Web publicada en:   www.aliciadelafuente.com;    es.geocities.com/aliciadelafuente2002;   aliciadelafuente.port5.com

Fade to grey. 

Durante el día, en minutos de ocio, para llenar algún vacío de energías, cerraba los ojos y dejaba a los pensamientos vagar en libertad, fundirse unos con otros, o declinar en uno solo que se perseguía a sí mismo hasta llegar a ser una manifestación irreal del sueño. Pero no me abandonaban nunca las nítidas muestras de estar despierta al seguir registrando mi entorno por sus ruidos, sus voces y la captación de movimiento que mi reducida capacidad ocular identificaba como sombras.

            Era un trance en el que me sumergía conscientemente y con el que muchas veces, en alas de las sensaciones, llegué a imaginarme invisible o convertida en un hueco revestido de cualquier materia dura.

            Y con frecuencia concluí que tal vez fuera ésta la dinámica mental de los insectos, su mecanismo sensitivo con su hábitat, hacia nosotros, al ámbito común de ambos.

            Todo terminaba en la impresión de estar resbalando por el cuello de una botella, abriendo los ojos para asegurar mi regreso. Y después, los pocos minutos de actividad y confabulación con la realidad.

Cuando, y no sé por qué razón, le conté esto a Kasandra, simplemente sonrió. Dejó la habitación a oscuras, puso música a bajo volumen, encendió una pequeña lámpara que había colocado a pocos metros de distancia de la cama. Lanzó la almohada por encima de su cabeza, se desnudó y se tendió de lado estirando un brazo hacia la mesilla de noche para coger su calidoscopio que, una vez enfocado a la luz, la transfiguró en un manojo de gestos y susurros deleitosos.

            Sonaba Fade To Grey, de Visage.

            Me excitaba al mirarla cada vez más, pero no dejaba de repetirme que la había conocido pocas horas antes en la terraza de un bar de ambiente. La conocí observándola, escuchándola, y ya me excitaba desde entonces...

            —Y tuvo su oportunidad para hacerlo. Y tuvo tiempo para conocer esa oportunidad y, tal vez porque era su derecho, lo hizo. No todos los derechos surgen de las necesidades, los derechos del individuo quien mejor sabe cuáles son es él mismo y nadie más. Si era el momento adecuado, podemos decir que lo hizo a tiempo. Si no era el adecuado, a pesar de ello lo hizo, así que es estúpido cuestionárselo, el hecho no varía. Fue realizado. Pude extinguir ese algo que lo animaba. Pasar los dedos por su rostro era un acto sacramental. Crear cada línea de nuevo, ponerle una mirada en los ojos. A veces, incluso una sonrisa o una suerte de palabras en los labios... No reprimí el instinto de destruirlo, la misma deformación de su imagen, la costumbre aburrida de saberlo en su lugar exacto, siempre en el mismo sitio. No pude evitarlo, pero sólo era una foto, mi maldita foto nada más.

            Dijo esto y se rozó la boca con la punta de los dedos para completar su simulacro de timidez, gesto que casi telegrafió para romperlo al instante con una mirada, en principio excusante y mantenida después, con cierto carácter de complicidad.

            Bajó la cabeza distraídamente para descubrir al elevarla una sonrisa contenida. Levantó las cejas en signo de sorpresa y añadió:

            —¿Qué pasa, es que los ególatras no tenemos derecho a rencillas amorosas?

            Sin pausa, alzó la mano hasta la altura de la frente con un ademán que insertó en sus siguientes palabras un sentido de lejanía y vaguedad:

            —¿Dónde está el cuarto de baño?

            Los instantes siguientes a su corta ausencia confluyeron en un vacío tosco e irregular, muy perceptible en la actitud general, porque nadie de  la reunión dijo nada. En todos se debatían sonrisas mal puestas que argumentaban, por sí solas, la impotencia o la sorpresa ante el hecho de poder reírse de ellos mismos con la naturalidad que Kasandra les había mostrado.

