EL
DÍA DE MI SUERTE
(fragmento)
El día en que su madre le dijo que la suerte jamás
lo acompañaría y que la desdicha iría a donde se escondiera, no la entendió
y no sólo porque tuviera recién dos semanas de nacido, sino porque desde
siempre comprendió que aquello que el hombre llama suerte no era suerte sino
sangre, sudor y lágrimas.
Apenas despertó, sobresaltado como de costumbre y deshecho por una seria
preocupación, se puso a lavar ese cúmulo de ropa vieja.
Sus quejidos, cargados de furia, eran incontenibles;
los escobillazos, el ruido del agua, el lugar
sucio, pero sobre todo maloliente provocaban en él una mayor y creciente
amargura. A sus espaldas, en campo abierto, el sol se alzaba imponente,
lanzando sus primeros y desafiantes rayos,
las extensas nubes dispersas en el grisáceo cielo se movían
delicadamente, las numerosas aves
surcaban su paraíso trinando y cagando en pleno alto vuelo. Era un amanecer
diferente, apacible, fresco y cautivante.
No
cabía duda, ese muchacho renegón era Juan, un adolescente que vivía
junto a sus padres y hermanos habitando a duras penas esa casa que no reunía la comodidad esperada. Su corta edad contrastaba con esa cara de viejo, pinta de
loco y carácter resentido; sus
pupilas reflejaban antiguos y recientes reveses que él
muy bien sabía ocultar en
lo más recóndito de su ser.
El
que se levantara temprano le dio tiempo para hacer las cosas con calma y con la
última prenda ya lavada, se fue a colgarla al tendedero. Se puso la palma
derecha en la arrugada frente, quizás para dejar de pensar en esos proyectos
que tenía en mente desde la fecha en que, como castigo, no le dieron de comer
en días ni le abrieron la puerta para que entrara a dormir. Por lo mismo de
estar en permanente meditación, como siempre ocurría, era presa de unos
fuertes dolores de cabeza que a la larga lo dejaban atontado y por más que
trataba de evitarlo por todos los medios, casi nunca lo lograba, siempre estaba
temeroso, buscaba ansiosamente la soledad;
sin embargo a esta casi nunca la hallaba.
Entra
a su habitación y tras breve permanencia en silencio, escarba el cajón de su
ropa “¿A dónde se habrá ido la vieja?”
Escoge rápido, tenía la mente tan confundida que a veces se tenía que
dar golpes en la cabeza, creía que
haciéndose esas torturas evitaría la agobiante preocupación.
Sentado sobre la cama, se quita el polo mojado.
“¡Seguro que fue al mercado!” En pasadas ocasiones, al registrarse
a cuerpo entero, se daba tanta lástima que se ponía a llorar, razón
por la cual al ser sorprendido por su siempre inoportuna madre, inventaba
ciertas excusas para que ella no sospechara que lloraba por el cruel trato que
recibía diariamente, quería demostrarle a ella también que sí era capaz de
superar sus problemas. Ese día no dijo nada ni se acordó que tenía cuerpo, su
pensamiento volaba en cosas más importantes.
Su extrema delgadez era motivo de contagiosas carcajadas y a diferencia
de los otros flacos, él tenía los ojos de sapo, los huesos en alto relieve y
como todo joven que no quería otra cosa sino ser querido, sacrificó durante
mucho tiempo su voraz apetito: todo para que sus padres le dijeran “basta ya
flaco, te queremos”; sin embargo,
y a pesar de las actitudes extremas, nunca logró sacarles esas palabras de
amor. Todo se traducía a intentos fallidos,
esos individuos parecían estar en la más compleja de las meditaciones
polarizadas; la preocupación y la
tristeza lo consumían progresivamente, hacían que se desmaye o le tiemble la
mano por minutos.
Se
puso un polo azul apretado y también un short que por la fuerza del uso diario
había perdido el color verde característico;
amarra fuerte el pasador de su zapatilla y hace los primeros
calentamientos del día para estirar los músculos, dispara potentes y ágiles
puñetazos como si estuviera boxeando con un adversario peligroso. Saltaba,
cuanto más lo hacía, más se fortalecían sus pensamientos, veinte canguros y
ya jadeaba, ocho lagartijas y ya no había fuerzas, así se entrenaba Pelé,
pataditas al aire y rojito como un tomate;
el sudor le desfila por el rostro, pero él seguía ejercitándose, como
Dios mandaba, aunque un poco más lento por lo pesado del cuerpo, se pasa la
cara con el polo mojado, lo refresca en algo. En su mente aparecen esos gratos
momentos en que disputaba un balón, suspira de satisfacción.
