Pablo Mendieta Paz
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SOLEDAD

 

 

Nombre predestinado, porque Soledad era tan sola como una nube en el horizonte. Nadie podía comprenderlo, pues era una mujer de extraordinaria belleza y vestida siempre con elegantes trajes, lo que le daba un toque mágico, como si estuviera rodeada de luz. Pero estaba sola. Era alta, con un fino talle y un porte arrebatador. De cabellos negros, su frente, aterciopelada, de un intenso color blanco trasparente, se dibujaba amplia sobre las curvaturas de las pestañas sombreadas de tono azabachado, particularidad que discrepaba con unos ojos color miel que repartían como pan bendito un brillo tan fulgente como la aurora. Los dientes, blancos como perlas rescatadas de lo más recóndito del mar, relucían en una sonrisa escarlata que al expresarse formaba pequeños hoyuelos en las tersas mejillas. Su nariz y sus piernas eran de una finura tan delicada que revelaban a la legua su noble ascendencia; por eso que, cuando levantaba la cabeza, ese gesto se animaba como un gracioso movimiento de pavo real que revelaba un cuello que hacía temblar por su esbeltez. La mirada, siempre blanda y complaciente, adoptaba no obstante, y repentinamente, por unos instantes sólo, un aire esquivo y angustiado, como si de pronto se apartara de este mundo. Es que Soledad estaba sola. Pero a pesar de ello, de la mirada blanda y complaciente, o esquiva y angustiada, ésta dimanaba de unos ojos que eran un poema: tenían música que podía resonar en cualquier corazón, y las pupilas fulguraban siempre como crisopacios. Haciendo mil conjeturas, unas más inexplicables que otras, no alcanzaba a entender por qué la mujer no había sido apropiada completamente por alguien, hasta la saciedad, pues tan sólo una mirada suya bastaba para que cualquiera cayera arrobado a sus pies. La imaginaba, bella como era, transportando a quien fuera a ignotos islotes y, cubiertos por la naturaleza virgen, acariciando sus regios pechos con la complicidad de la luz ancha de la luna saltando de árbol en árbol, y él besándolos mil veces con baladros de inefable placer. Y se me antojaba que la frescura de su piel penetraba y estremecía voluptuosamente el cuerpo de aquel hombre imaginario, que gozaba de igual manera con las roces alucinantes que turbaban sus sentidos y su razón. Sin duda que los ángeles lo envidiarían. Yo siempre la observaba desde lejos. Me asomaba a la ventana para verla pasar a su oficina, haciendo juego su andar gracioso, su perfección de formas, con el cielo maravillosamente azul de invierno y los árboles desnudos de hojas, pero que ella, con su gracia natural, los embellecía, vistiendo a la naturaleza de una impensada animación, aun con el helado rocío de la mañana. Mientras tanto, yo, atisbando ahí a través de la ventana jugaba con mis hijos, y mi esposa les hacía arrumacos con innumerables chiquilladas que sólo las madres saben hacer. Alguna vez le pregunté por qué creía ella que Soledad era una mujer solitaria. Y me respondía con el sabio olfato femenino que había nacido para estar sola, como tantos habían venido a este mundo para eso. "¿Sola? –me preguntaba confundido. ¿Con ese destello luminiscente de sus ojos? ¿Con esa estela de chispazos que proyectaba su mirada como las herraduras de los caballos cuando chocan con las piedras en su loca carrera?

Todas las noches, después de su trabajo, se reunía con sus amigas en el café, o en un concierto, en una exposición, o en una cena, para sentirse acompañada, y por varias horas daba rienda suelta a su cálida manera de ser. Luego volvía a su departamento de soltera, entraba, encendía la luz, se apoyaba por algunos segundos de espaldas en la puerta, y como siempre, repasaba con la vista los objetos de la casa y sentía un sudor glacial y los cabellos se le erizaban dolorosamente en la cabeza. Luego se dirigía a su habitación, se ponía una ropa ligera; sacaba una botella de licor de amaretto, bien dulce, y un vaso apropiado de cristal de Bohemia color caramelo. Introducía en el moderno aparato de música con sus delicadas manos y sus dedos largos y pulidos, de una diafanidad tan inmaterial que hasta podría decirse que dejaban pasar la luz de las estrellas, el disco compacto del Vals triste de Sibelius, la afamada composición orquestal del artista finlandés, Op. 44, una parte de la música incidental para el drama Kuolema (Muerte), de Arvid Järnefelt, cuñado del compositor, en una remozada versión de la Orquesta Filarmónica de Berlín dirigida por Herbert von Karajan; y mientras sonaban los primeros compases llenaba la pequeña copa, y como un gourmet que saborea un vino tinto francés de primera enjuagaba en su boca el primer sorbo, y luego, señalada con una marca, abría el grueso y antiguo libro empastado de Espasa-Calpe, Madrid, 1962, El mundo de la música, en la página 2565, para leer una y otra vez la escena del drama que acompaña al "vals triste":

