ENTREVISTA (El pais ): UN SIGLO DE MUJERES Margarita Salas bióloga

"La ciencia no debe servir caprichos"

ARCADI ESPADA 10/08/2003

Es cierto, alguien dijo eso. Y no sé, incluso, si llegué a ver un periódico que ponía en titulares: "El doctor Salas mereció ser tan famoso como su hija". El homenaje de Oviedo resultó muy emotivo. Fue hace unos meses. Era el primero, así, que se le hacía, y, como es lógico, yo me sentí muy feliz. Mi padre era una persona muy inteligente y había tenido una formación de gran calidad. Su maestro aquí fue José María Sacristán, el director del manicomio de Ciempozuelos. Luego completó sus estudios en Alemania. La guerra le partió por la mitad. Él trabajaba entonces de subdirector de Ciempozuelos. A los pocos días de empezar los tiros, el director, Sacristán, tuvo que huir de los republicanos y mi padre se quedó al frente del manicomio. A partir de aquel momento, su principal trabajo fue proteger a los monjas: que no las violaran y que no las mataran. Cuando...

La bióloga Margarita Salas
"En investigación ya hay más mujeres que hombres porque éstos prefieren ganar dinero. Si esto se confirma, estamos ante un cambio muy importante"
"Algunas chicas que estudiaron química conmigo, en ningún momento pensaban trabajar en ello. Su expectativa era casarse y tener hijos"
"Se dice que las mujeres tenemos ciertos valores útiles para la investigación; quizá el tesón y la paciencia. Se trata de valores que la educación transmite"
"Desde luego, no soy partidaria de 'lobbies', ni de cuotas ni de nada así. Entre otras cosas porque las mujeres no es que vayan a llegar. Es que ya están"
"Sería absurdo hacer un mundo feliz donde todos fuéramos listos, guapos y rubios. Ahora bien, en esto lo mejor es dejarse llevar por el sentido común"

No, mejor que no la pases. Después le llamo yo. Gracias. Mi padre. Las monjas. Consiguió salvarlas. Sin embargo, y a pesar de las monjas, cuando los nacionales entraron en Ciempozuelos, lo detuvieron y lo metieron en la cárcel. Por republicano, dijeron. Siempre sospechamos que había de por medio una denuncia. Pero nunca supimos de quién. Él era un republicano moderado, muy moderado, y era absurdo que lo metieran en la cárcel. Su máximo problema era, tal vez, ser sobrino de Álvaro de Albornoz, el ministro de la República. Lo cierto es que se lo llevaron y lo metieron en la cárcel de Navalcarnero.

¿Cuánto tiempo estuvo en la cárcel? Es extraño, pero nunca lo supe. Nunca hablamos de eso. Quizá no nos dio tiempo a hablar de eso. Sí sé que mi madre, y mi madre vive, tiene 93 años, pero vive y está estupenda, removió cielo y tierra y anduvo de acá para allá para conseguir que lo sacaran. Al final lo sacó un general. He olvidado su nombre. Sólo recuerdo que era un general. Cuando acabó la guerra, mi padre quiso volver a Ciempozuelos. Pensaba que lo que había ocurrido en la guerra era absurdo que ocurriese en tiempos de paz. Supongo que también pensaba en las monjas. Con rapidez y discretamente, le aconsejaron que no pusiera un pie en Ciempozuelos. Que no volviera por Madrid. No había inconveniente en que se instalara en Asturias. En Asturias no había inconveniente, y era el lugar donde había nacido. Así que se trasladó allí y fundó el hospital psiquiátrico de Gijón.

O sea, que así acabó la carrera científica de mi padre. ¿No se entiende? Es fácil de entender. Mi padre pudo seguir siendo un gran psiquiatra, un especialista muy apreciado, pero las posibilidades de hacer ciencia se le acabaron. Trabajaba en un sanatorio privado, y, diciéndolo de una manera simple, allí no le llegaba material suficiente. Para hacer ciencia, él necesitaba casos. Los casos estaban en Madrid, en Barcelona, en las grandes ciudades.

Hummm... Jugaba al ajedrez. Cuando alguien juega al ajedrez como jugaba él, se hace difícil el verbo jugar. No sólo jugaba. Escribía, ¡de ajedrez!, en los periódicos locales. Crónicas. Problemas en las páginas del crucigrama. Blancas juegan y ganan. Una vez vino a Gijón el campeón inglés y le ganó. ¡Le ganó! Mi padre murió enseguida, con 57 años.

