Nicolás OLIVARI

(1900/1966)

 

 

Peringundín

 

El vino es malo, la comida escasa,

de mala traza

es la mujer.

 

Las flores son viejas, pintadas, de trapo,

y se oye en el patio,

el resoplido de un borracho

que escupe un tabaco

tan denso de mal como este atardecer.

 

Corta el silencio, cuchillo de níquel,

un silbato policial.

La dueña cierra el portal,

pone a la moralidad un dique.

 

Horas inciertas de sombra y de crimen,

viejas que gruñen en la parda azotea,

¿qué hacemos madama? la vida es tan fea

como casi tu ausencia de himen...

¡vámonos a yacer!

 

 

 

 

 

Esta bestia magnífica y clinuda

 

 

Esta bestia magnífica y clinuda,

portentosa ramera de dos pesos,

nacida en el festón de piedra de las esquinas,

clinuda y magnífica

y cada día más bestia,

walkiria del mulataje,

sexo tatuaje,

con el ano empotrado en la nostalgia

de su tribu cafre,

¡tiene mi amor!

 

Amo, a esta bestia, a esta prostituta,

autóctona y salvaje...

Amo su olor a Chaco,

clavado en calle Talcahuano,

refugio de morconas y de hampones,

viaducto picaresco

de su amor que no pregunta,

que no averigua las ideas políticas del cliente

ni su opinión sobre las dictaduras.

 

Esta es la mujer en la que, impunemente,

se puede despreciar a todas las mujeres

y rebajarlas a torpezas ignominiosas,

y llamarla con los nombres obscenos

que uno debe callar a la consorte.

 

La amo en el nombre del hijo que no cuajó en su entraña

y en el cálido pelvis donde se hamacan

las murrias de todos los de mi casta,

vagos y atorrantes, poetas y furbantes

de esos que vienen al mundo protestando por haber nacido

y que tienen siempre la boca caliente de puteadas.

 

La amo en el film cortado de su angustia

puramente física

- inseguridad de techo y abrigo

y amenazas de hospital -.

 

La amo en la raíz de sus clines

de bestia amansada

a patadas

en el vaivén grasiento de sus ancas

chamuscadas

por el turbio fuego de las lujurias

y de las injurias

que se purifican en el Asilo San Miguel.

 

Mujer con quien hubiera sido

feliz, compartiendo su destino,

a pesar del cuello almidonado,

dogal ciudadano

de nuestra cobardía, hermanos.

 

No nacimos para ello

y la vemos pasar,

con ganas de tirar

por la espalda el prejuicio.

 

Y la vemos pasar

rumbo a la comisaría,

y hasta nos animamos a aumentar

su vergüenza, con nuestra pillería.

 

Y la vemos pasar

y me retracto,

yo nunca te he amado,

¡eso, claro está!

 

Porque tenemos miedo

de que nos descubran la afición,

y perdamos de condición,

al pedo.

 

Y por eso, magnífica bestia, encelada y clinuda,

hacia quien me tira la barbarie de mi ancestralidad,

de pirata y furbante, de poeta y anarquista

a fuerza de ser haragán, informal y atrabiliario,

agacho la testa y me voy al diario

a escribir contra la trata de blancas...

 

 

 

La viuda

 

Palpita bajo el plegado

manto viudal,

el sexo desasosegado

por la ausencia eternal.

 

Liquefacta Desdémona

-¡pero esta era tal fiel!-,

estaba en el otoño

de la piel.

 

Y el otro, ¡qué broma!,

así la dejó,

después de cruento coma

del amor.

 

Pero detengamos lo que se sabe,

¡total! todos lo hacen, mal que bien,

y pensemos en el tocado

que en esta viuda orla su sien.

 

(su lágrima endulza su té,

sacarina abundante para el

recuerdo diabético de aquel

que se fue).

 

La trizada corola

del crisantemo olvidado

estando tan sola

la tiene sin cuidado.

El terno del difunto,

alegoría de don Ramón,

todavía guarda aquel unto

en la parte picaresca del pantalón.

 

Es lo que sobresalta

su angustia y su mal.

¡Aquella perfecta mancha

de sal!.

 

Su inesperado fallecimiento,

su tan lamentada muerte,

y siguen otras suertes

de pésames, condolencias y sentimientos.

 

Pero la viuda está enclavada

en la mancha de sal,

tráele pesadilla malhadada,

¡tan sensual!

 

¿Fue acaso hace una semana

gimiendo bajo el flanco del rijoso?

¡Oh, sí! estaba en la carne plana

bajo el gran lujurioso.

 

¡Ah! no hablarle de sus virtudes

ni de su contracción al trabajo,

la vida esos temas los elude

porque tiene otro abajo.

 

Tema de concupiscencia burda

para el que hay que tener agallas,

tema de voluptuosidad zurda

y canalla.

 

Mientras el otro, bajo una corteza

de lodo con huellas de tacones,

duerme en la tierra que le pesa

escoltado por dos velones.

 

La viuda de un grito de espanto

y se acude al azahar,

¡Por si alguno estuviera al tanto

de lo que acaba de pensar!

 

¿Qué pensamiento corrosivo y puerco,

hiere su imaginación?

¡Estaba pensando en el muerto

en su atroz hinchazón!

 

En aquella máquina de goce

que tanto dio.

