El Drama de la Iluminación Cósmica
en el Sutra del Loto Blanco
La parábola de la casa en llamas nos da una metáfora de la vida como un apuro, incluso una trampa. Desde luego, esto es solamente una manera de verla. La existencia humana tiene muchas facetas que son profundas, misteriosas y difíciles de entender. En Antígona, de Sófocles, el coro canta estas palabras: “Maravillas, hay muchas, y ninguna más maravillosa que el hombre”. A través de toda la historia las facetas de la naturaleza y propósito de la vida humana han sido reflejadas por los símbolos y símiles por donde has surgido mitos, leyendas y relatos; estos a su vez se han cristalizado en poemas épicos, novelas, dramas y parábolas. El misterio de la vida humana siempre ha sido la preocupación más importante de la humanidad. Las obras maestras de la literatura antigua y moderna que conciernen algún aspecto de la existencia humana son leídas y releídas incluso después de cientos y miles de años.
En algunas de estas grandes obras se ve la vida humana en términos de conflicto o incluso de guerra. La Iliada de Homero, por ejemplo, narra la lucha entre los griegos y los troyanos por Elena de Troya, una lucha no sólo de hombres y mujeres, sino también de dioses y diosas. Unos doscientos o trescientos años después de la Iliada, se escribió otro poema épico, tal vez del punto de vista literario no tan eminente, pero bastante más largo: el Mahabharata. Este fue compuesto por Vyasa, un sabio y poeta indio, y narra la lucha entre los Kauravas y sus primos los Pandavas por la propiedad del reino ancestral. Un poeta de Europa del Norte escribió Beowulf, un poema épico anglosajón del siglo ocho. En este poema se relata la historia de las batallas del héroe Beowulf contra sus tres terribles adversarios: el monstruo diabólico Grendel, su madre, aún más diabólica, y el dragón. Incluso en tiempos relativamente más modernos, nos ha llegado uno de los poemas épicos más impresionantes: El Paraíso Perdido de Milton, cuyo tema principal es la guerra en el Cielo, la lucha entre Satán y el Mesías. En todas estas obras, la vida se ve como un conflicto. La vida es una lucha entre el bien y el mal, entre la luz y la oscuridad, entre el cielo y el infierno, entre la consciencia y la inconsciencia, y el campo de batalla es el corazón humano.
La existencia humana también puede ser vista como un acertijo, una adivinanza, un misterio o incluso un problema, como por ejemplo en el Libro de Job en la Biblia. Job se ha criado con la creencia de que Dios premia a los buenos por su virtud, y castiga a los malos, aquí y ahora, en esta misma vida. Sin embargo, aunque Job no ve la maldad en sí mismo, sufre y parece ser que su sufrimiento es un castigo de Dios. Se pregunta ¿por qué el hombre justo está aplastado mientras el hombre injusto prospera y florece “como las hojas verdes del laurel?” Para poder entender la vida, Job necesita la respuesta. El mismo tipo de pregunta atormenta a Hamlet, en la obra de Shakespeare, confrontado por el asesinato de su inocente padre por su tío malvado. En el momento en que Hamlet hace la famosa pregunta: “¿Ser o no ser?” la vida misma se ha convertido en un problema.
Hay otras muchas maneras de considerar la existencia humana. Entre todos los símbolos y símiles de la vida quizá el más popular y significativo es el del viaje o la peregrinación. La vida no es solamente una lucha, ni un problema; sino es un viaje: un viaje desde la cuna hasta la tumba, desde la inocencia hasta la experiencia, desde las profundidades de la existencia hasta las alturas, desde la oscuridad hasta la luz, desde la muerte hasta la inmortalidad. La vida se ve como un viaje en un gran número de obras: la Odisea, la Divina Comedia, Mono, El Progreso del Peregrino, Wilhelm Meister, Peer Gynt, y muchas otras.
