CHAÑAR QUEMADO I

 

EL MINERO

    Tensos los músculos

el minero clava su colmillo de acero

en el vientre metálico de la montaña

desgarrando negra carne de su entraña.

Traga su boca hambrienta

polvo gris y esperanzas muertas.

Sus ojos avisores siguen alertas

el destino esquivo de la vetas.

Romper, reducir, quebrar el duro metal,

es condición de existencia vital.

Inconciente destruye, aniquila, mata su altivez

y rebeldía innata.

Su alma está seca, árida, vacía, exprimida por el trapiche.

Apetente la sangre se agota día a día

en el cuerpo castigado impunemente.

Osvaldo González Britez


Corría el mes de Octubre del año 1962. La primavera reinaba con la majestad de su gloriosa soberanía. El campamento de la mina de Chañar quemado ubicado en el centro mismo del portezuelo de uno de los cerros mas elevados de la cadena que se desprende de la inmensa Cordillera de los Andes, ofrecía un paisaje atrayente y encantador. La escasa lluvia reciente, aunque mezquina y corta, después de tantos años de terrible sequía, transformó - como por obra de magia - el paisaje habitualmente seco, árido y desolado, en una riente y fresca sinfonía de colores, vistiendo de maravilloso ropaje la inmutable tangibilidad pétrea de las montañas.

Añañucas con sus tallos erectos cual diminutas palmeras tropicales enseñan airosas sus copas rojas encendidas de sol, diseminadas como un ejército en descanso en el faldeo de los cerros. Clavelinas de intensa tonalidad celeste crecen en grupos formando manchas sumándose a los lirios de corolas tubuladas que alfombran la senda accidentada de las quebradas, desparramando por la atmósfera su embriagante perfume; Narcisos, en una exquisita gama del amarillo claro al rosado tierno, llenan de luz en las noches estrelladas semejando luciérnagas sin alas. También asoma el encanto de su humilde belleza el Azulillo, las Margaritas de pétalos amarillos y pistilo negro carbón; el Algarrobillo, los Chañares, las Tunillas exhiben en profusión generosa sus botones prontos a reventar en flor, conformando una verdadera sinfonía en la mágica fiesta delcolor.

El campamento de Chañar Quemado, daba su nombre a la sierra donde estaba ubicado, estaba gozando del silencio que otorga la hora de la siesta. Los mineros se habían retirado a los camarotes de los barracones buscando la sombra fresca para escapar a la insolencia de un sol quemante. La atmósfera se sentía viscosa por la refracción solar. Se respiraba un aire pesado y caliente. Todo el horizonte parecía una llama viva. Desde los barracones llegaba el murmullo de los mineros que apenas rompía el silencio del mediodía. Como esa mañana el trabajo había sido intenso y de mucho trajinar, apenas almorzado busqué pronto refugio en mi ruca de techo de totora, que por su ubicación - en el faldeo naciente del cerro - corría incesantemente un viento fresco que procedía de la proximidad del mar. Estaba dando la última bocanada al cigarrillo, cuando sentí pasos que se aproximaban, luegos unos golpes tímidos a la puerta de calaminilla.

Qué pasa? - pregunté en áspera voz denotando mi fastidio por ser molestado en la hora de descanso.

Perdone, Jefe... respondió con humildad y temor el mozo de la cantina - Hay un minero que desea hablar "urgente" con Ud. El énfasis a lo "urgente", justificaba su intervención oficiosa.

Si es que busca trabajo pierdes el tiempo molestándome! - repliqué severamente.

El mozo cohibido y azorado se alejó apresuradamente.

Prendí otro cigarro, sin embargo ya no tenía el mismo sabor dulce y amable. La mente se pobló de imágenes de mineros desamparados, botados a una suerte injusta.