            Nunca podría describir cómo me miró cuando regresó triunfal a la mesa, sus pasos despreocupados y ligeros, como si sobrevolara el espacio hacia su silla a la vez que canturreaba la canción que sonaba en el bar: Lesson in love, de Level 42.

            Ni siquiera, una vez en su habitación, podía dejar de mirarla. Se alejaba y se acercaba paulatinamente a la luz para lograr destellos inadvertidos y captar así lo mágico de la simplicidad de su recreo en cada nimio deslizamiento de las piedrecitas de colores.

            Cuando intentaba desviar mi atención de sus movimientos, las venas subjetivas reventaban y mi memoria destilaba recuerdos que rezumaban sabores escrupulosos, entre los soleados adoquines de los patios del colegio, los domingos enmarcados en calles despobladas, los cromos, las guerras de almohadas. 

            Yo ya le hablaba, casi le recitaba al dictado de mis recuerdos, sin poder dejar de mirarla.

Las calles parpadeaban. Las ventanas se quedaban mudas.

            Conforme la ciudad se apagaba a su peculiar ritmo, Kasandra y yo nos quedábamos más a solas y más en silencio.

            Sentí la necesidad de llamarla, susurrarle su nombre, y me contestó con una mirada tan sutil como mi patente impulso de sustituir al calidoscopio como objeto de su satisfacción. Su silencio era un salto al vacío que me enfrentaba con mis jeroglíficos.

            Después se sucedieron las palabras, o partículas de polvo suspendidas en los rayos de luz que aciertan a entrar, en una habitación a oscuras, por las grietas de una persiana cerrada.

            En torno a sus pasos por la habitación surgió un constante tintineo de sugerencias y claves mientras no paraba de hablar. Confieso que me indujo tanto al dolor de la intuición momentánea como a la angustia de las limitativas palabras. Sin embargo, esta comprensión de la situación por mi parte no me ayudó lo más mínimo para consolidar mi posible posición en ella, sino por el contrario, contribuyó a aumentar el padecimiento que traen inherente las sensaciones nuevas.

            Impuse, al fin, una conversación mediocre y recurrí con ello a una falsa visión de Kasandra que me permitiera cierta postura distendida. La convertí en espectadora de una imagen afectada de tal multiplicidad y superficialidad que le infundió vértigo. Rellenaba sus obligadas manifestaciones agitándose por el espacio de su propia habitación como si no la conociera, lanzando a ráfagas embriones de conversaciones, siguiendo la charla con respuestas dadas a tientas.

            De pronto se detuvo bruscamente, y la estética ambigua de su erotismo se extinguió de golpe para entrar en la piel de una sensualidad absolutamente femenina, entre la agresividad atrayente de lo directo que permite la madurez y el juego, desconcertante y nada inocente, de la adolescencia. Desmanteló así toda la suave estrategia bélica y todo el caos de la ternura que éramos capaces de transfigurar en nuestra deseada posesión. Y dejé entonces de mirarla por unos segundos, porque me di cuenta de que no estaba segura de sí misma.... ni de mí. Así que mi zozobra aumentó donde empezó mi vulnerabilidad, hasta cuando, con una lentitud casi meditabunda, se acercó a la ventana y con un tono lineal comentó que ya no llovía y que podía aprovechar para marcharme.

 

 

 

More, more, more.

 Regresé a casa, retomé mi piel y volví al trabajo. Al menos lo intentaba, pero todas las figuras que surgían en el bloc de bocetos —aunque succionaban ávidamente toda técnica artística posible— resultaban flácidas, paralizadas e incompletas. Les faltaba creerse reales.

            Permanecí despierta dispersando las nebulosas racionales que obstaculizaban a los frágiles entes que asomaban las cabecitas desde la imaginación y esperaban a que la intuición, a modo de fórceps, los lanzara a una lógica extraña, a respirar un conflictivo aire de temperaturas estéticas sin el cual corrían el riesgo de extinguirse por muerte súbita.