El Sutra del Loto Blanco da su propio cuento de la vida humana como un viaje. La parábola del viaje de regreso, que aparece en el capítulo 4, no es contada por el Buda sino por los cuatro ancianos. Ellos escuchan al Buda decir a la asamblea que Sariputra está ahora tan avanzado en su práctica que es seguro que va lograr la meta más alta: no simplemente la emancipación de su propio pecado y sufrimiento, sino también a la Budeidad en sí. Los cuatro ancianos se quedan atónitos y alegres al saber que la vida espiritual tiene una meta más alta, la existencia de la cual no se les había ocurrido antes, y dicen que es como si hubieran adquirido sin esperarlo una joya preciosa y al unísono expresan sus sentimientos en una parábola:
Erase una vez un hombre que dejó a su padre y se marchó a un país muy lejano. Vivió allí durante mucho tiempo, quizás cincuenta años, y en todo ese tiempo sufrió una vida de pobreza miserable. Andando por allí y por allá, trabajando de vez en cuando, vivía como podía y sus únicas posesiones eran la ropa que llevaba puesta. Mientras tanto, su padre vivía una vida totalmente distinta, él era un comerciante con mucho éxito y, como consecuencia, era muy rico. Su negocio le llevó de lugar a lugar hasta que finalmente se estableció en un país, en el que siguió amontonando riquezas: oro, plata, joyas y cereal. Poseía esclavos, obreros, caballos, carros, vacas y ovejas, hasta incluso elefantes (en oriente, la posesión de elefantes es una señal de gran riqueza). Inevitablemente, docenas de personas dependían de él y tenía a su alrededor mucha gente, todos esperando alguna recompensa. Su fama se extendía por todas partes en el mundo de los negocios, la agricultura y el comercio, y era además un conocido prestamista; vivía como un príncipe. A pesar de todo eso, él nunca dejó de echar de menos a su hijo. ¿Cómo estaría? ¿Se volverían a encontrar alguna vez? Estaba lleno de tristeza por esa separación tan larga y su única esperanza era que algún día su hijo volviera para heredar la riqueza que le pertenecía. “Después de todo -pensaba él- yo cada vez soy más viejo y, sin duda, tarde o temprano moriré.”
Mientras tanto, el hijo seguía andando de pueblo en pueblo, de país en país hasta que un día por casualidad llegó a la ciudad donde vivía su padre; aunque esto él no lo sabía. Iba andando por las calles y buscando la manera de ganar suficiente para comprar comida, y vio una casa enorme y un hombre en el portal. Era evidentemente un hombre muy rico y estaba rodeado por una multitud de personas atendiéndole o esperando para verle. Algunas de esas personas parecían tener facturas en la mano, otras tenían cantidades de dinero para dárselo, otras querían hacerle regalos e, incluso, quizá también sobornos. El se encontraba sentado en la puerta en un trono magnífico – hasta su taburete para los pies estaba decorado con oro y con plata. Tocaba millones de monedas de oro, que pasaban por sus manos y detrás de él había una persona abanicándole con un abanico del rabo de un yac. En la India, el rabo de yac es un símbolo de la monarquía y de la divinidad, por lo tanto sólo una persona riquísima, hasta el punto de considérasela, casi divina recibiría esa atención. Además, estaba sentado bajo un dosel de seda decorado con perlas, flores y guirnaldas de joyas. Era todo un espectáculo.
Cuando le vio el pobre allí en su trono y rodeado de tanta riqueza se sintió aterrorizado. Pensó que estaba en la presencia del rey o al menos un aristócrata y se dijo a si mismo: “más vale que me marche, es más probable que encuentre trabajo en las calles de los pobres. Si me quedo aquí, podría acabar como un esclavo”. Inmediatamente se apresuró, sin tener la mínima idea de que el rico era su padre.
Pero el padre nada más ver a ese pobre detrás de la multitud supo que era su hijo que había vuelto después de tantos años. “¡Qué alivio!” pensó, ahora por fin podría dar su riqueza al heredero apropiado y morirse en paz. Lleno de alegría, llamó a un par de sirvientes y les dijo que corrieran tras aquel pobre y que se lo trajeran. Pero cuando lo alcanzaron se sintió más aterrorizado que nunca. “Los han enviado para arrestarme y es probable que me corten la cabeza” pensó y sintió tanto miedo que cayó al suelo en un desmayo.
Su padre se quedó algo sorprendido pero empezó a darse cuenta del hecho de que mientras él vivía en riqueza, su hijo vivía en pobreza y que esto había causado grandes diferencias psicológicas entre ellos. Evidentemente, el chico no estaba acostumbrado a estar en contacto con los ricos y poderosos. –No importa, pensó el padre, por muy bajo que haya caído, es todavía mi hijo. Entonces tomó la decisión de encontrar una manera de recuperar su relación con él. Pero mientras tanto pensó que dadas las circunstancias era mejor mantener en secreto la identidad de su hijo. Por lo tanto, llamó a otro sirviente y le mandó que le dejara salir al pobre. El cual apenas creyó en su buena fortuna y se fue corriendo en busca de trabajo en la parte más pobre de la ciudad.
Dos de los hombres de su
padre, que él mismo había elegido por su aspecto humilde, le siguieron y
cuando llegaron a donde estaba el hijo, le ofrecieron trabajo según los órdenes
del padre. La tarea consistía en quitar un montón de basura que se había
acumulado detrás de la mansión y por eso le pagarían doble del sueldo normal.
