La música crea lazos invisibles
que unen para siempre
Ángel Fco. Casado
Se me pide que escriba unas palabras haciendo una semblanza de lo que fue mi paso como director de la Coral Polifónica de Cangas del Narcea; se me pide -¡gracias!- que hable de una de las etapas más hermosas de mi vida. De ella podría escribir seguramente un grueso volumen: tal fue lo que di y recibí de la buena gente que me rodeó, y a la que sigo teniendo un gran afecto.
Yo acababa de “graduarme”, por así decirlo, como
director de coro en los cursos internacionales de música de Lérida, donde
coincidí con Mercedes, quizá la mujer que más hizo por y de la música en aquel
entonces. Antes habla hecho mis pinitos “no profesionales” en Astorga,
Barcelona y Pravia. Fue Mercedes quien me propuso dirigir el coro, y fue otro
ilustre cangués el que me acogió como a un hijo y me dio de cenar todas las
noches, una vez terminado el ensayo: el recordado Cándido. Ellos dieron el
primer paso. El siguiente, el que me enganchó definitivamente fue el propio
coro: el calor, la amistad, el cariño con que me acogieron todos, desde los
niños hasta los mayores, fue extraordinario; las ganas de aprender superaron
cualquier obstáculo.
Todos los martes y jueves acudía yo puntualmente a
la gran cita con la música coral, incluso hasta el día que la nieve quiso
dificultarme el camino y me encontré la sala de ensayo vacía. Me habla
propuesto desde el primer día alcanzar dos objetivos:
hacer música de la forma más agradable y crear un
ambiente de familia y amistad. Ambos propósitos fueron alcanzados. Es hoy el
día en que, cuando vuelvo a Cangas, oigo de nuevo gran parte de la música que
yo enseñé y puedo abrazar a muchos coristas de entonces como si se tratase de
hermanos.
¡Qué hermosos seis años! Los recuerdos me vienen
tan vivamente que estoy oyendo la voz de todos y cada uno de los componentes.
Trabajábamos con disciplina, pero no faltaban momentos de relajación para
reímos y charlar sobre lo que fuera. Me gustaría citar uno por uno los nombres
de todos, porque cada uno me trae el recuerdo de una pequeña y gran historia:
Cándido, Marta - nuestra solista -, el cura Pravos (hoy mi párroco), Javier,
Alba, la familia Berlín, los Neto, Sandalio, Fátima, Manolo el de Limés (a cuya
casa fuimos invitados a comer un pote asturiano que mi padre siempre recuerda),
Piris, Don Herminio. . . Quizá se siga cantando todavía el “Himno de la
Virgen del Acebo” que compuse “como un
pequeño homenaje a las gentes de esta tierra y su Santina del Acebo”, como
escribimos en el programa del V Concierto Inauguración, del veintitrés de junio
de 1.984. La Virgen nos abría las puertas de cada curso y Don Herminio nos daba
de comer a todos entre la algarabía de la fiesta, la gaita y los voladores.
Cada concierto era una buena ocasión para congregar a los cangueses en la
Colegiata en torno al pan de la música que mejor sabíamos hacer.
El largo trayecto de Peñaullán (donde ejercía de
maestro) a Cangas siempre iba cargado de ilusión y volvía lleno de hermosas
experiencias. ¡Cuántos versos nacieron sintiendo yo la palpitación de las aguas
del Narcea, que era mi fiel compañero desde que salía hasta que volvía a casa!
Algunos de ellos ponían una pincelada de poesía a los programas de los
conciertos. Casi todos ellos cuajaron algún tiempo después en mi libro “Aguas de atardecer.
Con la Coral marchamos a Madrid sobre las medas de
otro ilustre cangués - el Sr. Cosmen Adelaida-, para cantar en el Centro
Asturiano. Allí tuve el honor de dirigir al mejor tenor asturiano, Joaquín Pixán,
que cantó como uno más, sobre el templete, el “Dime paxarín parleru”. Pocos
meses antes, toda la música canguesa le había rendido un homenaje en el
polideportivo municipal.
Y así se fue fraguando, entre el cariño de todos,
una amistad que no se ha roto a pesar de los años transcurridos. ¿Será que la
música crea lazos invisibles que unen para siempre las vidas de las personas
que la han compartido?