Daniel Alejandro Gómez
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El último higo

 

 

Recuerdo cuando llegué a vivir al barrio Tanque, que era un suburbio; así de calles de tierra, terrenos baldíos, y apenas alumbrado. Yo apenas tenía conciencia de las cosas, y el lenguaje tenía un sabor nuevo para mí. Recuerdo que llegamos, nos instalamos en nuestra casita, y alguien vino…

Mi madre fue a abrirle. Y resulta que era un anciano.

Hacía gestos muy simpáticos, tenía la cara llena de arrugas, y los ojos tristes pero bondadosos. Todo esto lo supe después, según mis recuerdos. Porque el mundo de las palabras solamente me hizo pensar que era un viejo.

Así que era un viejo, pero hablaba raro, hablaba muy raro. No se le entendía un ápice. Y, además de eso, traía una fuente:

Una fuente llena de higos.

Cuando se fue, después de hacer varias reverencias a la vieja usanza, empecé dele que dele con las preguntas a mi madre.

-Son higos, Nacho.

-Higos-repetía ella-. Fruta.

Le pregunté que porqué hablaba tan raro ese anciano.

Me explicó que era portugués.

Pero yo no me quedé conforme:

-Portugués, portugués, portugués-exclamaba mi madre, como metiéndome en la cabeza aquella palabra, y con una sonrisa.

-Que es de otro lado, Nacho, es de otro lado.

Me quedé con eso, y junté las dos palabras:

El viejo portugués…

Y, para mis primeros años, ese anciano, pues, sería el viejo portugués.

Recuerdo que vivía en frente de nuestra casa. La suya era una casa vieja, acuciada por la humedad, insultada por las tormentas, pero que aguantaba la vejez y la decadencia de buen pie. El viejo portugués solía estar en el pilar del gas, en su casa, balanceando las piernas, mirando el barrio. Yo lo saludaba de buen humor, y él me hacía fiestas cuando me veía. Y me hablaba con ese lenguaje que a mí se me hacía tan y tan raro: a mí en verdad me parecía que al tipo no le salía bien el habla.

-No, Nacho, no-decía mi madre-. Es de otro lado, de otro lado.

De pronto, un día, con otros chicos, entramos a la casa del viejo portugués. Y él nos atendía, haciéndonos gestos, porque nadie le entendía esa parla que nos había traído como del mar… Había una higuera, una higuera enorme y nudosa al fondo; y el viejo se metió en la cocina, y a todos nos dio caramelos. Pero yo miraba la higuera; la higuera y sus frutos. Y era enorme, de veras que parecía una catedral verde, así bien de grave y solemne; y donde te pusieras la cosa daba su sombra; y por ahí, en esa parte de su jardín interior, todo estaba oscuro, fresco, enigmático. El viejo sonreía, sonreía mi curiosidad. Y entonces me alcanzó un higo, y me hizo señas de que lo probara. Yo así lo hice, y me gustó. Pero miré la fruta, y yo vi que era la misma que nos había traído hacía unas semanas, cuando llegamos al barrio. Mi madre me explicó:

-Nos dio sus propios higos. Nos estaba dando la bienvenida, Nacho, la bienvenida.

Le pregunté porqué, si él no nos conocía. Yo no entendía nuestro merecimiento. Mi madre pensó y pensó y pensó, pero nada se le ocurrió; y entonces dijo sencillamente, y me lo dijo para el resto de mi vida:

-Porque lo hizo de corazón.

Mis relaciones con el viejo portugués no eran demasiado buenas; y eso por el lenguaje, nada más que por el lenguaje. Porque de en serio que parecía un viejo muy simpático, bonachón y sencillo. Así que él, aunque chapurreaba el castellano, se trataba con todos con un desaguisado de castizo alunfardado, criollo campero, y su armazón básico de portugués de Lisboa, mientras que yo apenas estaba entrando en los arcanos y templos y surcos de la palabra, de mi propio idioma.

Como adivinarán, yo todavía no iba al colegio. Sin embargo, como era despierto, algo sabía leer. Y un día, un día maravilloso- y, lo recuerdo, el sol entraba por la ventana entreabierta, como las luces de la ciencia-, mi padre trajo una caja, una caja misteriosa, llena de enigmas. Y entonces la abrió, la abrió ante mis ojos ansiosos. Sopló el polvo que se había juntado dentro, y, como quien realiza un conjuro, dijo:

-Libros.

Él me explicó que eran para que supiera leer mejor.

Y era una enciclopedia, con libros de bonitas fotos e ilustraciones. Y yo llené mi pobre cabecita llena de sueños, durante varias semanas, con esas ilustraciones, hasta que mi hermana mayor decidió tomarme por su cuenta: ella me empezó a descifrar esas palabras de los libros.

Un día lluvioso, de tormenta, no sé cómo llegamos a la palabra muerte. Y mi hermana se puso seria, grave; y estaba pensando, y la pensaba mucho.

-No es nada, Nacho-recuerdo que me dijo-. En realidad no es nada.

Pero yo me quedé como con hambre, y la palabra esa merodeaba mi memoria y mi curiosidad y mi conciencia, una y otra vez, y yo le estaba buscando el clima y el norte como en el ambiente de mi propia casa: algo, algo ya debía saber de ella.

Así que le insistía a mi hermana; hasta que ella me dijo, respecto a los que se mueren:

-Que se van, Nacho, pero no del todo.

Y luego de un silencio, me dijo esa frase, esa frase ominosa, tan cargada de su ciencia y de su corazón:

-Que algo queda, Nacho, algo queda…

Me tuve que conformar con eso, me tuve que conformar con eso. Porque la palabra muerte me andaba buscando, me andaba emboscando el corazón en esos días.