La cesantía había hecho estragos en la densa población minera del Norte Grande. Todos los días llegaban verdaderos contingentes humanos en busca de trabajo y de comida. A pesar de mi categórica advertencia y desafiando mi enojo, ahí estaba en cuerpo presente, en el quicio de la puerta, la figura familiar y clásica de la región:

El minero cesante... El minero con su eterno atuendo de miseria; cubierto de polvo y el rostro descarnado. Es el hombre nortino. Individual y solitario en su sempiterna orfandad; en la incansable búsqueda de un futuro mejor. El minero elemento vital e irremplazable de la producción de la riqueza extractiva, caminando con pasos cansinos e inseguros por mil caminos; llevando a cuesta su amargo pesimismo, sus músculos agotados y el estómago vacío gritándole - a cada instante - su dolorosa verdad de hambre e infortunio. Recorren, ya solos o en caravanas, largas e interminables distancias; de ciudad en ciudad; de mina en mina, con sus "monos" a cuesta. Algunos, jóvenes, con las esperanzas abiertas por el impulso de sus energías espirituales; otros, hombres ya maduros con el rostro endurecido por el constante castigo de la adversidad, con la inquietud y la incertidumbre de un porvenir magro y lejano. Pero lo más triste son aquellos mineros viejos, en la puerta de una desválida ancianidad, perdidos en la turbulencia de un pasado inútil llegan y pasan mascullando entre dientes la derrota de un destino definitivamente cerrado a toda nueva alvorada.

Qué desea ? - pregunté urgiendo la respuesta en tono de voz cortante.

Disculpe, patrón.....necesito trabajar. Sus palabras salían con dificultad de sus labios secos y gruesos. Hace tres días que estoy caminando por los llanos...Sus ojos de mirada firme y dura se clavaron incisivos en los míos. En lo hondo se adivinaba una secreta súplica. Se hizo un silencio pesado y expectante. Como el campamento se hallaba completamente copado no había nada que pensar; pero, no sé porqué me resultaba penoso decirle la sencilla verdad. Había algo en la expresión de su rostro que provocaba mi conmiseración, algo raro en sus facciones fatigadas, en su frente amplia de altiva serenidad, en su porte disminuído, en su potencia de ser social sumergido en el fondo de un abismo insondable. Qué hacer?

Vaya Ud. a la cantina. Almuerce antes que sea más tarde. Por el momento no hay lugar vacante - dije con fría cortesía, condoliéndome en lo más intímo de mi ser por esta situación irremediable y dolorosa.

Quedó pensativo, hubo una pausa tensa y desagradable. Al fin, como resultado de una lucha subjetiva violenta y angustiosa, levantando la vista dijo resueltamente:

Gracias, Patrón; pero así no tengo hambre, lo que busco es trabajo. Necesito trabajar. Mala suerte, seguiré buscando...

Acto seguido se dió media vuelta, colocándose el raído y desteñido sombrero y, con pasos lentos, empezó a alejarse.

Naturalmente quedé sorprendido e intrigado. Me sentí atrapado entre las redes del complejo espíritu humano y como culpable de una mala acción. Acuciado por este involuntario paso de conciencia salí en su busca.

Un momento - lo detuve gritando - Espere!

Ante mi llamado enérgico se detuvo en actituted dubitativa y desconfiada. Me acerqué a él, en sus ojos brillaban la amargura y el escepticismo.

Quédese.., creo que podré darle trabajo. Es Ud. perforista? - pregunté ansioso

Si patrón se manejar la perforadora - respondió triunfante

Está bien, lo agregaré a la cuadrilla que está al otro lado de Chañar Sur, pues les falta un perforista.- Ahora, vaya a la cantina, que le den almuerzo. Después espéreme en la oficina con sus documentos.

En su rostro apenas se dibujó casi imperceptible una sonrisa de gratitud. El sombrero giraba en sus manos nerviosamente. Entendí en esa actitud que algo más profundo inquietaba su alma. Es difícil penetrar en la mente humana, sin embargo, comprendí que un gesto sencillo pero con fuerza de sutiliza afectiva es capaz de entreabrir las compuertas más herméticas del sentimiento del hombre.

