Este Papa,
doblado, hundido, tembloroso, que no obstante sigue viajando por el mundo
César Alonso de los Ríos,
ABC, 8.VIII.02
Este Papa, doblado,
hundido, tembloroso, que no obstante sigue viajando por el mundo, subiendo y
bajando por las escalerillas de los aviones, con ayuda o sin ayuda, mecánica o
humana; aguantando larguísimas sesiones, casi postrado, provoca entre muchos
católicos sentimientos encontrados. Por piedad unas veces y otras por razones
de imagen desearían que el Papa dejara de ofrecerse ante el mundo como la
estampa de la extrema fragilidad. Se diría que algunos mantienen una franca
desaprobación de lo que consideran un espectáculo poco edificante desde el
punto de vista de los signos de autoridad que deben rodear a un Pontífice.
Demasiado humano. Les parece que la pura naturaleza, enferma, mórbida, domina
de modo excesivo sobre aquellos valores que deben acompañar siempre al Poder,
incluso al religioso, especialmente en estos tiempos de la imagen. En
definitiva, a estos católicos, cualificados con frecuencia, les gustaría un
Papa más sano, más vitalista, que pudiera transmitir brío, que no llevara a la
compasión sino a la seguridad, en la línea más o menos «mundana» de ciertos
dirigentes sociales. Añaden algunas otras razones que tienen que ver con el
gobierno de la Iglesia, con la lucidez necesaria para llevarla a cabo.
Veo yo el hecho Wojtyla de forma muy distinta: este Papa abatido, al borde del
desmayo siempre, que se niega a ocultar con qué esfuerzo tiene que poner en
marcha sus mecanismos corporales, es la reconciliación con todos los valores
que están en baja en nuestra sociedad y que, sin embargo, son los más
corrientes: la inseguridad creada por la enfermedad, la senilidad en sus formas
más lastimosas, la proximidad clamorosa de la muerte... Es decir con la
situación en la que se encuentra una gran parte de la Humanidad y a la que está
abocada la otra parte.
De un país a otro, de una capital a otra, Wojtyla se ha convertido en un
tratado viviente «De senectute» en unos tiempos en los que priva la exaltación
del cuerpo y de las capacidades corporales mucho más que en los tiempos
clásicos. La torpeza de sus pies se mezcla en las pantallas de los televisores
con las posibilidades casi sobrehumanas de las piernas de Zidane. Es la otra cara
de la realidad, elevada a la categoría de lo sacro, de lo admirable, de lo
admirado.
El hecho Wojtyla supone la conversión de lo evitable en «principio de
esperanza», que diría Ernest Bloch. Mientras hunde la cabeza en el pecho y tan
sólo es capaz de revolver un ojo para tener una idea clara de su situación,
cantan chicas bellísimas, bolivianas, griegas, libanesas, alemanas, y curitas
negros y blancos con gafas de Armani... Y de esa forma aparece ensalzado y
transfigurado todo el deterioro humano que arrastra Wojtyla bajo los ropajes
litúrgicos de cada momento y que tan sólo asoma en la cara, en la voz y en los
movimientos.
No es «lo» de Wojtyla una propuesta, es sencillamente la invitación a
aceptarnos tal cómo somos los seres «humanos» y cómo terminaremos siendo; hasta
qué punto estamos hechos del material de los sueños.
Mientras, los cronistas dan cuenta de los avances o de los retrocesos de la
«salud» del Papa y, de acuerdo con las apariencias y los partes médicos del
entorno vaticanista, cantan las excelencias o hacen el reproche. Pero, en el
mejor de los casos, la mayoría de los católicos no ocultan como digo su desazón
ante el espectáculo. Preferirían no vivir este calvario del Papa. Les gustaría
que terminara cuanto antes esta prueba: por razones eclesiales en las que yo no
entro y por razones sociales que no comparto.
Como hombre de la comunicación, Wojtyla quiere que el mundo vea cómo muere un
Papa con las sandalias puestas