Pedro A. Iñigo Espinosa
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CALLEJÓN DE MUERTE

 


La única bombilla que iluminaba, triste y melancólica aquella esquina, asistía día a día, como la esfinge, perenne e impávida, al paso de los que presurosos, pasaban bajo su manto amarillo sucio para alejarse cuanto antes de aquellos dominios inhóspitos y desangelados.

Aquel pequeño callejón en forma de L mal parida, comunicaba de forma anómala dos grandes y céntricas calles pero estaba sin adoquinar, sin un mal encachado siquiera de cantos rodados. Cuando llovía se convertía en un barrizal impracticable. Cuando no hacía muchos años aquellos andurriales no eran sino descampados yermos del extrarradio ajenos a cualquier cultivo o urbanización, lo que ahora era un sucio callejón fue motivo de un pleito por lindes entre familias, haciendo de ellas enemigas irreconciliables por un problema de servidumbre de paso. Aquellos escasos metros cuadrados fue anatematizados por ambos clanes, de uno por tener que plegarse a los dictados de un juez que les obligaba a dar franqueo a la otra, y ésta que vio como su hijo mas preclaro moría a manos de quien nunca se pudo demostrar que pertenecía a la familia contraría.

Fue la ciudad engullendo campo y más campo, criando feos edificios enfermos de aluminosis, hasta que estuvo en su punto de especulación la zona que contenía aquel paso forzado de lustros y lustros. Se vendieron las parcelas de unos ruinosos edificios en lastimero estado y a ninguna de las dos familias dueñas se le olvidó decir en la notaría que sobre aquel sendero en forma de ángulo obtuso no se podía edificar por tener servidumbre de paso quedando huérfano de atenciones desde entonces. La solitaria bombilla sobre el palo que la sostenía quedó allí como lujo que se olvidó de recoger el operario de una de las obras que la colocó mientras se edificaban los imponentes falos amenazando al cielo y que albergarían innumerables oficinas, quedando enganchada nadie sabe en qué cuadro de luces. Se apagaba cuando se apagaban las luces de los edificios y se encendía cuando lo hacían aquellos. El consistorio, una vez edificados los rascacielos que no abrían ni un solo hueco, ventana o puerta al callejón, no reconocía la municipalidad de aquel paso y nadie se mostró interesado en demostrárselo por lo que se etiquetó de calle particular quedando a la intemperie en todos los sentidos. Cuando la pequeña bombilla se fundiese nadie daría un ardite por reintegrar la débil iluminación a la callejuela, con lo que el desamparado y condenado paso encajonado entre los interminables edificios no sería más que un trozo de pasado salvaje en medio del deslumbrante presente de la gran ciudad y de no más de una vara de anchura. En contraste con la altura de los edificios que le escoltaban, el escaso metro de ancho de la calleja resultaba aún más estrecho con lo que atravesar por ella se convertía en una experiencia opresiva y umbrosa en la que, hasta que se daba la vuelta a la esquina y se volvía a divisar la luz de la otra calle con la que se comunicaba, daba la impresión de ir a ser emparedado sin remedio.

 

Elvira había llegado a la ciudad desde una localidad cercana bien pertrechada de su master en recursos humanos por una Universidad extrajera de esas de nombre complicado e impronunciable. La empresa para la que trabajaba se ubicaba en la deshumanizada planta cuarenta y dos de uno de los dos rascacielos hermanados por el desfiladero sin nombre. Tenía su plaza de aparcamiento en los bajos del edificio contrario del que se ubicaba su oficina, por haber sido la última en llegar y no haber otra plaza disponible en su edificio. Para llegar desde su plaza de garaje hasta la entrada de su lugar de trabajo se tardaba, rodeando la torre donde dejaba el coche, unos diez minutos, tales eran las proporciones de las construcciones y la vuelta que era preciso dar, pero si se atajaba por el callejón de la sucia y triste bombilla el tiempo quedaba reducido a tres minutos. Elvira nunca dudaba al llegar o regresar del trabajo en tomar el camino mas largo; le daba pavor entrar por esa ratonera en la que lo más fácil era acorralar a alguien, pero cuando el trafico estaba imposible o se le pegaban las sabanas, los minutos eran como pepitas de oro y no quedaba otro remedio que atrochar para llegar a fichar a tiempo.

Aquella mañana de Enero fue de esas en que la lluvia hacía de la conducción un ejercicio de paciencia hasta que la desesperación hacia presa en uno y le iba enfureciendo hasta trasmutarle en el mas violento de todos los energúmenos. Elvira, ese día veía con horror que las manecillas del reloj mordían ya la hora máxima a la que si no encaraba el ascensor que la llevase a su planta cuarenta y dos no llegaría a tiempo de fichar.

Aparcó su utilitario en la plaza de garaje y a la carrera se dirigió a la calle. No vaciló, sin pensárselo dos veces, casi despavorida, enfiló el callejón que a esas horas tan tempranas aún mantenía encendida su mortecina bombilla y con trote vivo se dispuso a sortear charcos para alcanzar con el menor numero de salpicones posibles de barro la entrada de su edificio.

No lo vio, la bombilla, no sería de más de veinticinco vatios y la decoraba el polvo de años y encima con la claridad del día encapotado que se atareaba en despuntar no servía para mucho más que para enceguecer. Era un bulto informe cubierto por un ajado plástico, inmóvil, confundido con la basura que en rimero maloliente y empapado se adosaba a la pared junto a la que caminaba ligero, casi corriendo, Elvira. Y sucedió lo imposible.