En vez de volverse obedeciendo las instrucciones dadas, quedó ahí , inmóvil, como si una fuerza poderosa y extraña dominara sus piernas deteniéndolo

Se le ofrece algo más...? - le indagué en tono amistoso un tanto intrigado

Si patrón.. estoy con mi mujercita. La inflexión de su voz acusaba un terrible temor, miedo a perder lo que ya había conquistado.

A un problema seguía otro peor, pensé con disgusto. Me lamenté de pronto haber cedido al primer impulso, ahora me veía envuelto en un problema de mayor gravedad. Donde iría a meter una mujer en un campamento de mineros?. Esta sola idea violentaba la regla de no permitir la presencia de mujeres en la mina. Era totalmente absurdo!. Que comodidades podría ofrecerle? No, no era posible.. Una mujer en la mina......Imposible!!!

Si me permite algunas esteras y unos pocos palitos podré construir una ruquita allá abajo junto a la quebrada. Sus palabras brotaban con decisión y un entusiasmo vivo y locuaz.

No supe que contestar. Quedé atrapado, preso dentro de la presión noble y altruísta de mi propia conciencia. Acepté, me sentí enojado conmigo mismo por haber transiguido; pero en lo más intímo de mi ser una dulce satisfacción me cosquilleaba gratamente.

Pasaron los días , el campamento de Chañar Quemado había extendido su área habitacional en algunos metros más, según se podía observar dirigiéndo la vista al costado poniente de la cantina. Allá en el fondo junto a la quebrada se destacaba la rústica perspectiva de un ranchito, combinación de totora, madera y calaminilla, construída por las habilidosas manos de Manuel Cabrera, nuestro enigmático minero, quién junto a su mujer, habían traído un nuevo sentido de vida a este lugar solitario, triste e inhóspito. Resultaba grato al espíritu verificar de cómo, en este apartado lugar, se cumplían los bíblicos preceptos de la mínima entidad social formado por el hombre y la mujer, sagrada base del hogar y de la familia. A los piés del humilde nido se veía flamear - cual inequívoco pendón hogareño - una serie de andrajosas prendas de vestir para que el sol y el viento los secara y, como símbolo inalterable de esta conquista en un mundo nuevo de esperanzas y dorados sueños, un hornillo de barro dejaba escapar una blanca estela de humo que se alargaba hacia el cielo desparramando una fragancia invitadora de exquisita vianda...

Cabrera resultó ser un excelente y diestro minero. Tenaz para el trabajo, conocía el manejo de toda clase de herramientas y máquinas. No había secretos para él. Su habilidad para preparar las cargas explosivas eran notables. Integraba junto a otros tres compañeros una cuadrilla que trabajan en una amplia terraza a rasgo abierto. Conformaban la cuadrilla más eficaz y de mayor rendimiento. Yo me sentía feliz de contar con él pues los demás compañeros aprendían y perfeccionaban sus conocimientos con entusiasmo. Me agradaba ir a inspeccionar su punto de trabajo donde siempre encontraba a Cabrera atareado en su labor de minero auténtico; ya machando con precisos y violentos golpes tremendas colpas, ya operando con energía la pesada perforadora o ya preparando - en la fragua - las herramientas que habían perdido su filo. De un temperamento tranquilo y sereno, gustaba de estar siempre en una actitud muda - de poco hablar. Sus compañeros de faena - de por sí talleros y conversadores - se acostumbraron a su manera de ser. Lo respetaban y demostraban por él una cordial simpatía. Durante los atardeceres, cuando el sol se escondía detrás de los cerros y un manto de sombra cubría el firmamento, se observaba a Cabrera y su mujer, tomados dulcemente de las manos, caminar por la senda zigzageante de la quebrada. Era una visión enternecedora. El amor florecía en este olvidado y desértico rincón con todos los atributos de su pujante y bella realidad. Cuando la obscuridad de la noche empezaba a borrar las formas, se les veía regresar con pasos lentos. Ella con un gran ramo de añañucas, azulillos y lirios del campo y él con su haz de leña sobre el hombro. La mayoría de los mineros miraban desde lo alto del campamento, juntos a sus camarotes silenciosos, esa escena impregnada de deliciosa ternura y un sentimiento nostálgico envuelto en dulces ensueños poblaba nuestros pensamientos de anhelos románticos y cariñosos...

