En un establo que est� casi a la sombra de la nueva iglesia
de piedra, un hombre de ojos grises y barba gris, tendido entre
el olor de los animales, humildemente busca la muerte como quien
busca el sue�o. El dia, fiel a bastas leyes secretas, va desplazando
y confundiendo las sombras en el pobre recinto; afuera est�n las
tierras aradas y un zanj�n cegado por hojas muertas y alg�n rastro
de lobo en el barro negro donde empiezan los bosques. El hombre
duerme y sue�a, olvidado. El toque de la oraci�n lo despierta.
En los reinos de Inglaterra el son de campanas ya es uno de los
h�bitos de la tarde, pero el hombre, de ni�o, ha visto la cara
de Woden, el horror divino y la exultaci�n, el torpe �dolo de
madera recargado de monedas romanas y de vestiduras pesadas, el
sacrificio de caballos, perros y prisioneros. Antes del alba morir�
y con el morir�n, y no volver�n, las �ltimas im�genes inmediatas
de los ritos paganos; el mundo ser� un poco m�s pobre cuando este
saj�n haya muerto.
Hechos que pueblan el espacio y que tocan a su fin cuando alguien
se muere puede maravillarnos, pero una cosa, o un n�mero infinito
de cosas, muere en cada agon�a, salvo que exista una memoria del
universo, como han conjeturado los te�sofos. En el tiempo hubo
un dia que apag� lo �ltimos ojos que vieron a Cristo; la batalla
de Jun�n y el amor de Helena murieron con la muerte de un hombre.
�Qu� morir� conmigo cuando yo muera, qu� forma pat�tica o deleznable
perder� el mundo? �La voz de Macedonio Fernandez, la im�gen de
un caballo colorado en el bald�o de Serrano y de Charcas, una
barra de azufre en el caj�n de un escritorio de caoba?
Jorge Luis Borges