En aquella parte del roce

del pantalón.

 

En el bajo vientre innoble

azulado y gris,

en la verdosa carnazón inmoble

que ya no hace pis.

 

(Para que la miseria

triste de la carne humana

sea recordada,

el autor os habla de la histeria).

 

Truculento y lacio

como un fideo,

ocupa su espacio

un gusaneo.

 

Es lo que en pesadilla

la viuda contempla,

desplazándose en la rabadilla

de la osamenta.

 

Amaba aquello,

porque el muerto trajo

a la alcoba el sello

de su vicio bajo.

 

Y ahora está muerto

hecho un garabato,

sellado huerto

vedado plato.

 

La moraleja,

lector beato,

es muy compleja

y hay para rato.

 

Por ahora saquemos

una concluyente,

y no escandalicemos

más a la gente.

 

Vivirá tu recuerdo

-si te mueres, lector-,

únicamente si fuiste un cerdo

en el amor.

 

(Únicamente,

sentimentalmente

y definitivamente).

 

Por eso la viuda

piensa en el cacho

de carne muda

del que fue su macho.  

 

 

 

 

 

 

Hay un hombre solo a las dos de la tarde



Hay un hombre solo a las dos de la tarde
Sentado en una plaza,
Es domingo, día de guardar.

Se ha puesto el traje de gala,
Con su civil condecoración de caspa
Serpenteando la solapa.

Fija la mirada, la cara inmóvil,
El hombre se está allí, solo en la ciudad,
A las dos de la tarde del domingo
Solo en su soledad.

Se queda quietecito, casi duro,
Mientras lejos hay seres, familias, amores;
Él no tiene nada, sólo su domingo desfondado
De recuerdos y presentes.

Está solo, a las dos de la tarde,
En mi plaza suburbana,
Con la mirada en la nada.

Tan solo que más no se pudiera.

Yo le pido al buen Dios que desde su altoparlante celestial,
Le descuelgue al hombre que está solo,
Este domingo a las dos de la tarde,
Un cachito de tango
Para que nos se me quede tan solo,
Tan solo, mi alma.
 

 

 

 


Pas de Quatre (1964)

 

LA FAMILIA
una mujer.
la madre -vista vidriada
de ausente recuerdo bobalicón-
sueña con aquel muchacho, cuando estaba
-adolescente de piernas regordetas-
en sazón.

un hombre.
el padre, sin mirarlo,
al distraído diario de la tarde esta ojeando,
recordando
aquella desaparecida prostituta:
-suiza era de nacimiento y universal en teesitura-
y una dura ternura
le agarrota la garganta.

la cónyuge es blandamente aviesa,
ausente y mala entregadiza,
y el hombre sabe, con adivinación postiza,
que cuando ella se le abre
cierra los ojos en clave
porque recuerda al otro.

el hijo esta aporreando
con desgano infeliz su tambor hueco,
llenando
con repicada correspondencia ausente
a quienes es hasta suponible
que lo hayan engendrado
en la noche de tedio bostezado
antes de darse vuelta, cada cual a su costado:
una hacia la oceanía de la nada,
otro hacia un áfrica de escape.

sobre la mesa familiar de la velada
tres duraznos se dan de usted en la frutera,
-redondez inefable de cezanne-
¡oh!, mejillas de la primavera. . .

el padre se esta diciendo: ¿por qué me habré casado
con esta inerte vaca sin caderas?

la madre se reitera
su sueño: aquel muchacho
que era rubio y fino como un paje,
¿qué sera de el?
y una humedad antigua
la santigua
en la fidelidad aglutinada
en ese descalabro del amor.

el hujo con su antena de sangre mal habida
sintoniza el choque de las ondas indecisas.
redobla su redoble en el tambor
y una despierta lucidez de tierno vástago
estallando en su mirada:
"¿a que mundo estos dos me trajeron?"

sobre la mesa familiar de la velada
los duraznos ahora se tutean en la frutera,
¡oh! , redondez inefable de cezanne,
¡oh! , mejillas de primavera.

 

de LA ERÓTICA ARGENTINA (Antología poética 1600/1965) de Daniel Rodríguez Mujica


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LOS DIAS TIENEN FRIO



los dias - los míos - tienen frío,
medrosamente ateridos,
se amustian en las hojas de los calendarios
mucho antes que en las hojas de los árboles,
y tiemblan enredados entre los dedos de mi mano;
uno a uno se entumecen opalecidos,
engastadas pupilas de tortolas airosas,
en los crepúsculos que la ciudad reticula
donde brota sin fin la lejanía.
dios, dios nuestro, ¡ dios mío!
¿por qué, por que tienen tanto frío
mis últimos días?





LIED MELANCOLICO

a veces dios se apiada de nosotros;
su mirada desciende olímpica y nos fija
ese trocito de felicidad prolija
que, ¡ay! siempre llega tarde,
tan tarde ¡ay!

así me dio el amor cuando la marea descendía,
y las serpientes se mudaban de piel,
y los elefantes elevaban la trompa claudicante,
- tan tarde, tan tarde ¡ay! -
cuando el sol ya no estaba en mis riñones,
y la luz de mis ojos se evadía
y la juventud en mi boca se torcía . . .

por eso, mujer, ¿qué puedo hacer a mis años ?
amarte con delicada dedicación de día
y de noche pensar que me estas engañando.

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