El hijo aceptó sin dudar la oferta y se fue con ellos para trabajar. Día tras
día trabajó, moviendo con una pala el montón y llevándolo a un lugar lejos
de la casa. Encontró un sitio a donde dormir, un cuchitril de paja al lado de
la mansión, tan cerca que el rico podía verle y le hizo pensar lo curioso que
era que él vivía en una casa tan bella mientras su hijo vivía en la miseria
allí al lado.
Un
día, después de cierto tiempo, el rico se vistió con ropa sucia y vieja y fue
a hablar con su hijo: – No pienses en trabajar en otro sitio, yo me aseguraré
de que tengas el dinero que necesitas. Si quieres algo, un puchero, un vaso,
cereal o lo que sea, dímelo. Tengo un abrigo en el armario que te voy a dar si
quieres. No te preocupes de nada. Has trabajado bien y estoy contento. Pareces
ser un hombre sincero, no como algunos de los pícaros de por aquí. La verdad
es que soy viejo, así que quiero que me consideres como tu padre y yo a ti como
a mi propio hijo.
Durante
unos años el pobre seguía trabajando, moviendo el montón de basura y poco a
poco se acostumbró a entrar en la casa sin pensarlo dos veces, aunque siguió
viviendo en el cuchitril. Entonces, ocurrió que el hombre viejo se puso enfermo
y dijo al pobre: – Creo que puedo confiar en ti totalmente y ahora, como si
fueras mi propio hijo voy a darte la responsabilidad de todos mis asuntos. Harás
todo de mi parte. De ahí en adelante el hombre pobre empezó a trabajar de
administrador del viejo rico, cuidando sus inversiones y negocios. Igual que
antes, entraba y salía de la casa con libertad, pero seguía viviendo en el
cuchitril. Aunque pasaba mucho dinero por sus manos, seguía considerándose
pobre ya que, que él supiera, el dinero le pertenecía a su jefe.
Con
el transcurso del tiempo el pobre iba cambiando. Su padre le miraba
constantemente y vio que poco a poco se acostumbraba a manejar dinero y mostraba
vergüenza de haber vivido en tanta miseria en el pasado. Parecía obvio que el
pobre quería ser rico. Por aquel entonces, el padre era muy viejo, estaba muy débil
y sabía que la muerte estaba cerca. Así que, llamó a toda la gente: el
representante del rey, los hombres de negocios, sus amigos y parientes,
ciudadanos y gente del pueblo. Una vez reunidos todos, les presentó a su hijo y
les contó su historia. Al terminar, dio toda su riqueza al hijo, que por
supuesto no podía creer su buena fortuna.
En
el contexto del Sutra del Loto Blanco, esta parábola tiene un significado específico
que los cuatro ancianos explican en cuanto terminan de contar la historia. Ellos
confiesan que hasta ese momento han estado contentos con un ideal espiritual
inferior. Ahora, por la bondad y generosidad del Buda se ha revelado el ideal de
lograr la iluminación suprema no sólo para ellos mismos sino también por el
beneficio de todos los seres vivos y de esta manera les ha hecho herederos de
todo su tesoro espiritual. Igual que el hijo en la parábola, los cuatro
ancianos sienten mucho gozo al reconocer la riqueza que han ganado
inesperadamente.
La
explicación de los ancianos nos lleva lejos, sin embargo con un poco de
imaginación aún podemos ir más allá, incluso más profundo. En primar lugar
podemos reflexionar sobre el tono de esta historia que es curiosamente familiar.
Tal vez, estéis pensando que ya habéis oído esta historia en alguna otra
parte. Al pensar, estaréis seguros de no haber leído El Sutra del Loto Blanco
– no es el tipo de cosa que lees en un fin de semana y luego lo olvidas –
entonces ¿por qué el mito del viaje de regreso os suena? La razón, como os
habréis dado cuenta, es que es parecida a otra parábola bien conocida, la que
contó Jesús: la parábola del hijo pródigo. Jesús cuenta esta parábola para
aclarar otro punto distinto y termina de otra manera; no obstante, en los rasgos
generales los dos cuentos son iguales. En ambas parábolas hay un padre cariñoso
y un hijo que huye; En ambas, el hijo vive en la miseria durante un tiempo antes
de regresar al seno de su padre; en ambas la posición del sirviente se
contrasta con la posición del hijo.
