Mercedes Reimondo
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Camello

 

 

Busqué la palabra en el diccionario cuando tuve edad para saber hacerlo y encontré cuatro significados, pero la enciclopedia no tenía aquel por el que yo la conocía. Era una niña y para mí, además del animal era el medio de transporte más utilizado en mi ciudad. Ese enorme carromato había destruido la vida de mi tío abuelo.

El primer significado que encontré fue este: mamífero rumiante artiodáctilo de gran altura típico de zonas desérticas, con dos gibas dorsales en las que acumula reservas de agua. Luego vi otro: traficante callejero que se dedica a la venta directa de droga ilegal en pequeñas cantidades. Y después encontré: antigua pieza de artillería gruesa de batir; y mecanismo de flotación que sirve para suspender una embarcación sobre el agua.

Yo, en realidad, solo quería saber que era ese camello que había arrebatado la sonrisa al tío papapa. Nunca supe porque le llamaban así. Cuando yo nací mis primos mayores y mi madre ya le conocían por ese apodo, solo en casa, porque sus hermanos le decían su verdadero nombre, Miguel. Siempre fue conductor de autobuses, tuvo el mismo empleo durante cuarenta años y la mayoría de mis recuerdos sobre él, giran en torno al autobús que conducía, el 227.

Era un mulato alto y simpático con pinta de cantante de soul. Cuando se quitaba su uniforme de chofer, se ponía siempre elegante y es que su porte era imponente. Era alto y delgado, siempre estirado como una espiga joven y su piel era morena clara. Llevaba el cabello engominado y peinadas las ondas hacia atrás. Para mí era un verdadero gigante, su metro noventa se me revelaba inalcanzable cuando cruzaba la puerta de casa. Vivía con nosotros pero tenía una pequeña habitación con salida independiente, nunca comíamos juntos, solo le veíamos entrar y salir.

Yo le encontraba muy guapo con su uniforme de conductor, camisa blanca, con pantalón y corbata azul marino, además de una gorra de plato parecida a la de los marines. Él siempre le daba su toque personal, se colocaba un alfiler de corbata y un reloj de bolsillo del que jamás se separaba. Aquel, era un objeto que solo existía en las películas y en el atuendo de papapa.

Era más que puntual, creo que su autobús era el único que respetaba estrictamente los horarios. No esperaba a nadie que se retrasara, salía a la hora y consultaba constantemente su reloj. También era muy serio. El resto de mis primos no comprendían porque a mí me fascinaba tanto. Para ellos había sido un tío huraño, pero conmigo fue cariñoso desde que recuerdo. Algunos comentaban que era porque se había ganado la lotería con los números de mi fecha de nacimiento, pero nunca pudimos demostrarlo. No hacía regalos a nadie excepto a mi y las demostraciones que afecto que me dedicaba, tenían asombrados a todos. No le gustaba verme llorar y si lo hacía, me daba una propina para que sonriera y mis primos me hacían travesuras cuando se acercaba la hora de su llegada y luego me convencían para que repartiese el dinero.

Cuando empecé a ir al colegio, debía tomar su autobús cada mañana y si estaba él en el turno de día, coincidíamos. Me enseñó que la puntualidad era fundamental y que si quería ser la primera en subir, debía llegar la primera a la parada. Me enseñó que ser puntual no era llegar corriendo a pillar el trasporte sino estar esperando cuando este arribase. Conducía serio y atento, aunque cuando yo iba me dejaba darle un poco de conversación y no solo a mí, sino a algunas mujeres que le sonreían al subir y que más de una vez iban detrás de él durante el recorrido.

Recuerdo el autobús, era rojo y exageradamente cuadrado, con enormes ventanales, fáciles de manipular para que entrase el aire. Cada persona al subir pagaba el importe, introduciendo una moneda de veinte centavos en un caja metálica rectangular, que tenía una ranura encima, simulando una hucha. Las puertas se abrían plegándose, cada hoja se doblaba dos veces y solo entonces se podían bajar los pasajeros. Me encantaba escuchar como anunciaba el nombre de las calles en la que efectuaba la parada. Hacía mucho ruido al frenar y abrir las puertas y se tambaleaba al doblar las esquinas como un barco empujado por las olas. Tenía la pizarra llena de botones con colores diferentes y ver a papapa, utilizándolos sabiamente en cada ocasión, me hacían pensar que el tío también era capaz de conducir una nave espacial de ser necesario.

Tenía fama de ligón y mujeriego pero cuando yo le conocí ya estaba solo. En el pasado había tenido una esposa que murió en el parto junto a su hijo y desde entonces nunca tuvo pareja conocida. Su vida privada era misterio después de eso, pero más de una vez, vino alguna mujer preguntando por él a casa.

Su trabajo era su vida. Conocía los autobuses como la palma de su mano y no solo les conducía, si hacía falta también les reparaba, cualquier cosa, menos que su querido instrumento de trabajo se quedase en la estación. Todos le conocían y respetaban, solo decir su nombre valía para ahorrarse el precio del viaje, mis primos lo aprovechaban al máximo. Fue seleccionado varias veces el mejor de su empresa y si algún compañero lo necesitaba, estaba dispuesto a ayudar.