La vida en un campamento minero, perdido entre las montañas, distante y aislado, no escapa a las vicisitudes de un micro-mundo, con el aditamento de que por la escasez de aquellos elementos que le son vitales, la existencia en determinadas circunstancias cobran dimensiones de extrema gravedad, por lo mismo que la distancia es larga y el paraje desértico y aislado. Todo ayuda del mundo exterior, en caso de imperiosa necesidad, se dificulta y, cualquier llamado de auxilio generalmente llega tarde, demasiado tarde... o no llega nunca. Eso fué lo que aconteció una noche.

Era casi media noche, cuando sentí de pronto violentos golpes en la puerta de mi lánguida ruca, que parecía iría a destrozarse a los golpetazos. Salté de mi camastro de un brinco, asustado y confuso.

Que ocurre ?, Quién es...? - grité incomodado por la forma brusca de ser despertado.

Por favor señor capataz - una voz suplicante que no alcancé a distinguir de momento - Venga por favor, mi hijo está muy enfermo, necesito su ayuda... La aflicción quebraba su voz que más parecía un sollozo. Se trataba de Olivares, el de la majada de cabras. Era el único que vivía por esos lugares con su familia. Distaba del campamento a unos tres kilométros, había que caminar entre cerros por senderos de cabras. Olivares era un buen hombre, muy servicial, nos proveía de leche, carne y, en la época de buenos pastos, también nos traía sabrosos quesos. Prendí la lámpara de caburo y empecé a vestirme prestamente sin dejar de meditar en cómo podría ser útil mi presencia en un caso tan especial y desesperado. No había ningun medio de movilidad como para trasladar hasta Vallenar el enfermito, que hubiera sido lo más atinado en un caso así. Buscaba desesperadamente una solución heroica. Afuera la noche estaba fresca. La luna se dejaba presentir detrás de una bruma de nubes obscuras. Necesitaríamos de una linterna para aventurarnos por un camino tan accidentado como peligroso. Olivares me esperaba nervioso y angustiado envuelto en un poncho amplio.

Mi hijito está muy enfermo, no sabemos qué hacer, tal vez ud....- Yo resultaba ser su última esperanza. Qué podría hacer yo por el hijo de Olivares?? Nunca había tenido la oportunidad de aprender a hacer la más insignificante curación, cuando más sabía administrar unas aspirinas en caso de dolor de cabeza.. Me desesperaba esa impotencia, esa inutilidad total ante un hecho tan trascendental como es la vida. De todas maneras había que ir, acompañar en su desgracia a un hombre desesperado. Dios dirá su última palabra.

Empezamos nuestra caminata, Olivares tomó la delantera. Era un excelente baqueano por esos caminos improvisados. Una breve claridad hacía visible el paisaje dormido. Cuando llegamos al portezuelo para buscar la senda hacia la mina "La Coquimbana" sentí ruido un ruido de pisada detrás nuestro que se acercaban. No se podía ver nada. Me detuve para escuchar mejor. Al rato se dibujó la figura de un hombre que caminando con cuidado por el angosto camino trataba de andar ligero para alcanzarnos.

Quién es? - grité imperativo

Soy yo patrón, Cabrera - respondió acercándose, cuando ya pude distinguirlo continuó - sentí ruido en su ruca y vine a ver que pasaba. Lo ví alejarse para estos lados y lo seguí por si necesitaba ayuda... Sus palabras y su presencia me dieron un ánimo reconfortante.

Gracias Cabrera - respondí con una cordialidad que me nacía del alma - el hijo de Olivares, el de la majada, está muy grave y espera que lo auxiliemos, si quiere Ud venir...