Estos
son los puntos parecidos pero también hay diferencias importantes. Quizás, la
diferencia más importante es que el hijo pródigo del evangelio parece ser
culpable de desobediencia deliberada, mientras en el Sutra el hijo parece ir por
mal camino o extraviarse por descuido y despiste. Esto marca la diferencia
esencial entre el budismo y el cristianismo: el cristianismo ve la condición
humana en términos de pecado, desobediencia y culpabilidad, mientras el Budismo
lo ve más en términos de descuido, inconsciencia e ignorancia.
De
la misma época es otra parábola sobre un padre e hijo que nos da un ejemplo
similar aún más interesante. Aparece en la obra apócrifa: Los hechos del Apóstol
Tomás, la cual es una obra esencialmente gnóstica que existe en la traducción
griega, y también en el idioma original: el siríaco. Los traductores modernos
llaman a este cuento “El himno a la perla” pero el texto la titula “El
canto del Apóstol Judas Tomás en el país de los indios”. Santo Tomás, uno
de los doce apóstoles según la tradición, se llama el apóstol de la India
porque se suponía que fue a la India poco después de la muerte de Jesús, y se
dice que esta parábola fue compuesta mientras estuvo encarcelado allí. Podemos
solamente especular sobre si él tuvo contacto con el Budismo y si “El himno
de la perla” tiene algo que ver con la parábola del viaje de regreso.
La
parábola cuenta de un padre e hijo que vivían en oriente. El hijo estaba
contento de vivir rodeado de la riqueza y el esplendor de la casa de su padre.
Un día su padre le manda al país de Egipto para recoger la perla única que
yace en el lecho del océano protegida por un dragón. Cuando llega a Egipto, el
hijo encuentra el dragón y espera a que se duerma para poder coger la perla.
Pero los egipcios sospechan del extranjero, aunque va disfrazado con ropa
egipcia, y le dan a beber una bebida drogada que le causa la perdida de la
memoria. Así el hijo se olvida que es hijo de un rey y de la perla y comienza a
trabajar para el rey de Egipto. De este modo, vive con los egipcios, comiendo y
bebiendo con ellos, y llega a ser más y más como ellos. Finalmente cae en un
sueño muy profundo. Su padre, en oriente, sabe lo que le está pasando a su
hijo, se siente ansioso y para recordarle su misión le escribe una carta que
toma la forma de un pájaro. En cuanto la recibe, el hijo vuelve en sí, hechiza
al dragón y coge la perla. Por fin regresa a casa triunfal y su padre le recibe
con gran alegría.
Cada
una de estas parábolas (El viaje de regreso, El hijo pródigo y El himno de la
perla) es rica en su propio simbolismo. No obstante comparten el mismo símbolo
central: todas empiezan por la separación entre un padre y un hijo, y todo lo
demás viene de este acontecimiento. ¿Qué significa la separación entre padre
e hijo? ¿Quiénes o qué son el padre y el hijo?
Se
puede decir que el padre representa el yo superior (aunque es necesario no
tomarlo demasiado literalmente), y el hijo representa el yo inferior, y de la
misma manera en que el hijo está separado de su padre, el yo inferior está
separado – o sea en el lenguaje más moderno, alienado – del yo
superior. A propósito, aquí tenemos otra metáfora para la condición humana:
la alienación. Estamos alienados de nuestro propio yo superior, de nuestra
mejor naturaleza, de nuestro más alto potencial. Estamos alienados de la
Verdad, de la Realidad. Y la alienación entre el ser superior y el ser inferior
es fuerte; de la misma manera en que el hijo se fue, no solamente una distancia
corta sino a un país totalmente distinto. En realidad, la división entre ambos
es total y no hay contacto en absoluto.
Digamos
que la condición de la raza humana es la de la alienación de la verdad, pero
¿cuándo comenzó esta condición? El hijo vive en un país lejano durante
muchos años, lo cual sugiere que la alienación ha existido mucho tiempo. Sin
embargo la parábola, si tomamos sus palabras literalmente, implica que sucedió
en un momento dado, aunque hace muchísimo tiempo. Este es el punto de vista del
cristianismo que enseña que Adán y Eva vivían felizmente en Edén, en armonía
con Dios, obedeciendo sus ordenes, hasta que Adán prueba la manzana, en cuyo
momento la humanidad cae de la gracia de Dios y queda alienada de Él.
El
Budismo mantiene otro punto de vista. Según el Buda, es posible volver atrás
en el tiempo durante millones de años, millones de eones sin jamás llegar al
punto cero cuando todas las cosas empezaron. Cuanto más atrás volvamos, más
posibilidades existen de ir aún más atrás. O sea, es imposible llegar al
punto inmediatamente anterior al comienzo del tiempo. Así que la parábola
empieza en un momento fuera del tiempo, y significa que el viaje de regreso no
es un viaje hacia el pasado sino un viaje fuera del tiempo, un viaje que
transciende el tiempo. Es muy importante entender esto.
