Padres detectives

 


 

¿En qué andan nuestros hijos?

 

Un adicto a drogas de cualquier tipo no se hace de un día para el otro.

Hacen falta tiempo y la combinación de varios factores que intervienen en la generación de una adicción.

Esto significa que podemos hablar de un proceso a través del cual una persona va comprometiendo su conducta en el uso, abuso o dependencia de alguna sustancia. Y esto tiene importancia porque, si entendemos lo de proceso como un tránsito, un ir hacia, entonces es posible encontrar momentos de inicio, de aparición temprana, de comienzo, y se posibilita la detección precoz, con su enorme ahorro de sufrimientos y fracasos en relación con los procesos ya declarados o en etapas avanzadas.

Hasta aquí no debería haber demasiado problema en comprender la lógica del razonamiento: si una problemática de la severidad de las adicciones se puede detectar tempranamente, se evitan muchos males y se facilitan el tratamiento y la recuperación. De lo contrario, el avance de una adicción resulta muchas veces irreversible.

El problema empieza cuando deben establecerse los signos que pueden, tempranamente, estar formando parte de la generación de una conducta adictiva. Y es aquí dónde los padres suelen naufragar, cayendo en un mar de dudas, de inquietantes preguntas sin respuestas y de confusiones.

¿Debemos revisar las ropas, los cajones, los libros de nuestros hijos adolescentes para averiguar si andan en algo raro?

¿Tenemos que establecer rígidos sistemas de controles para saber a cada instante dónde están, con quiénes y qué hacen?

Estas suelen ser las tentaciones más frecuentes ante la sospecha de que un hijo "anda en cosas raras". También son frecuentemente aconsejadas desde algunos enfoques reduccionistas del problemA. Y es preciso evitarlas por ser fuente de mayores dolores de cabeza.

Si los padres revisan, hurguetean y husmean en las pertenencias de sus hijos, tendrán una actitud detectivesca (por no decir policial) que nada tiene que ver con la función de padre o madre. Cualquier conducta de ocultamiento, disimulo, engaño o doblez de parte de los padres engendrará la lógica desconfianza de quien se siente vigilado y no respetado en su intimidad. Percibir que sus cosas son curioseadas generará bronca y necesidad de ocultamiento, alejamiento y pérdida de respeto hacia quienes siente que no lo respetan. En suma, será peor el remedio que la enfermedad, como dice el refrán.

Algo similar ocurre en el caso de las investigaciones acerca de con quién estuvo, dónde y haciendo qué. Hay muchos momentos en que los adolescentes o los jóvenes gustan estar sin que ningún adulto los esté controlando y eso no implica que estén haciendo algo inconveniente. Por otra parte, la elección de amigos pasa, muchas veces, por criterios que son incomprensibles para los adultos. Y no necesariamente se trata de "malos chicos".

En realidad, los datos más confiables acerca del modo en que los hijos se asoman a la vida provienen de las más comunes escenas de la vida cotidiana. Y no pueden ser analizados sin incluir a los padres y al propio ambiente familiar. Veamos.

Si hay un clima en la familia en el que es fácil la conversación acerca de los sentimientos, de lo que a cada uno le va pasando en la vida, de los problemas que las personas debemos enfrentar en nuestro tránsito por las etapas vitales; si alguien, cualquiera, niño o adulto, puede decir: "me siento triste" o "no sé qué hacer con este problema" por ejemplo, estará abierto un ancho espacio para la intimidad compartida, para la mutua confianza, para la mirada limpia, para el poder pedir y dar ayuda.

Y esto genera el marco en el que la familia, no solo los chicos, crece, se desarrolla, acompaña, apuntala. Y establece una regla de oro: es posible confiar unos en los otros.

De nada valdrán las "pesquisas" o las persecuciones para buscar indicios de uso de drogas en los hijos.

No es por ahí por donde lograremos establecer el diálogo.

En cambio, bastará con advertir si fulano o mengano se encuentra retraído, si comienza a enfrentar problemas de aprendizaje, a no cumplir sus responsabilidades, si altera su ritmo o sus horarios, para entender que hace falta ayudar, acercarse, con todo el cuidado que merecen las personas, sin invadir, con suavidad y firmeza. Amorosamente. Dejemos que la policía haga su trabajo y hagamos nosotros el que nos corresponde. Las armas de los padres son la confianza, el interés genuino por la vida de los hijos, la ayuda desinteresada, el cuidado, la posibilidad de crecer junto con ellos.

En la defensa de un clima de cariño y respeto en la familia y en la comunidad haremos mucho más por prevenir las adicciones que encarando pesquisas o persiguiendo fantasmas.

 


 

Buenos Aires, febrero de 2002.

© Lic. Francisco Ferrara

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