En 1669,
Tavernier mostró el diamante azul a Luis XIV,
quien lo compró en 220.000 libras y otorgó
al vendedor el título de nobleza que vino a
sumarse al de barón recién concedido por un
cliente satisfecho: el Elector de
Brandemburgo. La maldición no tardó en
cumplirse en Tavernier. Se arruinó a causa
de una extraña conjura en la que intervino
un familiar. Tuvo que huir el joyero a
Rusia, donde sería hallado muerto de frío,
devorado a medias su cuerpo por las ratas.
En cuanto a
Luis XIV, guardó el diamante en un cofre. El
10 de setiembre de 1691, en ocasión de
realizarse un inventario del tesoro real,
apareció el diamante. Supo de su existencia
madame de Montespan, la amante de turno del
rey, y quiso que el soberano se la
obsequiara. Poco después caía en desgracia y
moría olvidada, en 1707. No contento el
diamante con su nefasta labor, envió plagas
y epidemias al reino de Francia. La
población sufrió hambre y miseria, y se
produjeron casos de canibalismo.
El 7 de
febrero de 1715, en ocasión de recibir al
embajador del sha de persia, el rey de
Francia le mostró el diamante, para que
viera que el objeto no podía hacerle ningún
mal. Luis XIV murió aquel mismo año,
inesperadamente. Comenzó entonces a correr
la noticia entre el pueblo de que el
diamante azul venido de la India el siglo
pasado causaba desgracias a su poseedor.
Luis XV subió al trono y nada quiso saber de
la piedra. Ordenó conservarla en un cofre.
Después se dedicó a la diversión, y parece
que no le fue mal. Pero no pudo decir lo
mismo su hijo, quien se convertiría en rey
de Francia a su debido tiempo.
María
Antonieta, esposa de Luis XVI, cometió en
1774 la estupidez de apropiarse del
diamante. Y en alguna ocasión se lo prestó a
su amiga la princesa de Lamballe. La
Revolución Francesa se acercaba ya
corriendo, lista para acabar con la dinastía
de los Capeto. Quién sabe si fue parte por
culpa del diamante, pero tanto Luis como
María Antonieta y su amiga la princesa
perdieron la cabeza bajo la guillotina sin
tardar mucho.
En 1792, unos
ladrones se apoderaron del diamante, pero se
mataron más tarde entre ellos y sólo uno
pudo guardar la piedra que conservó hasta
1820. Ese año, un desconocido mostró el
diamante al tallador holandés Wilhelm Fals
para que de la joya hiciera dos. La primera
fue adquirida por Carlos Federico Guillermo,
duque de Brunswick. Más le valiera no
haberla comprado, porque se quedó en la
calle antes de transcurrir dos meses. La
segunda la conservó el holandés. El hijo de
papá Fals se enamoró del diamante y se lo
llevó prestado, para vendérselo a un francés
llamado Beaulieu. Cuando el joven Fals se
enteró de que su padre había muerto de
dolor, se suicidó.
El señor
Beaulieu vendió la piedra, en cuanto supo de
la tragedia, a un tal David Eliason,
curtidor judío, quien también se asustó y
fue a vendérsela a Jorge IV de Inglaterra.El
soberano inglés cometió el error de
incrustar el diamante en la que sería su
corona. Perdió la razón en 1822 y murió ocho
años después. Fue entonces cuando apareció
un tal señor Hope, quien realizaría unos
actos de magia y daría su nombre a la
piedra.
Sir Henry Hope
tenía mucho dinero y no sabía qué hacer con
él. En consecuencia, escogió la profesión de
coleccionista. pero era un tipo muy
práctico, que no quiso correr riesgos con el
diamante. Contrató a un grupo de rosacruces
y les pidió organizar una ceremonia mágica,
para exorcizar la joya. Y cuando estuvo
seguro de que no causaría más problemas a
nadie, decidió darle su nombre. Nada malo le
sucedió a sir Henry, pero cuando en 1901
vendió el diamante Hope a un norteamericano
de nombre Colot, regresó el maleficio con
nuevos bríos. Perdió este hombre la salud al
mismo tiempo que la fortuna y tuvo que pasar
la joya al príncipe Kanitowski. Este noble
ruso era muy aficionado a las juergas,
además de inmensamente rico. El príncipe
llegó a París, capital de la diversión, y
obsequió el diamante a una vedette de lindas
piernas. Surgió un altercado a los pocos
días y el tal Kanitowski mató a tiros a su
amiguita.
No le fue
mejor al griego Montarides, a poder de quien
pasó el diamante. Se quebró el eje del
carruaje en que viajaba y cayó a una
barranca que el destino colocó en su camino.
No hizo el último viaje a la eternidad solo.
Lo acompañaron su esposa y sus hijos. El
siguiente propietario iba a ser Abdul Hamid,
quien perdió el trono turco por culpa de una
revolución y fue a morir de desesperación en
la cárcel. La lista de tragedias producidas
por el diamante maldito no terminó con el
turco. La persona que obtuvo el diamante
desapareció en pleno océano. El director del
Washington Post adquirió el diamante más
tarde de una institución bancaria francesa
que lo tuvo en custodia y se fue a la
quiebra. La esposa del periodista enfermó
gravemente y su hijo murió bajo las ruedas
de un carruaje.
La familia Mac
Lean, de Estados Unidos, fue la última en
poseer el diamante. En 1918, uno de los
hijos de la familia, de ocho años de edad,
murió atropellado. Luego otra de sus hijas
murió por una sobredosis de somnífero. El
padre murió en el sanatorio victima de una
depresión. La señora Mac lean ordenó guardar
el diamante durante 20 añios en una bóveda
de seguridad. Veinte años después Evelyn
Walsh Mac Lean, su nieta, moria
misteriosamente en Texas.
Conociendo
toda esta trama, el experto en diamantes
Harry Wiston lo adquirió y lo traspaso al
Smithsonian Institute, de Washingtón, donde
se expone a una urna de cristal.