogo “¿Y dónde va Pablo? Ahí adelante en  el ataúd” (100). Escena cuyos  ecos resuenan en la segunda muerte, la del gran crítico literario Farewell (otra imagen de la pérdida, =‘adiós’) “Durante el entierro, mientras recorríamos las calles que eran como refrigeradores, pregunté dónde estaba Farewell. En el ataúd, me respondieron unos muchachos que iban adelante. Imbéciles, dije, pero los muchachos ya no estaban” (147).

El fin de las figuras heroicas, las crisis de fe –Neruda, el gran poeta nacional, y Farewell, “el estuario en donde se refugiaban …todas las embarcaciones literarias de la patria, desde los frágiles yates hasta los grandes cargueros…” (23) – como rasgos finiseculares resignificados. La tradición decimonónica sacraliza la poesía a partir de un proceso de secularización que quita a la religión la capacidad interpretativa y explicativa de la existencia, la organización de saberes dándole a la poesía ese espacio vacante. La experiencia de una crisis de fe conduce a la necesidad de recuperar la unidad perdida, y ante la imposibilidad de trascendencia, de resolución de culpas se genera la angustia y la búsqueda de lo sacro ahora desde un arte sagrado, auratizado. En Nocturno… este proceso se invierte y cambia de signo: la poesía vuelve a ser la poesía del sacerdote pero ya no explica nada, ya no comunica nada. El fin de siglo es re-leído como el fin de la dictadura, y la pérdida de fe, los valores trastocados, los saberes- y cuerpos- mutilados rebelan el fin de las figuras comprometidas, militantes, contra la heroicidad en el arte a favor de una imagen melancólica narrada en los dos relatos intercalados: el de Jünger y el pintor guatemalteco y el del zapatero vienés y la Colina Heldenberg. Se articula una imagen de escritor a partir de la oposición entre el artista-héroe y el artista-melancólico, encarnado en la figura del pintor guatemalteco. En el marco opresivo de la Segunda Guerra Mundial el artista latinoamericano pasa sus días encerrado en una pequeña habitación francesa con la única ‘actividad’ de contemplar la ciudad a través de la ventana. Claro exponente del morbus melancholiucs burtoniano el pintor es víctima de una “aplastante inanición y hastío”, condición reflejada en su única obra, un cuadro que muestra a México una hora antes del amanecer, barrios como negativos de fotografías, esqueletos difusos. Uno de los rasgos que la tradición melancólica destaca es el de la lucidez, desde Aristóteles la condición melancólica rebela el genio de un ser lúcido cuyo saber se vuelve inútil ante la negatividad de su entorno, reflejo de su alma [11] . La lucidez del guatemalteco sólo le sirve para aceptar “la derrota de sí mismo”.

 La historia del zapatero vienés que desea construir  la Colina de los Héroes, cementerio y museo de los “héroes del pasado gratísimos a la memoria patriótica del zapatero” (57) termina con el fracaso de la empresa, y con el esqueleto del zapatero como único testigo heroico de tiempos pasados “no vieron estatuas de héroes ni tumbas sino sólo desolación y abandono” (62).