Vamos, le acompaño patrón - respondió lacónicamente, y proseguimos la marcha. No podíamos caminar rápido, como quisiéramos, el sendero estaba cubierto de piedras y guijarros que resultaban muy traicioneros en el descenso pronunciado y peligroso. El abismo era una mancha negra a nuestro lado como una fauce inmensa en espera de su víctima. No se podía pensar en nada. Había que estar atento y avisor, calculando a cada paso donde colocar el pié. A veces teníamos que apoyarnos en las dos manos para poder franquear un lugar de gran desnivel. La lámpara minera no servía para nada. Se apagaba a cada golpe de viento. Fué una marcha torturante. Al fin, cuando llegamos a la base de la quebrada me detuve para descansar y tomar aire fresco. Cabrera hizo lo mismo. Su respirar no delataba cansancio. Allá arriba el lucero del alba se veía hermoso y brillante , rodeado por una infinidad de minúsculas estrellas que parpadeaban en un alegre juego de luces intermintentes. Un inmenso silencio reinaba en todo el ámbito de las gigantescas montañas. No se oía mover un solo animalejo. Después de una brevísima pausa continuamos nuestra marcha, en fila india, uno detrás del otro. El terreno se mostraba mas parejo, sin mayor desnivel. Apuramos el paso, callados y pensativos. Cuando doblamos la cuesta que determina el límite de la pertenencia de la mina "La Coquimbana", encontramos una atmósfera pesada de olor a corral de chivos. Ya próximo al rancho sentimos como los perros venían corriendo a nuestro encuentro. Ruidosos e inquietos se abalanzaron sobre nosotros en actitud poco amistosa. Un grito seco y autoritario de Olivares los calmó molesto por la pérdida de tiempo, de todas maneras no quedaron conforme hasta que nos olieron uno por uno. Eran tres, flacos y altos. Sobresalían sus costillas como estrías punzantes. Se olvidaron de nosotros cuando olfatearon el paso de una liebre que al percatarse del peligro emprendió veloz carrera llevándose en pos de sí a tan hambreados perseguidores.

Cansados y preocupados llegamos a la mísera viviendo, donde, al ruido de nuestros pasos, asomó una encorvada anciana portando en sus manos temblorosas una lámpara de carburo. Olivares se acercó a ella y con voz muy por lo bajo le hizo una pregunta ansiosa. Alcancé a escuchar la respuesta:

Sí, gracias a Dios todavía está vivo.

Entramos a la pequeña pieza. El cuadro con qué nos encontramos fué penosamente impresionante, conmovedor. En un ángulo del pequeño aposento, en un catre cubierto por montañas de trapos desteñidos, y con mil remiendos, cuero de oveja y sacos de arpilleras, se presentía la presencia de un cuerpecito diminuto cuya cabecita cubierta por un lienzo descolorido sobresalía en el extremo de tanta trapería. Su madre bañada en lágrimas, de rodillas junto al enfermito, acariciaba las manitos inertes de su criatura. Al cerciorarse de nuestra presencia levantó sus ojos llena de una solicitud angustiosa en su mirada. Me sentí anonadado en la certidumbre desesperante de mi total ineptitud. Nada podía hacer. No me quedaba sino ofrecerles la adhesión de mi dolor y solidaridad en tan grave trance; pero ellos esperaban algo más que unas vanas e inútiles palabras. Eché una mirada a mi rededor sumergido mi pensamiento en Dios. Ahí, junto a la puerta, con los brazos cruzados estaba Cabrera, en silencio grave y comprensivo observa la triste escena. Atisbó en mis ojos la desesperación y el auxilio. Entonces, como empujado por una fuerza misteriosa, se acercó al camastro del enfermito. Sus pasos fueron decididos, sin titubeos. Separó las cobijas, con sus dedos gruesos y callosos tocó la frente del niño auscultando su temperatura. Seguidamente levantó el bracito delgado del pequeño para tantear sus pulsaciones. Todos nos habíamos acercado alrededor del enfermito cojidos por la sorpresa de tan inesperada intervención, sin acabar de comprender lo que se proponía hacer. Atentos, reteniendo el aliento para no romper el silencio circunstancial, seguíamos cada movimiento de Cabrera como para testificar la realización de un hecho memorable. Cabrera proseguía inmutable con su exámen médico. Su manaza se perdía entre el pechito de la criatura buscando los latidos de su debilitado corazón. Se demoró. Sería muy débil el latir que no alcanzaba a sentirlo. Después de este breve reconocimiento, volvió a arropar al niño y, dirigiéndose al padre preguntó:

Qué remedio le están dando?

