Un Niño Héroe

(Año 257, Roma)

 

La Iglesia Católica experimentó en su misma cuna tan terribles persecuciones de parte de sus enemigos, que la habrían extirpado sobre la faz de la tierra si la sangre de innumerables mártires cristianos que regó las calles, plazas y anfiteatro romano, no fuera semilla fecunda que acrecentara de día en día el número de los creyentes.

La fortaleza de ánimo mostrada por estos valerosos atletas de la fe en las sangrientas pruebas a que se los sujetaba, se debía al fervor con que todos los días procuraban recibir el Pan de los fuertes, y cuando cargados de cadenas se hallaban como sepultados en los más hediondos y obscuros calabozos, no tenían otro consuelo y alivio fuera del que les deparaba al gozar las dulzuras de la Sagrada Eucaristía; mas el procurarles esta dicha era empresa ardua y peligrosa, especialmente para los sacerdotes a quienes se buscaba con odio infernal por los encarnizados enemigos del Cristianismo.

En el año 257 algunos cristianos encerrados en la cárcel Mamertina de Roma habían de padecer el martirio, y deseaban antes participar del augusto Sacramento, pero la vigilancia de los guardias y lictores se extremaba de tal suerte, que era poco menos que imposible socorrerles con este auxilio divino.

Sin embargo, en las Catacumbas el Pan consagrado estaba ya sobre el Ara santa, y el sacerdote volviéndose hacia el numeroso concurso de fieles, buscaba con sus miradas a quien confiar empresa tan difícil como la gloria de Dios, cuando he ahí que Tarsicio, niño de apenas diez años, se adelanta, dobla sus rodillas ante las gradas del altar y extiende sus brazos en ademán de recibir la Prenda divina.

Allí estaba... bello como un ángel, sin abrir sus labios, fijos los ojos en el ministro de Dios como si dijera: “Aquí me tenéis, Padre, confiadme misión tan arriesgada, confiádmela... por favor...”

“Hijo mío,” le dice el sacerdote hondamente conmovido, “eres demasiado niño.”  Mas él no se mueve; antes persevera de rodillas aguardando la gracia suspirada.  Insiste el ministro del Señor: “¿No ves que eres tan niño?”

—“¡Oh!  Sí, Padre mío.  Antes bien, por verme tan pequeño nadie sospechará de mí, y podré con seguridad llegarme a los mártires.  ¡Por Dios, Padre, no me neguéis esta gracia!”  Al decir esto se inflamaba su semblante, y dulces lágrimas surcaban sus mejillas.

Renueva Tarsicio con tanto fervor sus instancias, que, vencido por fin el sacerdote, no puede resistir más a sus ruegos.  Tomando, pues, el Santísimo Sacramento, lo envuelve con suma reverencia en su blanco lienzo, lo introduce en una bolsa y lo entrega a Tarsicio, diciendo: “Hijo mío, no te Olvides que fío en tus manos el Tesoro de los cielos, evita, por tanto, los lugares públicos y demasiado tumultuosos, y advierte que las cosas santas no han de entregarse a los perros, ni las preciosas margaritas a inmundos animales.”  Bañado de gozo celestial esconde Tarsicio el sagrado Tesoro en su pecho, lo cubre con su túnica, y cruzando sobre él los brazos, exclama: “Moriré mil muertes antes que dejármelos arrebatar.”

Parte al punto de las catacumbas con su amado Jesús.

Para llegar a la cárcel Mamertina le faltaba sólo atravesar una plaza, y pensaba cómo cruzaría sin llamar la atención, cuando una turba de muchachos le divisó y acercándose a él: “¡Hola, Tarsicio!” dijeron “¿Tu por aquí?  Ven a completar el número jugando con nosotros.”  Y tomándole uno de ellos por el brazo lo empujaba hacia el grupo.  “No puedo complacerte, Petilio, gritaba el niño, no puedo porque voy corriendo a un encargo que urge mucho.”

Pretendía Tarsicio escaparse, pero viendo que le tenían fuertemente asido, les rogó con voz suplicante le soltasen, y no logrando quedar libre, sollozaba apretando más y más sus brazos al pecho.

En esto, dísele otro: “Quieras que no quieras, jugarás hoy con nosotros, mas antes veamos que llevas en el pecho que escondes con tanto afán.”  Y al punto extendió la mano para arrebatarle el sagrado Misterio.  “¡Oh, no, eso no!  ¡Jamás! ¡jamás!” exclamaba el niño, fijando los ojos en el cielo en demanda de auxilio.  “Lo queremos ver,” gritan todos a porfía, “hemos de saber el secreto ¿qué secreto es ese que ocultas?”  Y lanzándose sobre él se asieron de sus brazos para separárselos.  Tarsicio, empero, resiste enérgicamente, y durante la lucha se reunió en torno gran número de curiosos.

Entre los espectadores había un cruel enemigo de los cristianos, quien reconociendo a Tarsicio, vociferó con rabia diabólica: “Ese niño es un cristiano que lleva los Misterios a los mártires.”  Al oír estas palabras, todos gritaron: “¡Queremos ver los misterios!  ¡Queremos ver los misterios!...”

Y luego granizaron sobre el pobre Tarsicio puñadas, golpes, piedras... mas él no cedía a la violencia de tan rudos embates.  Copiosa sangre le sale de la boca, todos sus miembros tiene magullados, hasta que falto de fuerzas cae medio muerto en tierra conservando apretado contra su pecho el inestimable tesoro.

Creían se ya vencedores aquellos malsines, cuando se presenta casi de improvisto un cristiano militar de fuerzas hercúleas llamado Cuadrato, el cual emprendiendo a unos y a otros logra ahuyentarlos a todos quedándose solo con el invicto niño, y arrodillándose profundamente emocionado junto a la inocente víctima, le habla de esta manera: “¿Qué es esto, Tarsicio?...  ¿Padeces mucho?...  ¡Ten buen ánimo!...”  Abriendo entonces el niño sus ojos agonizantes, se sonrió como un ángel y dijo le con voz casi imperceptible: “¡Oh, Cuadrato!  Aquí estoy, no, no me han podido arrebatar los santos Misterios, en el pecho los llevo, salvadlos.”

El oficial levantó en peso al pequeño mártir y lo tomó en sus brazos como quien llevaba no sólo a un mártir, sino al mismo Rey de los mártires.  El niño descansaba su cabeza sobre las robustas espaldas del militar y apretaba todavía con sus manos el Tesoro que le había confiado.  El camino de vuelta a las Catacumbas era largo, pero el guerrero apresuraba el paso y al poco tiempo llegó al pie del altar.

Todos los fieles allí congregados rodearon al moribundo héroe de la Eucaristía; el sacerdote no pudo contener las lágrimas al descubrir intacto en el seno de Tarsicio el depósito confiado, y mientras con dificultad separaba los rígidos brazos del santo niño, dirigió le éste una dulce mirada de satisfacción y expiró.  La Iglesia recuerda su tránsito el día 15 de agosto.

Sus reliquias fueron enterradas en el cementerio de Calixto, y más tarde se trasladaron a París, en la Casa de Huérfanos de San Vicente de Paul”

 

(Extracto del libro “Milagros Eucarísticos” del Padre Manuel Traval y Roset)

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