No. Tampoco. Nunca hablamos de esto. De que una tal Aurora Rodríguez tuvo una hija, ¿Hildegart, se llamaba?, a la que había matado cuando vio que no iba a ser el sueño de inteligencia para el que su madre la había educado, de esa historia rocambolesca yo me enteré por los periódicos, por los libros y por el cine. Y no fue hasta hace poco tiempo, relativamente poco tiempo, cuando alguien que había investigado en los archivos del manicomio de Ciempozuelos me dijo que mi padre, que era un especialista en el Rorschach, le había pasado este test a la madre asesina. Esto fue antes de la guerra. La historia era que los psiquiatras, digamos de izquierdas, entre los que estaba mi padre, consideraban que Aurora Rodríguez no era responsable de sus actos. Es decir, que estaba loca. Así lo mostraban, justamente, los resultados del Rorschach. Por el contrario, los psiquiatras, digamos de derechas, entre los que estaba Vallejo-Nájera, defendían que la mujer estaba en sus cabales y que era responsable del asesinato. Ellos ganaron el juicio. Pero al final Aurora fue ingresada en Ciempozuelos, donde murió.

Ja, ja. No, no hubo necesidad. Conmigo ya se vio desde el principio que no era un niña sabia. En el colegio era la primera de la clase y siempre saqué matrículas. Pero sólo era por el trabajo y porque siempre he procurado que me gustara lo que estaba obligada a hacer. O sea, que mis padres no forzaron nunca las cosas, ni vieron defraudada ninguna expectativa. Ahora bien, lo único que quería mi padre, él en especial, es que los tres hijos estudiásemos una carrera. Lo hicieron mis dos hermanos y lo hice yo. El empeño de mi padre conmigo tiene especial mérito porque no era normal entonces que las chicas estudiasen. Y mucho menos que se dedicaran profesionalmente a lo que habían estudiado. Porque algunas otras chicas estudiaron química conmigo, pero en ningún momento pensaban trabajar en ello. Su expectativa era casarse y tener hijos. Y no sólo era su expectativa, sino también la expectativa de los hombres. Incluso la de los hombres más inteligentes.

A veces miro ese pasado y me cuesta reconocerlo. Fijarlo. No es que tenga inconveniente en hablar de él. No es eso. Es que resulta difícil, técnicamente. Veo a Alberto Sols, por ejemplo, un bioquímico muy importante, muy distinguido. Un maestro. Un maestro familiar, además: no sólo dirigió mi tesis, sino también la de mis hermanos y la de mi propio marido. Allí está Alberto Sols... Y también está mi marido, Eladio Viñuela. Estamos sentados los tres, hablando de ciencia, de los problemas de las tesis que llevamos entre manos. Sols habla y se dirige a mi marido. Únicamente a mi marido. Una y otra vez. No es que no me pregunte. ¡Es que no me mira! Me llevaban los demonios. Yo, con Sols, lo pasé muy mal. Me sentía muy discriminada. Realmente discriminada. Sols era un machista, sin duda. Pero es que el machismo trascendía los casos particulares: estaba en el ambiente.

Sols... Bueno, la verdad es que años después tuvo un gesto magnífico de honradez. En realidad había ido a hacer la tesis con él por recomendación de Severo Ochoa, que era pariente lejano de mi padre. Un verano, mi padre le invitó a comer en casa y así pude conocerle. Entonces yo estaba estudiando. Ochoa me recomendó que primero estudiara con Sols y que cuando acabara me fuera a Nueva York con él, en una fase posdoctoral. Que es lo que acabé haciendo. Ochoa me dio una carta de recomendación para Sols..., y Sols no tuvo más remedio que aceptarme. A regañadientes, pero no tuvo más remedio. Pero el gesto noble. A lo que iba. En 1980 me dieron un premio de investigación y en el acto de entrega estaba Sols. Se levantó y habló. Y dijo, antes de los halagos, que cuando Margarita se acercó a pedirle que le dirigiera su tesis doctoral había pensado: "Bah, una chica. Le daré algo que no tenga importancia". El ambiente.