Juan, flaco pero agilito, amaba como nadie al fútbol, imitaba a todos
los grandes jugadores, siempre tenía en mente esas pícaras
jugadas y maravillosas maniobras, pues además de divertidas, hacían
que olvide esos problemas tan complicados como angustiantes.
Al saltar, después de una batida de cabeza, se golpeó en el filo del
catre, un dolor intenso se apodera de él, y hace que con la pierna cogida se
derrumbe a la cama maldiciendo a los mil demonios.
−Ahora
no podré jugar. En todo ese
tiempo, mientras pasaba el dolor, se puso inevitablemente a desmadejar aquello
que lo tenía preocupado y aunque ya había hecho lo más difícil, algo dentro
de él le azuzaba a la desconfianza, como si esa entrevista resultaría ser todo
un fracaso, se esfuerza por convencerse que Rocas los ayudaría, lo consigue a
medias. A los pocos minutos, se
olvidó definitivamente del tiempo, el dolor casi ya había pasado pero él seguía
echado, sus enredados pensamientos no lo
dejaban, lo tenían atrapado; un frío
glacial envolvente le induce a cubrirse con sus dos únicas frazadas, el sueño
y la pesadez sí que lo habían vencido, no tuvo la fuerza suficiente para
evadirlos. En su pequeña habitación
sólo cabía un catre plegable y una mesita de noche y en lugar de la
acostumbrada puerta había una bulliciosa cortina de plástico que separaba su
cuarto de la sala−comedor; razón por la cual, añadiendo la enorme
diferencia que existía comparándola con la de sus hermanos, descargaba toda su
cólera en resonantes maldiciones. A
lo largo de toda la pared y para sentirse menos solo había recortado y pegado
de los periódicos las fotografías de sus escritores y poetas más queridos,
allí estaba Vallejo, con su clásico aspecto de ser el hombre más triste y
jodido del mundo, al costado y a todo color emergía la figura de Faulkner con su infaltable pipa a quien saludaba a modo
militar, también estaba su abuelo
querido, Jorge de Burgos, esforzándose por ver más allá de lo evidente, y
como no podía ser de otra manera, también estaba allí su pata del alma, José
Saramago, más conocido como Pepe, no por irrespeto sino por el gran
cariño y confianza que ambos se tenían, según él.
En menos de media hora, ya se había quedado profundamente dormido;
incluso hasta roncaba y feliz de él, pues deseaba de corazón quedarse
dormido ya que sólo así daría un paso adelante y vería entre
tinieblas y nubarrones lo que le deparaba el futuro. Sabía muy bien que esos
sueños eran siempre como una ventana abierta al futuro, un saber antes de
tiempo, casi inmediato. Siempre lo mantuvo en secreto, pues simplemente no quería
ser blanco de burlas de esos incrédulos muchachos ni tampoco quería dilatar su
valioso tiempo tratando de convencerlos. Nadie
estaba en casa a esa hora, sus padres habían salido y sus hermanos Dios sabe dónde
estarían. Empapado en sudor frío despertó gritando;
la parca en persona le decía ven con el índice hecho gancho a un viejo
de rostro difuso. Sonríe un poco
al recordar la media pesadilla en la que se vio lavando y haciendo ejercicios.
−¡Carajo
−murmura− qué sueños
tan vivos tengo! Y tal como ocurre
en sus sueños se apresura a hacer las mismas cosas aunque un poco más rápidas.
Ya en su cuarto, mientras se acomoda el polo, mira el reloj de los
tiempos prehistóricos, de suerte marcaba las 9:41;
sin embargo, así de rápido y a lo mental, le agrega trece minutos más,
pues esa cosa tenía la mala costumbre de atrasarse esos minutos aunque lo
controlasen mil veces.
Siente un leve dolor en la pierna izquierda.
¡Qué sueños tan reales carajo! Sin
embargo, por la misma prisa que tiene, lo pasa por alto.
