Bicho
abisal
No hay pescado grande que pese poco,
más si ha sido abisal,
si ha merodeado fondos de penumbra rocosa
enfrentando presiones oceánicas de diez kilómetros de alto,
y más si construyó músculo y resistencia
a través de milenios de escapes portentosos,
de ataques con victoria y tensas esperas por la presa.
Si
viene - y tal el caso- de haber sido enmarado en vida cierto tiempo,
este tipo de bicho
no se deja comer ni aún después de muerto.
Su
escaso número no se debe, pues, a despiadadas cacerías
ni a epidemias de fondo,
sino a escaso desove
y a las excepcionales condiciones de su sufrida
historia ontogenética.
Así
tiene que ser.
No le pidan anuencia conveniente.
La unanimidad le es tan ajena que tiende a aniquilarlo.
Ó lo acepta ó lo niega,
pero no lo intercepte, que puede ser letal
-mortalmente dialéctico-.
No encasille su esencia...
Cada poeta, cada artista, viene a ser uno de esos;
no vaya a pretender que sea liviano
ni trate de comerlo aunque haya muerto.
Su carne –indigerible- a simple vista engaña.
Está contaminada de enzima irreverente.
Su
apariencia frecuente: dócil, amable, despeinado, laxo,
suele inducir a error. No vive en cautiverio.
No se le domestica con loas, ni promesas
ni alimento selecto.
Su apariencia frecuente nada dice -en verdad- de fuego interno,
de la energía que emerge de su ancestro,
del pulso radical de su carácter,
de su pura sinergia con otros de la estirpe.
Nada
dice de cruentos episodios
en los que ha destrozado
presuntas fortalezas imbatibles
de un solo coletazo,
de mordida certera
o de un rugido irónico.
Exterminar la especie es ilusorio
porque se reproduce en cualquier medio
-estoico ó sibarita, austero ó dispendioso-
con la tenacidad a la que le ha impelido
su escasa descendencia
y la rara misión que trata de cumplir sin recompensa,
aún a contrapelo de sus terrestres intereses.
Llénese
de paciencia,
trátele con cariño y deferencia...
Visto
con atención es un buen bicho.
(De
“Zooteca caribe”).
Barquisimeto, abril y 2002.
Confía
Confía en mí.
Mi
territorio va de la amistad hasta el amor
con la sinceridad que me permito por sobre el ruido ambiente
frente a todo distúrbico episodio.
Créeme
que no quiero instalarme como un tótem;
no reconozco diálogo de sordos
ni invoco esa apetencia de urgencias razonables
como justificante.
No soy ningún poder establecido, ni aún alternativo.
Confía
en mí.
No
voy a sustentarme en amenazas de paro al suministro de cariño
ni querré transgredir tu sustantiva unicidad
con enumeración de requisitos que habrías de observar fervientemente
-lo que también, por cierto, esperaría de ti-.
Soy
un tipo cumplido,
con las usuales marcas que dan fe,
pendiente sólo de, aunque sea, una sorpresa por semana
que disperse rutina.
Pero ni eso, ni eso es requisito.
Administro
mi amor con indulgencia,
pródigo;
siempre me queda un poco que recrece
porque es autoengendrado sin estruendo,
con retroactivo efecto.
Confía en mí
-no habrá arrepentimiento-
Soy nada puro porque serlo es estéril,
pero la vida dio lo que debía
y yo lo recibí de circunstancia siempre,
con la mente soluble en utopía.
No puedo traicionar a nada vivo
ni a aquello no tan vivo que resiste
ó que murió renuente, atravesando peros,
con la pasión bien puesta.
Quiero siempre futuro
que siempre empieza ahora
basándose en las huellas del dilema:
ser ó morir por serlo.
Por
ahí andan las cosas.
Confía,
pues, en mí.
Barquisimeto,
abril y 2002.
Carta con astucias
La encontré hace tres meses, por vez segunda,
y volví a revisar sus proporciones de sirena estival
-soberbias proporciones que contentan mi alma-
su gris mirar lancero,
labios de mil promesas sensoriales,
voz profunda y sentida,
que hacían presumir dulzura intensa
buscando donde asirse con aquellas, sus manos de madonna boticéllica.
Ante
tanto argumento incontestable, táctil,
yo preferí bordear
algunas evidencias que asomaban –sospechosos gazapos-
tras su discurso.
Y preferí creer que esa mujer
era atormentada por la existencia vacua,
por historias de fuga y desencuentro,
que buscaba un amor desordenado, sin aforo
-como son los amores que yo entiendo-.
Me
remití de lleno
al sólito recurso de duda razonable,
y me dejé llevar por su elocuencia,
fijada con vehementes alfileres azules en el aire.
Ella
fue deslizándose en los temas que tienen por final
aquella disyuntiva cinematográfica: ¿en tu casa o la mía?
Cuando
vi, entusiasmado, adónde iba,
la dejé discurrir
y le apoyé de frente.
Y todo fue fielmente consumado.
Después
vino lo otro:
intereses creados y creables,
apetencias obtusas,
espuma y más espuma sobre un líquido frío
al que hoy no puedo –ni quiero- acceder
pues no apaga la sed
ni embriaga
ni da vida.
Barquisimeto, abril y
2002.
©
Benito de la Fuente Escalona
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