En
los libros Zen que tanto gusta leer a la gente, hay todo tipo de expresiones,
extrañas y maravillosas – y aparentemente con significado – muchos “mondos”
y “koanes” atractivos. Uno de estos dichos, que por supuesto es
verdadero, habla de “tu cara original antes de nacer”. “¡Venga!, Quiero
verla, ¡enséñamela!” dicen. Desde luego el desventurado discípulo
normalmente falla en su intento – como suele ocurrir a todos los desventurados
discípulos en estos cuentos, escritos, aparentemente, y como no, por los
maestros. El discípulo se confronta con el problema sentándose a pensar en
ayer, anteayer, la semana pasada, hace un mes, hace dos meses, hace un año, dos
años, veinte, treinta años – hasta llegar al momento de su nacimiento.
Piensa que si puede ir más allá encontrará su cara original.
Es
una equivocación. Pensar que en algún momento dentro del tiempo existía la
cara original y después no existía una cara original es equivocarse por
completo. Parece que la expresión signifique esto. Pero si vamos buscando la
cara original en el pasado, o si tomamos las palabras “original” o
“antes” literalmente, no estamos realmente practicando el Zen, sino que
estamos regresando sólo en el sentido psicológico. El pasado no está más
cerca de la Iluminación que el presente o el futuro porque el tiempo no tiene
nada que ver con la Iluminación. Según la tradición Zen “nacimos” fuera
del tiempo y nuestra cara original también existe fuera del tiempo. Por lo
tanto la expresión Zen acerca del ver la cara original no tiene que ver con
regresar hacia atrás en el tiempo, ni tampoco con el ir adelante en el tiempo,
ni siquiera con quedarse en el momento presente. Cuando se habla del ver la cara
original antes de nacer, el Zen quiere decir que se ha de salir de los conceptos
del tiempo por completo, pasando a través del tiempo a otra dimensión donde éste
no existe; ni pasado, ni presente, ni futuro. Allí es donde se encuentra la
cara original y en ningún otra parte. Allí es donde está siempre.
Entonces
no es una cuestión de volver atrás en el tiempo para explicar el comienzo de
nuestro estado de alienación. Estamos alienados de la realidad aquí y ahora y
sólo tenemos que superar este estado de alienación de la realidad. No es
posible hacerlo simplemente regresando en el tiempo, porque seguiríamos el
camino de la alienación en sí. Tenemos que atravesar a otro camino, - dar un
salto de la cima del poste, para usar otra expresión Zen – para aterrizar con
suerte en lo Absoluto.
Este
es el punto importante en la famosa parábola sobre la flecha envenenada que el
Buda cuenta en el Canon Pali – otra parábola que trata de la guerra. Es la
historia de un soldado herido en la batalla por una flecha envenenada.
Afortunadamente hay un médico cerca que intenta sacar la flecha. Pero el
soldado dice: - Espere un momento, quiero saber quién disparó la flecha; ¿fue
brahmán, ksatriya o vaisya? ¿Fue de tez oscura o clara, joven o viejo? Y la
flecha ¿es de madera o de hierro? Si es de madera ¿es de roble o cedro? Y la
pluma ¿es de un ganso o de pavo real? Y el arco ¿de qué tipo es? Responda a
mis preguntas y entonces le dejaré sacar la flecha.
Desde
luego, mucho antes de contestar las preguntas, el soldado habría muerto por el
veneno en la flecha. Lo importante es sacar la flecha y no preguntar de donde ha
venido. Es lo mismo si intentamos volver atrás en el tiempo: ¿Cómo comenzó
el mundo? ¿Cómo hemos llegado a estar en tantos líos? ¿Quién era yo en mi
vida anterior? ¿Cuáles son las raíces de mi neurosis? Son preguntas sin fin.
Podríamos ir, paso por paso hacia el pasado y aún seguiríamos andando dentro
de millones de años. Lo que hay que hacer es mirar el presente, el estado
alienado, neurótico, condicionado y negativo, y subir por encima de él, para
poder ir volando hacia la eternidad, hacia una dimensión espiritual. Esto es el
mensaje de la flecha envenenada. Así mismo, el viaje de regreso del hijo no se
trata de volver atrás en el tiempo sino del hecho de ir más allá de él.
El
hijo, que representa el yo inferior, anda del lugar en lugar buscando trabajo
por la sencilla razón de que necesita comida y ropa. No tiene ideales más
elevados. Al contrario de su padre, no tiene ambiciones. Si traducimos esto a la
época moderna vemos que el yo inferior está “motivado por la necesidad”.
