Fade
to grey.
Durante el día, en minutos de
ocio, para llenar algún vacío de energías, cerraba los ojos y dejaba a
los pensamientos vagar en libertad, fundirse unos con otros, o declinar en
uno solo que se perseguía a sí mismo hasta llegar a ser una manifestación
irreal del sueño. Pero no me abandonaban nunca las nítidas muestras de
estar despierta al seguir registrando mi entorno por sus ruidos, sus voces
y la captación de movimiento que mi reducida capacidad ocular
identificaba como sombras.
Era un trance en el que me sumergía conscientemente y con el que
muchas veces, en alas de las sensaciones, llegué a imaginarme invisible o
convertida en un hueco revestido de cualquier materia dura.
Y con frecuencia concluí que tal vez fuera ésta la dinámica
mental de los insectos, su mecanismo sensitivo con su hábitat, hacia
nosotros, al ámbito común de ambos.
Todo terminaba en la impresión de estar resbalando por el cuello
de una botella, abriendo los ojos para asegurar mi regreso. Y después,
los pocos minutos de actividad y confabulación con la realidad.
Cuando, y no sé por qué razón, le
conté esto a Kasandra, simplemente sonrió. Dejó la habitación a
oscuras, puso música a bajo volumen, encendió una pequeña lámpara que
había colocado a pocos metros de distancia de la cama. Lanzó la almohada
por encima de su cabeza, se desnudó y se tendió de lado estirando un
brazo hacia la mesilla de noche para coger su calidoscopio que, una vez
enfocado a la luz, la transfiguró en un manojo de gestos y susurros
deleitosos.
Sonaba Fade To Grey, de Visage.
Me excitaba al mirarla cada vez más, pero no dejaba de repetirme
que la había conocido pocas horas antes en la terraza de un bar de
ambiente. La conocí observándola, escuchándola, y ya me excitaba desde
entonces...
—Y tuvo su oportunidad para hacerlo. Y tuvo tiempo para conocer
esa oportunidad y, tal vez porque era su derecho, lo hizo. No todos los
derechos surgen de las necesidades, los derechos del individuo quien mejor
sabe cuáles son es él mismo y nadie más. Si era el momento adecuado,
podemos decir que lo hizo a tiempo. Si no era el adecuado, a pesar de ello
lo hizo, así que es estúpido cuestionárselo, el hecho no varía. Fue
realizado. Pude extinguir ese algo que lo animaba. Pasar los dedos por su
rostro era un acto sacramental. Crear cada línea de nuevo, ponerle una
mirada en los ojos. A veces, incluso una sonrisa o una suerte de palabras
en los labios... No reprimí el instinto de destruirlo, la misma deformación
de su imagen, la costumbre aburrida de saberlo en su lugar exacto, siempre
en el mismo sitio. No pude evitarlo, pero sólo era una foto, mi maldita
foto nada más.
Dijo esto y se rozó la boca con la punta de los dedos para
completar su simulacro de timidez, gesto que casi telegrafió para
romperlo al instante con una mirada, en principio excusante y mantenida
después, con cierto carácter de complicidad.
Bajó la cabeza distraídamente para descubrir al elevarla una
sonrisa contenida. Levantó las cejas en signo de sorpresa y añadió:
—¿Qué pasa, es que los ególatras no tenemos derecho a
rencillas amorosas?
Sin pausa, alzó la mano hasta la altura de la frente con un ademán
que insertó en sus siguientes palabras un sentido de lejanía y vaguedad:
—¿Dónde está el cuarto de baño?
Los instantes siguientes a su corta ausencia confluyeron en un vacío
tosco e irregular, muy perceptible en la actitud general, porque nadie de
la reunión dijo nada. En todos se debatían sonrisas mal puestas
que argumentaban, por sí solas, la impotencia o la sorpresa ante el hecho
de poder reírse de ellos mismos con la naturalidad que Kasandra les había
mostrado.
Nunca podría describir cómo me miró cuando regresó triunfal a
la mesa, sus pasos despreocupados y ligeros, como si sobrevolara el
espacio hacia su silla a la vez que canturreaba la canción que sonaba en
el bar: Lesson in love, de Level 42.
Ni siquiera, una vez en su habitación, podía dejar de mirarla. Se
alejaba y se acercaba paulatinamente a la luz para lograr destellos
inadvertidos y captar así lo mágico de la simplicidad de su recreo en
cada nimio deslizamiento de las piedrecitas de colores.
Cuando intentaba desviar mi atención de sus movimientos, las venas
subjetivas reventaban y mi memoria destilaba recuerdos que rezumaban
sabores escrupulosos, entre los soleados adoquines de los patios del
colegio, los domingos enmarcados en calles despobladas, los cromos, las
guerras de almohadas.
Yo ya le hablaba, casi le recitaba al dictado de mis recuerdos, sin
poder dejar de mirarla.
Las calles parpadeaban. Las ventanas
se quedaban mudas.
Conforme la ciudad se apagaba a su peculiar ritmo, Kasandra y yo
nos quedábamos más a solas y más en silencio.
Sentí la necesidad de llamarla, susurrarle su nombre, y me contestó
con una mirada tan sutil como mi patente impulso de sustituir al
calidoscopio como objeto de su satisfacción. Su silencio era un salto al
vacío que me enfrentaba con mis jeroglíficos.
Después se sucedieron las palabras, o partículas de polvo
suspendidas en los rayos de luz que aciertan a entrar, en una habitación
a oscuras, por las grietas de una persiana cerrada.
En torno a sus pasos por la habitación surgió un constante
tintineo de sugerencias y claves mientras no paraba de hablar. Confieso
que me indujo tanto al dolor de la intuición momentánea como a la
angustia de las limitativas palabras. Sin embargo, esta comprensión de la
situación por mi parte no me ayudó lo más mínimo para consolidar mi
posible posición en ella, sino por el contrario, contribuyó a aumentar
el padecimiento que traen inherente las sensaciones nuevas.
Impuse, al fin, una conversación mediocre y recurrí con ello a
una falsa visión de Kasandra que me permitiera cierta postura distendida.
La convertí en espectadora de una imagen afectada de tal multiplicidad y
superficialidad que le infundió vértigo. Rellenaba sus obligadas
manifestaciones agitándose por el espacio de su propia habitación como
si no la conociera, lanzando a ráfagas embriones de conversaciones,
siguiendo la charla con respuestas dadas a tientas.
De pronto se detuvo bruscamente, y la estética ambigua de su
erotismo se extinguió de golpe para entrar en la piel de una sensualidad
absolutamente femenina, entre la agresividad atrayente de lo directo que
permite la madurez y el juego, desconcertante y nada inocente, de la
adolescencia. Desmanteló así toda la suave estrategia bélica y todo el
caos de la ternura que éramos capaces de transfigurar en nuestra deseada
posesión. Y dejé entonces de mirarla por unos segundos, porque me di
cuenta de que no estaba segura de sí misma.... ni de mí. Así que mi
zozobra aumentó donde empezó mi vulnerabilidad, hasta cuando, con una
lentitud casi meditabunda, se acercó a la ventana y con un tono lineal
comentó que ya no llovía y que podía aprovechar para marcharme.
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