Lo curioso es que nunca podíamos localizarle, entraba y salía, dormía, se cambiaba de ropa y otra vez desaparecía. No se sabía dónde comía cada día, ni tampoco donde pasaba sus noches cuando no estaba en casa, ni en el trabajo. Para mí era simplemente una alegría cuando entraba, me solía traer un paquete pequeño de chocolates y para dármelo, me hacía siempre el mismo juego, poner la mejilla inflada para que le diese un besito y justo en el momento de acercarme, me agarraba la cara y frotaba la incipiente barba del día anterior por mis mejillas. Yo huía corriendo con mis chocolatinas y gritando: "papapa raspa, papapa raspa".

Cuando se vestía de calle era impresionante. Mantenía un look pasado de moda que se negaba a cambiar y le sentaba muy bien esa ropa estilo años cincuenta. Parecía sacado de una película de gángsteres, con sus zapatos de dos tonos y diminutos agujeritos, pantalones con doble bajo y chaquetas a juego, eso sí, nunca corbata. ¿Dónde iba? Nadie lo supo.

Un día vino triste del trabajo, era parco en palabras pero no hacía falta que hablase, su semblante estaba triste, su espalda encorvada y su estatura disminuida. Nadie dijo nada pero todos se miraron y allá fui yo detrás del tío Miguel. En realidad fui a por mis chocolatinas y el juego de frotarme contra su barba, pero le vi sentado en la cama, mirándose en la luna del espejo.

- ¿Qué te pasa papapa? ¿Estás enfermo?

- ¿Qué quieres mocosa?

- No me trajiste hoy mis chocolates, ni me has dado un besito.

- ¿Así que es eso lo que vienes a buscar? No entendí muy bien qué,

si el besito o la chocolatina

- ¿Pueden ser las dos cosas?

- Si, claro, pero me tienes que prometer una cosa. No me mires con

esa cara, te voy a pedir algo fácil.

- Está bien.

- Prométeme que nunca te subirás a un camello.

Le dije que si con la cabeza pero sin entender que me pedía, solo había camellos en el zoológico y era poco probable que pudiese montar en ellos. Lo raro es que no traía mis chocolates sino que me dio unas monedas para que fuese yo a comprarles.

El tío envejeció de vez, como aquel autobús que con tanto orgullo conducía. Era viejo, obsoleto como pasa siempre con la tecnología. Solo él lo comprendía y sabía manejarlo, pero no funcionaba así para el resto de la gente y la empresa, que demandaba modernidad y renovación. Hacía un ruido horrible y despedía humo negro, dejando una estela fea y contaminante. Era demasiado pequeño para las exigencias de los nuevos tiempos. No valían ya sus explicaciones para demostrar que mientras pasara las revisiones y fuese hacia delante, era útil y funcional. Las constantes discusiones convirtieron el tema en una obsesión y derivó en su jubilación anticipada, no era capaz de entender la emergente realidad.

Llegó una tarde especialmente generoso, con una media sonrisa difícil de descifrar y me preguntó que me gustaría tener de regalo. Yo, que nunca creí en los reyes magos y que tampoco lo necesité, pensé que papapa era un duende-tío, que estaba para satisfacer mis deseos. Mientras daba vueltas de contenta, intentaba encontrar entre mis ilusiones algo material que pudiese pedir, algo que fuese lo que más deseaba tener en el mundo, y en el tercer giro, me iluminé. Por aquella época había empezado a recibir clases de música y eso fue lo que pedí, un piano, un piano blanco, como el de las películas.

La gran sorpresa fue la reacción de todos y la del tío Miguel. Él se rió entre inocente y sorprendido, mientras me acariciaba la cabeza. Mi madre me dedicó una mirada censuradora, como cuando hacía algo que estaba mal y no podía reñirme abiertamente, y mi abuela lanzó un grito:

- ¡Miguel, ni se te ocurra hacerle caso a esta niña!

Pasaron un par de días desde el incidente de mi regalo. Por la tele veíamos en las noticias, que la empresa de transporte se preparaba para un cambio que revolucionaría el desplazamiento en la ciudad. Saldría un nuevo bus gigante con línea propia y mayor capacidad. Se le llamó camello por sus dos jorobas y su poco consumo. Lo que empezó siendo un mote despectivo de los empleados de la empresa, se convirtió en la denominación popular. Eran dos módulos unidos por una especie de acordeón de goma negra, que lo volvía flexible para doblar las esquinas y amortiguaba el peso de los pasajeros. No era solo un diseño nuevo de autobús, era más que eso. El conductor iba dentro de una cabina de camión, a la que se enganchaba el resto del carromato donde subían y bajaban las personas y estaban conectados exactamente igual que los vehículos largos de trasporte de mercancías. El chofer tenía una cámara incorporada en la cabina, desde donde veía todo lo que sucedía dentro del camello y así podía calcular cuando cerrar las puertas. Hacía un recorrido larguísimo, atravesaba toda la ciudad y las distancias entre paradas eran enormes. Tenía tres puertas y se subía por la primera y la tercera y se bajaba por la del centro. La explicación era que facilitaba el tráfico dentro del enorme coche. Solo circulaba por la derecha y modificó el sistema de conducción de la ciudad durante sus primeros tiempos. Adelantarlo era prácticamente imposible por su largo y hacía dudar sobre la visibilidad del conductor.

