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El pequeño duerme en su cuna,
levanto el tul y le miro largamente, ahuyentando en silencio las
moscas con la mano.


El muchacho y su ruborizada compañera se pierden en la espesura
de la colina,
desde la cima les espío.


El suicida yace sobre el piso ensangrentado de la alcoba,
observo su cadáver, sus cabellos salpicados de sangre y el lugar
donde cayó la pistola.


El bullicio de la calle, las llantas de los carros, el pisar
de las botas, las charlas de los que pasean,
el pesado autobús, el cochero buscando clientes, el resonar de las
herraduras en el empedrado;
el cascabelear de los trineos, el gritar de las bromas, el golpear de
las bolas de nieve.
Los hurras a los héroes populares, la furia de la turba enardecida;
el paso rápido de la camilla con el enfermo que llevan al hospital;
el encuentro de los enemigos, la súbita blasfemia, los golpes y
caídas;
la multitud excitada, el policía con su estrella en el pecho abriéndose
paso a través de la gente;
las rocas impasibles recogiendo y devolviendo tantos ecos.
Los gemidos de los satisfechos y de los hambrientos, de los que
sufren un desmayo o una insolación,
los gritos de las parturientas desprevenidas que corren a sus casas
a dar a luz.
Las palabras que viven enterradas y que aún siguen vibrando, el
grito reprimido por recato;
el arresto de los criminales, los desaires, las propuestas de adulterio,
el aceptarlo, el negarlo y apenas sugerirlo.
Todo lo observo en sí mismo o en sus consecuencias;
llego y me alejo.




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