CAPITULO XIV
EL OCASO DE UNA GRAN VIDA

La fecunda y bella existencia de la Madre Javouhey declinaba; las más bellas virtudes resplandecían en ella, su amor a Dios crecía en intensidad, a medida que los años avanzaban. En medio de las pruebas más dolorosas, era tal su resignación, su modestia y humildad, que ninguna de sus hijas hubiera podido desanimarse.

Un día, creyéndose sola, se la oyó exclamar con vehemencia: "¡Gracias Dios mío, por enviarme cruces y penas ... Cuán bueno sois!".

Estaba en Limoux, cuando la muerte se llevó a su sobrina, la Madre Clotilde. Hizo salmodiar el "Te Deum" a pesar de su dolor. Al poco rato, una Hermanita joven la encuentra en el jardín y rompe en el llanto; la buena Madre, no pudiendo tampoco contener sus lágrimas, la hizo sentar a su lado: "Si, lloremos un poco..., le dice, pero no se lo vaya a contar a nadie!".

En medio de sus tribulaciones se mantenía firme, pero a la vez dulce y paciente; del crisol de su alma, destilaba el más puro amor;  su vida interior y la de cada unos de los miembros de su Instituto era el motivo de su constante preocupación, como nos dejan ver bien claro sus cartas llenas de unción, de sencillez y de fe, a la  par que de fuerza, luz y autoridad.

La Santa Voluntad de Dios era su único móvil, formando como el engranaje de su vida entera: "No tengo más que un temor: el de no cumplir en algo, la Santa Voluntad de Dios!". Estimulaba sobre todo a las novicias: "¿Queréis ser religiosas de San José?, les decía, pues bien hijas mías hay que ser toda de Dios, y dejar la voluntad propia detrás de la puerta!".

Un día se la vio con una sencillez encantadora cambiar su ración por la de una novicia que lloraba, no pudiendo tolerar lo que le servían.

Otra hubo que no se atrevía a pasar delante de unas personas extrañas cargada con ciertos objetos; la Buena Madre se apresuró a reemplazarla con toda naturalidad. Una novicia la vio, con admiración, comer un plato de grandes caracoles, que ella no se decidía a ingerir.

La humildad era sin duda el engarce de todas sus virtudes: "Es preciso, decía, pedir la humildad cien veces al día". Y sabía, cuando era oportuno, ejercitar en ella a sus hijas. Su oración parecía muy elevada, y eso que siempre rezaba con sencillez.

En 1849,  el Noviciado fue aprobado por Monseñor Sibour, Arzobispo de París. Fue motivo de gran alegría y esperanza para la Madre Javouhey.

Pronto pudo adquirir la actual Casa Madre en París. Hacia aquella época se iniciaron las relaciones espirituales de la Reverenda Madre con el Venerable Libermann. El Espíritu Santo había conducido a los dos hasta la ardorosa África, donde su fin era el mismo, trabajar para la mayor gloria de Dios y la salvación de los pobres africanos.

La Acción de gracias era como el estado natural de su alma: "Creen que duermo, decía en su enfermedad; nada de eso. Repaso en mi mente todos los beneficios recibidos de Dios!".

En la mañana del 15 de julio de 1851, después de cambiar algunas frases con la Madre Rosalía que debía sucederle como Superiora General, se sintió peor. Llamaron a un sacerdote, más apenas sus labios rozaron el crucifijo, cuando su hermosa alma fue arrebatada de la tierra. Muchas veces había pedido a San José morir sin agonía. El Reverendo Padre Levavasseur, su confesor, escribía al cabo de unos días: "La digna Madre Javouhey, ha muerto sin haber empeñado su inocencia. No conservo el menor recuerdo de que haya tenido que reprocharse jamás una sola falta mortal, e incluso venial deliberada".

Su cuerpo rodeado de luces y flores, fue expuesto en el Oratorio del Noviciado, y llevado después a la Capilla de Senlis; pero la Casa Madre guarda como un tesoro, aquel corazón tan grande de la Madre Fundadora.

Copiemos el diario administrativo de la Reverenda Madre Rosalía, esta preciosa frase: "15 de julio de 1851. Fallecimiento de nuestra muy querida Madre General, Ana-María Javouhey. Fundadora de la Congregación, a la edad de setenta y dos años. Nos deja el ejemplo de su celo, animado de una fe viva, una humildad profunda, caridad incomparable y una ilimitada confianza en Dios".

La Digna Fundadora dejaba el Instituto y sus Reglas, con la aprobación diocesana del Sr. Obispo de Autun, además de la de otros Prelados. El 8 de febrero de 1854 la Santa Sede aprobaba el Instituto, y posteriormente en 1877 las Constituciones fueron aprobadas definitivamente, convirtiéndose el Instituto, en Congregación de Derecho Pontificio.

El 1º de diciembre de 1823, luego de hechas algunas correcciones de conformidad con el Código de Derecho Canónico, dichas Constituciones fueron ratificadas por la Sagrada Congregación de Religiosas.

De igual modo, el Instituto fue sucesivamente aprobado por el poder civil; primero por un decreto que el Emperador Napoleón I firmó en Prusia, Campo de Posen, con fecha 12 de diciembre de 1806. Segundo: por real orden de 12 marzo de 1819, y, en fin, lo fueron definitivamente por reales órdenes de Carlos X de 3 y 17 de enero de 1827.

Los Estatutos de 1827 fueron debidamente modificados y registrados en el Consejo de Estado, el 8 de agosto de 1870.

La Iglesia por otra parte, procedió a sus investigaciones con el fin de glorificar a la piadosa Fundadora. Abierto el proceso Apostólico, referente al Heroísmo de las virtudes, y fama de Santidad de la Madre Javouhey, fue aprobado el año 1914-- En los años 1930, 1936 y 1937 - después de las sesiones de rúbrica: Anti-preparatoria, Preparatoria y General, el Sumo Pontífice Pio XI, convaleciente en Castelgandolfo, el día 27 de mayo de 1937, firmaba un decreto, el cual confirmaba que la Sierva de Dios ha "ejercido en grado heroico todas las virtudes".

Esta noticia acogida con el natural entusiasmo, fue comunicada oficialmente a sus Hijas de Roma, por el Cardenal Salotti, en nombre de Su Santidad, entonándose un solemne y emocionante "Te Deum" que reflejaba el agradecimiento de la Congregación entera a Nuestro Señor.

 

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