Intentó utilizar la pared para apoyarse, se raspó la mano, chilló de dolor y sorpresa, se torció la muñeca, dio tres, cuatro pasos trastabillando y chapoteando en los charcos que tan escrupulosa intentaba esquivar y fue a zambullirse en el más grande de todos bien repleto de resbaladizo y fino barro. Levantó la cara para no morir asfixiada. Con una mano se apoyaba en el fondo de la laguna de barro pugnando por no perder apoyo al escurrirse y con la otra se limpiaba los ojos y apartaba el pelo embadurnado que le caía sobre la cara. Los zapatos se habían perdido por el camino y las medias lucían unos bonitos agujeros por los que se colaba el légamo más sutil.

Resoplando para escupir el barro que había sorbido, y no para enjuagarse, se puso a cuatro patas con la intención de recuperar la verticalidad.

En postura tan airada con las faldas levantadas hasta la cintura, el tanga travestido en braga de barro y la lluvia lavando su carne rotunda del terso y canela trasero sintio un fugaz y repentino deseo. Era una fantasía que siempre había acariciado y nunca se atrevió a susurrar a ningún oído ni en las circunstancias más favorables. Se veía luchando en barro con otra hembra de las de bandera y justo cuando era derrotada con la cerviz doblada y la vencedora pisando su espalda derrotada, el árbitro tomaba ocasión de la disposición de sus muslos entreabiertos poseyéndola ante el regocijo de los espectadores. Fue solo un flash pero suficiente para diluir en la gratificación que le proporcionaba, la contrariedad por el tropezón. Este instantáneo pensamiento le llevó justo a pensar en que cosa habría sido la que le había hecho tropezar y dar en tierra.

No hizo falta pensar más. Sintió como sus secretos e inconfesables deseos comenzaban a hacerse realidad. ¿Estaría soñando? Una poderosa y sarmentosa mano se le apoyaba en la espalda al tiempo que una garra que le rasgaba la piel de las nalgas le arrancaba el tanga. Una sensación poderosa de vértigo se le instaló en el estomago haciéndole levantar las caderas de forma instintiva para exponer su sexo a la brutalidad del que le arrancaba su ropa interior. Se felicitó de haberse tropezado, le importaba poco la causa de la caída, todas las mañanas pasaría por el callejón, se lo juraba. Empezaba a sentir un calambre que partiéndole de su entrepierna más intima le estallaba en las entrañas levantándola en nubes de algodón suave y perfumado. Emitió un gemido de impaciencia y el dolor del tirón de los cabellos empapados de barro le hizo chillar de sorpresa y dolor. La cabeza se extendió exageradamente a instancias de los tirones que le daban cuando sintió la brutal irrupción en sus entrañas. El embate era bestial, ella estaba empapada por dentro y fuera y así y todo notaba como la reventaban a empujones de un descomunal objeto de un carnoso acero, duro y vigoroso.

Se estaba cumpliendo su fantasía y superándola. El gozo era ya inenarrable, estallando en estrellas de color cuando algo raro, en lo que nunca había podido pensar se produjo. Un cosquilleo en la garganta, un hormigueo frío y ligeramente inquietante y luego un río extrañamente caliente y consolador que le bañaba el pecho. Estaba mareándose, del éxtasis sin duda. Quiso chillar de placer y solo alcanzó a escuchar un gorgoteo que salía de su cuerpo pero que no podía reconocer como su voz, las fuerzas comenzaron a abandonarle, pero no dejaba de gozar a pesar de todo. La vista se le nubló y el chapoteo de las gotas de lluvia en los charcos comenzó a alejarse como si fuese ella la que se elevase y dejase el suelo de ser su apoyo. No podía, ni en sus mejores sueños, sospechar que se pudiera experimentar tanto placer, tanto que hiciese llegar a perder el conocimiento. Lo que le extrañó fue el que estando a punto de caer sumida en el más dulce de los sueños quiso creer escuchar una desagradable voz que le gritaba al oído:

   - Pedazo de guarra, a ver si tienes coño de despertarme mañana con la garganta rebanada.

En el punto que perdía el conocimiento del todo quiso creer que lo escuchado pertenecía a parte de una pesadilla que se iniciaba al coger el relajante y placentero sueño producido por el más dulce de los orgasmos. Elvira cerró los ojos y se abandonó a la muerte dulce.

El vagabundo se levantó del suelo propinando un despectivo empujón al cuerpo inerte de Elvira que se llegó a confundir medio sumergido con el légamo del charco. Limpiando la hoja de su navaja cabritera en los harapos empapados que le cubrían el desarrapado ganó la calle atestada a esas horas de coches que pugnaban por llegar a su destino. No había llegado a gozar como con las ovejas, cuando era pastor, pero al menos le había dado una lección por importunarle.

 

© Pedro A. Iñigo Espinosa

 

 

Pedro A. Iñigo Espinosa. Médico de profesion, escribo desde que recuerdo pero decidido a no romper lo escrito desde hace unos tres años. He pariticipado en varios concursos pero ganado solo dos de relato corto. Vivo en Cádiz si bien soy madrileño hasta la medula.

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