Hizo tan rápido las cosas que cuando estuvo afuera, cayó en cuenta que
no tenía el candado, nuevamente entra y tras una alocada búsqueda, logra dar
con él, cierra la puerta con
fuerza. Por esta puerta, aunque al
principio se resistiera, tenía que entrar y salir obligatoriamente, por la
principal, que daba a la avenida, lo hacían sus padres y hermanos.
El
que tuviera la frente arrugada advertía malestar para consigo mismo, se aplana
el cabello de mala gana. Decidido a recuperar
el tiempo perdido, se mete por un angosto jirón, acortaría el camino.
Poco después, aguijoneado por la duda y encendido por una ansiedad inquietante,
se echa a correr, mira con inquietud a todas partes y lo que ocurre a su
alrededor le parece tan cotidiano que prefiere
pasarlo por alto: jóvenes y viejos con el caminar pesado y fantasmal se
preparaban a terminar aquello que desde siempre les fue adverso: el progreso.
Los minutos cuando más se quería que no avanzaran parecían volar, por
desplegar mucha energía, poco a poco disminuye de velocidad, su fatiga parecía
de horas de entrenamiento. A su mente, segundos después de tranquilizarse,
llega la espantosa figura de la
parca, por un instante olvida aquel problema que desde hacía días lo molestaba
tanto. Quiso vivir algunas primicias; sin
embargo, como a lo largo de toda la noche, esas mismas
pesadillas lo volvieron a perturbar hasta la tembladera.
Sus deseos de dormir nuevamente vuelven a capturarlo en un espacio vacío
sin control. Su preocupación de
problema estudiantil, que venía de días, era totalmente incomprensible, pues
el día anterior lo había solucionado
en persona; no obstante, algo muy dentro de sí atizaba su desconfianza.
"Seguro que aceptó sólo para que no lo siguiera molestando", piensa.
Suspira profundo al tiempo que aligera su trotar;
la expresión de su rostro reflejaba una seria preocupación.
−Carajo
−murmura− ¿por qué me preocupo tanto si ese problema ya está
solucionado? Un cuarto de hora después ya estaba a unos pasos de ese colegio
que sólo le trajo problemas. Nada se dijera si no fuera por su imponente
muralla que formaba a lo lejos un
rectángulo casi perfecto; en el
primer y segundo piso, tras un breve vistazo, había treinta seis aulas, aparte
de la biblioteca que estaba a espaldas de la dirección y en la parte inferior,
dividido por largas gradas, se encontraba el siempre silencioso laboratorio,
donde no se guardaba otra cosa que los instrumentos de la banda de guerra y
algunos objetos de alquimia. Todo ese recinto laberíntico parecía una guarida
de gente brava y no sólo por el desorden sino también por las delirantes
pintas hechas hasta por el conserje en singular reclamo por sus haberes
atrasados. Decidido a dejar atrás
a un par de profesores que borrachos se aparecen cantando "una piedra en el
camino...", cruza el umbral del portón mentándoles la madre a media voz.
Al primer paso, reconoce casi de inmediato a la mayoría de los
estudiantes, que por la culminación del año escolar, andaban ya sin el
uniforme; caminaban furiosos,
asustados, tristes y todo adjetivo que se ajustara a ese hondo malestar de
problema sin resolver. Las bromas en ese momento parecían ajenas a la vida del
hombre “¡Qué carajo, te perforo el cráneo!”
Muchos, para asegurarse, llegaron antes de tiempo, madrugaron en el
colegio, les fue imposible conciliar el sueño, a unos cuantos se les vio en las
fétidas cantinas de los alrededores del colegio, brindaban con los profesores a
vaso lleno, seco y volteado, pues conociéndoles el talón de Aquiles y con la
lógica intención de ser aprobados, no dudaban en mandarse esos tragos cortos
mezclados con las espumantes Cristales, brindaban por la salud del Ministro de
Educación, con mucho cariño y negro
bájate un par más. Sólo
algunos, los más vivos, esperábamos como
carroñeros a que se embriagaran esos profesores y como no era cosa de esperar
tanto, nos abanicábamos adrede con las gruesas billeteras, fingíamos calma, al
poco rato, borrachos ya, venían a nosotros
de rodillas, suplicándonos con las palmas
juntitas que demostráramos lo tanto que les queríamos, ¿acaso ellos no
eran como nuestros padres? y entonces, pulseando el momento, les arrojamos
unos cobres y que viva la juerga y
en ese mismo lugar, rodeados por un enjambre de moscas y ensopados por
nauseabundos vómitos, corregíamos a puño y letra el siempre temido
registro y al final, abrazos y besos de
por medio, recitábamos un recíproco elogio hipocritón que a la larga
consolidaba la reunión. Juan,
mientras pasa, logra oír unas palabras perdidas.
