Juventud, ¿divino tesoro?

 


 

La escena es la siguiente: cuatro o cinco jóvenes de entre 15 y 18 años, sentados en una esquina de un barrio suburbano de los alrededores de la ciudad de Buenos Aires, a las cuatro de la tarde. Charlan, bromean, está claro que a esa hora no tienen gran cosa que hacer. Escondido a medias, circula un envase de cartón, de los llamados tetrabrik, con vino barato, del que van tomando tragos por turno. Si sólo son jóvenes sin nada que hacer la cosa transcurre más o menos tranquila. Si hay algún componente de violencia, o si la escena se repite demasiados días a la semana, puede ser que decidan "cobrar peaje". ¿De qué se trata? Muy sencillo: atraviesan un tronco en la calle y exigen monedas a los automovilistas para franquearles el paso. Muchos pagan para evitar problemas, o porque están apurados. El grupo de jóvenes suburbanos acaba de dar el primer paso en una escalada delictiva: el dinero recogido en el peaje sirve para comprar más vino, o cerveza, y la secuencia se extiende. Más alcohol, más violencia, más desenfado y actos delictivos, más vino, etc.

La escena de los jóvenes bebiendo alcohol puede repetirse en una plaza, en otras esquinas, en un callejón de una villa miseria. ¿Por qué están en la calle sin ninguna ocupación? ¿No trabajan? ¿No estudian? Por sus edades, deberían estar haciendo una u otra actividad.

Efectivamente, ni trabajan ni estudian, no soportan estar en sus casas, en las que probablemente haya problemas por la falta de dinero o de trabajo de los adultos. Y comienzan a pasar mucho tiempo en las calles. Aburrimiento, ausencia de proyectos, sin dinero... ¿Cómo no habrían de iniciar una carrera en el alcohol, pasando luego a la marihuana y finalmente a la cocaína? ¿Qué los puede contener de este lado de la línea? ¿Qué hay aquí de atractivo para ellos? ¿Qué significado tiene el delito para los que han perdido otras significaciones como trabajo o estudio?

En el gran conglomerado urbano de Buenos Aires y sus alrededores, donde viven doce millones de personas, el 20% de los jóvenes no estudia ni trabaja. Son dos millones de muchachos y chicas que no están insertos en el sistema educativo ni logran ingresar al mercado de trabajo. Hay, en la Argentina, por lo menos tres índices para medir la desocupación. Uno es el general, que ronda el 15%. Otro el de los jóvenes de entre 15 y 24 años de edad, en donde la desocupación trepa al 27%. Y por último, si se trata de jóvenes provenientes de hogares pobres, la desocupación alcanza al 50%.

Jóvenes, sin trabajo ni estudio, con un futuro incierto, y soportando día y noche la tremenda presión del consumo por los medios de comunicación. Cada minuto los mensajes les recuerdan cruelmente todo lo que no poseen ni podrán poseer en tanto sigan siendo jóvenes suburbanos desocupados y de familias pobres. La ecuación es preocupante y sólo termina dando resultados lamentables. Tanto como lo muestran las cifras de la delincuencia: el 33% de los que delinquen tiene entre 15 y 20 años.

 

Pero veamos, ¿tiene la sociedad alguna forma de revertir este fenómeno, que nos presenta a un número creciente de jóvenes sin futuro, cegados por el resentimiento y disponibles para las adicciones, el delito o la desesperación? Si se trata de los hogares de estos jóvenes no parece haber demasiadas chances de contener en ese ámbito esta problemática. ¿Por qué? Simplemente porque el universo simbólico de los adultos ha estallado, porque el sistema de significaciones con el que se construyó el mundo de hace cincuenta o cien años atrás se ha derrumbado, porque imaginarios tan fuertes como trabajo o estudio, que permitían diseñar un futuro, carecen de sentido ahora, con el imperio de la desocupación, del trabajo precario o la escasez de oportunidades para los jóvenes profesionales. El mundo de los adultos se ha complicado. El papel del estado, por ejemplo, en un país que vivió por décadas al estado benefactor, se ha licuado dejando paulatinamente de asistir a la pobreza en educación, salud o vivienda. Y los adultos de hoy en día todavía no podemos entender cabalmente esto, continuamos haciendo gestos en el vacío, buscando un sostén que ya no existe, contemplando aturdidos el imperio del individualismo donde antes era posible encontrar un clima más solidario.

Por eso los padres de jóvenes desorientados hoy no son suficiente referente. Porque los jóvenes, con la agudeza que les es característica, advierten este desconcierto, saben del estupor y la desorientación de los adultos que tienen que habérselas con el competitivo mundo de la globalización. Y ya no esperan de papá o mamá la ayuda que necesitan. Ahora deben afrontar solos un horizonte crudo y despojado. A lo sumo sus pares, tan acosados como ellos por la angustia de no saber para donde ir, servirán de refugio y parámetro para respuestas tan precarias como les permite su crítica situación.

Son, definitivamente el eslabón débil de la cadena social. Los que suelen ser definidos como grupos en riesgo o poblaciones vulnerables. ¿Cuál es el riesgo? ¿Por qué son vulnerables y ante qué amenazas? Su mayor riesgo es vivir en situaciones que, lejos de permitir imaginar mejoría, tiende a empeorar, con esa cruel ecuación que muestra que la miseria engendra más miseria. Y eso sólo pronostica impotencia y respuestas desesperadas. Y son francamente vulnerables a la marginación, al destierro, a caer fuera de la grilla social al espacio de la desafiliación, como llama el sociólogo francés Robert Castel, al punto final de la carrera de la exclusión.

Mientras tanto, no se advierten signos de que el resto de la población, la que se siente integrada y está dentro del circuito del consumo, esté comprendiendo las dimensiones de este fenómeno. Una sociedad es un todo complejo, con sus partes en constante equilibrio inestable. Si se cercena un miembro, esto es, si un quinto de los jóvenes son desgajados, y con ellos sus familias enteras, es imposible que el todo no sufra. La ilusión de estar incluidos sólo oculta la tremenda realidad de estar recluidos. Si se hiciera un cálculo de los costos que le demanda a la población integrada su seguridad, sus vigilantes, sus sistemas de protección, sus alarmas, sus barrios amurallados, seguramente se advertiría que esos costos no son solo económicos, que, tal vez, los mayores costos estén en el franco deterioro de la calidad de vida, en la convivencia con el miedo, en la sospecha constante, en los rasgos paranoicos, en el aislamiento progresivo. Hace unos meses un obispo argentino se opuso a que se construyera una iglesia dentro de un barrio privado. "Los templos no pueden, privatizarse" dijo. Y agregó: "Desde sus orígenes, los templos católicos siempre estuvieron abiertos a cualquier persona sin ningún tipo de restricción. La Iglesia es universal.". Una respuesta que trasluce una profunda preocupación por el rumbo de los tiempos que corren. Y que encuentra en la precaria situación de cientos de miles de jóvenes uno de sus rasgos más inquietantes.

 


Buenos Aires, agosto de 2000.

© Lic. Francisco Ferrara.

Inicio

 

Hosted by www.Geocities.ws

1