Y no sé porqué pensé en ella, en esa palabra, a los pocos días de la explicación de mi hermana; y justamente al ver al viejo portugués.

Mi madre, aquella tarde- una tarde gris y ominosa-, le abrió la puerta: el viejo traía su fuente de higos; siempre nos daba higos, y a mí me gustaban mucho…

-No se hubiera molestado, Don José.

Sin embargo, como siempre, los higos quedaron en casa; y el corazón del portugués, de Don Joao, como intentaba hacerse llamar él pertinazmente, se quedaba así en esa casita, con su fuente de higos, y a la que nosotros dejábamos en la máquina de coser de mi madre. Y ahí yo agarraba los higos, uno tras otro, y casi sin pensarlo.

Pero ese día pensé en la palabra, pensé en esa palabra:

Muerte.

Yo lo vi al viejo, a Don José; le escruté todo ese aspecto que parecía cargar encima. Tenía los ojos cansados, la espalda corva, demasiado agachada, tenía señas como de quien no anda muy bien plantado en este mundo, y el clima de esa palabra, esa palabra que me remordía el alma y el corazón, parecía abrazar a esa figura, como un aura.

A los dos días, una tarde gris, y que amenazaba lluvia, mi padre, con gesto serio y grave y aciago, iba y venía del frente, de la otra casa. Yo preguntaba con la mirada, digamos, pero nada me decían. De puro nervio, yo agarraba los higos, los últimos que nos había traído el viejo portugués…, uno tras otro.

Hasta que por fin quedó uno solo; pero, por alguna razón, no me animaba, no me animaba a comérmelo…

Entonces mi padre entró por última vez a casa, ya cerca de la noche.

Él no dijo nada; nadie decía nada. Mi hermana me miraba, parecía querer explicarme algo.

Entonces me animé, y, no sé porqué, pregunté cómo estaba el viejo portugués.

Mi padre era seco, muy seco.

-No está más-me dijo.

Le pregunté que adónde se había ido.

Mi padre no dijo nada. Pero se suavizó un poco, y dijo:

-Se fue de la casa.

Yo estaba triste, y entonces pregunté porqué nos había dejado.

Y mi padre contestó con esa sequedad; y su respuesta fue como que me quedara también para siempre, y recorriéndome todo el cuerpo:

-Porque se murió, Nacho.

La muerte es también, pienso, como el primer amor: todo el resto de las muertes nos las tomamos según cómo venga la primera, la primicia del asunto. Es como una especie de molde. Y entonces otra vez esas palabras: muerte, murió, fallecer… Mi hermana me las había merodeado, en sus lecciones, aunque sin decirme nada especial sobre ellas. Pero yo me acordaba, sin embargo, de eso que me había dicho ella:

-Que algo queda, Nacho, algo queda…

Y yo no entendía, no terminaba de entender. Así que pensé, pensé y pensé; hasta que entonces me decidí, aunque ya no tenía hambre.

Yo fui, entonces, hacia la máquina de coser.

Y en la máquina de coser ahí estaba, ahí estaba nomás el último higo… Y también esa voz, esa voz que me sigue soplando en la nuca. Que me acompaña en todos estos años, recordando cómo al fin me comí el higo como si fuera un símbolo; y de cómo lo probaba, de cómo yo me lo metía en el cuerpo como si comiera al fin todas las fuentes de higos que nos había traído de corazón el viejo portugués; y yo con ese sabor, el extraño sabor de aquellas palabras, las que el dolor me iba murmurando mientras comía:

-Que algo queda, Nacho, algo queda…

 

 

 

© Daniel Alejandro Gómez

 


Daniel Alejandro Gómez. Nací en Buenos Aires, Argentina, el 11 de Septiembre de 1974; actualmente vivo en Gijón, España. Estudié Análisis de Sistemas y luego Letras, en el Centro de Altos Estudios de Informática de Olivos, Buenos Aires, y en la Universidad de Buenos Aires respectivamente. Me publicaron el libro de relatos Muerte y vida (Ediciones Mis Escritos, Argentina, 2006). Publiqué cuentos y poemas en antologías impresas, y en periódicos y revistas de Argentina, España y Estados Unidos. También escribo Análisis Político Internacional para la revista mexicana Sufragio. Me han editado, por demás, varios libros digitales en prosa y verso, y suelo colaborar con ensayos literarios y políticos, poemas y cuentos en diversos medios electrónicos del ámbito hispano, lusoparlante y en Italia, donde me tradujeron poesía al italiano el escritor argentino Gabriel Impaglione y la escritora italiana candidata al Premio Nobel por Italia Giovanna Mulas. También estudié dibujo. Desde hace un tiempo me dedico a la práctica intensiva del dibujo figurativo con tinta de bolígrafo. Fruto de esta experiencia artística, recientemente se exponen algunos de dichos dibujos en las Galerías Virtuales Con el Arte, donde se exhibieron también muestras de mi poesía, en Xpressarte, en la Galería de la Revista de Arte Iberoaméricano Mecenas, en Arte Visual xxi, de la destacada artista plástica argentina Paola Vergottini, y en la Asociación Cultural Ars Creatio de Torrevieja, España. También escribo ensayos musicales para la importante revista española digital de Música clásica y ópera Filomusica y también para Opus Música, que han realizado reportajes a célebres compositores e interpretes de todo el mundo de la llamada música clásica.

Próximamente se publicará un ensayo filosófico sobre felicidad hedónica en la revista de filosofía de Argentina Konvergencias

 

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