−Ya
pues profesor, somos seis −ruega alguien−
háganos una rebajita.
Sonríe con gusto y para no
saludar a nadie, desaparece lento, por detrás de los salones, luego, buscando
una posición estratégica, se detiene en
la esquina de uno de los salones, le resultaría muy provechosa esa posición.
Ya había finalizado el cuarto período, sólo faltaba que los profesores
entregaran sus registros. ¡Qué
bien se sentía estar libre! Aprovecharíamos al máximo las vacaciones;
sí que lo harían. Juan, atento e inquieto como siempre, pasea la mirada por la
dirección, quiere percatarse del más mínimo detalle, viene a su mente la
imagen de su amigo, piensa en él cuando de repente
algo acapara toda su atención, se encoge como estampándose a la pared,
mantiene clavado los ojos en ese
grupo de alumnos que rodean a un profesor rechoncho, era el de lenguaje, por la
expresión condolida y suplicante de éstos puede deducir fácilmente que le
imploraban ese único gran favor deseado por esos días: el ser aprobados.
De los siete reunidos allí, a uno de ellos lo conocía muy bien, era
nada menos que Jeremías Duarte; más
conocido como el Fantomas, su rostro, de pronto, se lacera de un gesto
desagradable, despectivo a más no poder. A
éste le odiaba hasta los huesos y con razón, pues un día, carcomido por la
envidia y resentimiento, lo había
acusado ante el director por la venta de unos exámenes bimestrales y si no
hubiera sido por la astucia del resto de los compañeros que se empeñaron en
ocultar las pruebas más contundentes, seguramente le hubiera caído encima todo
el peso de la ley. Aparte de este
detalle y como si fuera poco, lo buscaba como aguja en un pajar con ansias
bestiales de romperle el hocico, pues a la semana de lo acontecido, Jeremías
fue al taller del padre de Juan a contarle las más increíbles historias de
amor que paradójicamente se contradecían entre sí; pero por alguna razón
desconocida, el hombre se las creyó a pie juntillas, llegada la noche habíale
golpeado tanto que ya no le alcanzaban las fuerzas para seguir en pie. Desde
aquel inolvidable día, juró por su madrecita
no vivir en paz hasta probar la dulzura de la venganza;
ir en su búsqueda por la calle resultaba infructuoso, ya lo sabía, era
más fácil encontrar a un perseguido por la justicia que a ese sinvergüenza y
en el colegio, aunque quería, no podía vengarse, puesto que el director, el
siempre controvertido director, le advirtió que un problema más y te me vas
carajo, yo no soy tu vieja para aguantar tus
pendejadas. Un muchacho flaco, alto
pero sobre todo pálido, se detiene en
el umbral del portón, agudiza los ojos para ver con precisión
y tras un escrutador recorrido,
esos buenos ojos de lince reconocen
a un viejo conocido, que en ese momento, estiraba lentamente la cabeza, lo compara con el del ratón en su madriguera, poco después,
por el gesto malo de su rostro,
puede darse cuenta que no soportaba ni el aire que respiraba, cruza el pasadizo
lentamente y tras breve desplazamiento
sigiloso, está detrás de su compañero, piensa en gastarle una broma, pero la
circunstancias lo desaniman.
−¿Qué
te pasa? −pregunta palmeándole la espalda− pareces un volcán
en erupción. Juan le mira de
reojo, casi sin ganas y mordiéndose los labios, sólo atina a mover la cabeza
en señal de duda. El flaco Polícrates, Cangrejo para sus amigos, levanta la
mirada al segundo piso del primer pabellón, ese silencio le produce un vértigo
que más se inclina a una zozobra desesperante, extraña
a esa gente de juegos y griteríos descontrolados, si esto se lo contasen
otras bocas jamás lo creería, pero lo estaba viendo con sus propios ojos, era
una realidad. ¡Estaban fregados!
Suspira de mal gusto, baja la mirada.