En el campo de la redemocratización chilena Nelly Richard confronta dos escenas culturales como alternativas a las crisis provocadas por la Dictadura. Dos campos discursivos que integraron durante el gobierno de la Junta el “polo victimado” de ningún modo uniforme y coordinado [12] . Las estéticas del testimonio, épicas de la Resistencia, para Richard “siguen subordinadas al contenido programático de referentes totales y hegemonizadores del sentido” y por otro lado, las ‘poéticas del desajuste, el deshecho’, estéticas de  ruptura, fragmentarización y deconstrucción [13] . Ésta última funciona como antecedente de los debates postmodernos, postdictatoriales en la etapa democratizadora en toro a, con palabras de la crítica chilena, “la caída del sujeto utópico, de las significaciones globales, el fracaso de las abstracciones globalizantes”. Mientras que la ‘cultura partidaria y militante’ revalida el Chile pre-73 en un proyecto de restitución de la memoria a partir de la prédica de una continuidad de los valores  fracturados por la experiencia de la dictadura. Teresa Basile resume las dos posturas en la transición chilena: “mientras FLACSO buscó los modos de reconducir el proceso democrático a través del ‘consenso’y la ‘negociación’ de las partes escindidas del cuerpo social e incluso la participación activa de alguno de sus miembros (…) Richard se opone a esas alianzas de poder y elige una suerte de margen extremo y siempre desarticulante…” [14] , un margen que aún reafirma al arte como espacio autónomo de resistencia. En este contexto, Roberto Bolaño no está ni en un extremo ni en el otro. Expone una estética que rechaza los significados totalizadores, que imposibilita una lectura que ponga en primer plano lo ideológico a partir de ambigüedades que iluminan zonas de homenaje-deuda a una generación de militantes de izquierda pero desde un distanciamiento problematizador y melancólico. Podrá pensarse que Bolaño encarna la figura postdictatorial que Richard describe en los siguientes términos: “la imposibilidad de la afirmación que vino (…) a impregnar de melancolía los años de duelo de la transición como síntoma de retraimiento solitario y depresivo, de falta de energía y paralización de la voluntad” [15] . Sin embargo, si Bolaño aparece como una tercera posición a partir de la figura del escritor melancólico, ésta no se implica como ‘neutra’ o ‘inoperante’. Si el objeto de la pérdida es Chile, el trauma es la experiencia del horror durante la dictadura y sus herencias, la melancolía resulta en el constante darse cuenta de que el duelo es inacabable. La imposibilidad de conclusión refleja y denuncia un escenario orientado a reconciliar y negociar. Ni la inmovilidad ideológica, ni el mimetismo resignado con la apertura democrática, de los que hablaba Beatriz Sarlo [16] . No hay conformismo pasivo. El sujeto melancólico se hunde en la inacción pero su escritura ‘le sabe’ [17] al poder sus grietas disfrazadas de ‘acuerdos’, quítese la peluca declama. La dimensión revolucionaria del arte como instrumento de resistencia y lucha deviene inutilidad, no hay transición válida que negocie la pérdida, la memoria en el mar de la culpa y el fracaso invade al yo y desata la tormenta de mierda.

 

 



[1] Freud, Sigmund, “Duelo y Melancolía”, Obras Completas, Bs. As., Amorrurtu, 1976.

[2] Richard, Nelly, “Las reconfiguraciones del pensamiento crítico en la postdictadura”, en Heterotropías: narrativas de identidad y alteridad latinoamericanas, Carlos Jáuregui, Juan Pablo Dabove ed., Pittsburg, Biblioteca de América, 2003.

[3] Bolaño, Roberto, Nocturno de Chile, Barcelona, Anagrama, 2000. Todas las citas pertenecen a esta edición, se indica el número de página entre paréntesis.

[4] Entrevistado por Silvia Kohan para el diario La Nación de Buenos Aires, Barcelona, 25/04/01.

[5] Richard, ídem 2.

[6] Groppo, Bruno, Traumatismos de la memoria e imposibilidad del olvido en los países del Cono Sur”, en La imposibilidad del olvido. Recorridos por la memoria en Argentina, Chile y Uruguay, B. Groppo y Patricia Flier comp., La Plata, Al Margen, 2001.

[7] Vezzetti, Hugo, “Variaciones de la memoria social”, Punto de Vista, 56, diciembre 1996.

[8] Vezzetti,  p. 2

[9] Aguilar, Gonzalo, “Historia y Melancolía” en Roberto Bolaño: La escritura como tauromaquia, Celina Manzoni comp., Bs. As., Corregidor, 2002.

[10] Espinosa, Patricia, “Roberto Bolaño: un territorio por armar”, en Celina Manzoni comp., op cit.

[11] Burton, Robert, Anatomía de la melancolía, Bs. As., Espasa Calpe, 1947.

[12] Richard, Nelly, La insubordinación de los signos, Santiago, Cuarto Propio, 1994.

[13] Richard, La estratificación de los márgenes, Santiago, Zegers, 1989.

[14] Basile, Teresa, “ Nuevos escenarios: los intelectuales en el fin de siglo”, Actas del IX Congreso de Literatura Argentina, Octubre 1997, FCH, UN Río Cuarto.

[15] Richard, “Lo político y lo crítico en el arte: ¿quién le teme a la neovanguardia?”, pensamiento de los CONFINES, n 15, diciembre 2004, Bs. As., FCE.

[16] Sarlo, Beatriz, “Intelectuales ¿escisión o mimesis?”, Punto de Vista, 25, Bs As, 1985.

 

[17] Cf. Roland, Barthes, “Lección inaugural”, El placer del  texto y Lección inaugural, México, S XXI, 1986,

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