Pero resulta que el Señor no bajó de la Cruz
Autor:
Antoni Carol i Hostench
Desde esta tribuna querría dirigir una palabra de
agradecimiento a aquellos que -desde hace tiempo- se compadecen de Juan Pablo
II, ya que no les parece oportuno que continúe gobernando la Iglesia con tan
precaria salud. No se crea el lector que va de broma este agradecimiento. No,
ni lo más mínimo: lo digo seriamente. Si no fuera por ellos, el Papa Wojtyla
ahora mismo no sería una imagen tan nítida de Cristo colgado y, a la vez,
viviente en la Cruz.
Sí, al pie de la Cruz también había un buen grupo que ni de lejos intuían la
trascendencia de aquel espectáculo (patético ante los ojos mundanos). Y retaban
a Cristo: "Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz (...). Que baje ahora de la
cruz, y creeremos en él" (Mt 27, 40.42). Ahora, en el amanecer del tercer
milenio, los propios descendientes de aquella "peña" le dicen
"sensateces" del mismo estilo al actual Vicario de Jesucristo:
"Presenta la renuncia y demuéstranos que no eres avaricioso del
poder"; "renuncia y creeremos en tu humildad"...
Pero resulta que el Señor no bajó de la Cruz. Éste es el hecho. Él no nos
redimió ni con brillantes sermones (que los hizo), ni con milagros (que también
los hizo). Jesús nos salvó definitivamente con el
espectáculo del Calvario, con el dolor asumido obediente y voluntariamente para
ofrecerlo al Padre como propiciación por nuestros pecados. Ésta es nuestra fe.
Y este convencimiento nos permite sospechar que el pontificado de Juan Pablo II
se encuentra en estos momentos en una etapa de madurez (precisamente gracias a
su dolor y a sus impedimentos físicos).
Desde aquel solemne atardecer de la muerte de Jesucristo, la Iglesia se ha
gobernado con oración y dolor. Y ahora resulta que el Papa Wojtyla sufre dolor
en la propia carne, pero -a la vez- tiene la cabeza suficientemente clara como
para rezar, ofreciendo sus dolores por la Humanidad entera. Es el icono del
Cristo vivo y colgado en la Cruz.
Claro está que estas mismas personas se preguntan qué pasaría -llegado el
momento- si el Papa no tuviera la cabeza clara: ¿cómo podría, entonces,
gobernar? Es comprensible y digna de ser agradecida esta insistente
"preocupación" por el Santo Padre. Pero no olvidemos que de Pedro y
de sus sucesores se ocupa el Espíritu Santo personalmente. De hecho, aun cuando
podría no haber sido así, no se conoce en la historia de la Iglesia ningún caso
de Romano Pontífice que haya padecido demencia senil. Ni uno sólo. ¡Y eso que
de todo ha ocurrido!
Además, el sentido común me hace recordar la cantidad de hitos, éxitos, hechos
de extraordinario valor y maravillas que habríamos dejado de ver si Karol
Wojtyla hubiera hecho caso cuando empezaron -ya desde los años 80- a decir y
repetir que él tenía que renunciar por motivos de salud. Probablemente nunca
como ahora la institución del Pontificado ha tenido tanto prestigio; como
tampoco nunca antes había logrado unas dimensiones y un alcance tan amplios
como ahora. Mientras los medios de comunicación hablan y hablan del estado de salud
del Papa, él reúne miles y miles de personas (algunas veces han sido millones).
Y de eso no hablan, como si no tuviera ninguna relevancia. Así ha ocurrido -una
vez más- en estos últimos días, durante el reciente viaje a América. No es cosa
nueva: los que asistieron al Calvario tampoco se dieron cuenta de la
importancia y de la repercusión que iba a tener para siempre el gesto de Cristo
en la Cruz. ¡Gracias, Juan Pablo II!