Olivares no supo contestar, se lo veía como mareado, ido, - tan grande era su dolor!!_ fué su mujer, quién había vuelto a ocupar, arrodillada, su lugar junto al niño, la que respondió:

Le dí tres tomas de unos polvillos que venían en unos sobrecitos blancos....

Quién se los recomendó?.. Siguió preguntando el galeno de ocasión.

Una enfermera del hospital de Vallenar - continuó contestando la pobre mujer con una voz apagada, que apenas se dejaba oir temerosa de molestar al niño.

No lo revisó ningún médico?

No, no estaba el médico de turno. Lo estuve esperando desde la mañana y por la tarde la enfermera me recetó estos polvitos. No teníamos dinero para llevarlo a un médico particular...

Maldito dinero..gente irresponsable y criminosa - Cabrera estaba alterado, pero recobrando su compostura pidió si tenían alcohol.

No, no hay alcohol - respondió la mujer apenada de no poder ofrecer lo solicitado.

Necesito algo con qué hacer una fricción - acotó con impaciencia.

Solo tenemos un poco de petróleo que usamos para la lámpara...

Ya, traigame pronto... aceptó sin más trámites, complacido al fin de encontrar algo que pudiera servir.

Olivares, más dueño de sí mismo, se movió con agilidad. Salió afuera, se sintió el ruido de sus pasos al alejarse y el de los perros que fueron tras él un tanto bulliciosos.

Consígame un cuchillo - siguió pidiendo Cabrera, ahora dirigiéndose a la mujer quién se levantó prestamente para buscar lo solicitado.

Me alarmé, pensé lo peor. Que iría a hacer con un cuchillo?, pero me calmé cuando tomando el cuchillo se dirigió a la esquina opuesta, detrás de la puerta, donde, encima de un sobrado pequeño, estaban apiladas unas lonjas de charque de cabras. Cortó un buen pedazo de esa carne negruzca y grasienta y luego procedió a separar el cebo. En ese momento regresó Olivares portando una latita herrumbrada con petróleo. Cabrera inició su tarea de mágico alquimista. Sobre la parte lisa de una de una mesita, confeccionada con cajones vacíos de dinamita, coloqó el pedazo de cebo amasándolo con energía , me pidió luego que le fuera vertiendo de a gotas el petróleo sobre la masa grasienta. Pidió un poco de sal. Felizmente había.. cuando consiguió una porción conveniente a sus propósitos, echó sal y trató de mezclarlo a base de un manipuleo de frotamiento continuo. La masa fué cobrando un color gris y espeso. Las manos de Cabrera desprendían luminosidad cuando los rayos de la débil lámpara chocaban con las gotitas de grasa que se untaban a sus dedos. Siguió amasando hasta que consideró que la combinación de los elementos había llegado a la saturación deseada; tomó una cuarta parte de la porción y con un reflejo de esperanza en su rostro, se incorporó y dijo seriamente satisfecho:

Listo, manos a la obra.. !