            Pero sólo tenía significado el rojo. El rojo. El rojo. La incandescencia como sinónimo de la mayor lucidez soportable e imprevista. No podía o no quería dejar de recordarlo todo, porque no paraba de detallar minuciosamente la escena en que Kasandra ni se inmutó cuando me marché. El deseo fluctuante, acucioso, que me venció en un placer erótico sin precedentes cuando tras cerrar la puerta al irme, en vano, esperé unos segundos en el rellano de la escalera a que ella abriera la puerta y me llamara.

            Creí oír el teléfono. Imaginaciones mías por la dictadura del silencio que reinaba en el estudio.

            Puse música y programé el equipo para repetir hasta la saciedad sólo un tema, More, more, more de Carmel.

            En mi estudio, con los cuadros ordenados  en la pared y los estantes de cristal repletos de juguetes de cuerda nunca me sentía sola, porque lo había convertido en un espacio esquemático y lúdico abierto a cualquier elemento que se inmiscuyera sin el permiso de mi elección. Con posibilidades múltiples, simultáneas o no, más o menos sorprendentes. Sin embargo, esa noche me perdía en mi propio espacio y le daba cuerda a todos los juguetes con el deseo infantil de lograr verlos funcionar al unísono. Aunque en realidad no los miraba, los ojos se me escapaban persiguiendo a Kasandra en imaginaciones: “En pie, ladeando la cabeza. Dando un giro completo y dosificado para mirarme de frente. Su cuello en mi vista y mis labios aproximándose a él”.

            Me alejara, agachara, escondiera o huyera, su figura quedaba impresa en mis ojos. Y no tenía nada que hacer. No me quedaban excusas ni capacidad de improvisación para eludir el nítido impulso de desnudar la realidad, sin temer a la inquietud ante los juicios indignos, retorcidos, bellos; o a un final inconcluso tal vez. Kasandra me gustaba tanto que ya me obsesionaba.

            Cambiar los cuadros de lugar, quitar algunos, volver al significado original de mis preferidos.

            El equilibrio óseo de la mano que agita un periódico en medio de la multitud.

            Cancelled process a relieve en el culo de un bebé.

            El rastro apresurado de unos zapatos de tacón en una calle vacía.

            Un unicornio rodeado de capuchinos salpicados por un sol que se derrama.

 

En las hileras de cuadros siempre pongo uno al revés para que su disonancia me devuelva a la realidad; a esos cuadros los llamo “despertadores de madrugador”.

            Y así, aglutinando con autodisciplina la proyección del tiempo en otro día, otro misterio, otro horror distribuido en horas, provisionalmente: amaneció.

 

 

Live is life. 

 

Una tarde a la semana de tertulia artística. Muchos cafés, más copas aún y, eso sí, bastante reverencia y respeto a la palabra. Tratábamos de reducir a esquemas para sintetizar en definiciones, o tal vez, que el sistema analítico de cada uno de los integrantes descubriese a los demás otro punto de mira sobre sus opiniones. Nos diluíamos en disertaciones sobre la sociedad oficial de los medios de comunicación y la real que nos encontrábamos a cada paso, y en cómo los artistas se esforzaban en autotraducirse para sentirse aceptados como tales en una colectividad en la que cada vez hay menos sitio para cualquiera.

            No arreglábamos el mundo, era evidente, pero asistíamos siempre porque en el mundo subjetivo existe la tristeza desde que se toma conciencia de la soledad que exige la creatividad.

            Inyectados de apasionada complicidad, nos sentíamos menos solos al hurgar en las sombras saturadas de sufrimientos electivos de Vicent Van Gohg, en el decaimiento destilado de los colores de Monet, en el despliegue narrativo de los collages de Max Ernst, en el milagroso manejo del tiempo de las ilustraciones de Aubrey Beardsley, y en las exactas fórmulas de lógica abstracta de Óscar Domínguez.