Hace calor. Y esto es un cuchitril, y está tan cargado de papeles y cosas que yo creo que con sólo mirarlo, uno se acalora. Sí, trabajo aquí mismo. Nosotros no necesitamos mucho espacio. Este centro existe gracias a mi marido. A su impulso. Fue una de las grandes obras de su vida. Puede decirse que no me he movido de aquí en los últimos años. El despacho y los aeropuertos. Aquí trabajan también mis dos hermanos. O sea, que en este cuchitril está la vida entera. Ja, ja, eso es: que no extraña el calor. ¿Íbamos por...? El ambiente. Ya digo que no era el problema de una persona. Mi marido y yo viajamos juntos a Nueva York. Por cierto, que Ochoa tuvo un gesto muy sutil: nos separó de grupo con la excusa de que si no aprendíamos nada con él, al menos aprenderíamos inglés. Estaba claro que le preocupaba algo que a mí me preocupaba. Y es que la carrera de Eladio no anulase la mía. Las cosas funcionaron bien en Nueva York, pero al volver bastó poco tiempo para que tanto mi marido como yo percibiéramos lo inevitable. Y es que yo en España era la mujer de Eladio y no tenía personalidad propia. Entonces él hizo un movimiento crucial: decidió abandonar el trabajo conjunto que estábamos desarrollando y dedicarse al virus de la peste porcina africana, al que, por cierto, también acabaron dedicándose mis dos hermanos. De forma tal que yo he podido salir adelante por mí misma. Lo que haya sido, o lo que no haya sido, depende de esa actitud fundamental de mi marido.

Por amor y por amor a la ciencia. Las dos cosas. Yo creo que lo hizo por las dos cosas. Eladio había nacido en Extremadura y desde muy pequeño había visto cómo mataban a los cerdos enfermos. O sea, que, sin duda ninguna, el tema le afectaba especialmente y en él logró grandes resultados. Ahora bien, también era consciente de lo que suponía nuestro trabajo conjunto y de todos los problemas asociados. Eladio era un hombre de gran altura intelectual. Para mí no fue sólo un apoyo, sino un estímulo. Tengo pocas virtudes. Pero soy luchadora, batalladora, tenaz. No me quería quedar atrás. Viéndole no me quería quedar atrás. Hasta que murió con sólo 62 años.

Atragantado. Eladio tenía un pequeño problema de salud. Pero lo cierto es que la causa inmediata de la muerte fue que se atragantó. Yo estaba aquí, trabajando. Me avisaron de que se lo llevaban al hospital, que había tenido este percance, pero que no me preocupara. Entró en coma y al cabo de unos días murió. No. No creo que un científico encare la muerte de un modo distinto al del resto de humanos. En ningún sentido. Ni en la desolación ni en el consuelo. He hecho lo que todos, enfrente de la muerte. De la muerte además prematura. Salir de ella por medio del trabajo. Cargarme de trabajo. Así he salido.

Las mujeres y el pensamiento abstracto. Sí, pero antes déjeme buscar, un momento, unos papeles. Los tenía por aquí, confiada en que íbamos a tratar esto. Caramba, sí estaban aquí. Eran unos papeles... Aquí están. Luego los vemos. La cuestión es que yo tengo una experiencia muy grande, de muchos años de tratar chicos y chicas, doctorandos. Nunca he visto que las chicas tuvieran dificultades especiales. Se dice que las mujeres tenemos ciertos valores útiles para la investigación. Fundamentalmente, el tesón y la paciencia. Bueno, es posible. Pero se trata de valores que la educación transmite. Hasta hace muy poco, la mujer ha sido educada para aguantar lo que le echen. O sea, que no es extraño que tengan esas cualidades. Aunque me temo que pronto las perderán, porque la educación para la sumisión se ha acabado. No soy una especialista para distinguir entre lo que es genética y lo que es cultura. Si es que hay especialistas sobre este asunto, que es uno de los grandes asuntos de nuestra época. Pero, en fin, la única diferencia nítida que reconozco entre el hombre y la mujer es la fuerza física. Una cierta dureza. Ninguna más. No veo diferencias intelectuales que no se deriven del tradicional alejamiento femenino de la cultura. La lista de los premios Nobel. La recuerdo muy bien porque no hace mucho tuve que dar una charla sobre mujer y ciencia. Hay diez mujeres que han sido premio Nobel de Ciencia frente a trescientos hombres. ¡Pero es que, más o menos, ésta es la misma proporción entre mujeres y hombres que se han dedicado a la investigación científica! Aquí mismo, en el centro, hay una minoría de mujeres que son jefes de equipo. Es natural: ya he dicho antes que éramos muy pocas mujeres las que acabábamos la tesis doctoral. Pero esto se está acabando. En veinte o veinticinco años va a haber una mayoría de mujeres en los puestos de dirección.