Se acercó al catre donde yacía el niño que seguía inmóvil. Hizo a un lado los miserables harapos que lo cubrían. Apareció un cuerpecito delgado, desnudo y exánime. Tenía el color pálido de la muerte. Me asusté, y la misma sensación recorrió a los demás comensales de esta terrible tertulia de dolor. El padre empezó a sollozar con los dientes apretados. No se podía contener. Cabrera colocó de espalda a su pequeño paciente y empezó su acción transcedental. Sus manos se movían al impulso de una fé sublime, inspiradas, cual eximio músico sobre un instrumento tenue, frágil y mágico. Ir y venir, suavemente de momento, después con más vigor. Repetía la acción sobre la pequeña longuitud de aquella débil espaldita. Admirable!!! Increíble que esas manos toscas, preparadas más para la agresión que para la caricia, endurecidas por el terrible trabajo minero; habituadas a movilizar con soltura el pesado "macho" de 25 kilos de peso para triturar enormes bolones de mineral de hierro; con protuberancias callosas, pudiera deslizarse sobre el delicado trocito de carne humana con tan dulce y delicada sutileza. Fué un instante culminante, inolvidable. En ese momento supremo sentí la presencia de Dios, me embargó una honda fé y una fuerza nueva de esperanza inundó dulcemente todo mi ser. Rogaba íntimamente: Oh, Dios mio, sálvalo!! Noté de pronto que Cabrera era otro hombre, distinto. Su personalidad anónima, hasta ahora desapercibida cobraba de súbito, las dimensiones espectaculares de un iluminado. Todo su ser vibraba en la extraña fuerza de su espíritu enérgico y firme, emanaba de sí la fortaleza de una confianza granítica. Sus manos no se detenían un solo instante; incansable. De su frente fruncida caían gotas gruesas de sudor. Hizo una pausa para cambiar de posición y seguir ejecutando ahora sobre el pechito tierno y flácido su accionar sublime. Los ojos cerrados del niño y la livídez de su carita nada satisfactorio acusaba. La madre, perdida toda esperanza, quebrada en su dolor, lloraba en el paroxismo de su fueza vencida, envolviéndonos en el halo pesimista de sus angustiosa desesperación, pero de pronto, un llanto fuerte, violento, como un rayo tronante, nos sacudió a todos de raíz. Llegué a temblar como una hoja al viento atrapado por la sorpresa y por una ola desbordante de emoción. Cabrera, como asustado de su acción culminante, quedó inmóvil contemplando a ese ínfimo ser que rescatado de la muerte volvía con tanta fuerza a la vida. Luego pude ver que su rostro fatigado y tenso dejaba entrever la íntima e inefable satisfacción del triunfo. Una lágrimas se escurrieron furtivamente de sus ojos empequeñecidos por el cansancio. Sus manos de artífice prosiguió modulando los vértices de esa existencia frágil pronto a escarparse al menor soplo de la brisa letal... Olivares quebrado en su fortaleza sintió todo el peso del instante y dejó escapar un llanto apretado e incontenible. Más allá la encorvada anciana que apenas podía sostenerse sobre su duro bastón, murmuraba confusas palabras de una oración. Nadie decía palabras. Son uno de aquellos momentos en que cualquier palabra iría a romper el verdadero valor del momento supremo. El llanto del niño seguía inconsolable, pero para nosotros sonaba como una música de marcha triunfal inundando nuestros corazones de una dicha y de un deleite embriagante.

Venga, Señora, acérquese - pidió solícitamente Cabrera a la madre del pequeño.

La pobre mujer, extraviada en su alegría se movió torpemente. Todo su ser manifestaba aflicción, alegría, sufrimiento, cansancio, gratitud e incredulidad.

Acérquese - volvió a insistir con gravedad Cabrera - ofrézcale el pecho.

El niño, a pesar de su debilidad, desahogaba su dolor en su vigoroso llanto, el cual era una hermosa música que nos penetraba al corazón inundándonos de una incontenible alegría. La madre lo arropó tiernamente, lo levantó en brazos y lo acercó a su pecho. La criatura no hizo caso al primer contacto; pero cuando sintió en sus labios el dulce líquido, cerró la boquita aprisionando con fuerza el materno botón lácteo. Madre e hijo conformaban la unidad más pátetica de belleza y amor. El niño de Olivares se havía salvado.

Un minero humilde, anónimo, que un día llegara a pedirme trabajo con noble altivez, había salvado la vida de un pobre niño, con la medicina de su fé inalterable y la conciencia del valor de una confianza inexpugnable en su propia fuerza espiritual.

 

 

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