He tomado prestado los términos del libro Towards a Psychology of Being”
(Hacia una psicología del Ser) escrito por Abraham Maslow. Todo lo que hace el
hijo viene de su necesidad subjetiva, de su anhelo. Por contraste, el padre –
el yo superior – está “motivado por el crecimiento”. La parábola lo
expresa en términos de la acumulación de riqueza. Esto no quiere alabar el
capitalismo ni nada por el estilo; como parábola, tiene un significado simbólico.
El padre, el yo superior, acumula la riqueza hasta que posee todas las
cualidades y riquezas espirituales concebibles.
Aunque
es tan rico, el padre no es feliz porque pasa todo el tiempo pensando en
su hijo. ¿Qué quiere decir esto? Nos dice que el yo superior nunca pierde su
consciencia. Es consciente todo el tiempo. Aunque nosotros nos olvidemos de
nuestro yo superior, este nunca nos olvida. A la vez, y esto es el misterio, lo
somos. Tal vez podemos emplear una imagen para aclarar este punto. Digamos que
uno vive en una cámara pequeña al lado de – de una manera parte de – una más
grande. Las dos cámaras están separadas por una pared de cristal la cual es
transparente por un lado sólo; aunque alguien en la cámara grande e iluminada
puede ver todo lo que ocurre en la pequeña, desde la cámara pequeña no se ve
nada de la cámara grande. De hecho, ni siquiera se sabe que la cámara grande
existe. Así se vive en la cámara menuda, y quizá se ha olvidado o se es
inconsciente de la existencia de la cámara grande; no obstante, siempre hay una
ventana en la cámara grande que da a la pequeña. Así mismo, aunque el yo
inferior se olvide del yo superior, este último es la parte más elevada del
propio ser.
La
parábola dice que el hombre pobre anda de pueblo en pueblo, de país en país
hasta llegar finalmente al sitio en donde vive su padre. Está ya en camino a su
casa aunque no lo sabe. Su necesidad de comida y ropa, su anhelo es lo que le
conduce de lugar a lugar y lo que le lleva casi hasta la puerta de la casa de su
padre. Esto ¿qué quiere decir?
Veamos
un ejemplo: Una persona tiene un problema psicológico; está tan preocupada que
no puede dormir y los somníferos no la ayudan. Quiere a toda costa algo de paz
interior. Un día se encuentra con un amigo que la dice – Sé lo que puede
ayudarte. Tienes que meditar -. Ahora la persona está tan desesperada que está
dispuesta probar cualquier cosa y pregunta dónde podría aprender a meditar. Va
a las clases y al principio sólo le interesa la manera de quitarse el problema
de encima para poder así dormir. Pero, en las clases de meditación empieza a
darse cuenta de algo nuevo: el Budismo. Al principio no le interesa mucho, sin
embargo, a los pocos meses, sorprendentemente, se encuentra no solamente
buscando la paz interior sino también intentando seguir el camino espiritual,
hasta el punto de pensar en términos de la Iluminación. ¿Cuándo tomó el
primer paso en esa dirección? Fue cuando empezó a asistir a las clases de
meditación, impulsado por su necesidad de paz mental. De la misma manera que el
hombre pobre, impulsado por sus necesidades más básicas, se encontró, sin
saberlo, en el camino hacia la puerta de la casa de su padre. Esta es la primera
fase del viaje de regreso.
Al
final, cuando el hombre pobre llega a casa de su padre, éste está sentado en
la puerta rodeado por el oro, las joyas y las flores. La descripción poética
del rico que representa el yo superior es muy significativa. Es una figura
arquetípica y gloriosa, un dios, incluso un Buda, así que es descrito con luz,
color, joyas y brillo. Y ¿cómo reacciona el hombre pobre? Está aterrorizado y
quiere huir. Cree que está en presencia de un rey o un noble y no reconoce a
esta figura gloriosa como a su propio padre. Esto muestra que la alienación
entre el yo inferior y el superior es severa. Incluso, cuando los dos se
encuentran, el yo inferior no reconoce al yo superior como su propio ser, sino
piensa que es algo extraño. Este encuentro ocurre cuando estamos cara a cara
con una encarnación del ideal espiritual. Siempre que leemos una descripción o
vemos una imagen del Buda – o algún dios o santo – pensamos, o más bien el
yo inferior piensa: “Esto no tiene nada que ver conmigo. Yo estoy aquí abajo,
pobre y humilde. Yo no soy así, ni tengo esas cualidades.” Los sistemas teístas
que se basan en la creencia de un dios personal creador, y por supuesto todos
los sistemas dualistas alimentan esta actitud.