Los papeles que traía. Mire. Son estadísticas de la evolución en el número de hombres y mujeres del Centro de Biología Molecular. Todo ha cambiado. Está bien. Y es irreversible. Si hoy mirasen mal (¡o no las mirasen!) a las mujeres que investigan, se quedarían sin la mitad de los investigadores, en España y en todas partes. Aquí hay estadísticas muy diversas: sobre el personal científico, sobre becarios... Todas muestran una subida paulatina del número de mujeres. Pero en ningún nivel la subida es tan vertiginosa como en los becarios. Ya hay muchas más mujeres que hombres. Al parecer, los hombres jóvenes ya no quieren dedicarse a la investigación. Prefieren ganar dinero. Y deben de pensar que la investigación, desde este punto de vista, les da muy pocas seguridades. Lo que es absolutamente cierto. Es posible que esta tendencia se confirme. Si es así, me parece que estamos a un paso de un cambio cultural muy importante.

Un colega, hace poco, medio en broma, medio en serio, me dijo que si seguían así las cosas, los hombres iban a necesitar lobbies para defenderse. Le contesté que me parecía pronto. Desde luego, ésta es una situación inédita en la historia, por lo que conocemos. Nunca hombres y mujeres habían compartido ocupaciones, casi al 50%, como las ocupan ahora. Lo tradicional era la división y eso se ha acabado ya. Habrá muchas cosas que cambien. Desde luego, no soy partidaria de lobbies, ni de cuotas ni de nada por el estilo. Entre otras cosas porque las mujeres no es que vayan a llegar. Es que ya están. En el proceso ha habido fenómenos curiosos... Yo misma. Siempre he procurado no engañarme. Y sé que gran parte de la atención que muestran los medios y la sociedad en general se debe a que soy una mujer. Mi trabajo científico y los premios y los honores no habrían despertado ni la mitad de curiosidad de no haber sido mujer. Quisiera que la atención acabase pronto, aunque la fama es agradable. Pero, por otro lado, me parece lógico. En España, y en mi trabajo, yo he sido continuamente la-primera-mujer-que-ha-alcanzado... Una novedad continua. Tiene un lado positivo. Puede que haya mujeres que aún no vean claro que pueden llegar, aun en las condiciones más difíciles. Y puede que mi presencia les haya servido de estímulo, que de alguna manera les haya ayudado.

Hombre o mujer, en todo caso, el científico debe salir al mundo. Explicarse allá donde pueda. Divulgar. Luchar por la racionalidad. El científico debe tratar de convencer a la sociedad y a los políticos de lo que cree justo. De que, por ejemplo, es necesario poder utilizar los óvulos fecundados y congelados para curar enfermedades o...

¿Ehhh...? ¿El sexo de los hijos? ¿Escogerlo? Como rutina, no. Como rutina no estoy de acuerdo. Pero qué es rutina, claro. ¿Dónde empieza la rutina? Podemos pensar que la familia que tenga cinco varones quiera tener una hija. Esto lo entendemos fácilmente, claro que lo entendemos fácilmente. Pero ¿y si son cuatro? ¿Sí o no? Es muy complicado. Cuando no se tiene una respuesta clara, mejor que el azar decida. Todos tenemos claro, o yo así lo creo, que las enfermedades pueden evitarse. Si la selección genética evita tener un hijo con síndrome de Down, me parece que no hay dudas. Con la enfermedad no hay dudas. El problema, claro, es que ni siquiera el concepto de enfermedad es siempre claro. Y no digamos ya los grados de la enfermedad. Todo esto es extremadamente complicado. Al menos para mí. Sólo sé que sería absurdo hacer un mundo feliz donde todos fuéramos listos, guapos y rubios. Sí, ya comprendo que es un problema que esto lo digan, frecuentemente, los que son listos, guapos y rubios. Ahora bien, en esto, como en tantos otros asuntos, lo mejor es dejarse guiar por el sentido común. Este sentido que se nos adjudica especialmente a las mujeres, no sin cierta malevolencia. Todo el mundo sabe lo que es un capricho. No creo que la ciencia deba servir caprichos.

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