¿La vida es una herida absurda?


 

Recientemente han circulado por los medios de Argentina, diversos testimonios que dan cuenta de un hecho repetido en varios puntos del país: chicos que se hieren y producen heridas a otros en manos o brazos, en una proliferación que ha causado alarma entre docentes, padres y comunicadores sociales. Se ha querido ver en estos hechos una moda, la imitación de programas de televisión, un juego o, en la típica versión psicológica, mensajes mudos a los adultos acerca de problemas que los chicos no alcanzan a transmitir de otro modo.

 

Pero si padres o maestros, los adultos en cuestión, fuéramos capaces por un momento de aceptar que podemos no estar siendo demandados para nada, que no se nos envía ningún mensaje, que, en fin, se trata de algo de los chicos, entre ellos y con sentido para ellos, si pudiéramos aceptar la suspensión de la lógica que afirma que la escuela y la familia son ámbitos de referencia de los pibes, si le hiciéramos lugar a la idea de que tanto la familia como la escuela han devenido superfluas para muchas de las operaciones infantiles, tal vez podríamos abrir otra comprensión acerca de nuestra despiadada sociedad contemporánea.

 

Claro, no se trata de un movimiento sencillo de realizar. Todo nuestro universo de significaciones dice que la familia es la primera dadora de sentido, que en la escuela se forjan los ciudadanos, que los adultos somos una referencia esencial para el desarrollo de las crías humanas. Sin embargo, lo que Cristina Corea y Silvia Duschatzky llaman en su reciente libro Chicos en banda, “el declive de las instituciones”, golpea insistentemente sobre nuestra comprensión mostrando los signos de desarticulación de esa lógica tramada en torno de la figura significativa del estado. El estado cae porque el mercado no lo soporta, porque se convierte en una molestia para la libre circulación de mercaderías y de operaciones financieras, cae y arrastra con él a toda la arquitectura institucional construida a lo largo de varios siglos. Y ni la familia ni la escuela pueden sustraerse a esa caída. Incluso las instituciones de la adultez y la infancia están seriamente interpeladas por un momento que borra los contornos acostumbrados para mostrar, en ocasiones, grotescas figuras de adultos infantilizados o de niños ejecutando acciones otrora reservadas a los adultos.

 

Pero el estado ha caído y con él una lógica. Y la eliminación de ese obstáculo para la fluidez requerida por el mercado ha incorporado a la vida contemporánea una velocidad de vértigo, una rápida sucesión de momentos inaprensibles, un ametrallamiento de situaciones, imágenes y desencuentros al ritmo de video clips. El nuestro es el tiempo de la fugacidad, de la evanescencia, de una sucesión aturdidora de estímulos. Y es posible que esto provoque padecimientos psíquicos, sufrimientos que no alcanzan el umbral de la conciencia pero no por eso son de efectos menos devastadores.

 

Y esta es la hipótesis que permite ver los episodios de los chicos lastimados desde otro enfoque. En primer lugar lo incomprensible de esos hechos sólo lo es para una lógica, esas heridas son absurdas sólo si se las considera desde el sentido institucional caído, si son abordadas con las herramientas de la pedagogía o la psicología construidas en suelo sólido, en secuencias ordenadas, en registros estructurales, en comprensiones causales. Pero ¿y si el mundo ha devenido no sólido, no causal, no estructural? ¿Y si las instituciones ya no proveen lo que las sostuvo por siglos? ¿Si las estructuras no alcanzan a dar cuenta de fenómenos que escapan por todas partes? Entonces los absurdos seríamos nosotros, aferrados a una lógica que no puede comprender mucho de lo que nos acongoja.

 

Las explicaciones esgrimidas hasta ahora para estos episodios alarmantes son producto de esa misma lógica caída. Que los chicos nos mandan mensajes a través de esas flagelaciones, que copian a “Tumberos” o a “Rebelde Way”, que se trata de una moda, son exponentes de una común dificultad para abandonar herramientas inservibles.

 

Si la fugacidad es fuente de padecimientos y los sentidos institucionales (familia, escuela) ya no operan, es posible entender que el movimiento de los chicos que se lastiman, que se causa heridas y cicatrices tenga otro sentido. Que se trate, al modo del protagonista de la película Memento, de un desesperado intento de aferrar el tiempo, de retener la insoportable fugacidad, la amenaza de olvido o superfluidad de todo lo que hacemos/tenemos/somos. Que en esas cicatrices auto y heteroinfligidas se encuentre la búsqueda de alivio a un dolor que se ignora pero que hace mal.

 

En definitiva los padecimientos, por formar parte de nuestra vida, acaban por borrar los umbrales perceptivos y se tornan imperceptibles. Sólo a posteriori, si es posible realizar una operación de cohesión que permita superar la dispersión, la fugacidad, el desencuentro, la superfluidad, podremos comprender que “estuvimos sufriendo”. Como posiblemente sufran nuestros chicos hoy constantemente, como habitantes de un mundo de sucesiones vertiginosas que mide algunas operaciones en nanosegundos, la mil millonésima parte de un segundo, y que sólo puedan tratar de fijar su ser en las heridas, como los tatuajes de Memento, y hacerlo con otros o a otros, en una búsqueda dolorosa y patética del sentido colectivo también barrido por la individualidad mercantil.

 


Buenos Aires, noviembre de 2002.

© Lic. Francisco Ferrara.

Inicio

 

Hosted by www.Geocities.ws

1