Las débiles luces del sol anuncian la caída de la noche, y la hija, exhausta de contemplar por varias horas el lecho de muerte de su madre, se duerme. De pronto, un fulgor escarlata se cuela pausadamente en la habitación, mientras a lo lejos se oye una música indefinida al principio, que poco a poco se consolida en una bella melodía de vals. La enferma despierta entonces de su prolongado letargo y descubre a los pies de la cama una silueta fabulosa que le hace señas de que se levante. La mujer lo hace pronto ataviada con sus prendas blancas. La silueta agita las manos y repentinamente surgen de la nada unos danzarines enigmáticos. Ella, seducida por la danza, trata desesperadamente de llamar la atención de los bailarines, pero las parejas se deslizan ante ella como envueltas en la penumbra. Extenuada por el brío, cae en la cama. El resplandor rojizo y la música languidecen y los danzarines se diluyen como entre la bruma. Pero la mujer recobra fuerzas y emprende otra vez el baile con más ímpetu que antes. La música se oye de nuevo con vigor y las fabulosas parejas, al llamado de las melopeas, regresan y giran y giran en torno a ella. Impaciente, hasta desesperada, procura reconocer los rostros de quienes danzan a su alrededor, pero todos desaparecen de su vista. En el frenesí de la lúgubre danza se oye un golpe duro en la puerta y los bailarines se esfuman como por encanto. Ella, ya moribunda, intenta huir con ellos, pero no lo logra. Un escalofrío agita su cuerpo. Presagiando lo que ha de ocurrir, tiene miedo de mirar a la puerta, pero al fin se decide a volverse lentamente y da un grito despavorido al encontrarse cara a cara con la muerte. El grito despierta bruscamente a la niña. Angustiada por la horrenda exclamación de la madre se acerca presurosa a ella y la encuentra sin vida. Rompe en llanto por el dolor que la embarga, pero más todavía, por su descuido en haberse quedado dormida. "Quizás si eso no hubiera sucedido –pensaba culpándose..." De pronto, recuerda una bella melodía que había oído en sus sueños matizada por la danza de unos bailarines misteriosos que agitaban su cuerpo a la luz de un resplandor rojizo. Sí, ahora caía en cuenta: era la danza de la muerte. ¿Cómo fue que no despertó?...

Una, y otra, y otra vez escuchaba el Vals triste en tanto la cantidad del licor de amaretto de la botella disminuía considerablemente. Finalmente, apagaba el equipo de música, bebía la última copa pequeña del férvido licor bien dulce y se iba a la cama. Se ponía entonces el camisón sobre su cuerpo minuciosamente torneado, como si fuera un divino retrato de la Madonna, y entraba a la cama. Apoyaba entonces la cabeza en la almohada y estallaba amargamente en llanto por su madre.

 

© Pablo Mendieta Paz

 

 


Pablo Mendieta Paz nació en Potosí, Bolivia, el 8 de febrero de 1955. Vivió muchos años en Santiago de Chile y luego se afincó en La Paz. Es músico, director y compositor; pertenece a Sobodaycom (Sociedad Bolivia de Autores y Compositores), y ha fundado y dirigido los coros Vox-Corde, Camerata Vocal y Voces de Oro. Ha sido director del Coro de la Universidad Mayor de San Andrés. En 1985 ganó el primer premio del Segundo Concurso Nacional de la Canción Francesa, evento auspiciado por el ministerio de Relaciones Exteriores de Francia, Radio Francia Internacional y la Alianza Francesa. A raíz de este primer lugar representó ese mismo año a Bolivia en el II Festival Latinoamericano de la Canción Francesa que se llevó a cabo en la Maison de l´Amérique Latine en París. Fue distinguido, junto con el representante de Chile, como el mejor intérprete del certamen.
Estudió Leyes, y trabajó en diferentes cargos públicos y privados (Asesor Legal del Banco Central de Bolivia; Asesor Legal de la Comisión Social de la Cámara de Diputados, Asesor Legal de Nissan, Asesor Legal de Taquiña, S.A., Asesor General del Ministerio de Gobierno, entre otros). Ha escrito el libro Actualidad Jurídico-Financiera en Bolivia (Edit. La Juventud, La Paz, Bolivia) y una apreciable cantidad de artículos referidos a temas jurídicos.
En su actividad periodística, es colaborador de varias publicaciones de La Paz y del exterior, mediante artículos de opinión, principalmente en La Razón, de la Paz, en El Diario, en la revista Letralia, Tierra de Letras y otros medios de difusión periodística y literaria, así como en la revista francesa de París RAL´M.
Como escritor, es autor de varios relatos y ha publicado un libro de cuentos titulado La noche oscura. Actualmente se halla ocupado en escribir una novela que se publicará próximamente.

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