A mi tío le llevaban los demonios cuando lo veía:

- Eso no puede ser seguro. ¿Quién ha visto a un camionero conduciendo un coche de pasajeros? ¡Es una estafa, a estas alturas tenerme que sacar permiso de coches pesados!

De alguna manera pensábamos lo mismo que él. Era algo nuevo y la verdad, parecía bastante inestable pero nos faltaba constatarlo.

El día que estaba estipulada la salida del camello a las calles, para mí fue especial por otro motivo. Ese mismo día llegaron a casa unos mensajeros para hacer una entrega a mi nombre. Me sentí importante, era la primera vez que yo era la destinataria de un presente oficialmente entregado por unos adultos que no conocía de nada. El mensajero me llevó de la mano hasta el camión y me llamó por mi nombre. Abrió las puertas del pequeño camión que tenía un membrete en los costados que no recuerdo, porque en ese momento vi un hermoso piano blanco y comencé a saltar y a gritar de contenta. No sé cuantas veces corrí del camión a casa y al revés, dando voces de: ¡Mi piano, mi piano! No dejé de dar saltos hasta que los instalaron en el salón de casa y lo afinaron. Y la primera vez que lo toqué, aporreé las teclas en vez de tocarlas, de pura emoción.

Ese día fue también el último que mi tío fue a su puesto de trabajo en la empresa y también fue el último día que estuvo conectado a la realidad con los cinco sentidos. Después de eso, empezó a estar fuera del mundo y muchas veces, de sí. Todo fue paulatino, primero estuvo hosco y silencioso, luego silencioso y desaliñado y después hablaba solo por los rincones. Poco a poco dejó de ser el papapa guapo y bien vestido con aspecto de trompetista del Bronx, dejaba de ser él, mientras el camello tomaba las calles.

El vehículo realmente no era nada cómodo, no tenía apenas asientos y daba un poco de miedo, pero la ciudad tenía grandes problemas de transporte y si existía algún coche que pudiese transportar a mucha gente a la vez, era una solución. Yo estaba ocupada con mi piano pero sin saber por qué cumplí la promesa de no subir a ninguno.

Cuando me hice mayor, ya apenas conocía al rey de los regalos de mi infancia. Dentro de mi corazón ese loco tenía un lugar especial. Me había regalado el piano con su indemnización y no solo por eso, me había alimentado la ilusión con sus pequeños presentes de cada día. Me enseñó la importancia de ser puntual, que era la elegancia y como se respeta una promesa. Con sus viajes en bus por las mañanas, había aprendido los nombres de las calles, las historias de las casas y los cambios de la ciudad a lo largo de los años. Con él aprendí a fijarme en los detalles del paisaje con solo una mirada.

Siguió hablando solo, cada vez más pero se acordaba de mi nombre e intentaba aún darme la propina. Volvió a cuidar de su aspecto cuando le dije que había dejado de parecerse a Beni Moré, un famoso cantante de su juventud y continuó engominándose el cabello canoso, pero el tío papapa ya no existe, aunque sí su figura esbelta y bien plantada. Se fue junto con su autobús de toda la vida, sin aire acondicionado y con ventanas de corredera. Se marchó junto con el conductor uniformado que decía los buenos días a cada pasajero y conocía a sus habituales. Se quedó en otro mundo que ya no existe, junto a sus trajes antiguos y sus zapatos pasados de moda, y con mi infancia.

Cuando tocaba el piano, le gustaba y sonreía. Seguía dando esos paseos que nadie supo a dónde y siempre volvía, con su sombrero a lo gángster, a pie, claro, sin dedicarle ni una mirada a ese monstruo que ha tomado las calles. Dicen que siempre hizo eso, ignorar lo que no le interesaba o le dolía, que no es una nueva cualidad, de su nueva locura.

Yo ya no vivo en la ciudad de mi niñez, pero reconozco que permanece en mi mente, junto a aquella ciudad de la que hablaba mi tío Miguel. Perduran en mi cabeza los detalles que no llegué a conocer y el plano perfecto de las calles ordenadas por sus nombres. Siempre que vuelvo busco esas imágenes, hago el recorrido de antaño. Papapa no estaba en mi última visita, me dejó su reloj de bolsillo y su alfiler de corbata, y como herencia, el amor por una ciudad que sigue viva, con el recuerdo de aquel autobús rojo y desfasado que me llevaba al colegio todas las mañanas.

 

 

 

© Mercedes Reimondo

 

 

 


Mercedes Reimondo Suárez, nacida en La Habana, Cuba, 1974. Estudió Derecho en la Universidad de la Habana. Escribe relatos cortos, algunos publicados en la red y tiene a la espera de culminación algunos proyectos de novela. Residió en Portugal y actualmente vive en España. Hace traducciones del portugués al castellano.

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