            O el latente susurro de los retratos de Amadeo Modigliani. Nos preguntábamos si habría alguna manera de enseñar el gesto anterior inmediato que dejaba entrever Marc Chagall. Criticábamos, construíamos, incluso despreciábamos. Daba igual si la obra era del pasado o del presente, cualquiera de ellas nos recordaba siempre lo mismo: el artista posee una conciencia especial de cada instante, una conciencia egoísta.

            Era aquél un bar de barrio, la planta baja de una casa de dos pisos con un patio interior repleto de flores. Unas pocas mesas que a la hora del almuerzo se llenaban de trabajadores con escaso tiempo para volver a su casa para comer y personas de avanzada edad que, más que por el precio módico del menú, hacían la segunda comida del día para estar acompañados de bullicio y ver la tele.

            Era curiosa la combinación decorativa de las paredes. Junto a la antigüedad a plumilla de un pescador fumando en pipa, convivían una suerte de cuadritos de proverbios como “Viva el amor libre, toma a mi suegra y dame a tu mujer”, o “El que paga descansa y el que cobra, más”, “Aquí fiar no tiene permitida la entrada”...

            Sin embargo, por las tardes el ambiente cambiaba y, entre las partidas de dominó de los equipos del barrio, podíamos estar nosotros nombrando a “santos que los conocerá en su casa hasta el gato pero lo que soy yo...”, decía al servirnos el dueño entre risas.

            A pesar de todas estas notas tan reales y cotidianas, su imagen: Kasandra.

            Supuse que tan sólo la pretensión de detener estas intromisiones sería un ultraje al que ya era innecesario someterse. Y esa reunión me daba una pequeña posibilidad de descanso. Era aferrarme a cualquier destello de lo que me rodeaba  para no sufrir al caer por un abismo no practicable. Era aquello de siempre cuando, de pequeña, instintivamente, escogía la hora mágica de la tarde porque papá dormía y mamá estaba asomada al balcón o aportaba más misterio si, embelesada en el sofá, le daba el reflejo de la luz en un solo lado de la cara y le arrebataba la definición de los rasgos. Podía jugar con la imaginación y ponerle una expresión u otra, incluso cambiarle el rostro por completo. Después iniciaba mi pequeño rito en la intimidad de la cocina, al lado de la ventana, en cuclillas sobre la silla y con la cabeza apoyada en la pared. Cerraba los ojos y me preguntaba desde muy dentro, de forma repetitiva y agónica: “¿Quién soy yo?”. Y sentía que todos los hilos que me sostenían se cortaban bruscamente y me quedaba suspendida en el aire. El peso de la individualidad se centraba en el tórax y me hundía hasta la profundidad en que se hallaba la sensación de lo transitorio y con él, el estado natural. Entonces reaccionaba con miedo y corría a despertar a mamá con cualquier excusa o mentira, porque su voz me hacía volver al estado normal. Volver a ser la Ani de cinco años que se escondía debajo de la mesa del comedor porque creía protegerse así cuando papá empezaba a gritar. La Anicita que pensaba que el eco era la voz de las paredes. La Ana María a la que una vez, de visita en casa de unos familiares, le fascinó ver tocar un piano y de inmediato escuchó aquello de: “Que se dedique a estudiar, que es lo suyo y ya de mayor se verá”. La Ana que sabía guardar silencio porque “a nadie le interesa lo que pasa aquí en casa”. Pero se acabó la reunión, el día y toda posibilidad para ocultarme de la angustia. Deambulé por las calles sin rumbo y llamé a mi amigo Kalem para tomar un café y contarle los últimos capítulos de mi vida, pero no estaba. Cuando decidí meterme en el cine, sonaba en el walkman Live is life, de Opus.

 

 

Mándanos tu opinión aliciadelafuente2002@yahoo.es

Hosted by www.Geocities.ws

1