Se
puede denominar esto como la fase de la proyección religiosa. Proyectamos hacia
fuera todas las cualidades que yacen en las profundidades de nuestra naturaleza,
sin que nos demos cuenta de que nos pertenecen. Desde nuestro punto de vista,
estas figuras gloriosas y eternas están dotadas con todas las cualidades que
nos faltan. Somos pobres y ellos son ricos. La proyección religiosa es un paso
en la dirección adecuada; en realidad es la próxima fase del viaje. Es una
cosa positiva porque nos permite ver las cualidades espirituales de una manera
tangible. Pero, hay que resolver la proyección. Estas cualidades nos pertenecen
– no a nuestro ego sino a las profundidades más verdaderas de nuestro ser –
y tenemos que reivindicarlas.
De
momento, el hijo no reconoce a su padre aunque el padre le reconoce de inmediato
y manda sus hombres a recogerle. Pero el pobre está asustado y cree que le van
a arrestar, así que se desmaya. Esto me recuerda el relato de la experiencia de
la muerte dada en el Libro Tibetano de los Muertos. Cuando llega la muerte, nos
dice el texto, la Luz Clara, o la luz blanca de una brillantez absolutamente
insoportable, como un millón de soles, estalla en la visión de la persona que
agoniza. Esta luz es la luz de la realidad, la luz de la Verdad, del Vacío. Si
pudiéramos reconocerla, pero no como algo que estalla fuera sino como la luz de
nuestra mente intrínseca, nuestro propio y verdadero ser, abriéndose desde la
profundidad; si pudiéramos percatarnos de nuestra unidad con la luz, podríamos
ganar la Iluminación. Pero, lo que normalmente pasa cuando aparece la luz
deslumbrante, intensa y terrible, es que la persona moribunda se retira por
miedo. “La humanidad no puede soportar demasiada realidad” (en las palabras
de T. S. Eliot) y esto es verdad no solamente en el momento de la muerte sino
también en todos los momentos cuando nos enfrentamos a una verdad que parece
ser mucho más que lo que podríamos soportar.
El
hombre pobre no solamente está aterrorizado. Su imaginación funciona más de
lo normal, piensa que le están arrestando y ya ve al verdugo con el hacha. Sus
primeros pensamientos son el encarcelamiento, la esclavitud y la muerte
violenta. Muy a menudo, ante la visión de la verdad no sentimos liberación, la
vemos como una limitación, un encarcelamiento, o al menos una molestia. No
queremos cambiar nuestras ideas, ni cambiar nosotros mismos, y, en ese estado
enfermo, la verdad liberadora nos parece que es estrecha y limitada. Y además,
como el hombre en la parábola, tenemos miedo de la muerte. Cuando el yo
inferior entra en contacto con la Realidad, piensa, por así decirlo: esto es el
final; va acabar conmigo; así que retrocede.
El
padre deja que su hijo se retire, sin embargo no ha perdido la esperanza y con
un plan astuto, consigue que su hijo se quede y limpie el montón de basura de
detrás de la casa. Ahora bien, según la interpretación de la parábola dada
por los cuatro ancianos, el trabajo de quitar la basura de la casa representa la
vida religiosa que es estrecha y egoísta, la cual está dirigida al desarrollo
individual al coste del interés por los demás. Los ancianos igualan este
acercamiento a la vida religiosa con el Hinayana, la enseñanza inferior a la
que acaban de renunciar. Tal vez esta interpretación es algo extremada. Una
interpretación mejor, al menos más moderna, diría que deshacerse de la basura
representa el proceso del psicoanálisis: el montón de basura representa todas
los sentimientos reprimidos que la persona alienada descubre durante el análisis.
El sutra menciona que este proceso tarda veinte años, lo cual parece mucho
tiempo. Pero es cierto que la resolución de sentimientos reprimidos y emociones
negativas, complejos y todo lo demás cuesta tiempo, y por ello el análisis a
veces puede durar mucho tiempo.
Al
final, mientras el hijo sigue quitando basura, el padre le habla y va creciendo
la confianza entre ellos. Conforme va desarrollando la confianza el pobre
empieza a entrar en la mansión del rico sin vacilar, pero sigue viviendo en el
cuchitril. ¿Esto, qué quiere decir? A un cierto nivel esto representa al
erudito, al especialista académico en religiones. Conoce los textos, a veces
incluso los idiomas originales; conoce también las enseñanzas, incluso las
enseñanzas superiores, y hasta a veces sostiene que conoce las enseñanzas esotéricas.
En otras palabras entra y sale de la casa sin vacilar, conoce exactamente donde
está, pero no vive allí. Sigue viviendo en el cuchitril de paja, el cual
representa todas las cosas que realmente le interesan como profesional: ascender
en su carrera, aumentar su sueldo, ganar el prestigio en su profesión, el
debate polémico y el estimulante intercambio de opiniones entre sus colegas.
A
un nivel superior, el hecho de que el pobre entra y sale de la casa sin vacilar
se refiere al seguidor normal y corriente de la religión. El es sin duda una
persona sincera que incluso tal vez haya tenido experiencias religiosas
genuinas; digamos, que entra y sale de la casa, sin embargo la suya la tiene en
otra parte. Es posible que tenga algo de experiencia espiritual; tal vez asista
a una clase semanal de meditación, pero la mayoría del tiempo está preocupado
con cosas mundanas. El gran psicólogo y escritor William James (autor de The
Varieties of Religious Experience), habla en uno de sus libros acerca de la
pregunta: ¿Qué es una persona religiosa? Dice que una persona religiosa no es
uno que tiene experiencias religiosas – eso es posible para cualquiera –
sino que es uno que pone las experiencias religiosas en el centro de su
existencia. No son importantes los sitios que visitamos; lo importante es donde
vivimos, o al menos pasamos gran parte del tiempo. O sea, donde está el
verdadero centro de nuestro interés. Como dice el evangelio: “donde está el
tesoro, allí estará el corazón.”
Cuando
el hombre rico está enfermo, pasa el control de sus asuntos al pobre, con lo
cual este aprende manejar la riqueza, mientras todavía sigue viviendo en el
cuchitril. Esta parte de la parábola en particular representa al teísta, o al
místico que tiende hacia el teísmo y al enfoque dualista en general. Es
posible que tal persona tenga experiencias espirituales que son grandes e
inspiradoras, no obstante, todas esas experiencias parecen surgir desde fuera en
vez de dentro. El místico dice que estas experiencias no son suyas sino regalos
de Dios.
Una
vez que se ha llegado a esta etapa del viaje, es solamente cuestión de tiempo;
el hombre rico ve que su hijo se acostumbra a la riqueza y que se avergüenza de
su pobreza; ve que aspira ser rico. En otras palabras, la alienación entre el
yo inferior y él superior disminuye. En el momento de la muerte del padre, la
alienación casi ha desaparecido, sólo queda un poco; el yo inferior y él
superior casi se unen. Al final cuando el rico reconoce al pobre como a su hijo,
se muere, y en aquél momento no son dos – padre e hijo, rico y pobre – sino
uno: un hombre rico que una vez fue pobre. En otras palabras, la unidad entre el
yo inferior y el yo superior ha sido recuperada. El viaje de regreso se ha
cumplido.
Y
nuestro viaje también ha terminado casi. Los cuatro ancianos que han contado la
parábola se comparan ellos mismos con el hijo – y el Buda es, por supuesto,
el padre. Antes, dicen los ancianos, ellos no se habían atrevido a pensar en
convertirse en Budas, sino que se conformaban con seguir la enseñanza verbal
del Buda. La cual parecía señalar una meta inferior; la meta de liberación
individual, la de la destrucción de las emociones negativas. Ahora se dan
cuenta, según dicen, que eso no es suficiente, porque hay muchas cualidades
positivas por desarrollar. La sabiduría no es suficiente; hace falta la compasión
también. No es suficiente ser Arahat, se puede llegar a ser Buda. Se puede
seguir el camino del Bodhisattva; se puede aspirar a ganar la Iluminación
Suprema.
En otras palabras los cuatro ancianos se dan cuenta de la verdad de la Evolución Superior del ser humano. Se dan cuenta de que el Buda no es algo único e imposible de repetir, sino que es el precursor, un ejemplo de lo que los demás pueden llegar a ser con el esfuerzo adecuado. Se dan cuenta que la vida religiosa no es un asunto personal en el sentido limitado y negativo, sino parte de una aventura cósmica. Y nosotros también tenemos que darnos cuenta de esto. La religión propiamente entendida no es algo remoto de la vida, no es algo atrasado, eclesiástico y aburrido, sino que es la vida hecha consciente de su propia tendencia a ascender, a crecer y a desarrollarse. Nos damos cuenta de esto o no, todos estamos involucrados directa o indirectamente en esta tendencia ascendente de la vida. Cada uno de nosotros es el hombre pobre en la parábola, el hijo que ha huido; sin embargo cada uno es, si lo supiéramos, también el hombre rico, el padre. Y estamos, en este momento mismo, de viaje de regreso.