Introducción

 

El objetivo de este trabajo de investigación es llegar a conocer lo que esta filosofía no quiere dar a entender, para poder tener un termino mas amplio de la Filosofía Cristiana en general, ya que cuando un lector lea este trabajo considere a este como una investigación muy profunda, importante en el área que se maneja y a la vez interesante, y con esto poder lograr obtener una buena apreciación del maestro para poder hacer el examen correspondiente.

En la Filosofía Cristiana destacan San Agustín de Hipona y Santo Tomás de Aquino de quienes trata este trabajo; al realizar esta investigación se recurrió a diversas fuentes de información como enciclopedias, folletos, libros, etc.

Al empezar este trabajo elegí como tema principal la Patrística y la Escolástica, al encontrar la información y terminar el trabajo por último entregare el trabajo en limpio.

 

 

El Pensamiento Filosófico Cristiano

 

El cristianismo no es una filosofía propiamente dicha, sino una religión que, tal como queda expresado en los dogmas de la Iglesia católica, <<fue fundada por Jesucristo, hijo de Dios, enviado por Dios padre como Mesías, para salvar a los hombres según habían anunciado los profetas hebreos>>.

 

La designación de cristianos se dio por primera vez a los habitantes de Antioquía que profesaban la fe predicada por San Pablo.

 

La religión cristiana se convirtió en menos de tres siglos en la religión oficial del Imperio romano y se arraigó tan profundamente a los más esenciales aspectos de la cultura occidental que logró sobrevivir a la caída del propio imperio y convertirse en el substrato básico de la civilización occidental.

 

Los pensadores que aportaron los elementos decisivos para permitir que el cristianismo se configurara como religión oficial del Estado fueron los apologetas, así llamados porque en sus escritos se dedicaron a hacer la apología del cristianismo.

 

La esencia definitoria del cristianismo como religión es un monoteísmo trascendente (la creencia en la existencia de un solo Dios, que es algo completamente distinto del hombre y del mundo, algo que los trasciende a ambos). Esta concepción monoteísta, cuya proyección actual es casi universal entre todos los creyentes, fue en un principio elaborada exclusivamente por la civilización israelita, que la consideraba verdad exclusiva y revelada directamente por Dios.

 

En la historia sagrada del pueblo judío se encuentra el núcleo básico de la gestación del cristianismo.

 

Los filósofos cristianos adoptaron muchas ideas del pensamiento griego pagano. De los escépticos epicúreos adoptaron argumentos contra el politeísmo. Aristóteles les presto una serie de conceptos filosóficos (como los de sustancia, causa, materia) que eran imprescindibles para tratar los delicados y sutiles temas de la teología cristiana (la creación del mundo a partir de la nada, la Santísima Trinidad, etc.). La moral estoica aportó algunos elementos a la ética cristiana. El platonismo, con su desprecio del mundo sensible, su creencia en la inmortalidad del alma humana y la afirmación de la existencia de un mundo celestial fue una prefiguración del cristianismo, refiriéndose a Platón dijo San Agustín: <<Nadie se ha acercado tanto a nosotros>>.

Podemos dividir la filosofía cristiana medieval en dos grandes períodos: la Patrística y la Escolástica.

La Patrística

 

Es el conjunto de dogmas elaborados por los Padres de la Iglesia y los concilios.

 

El gnosticismo fue una fusión de elementos escriturísticos y cristianos, griegos y orientales (pitagorismo, platonismo, judaísmo y teosofía esotérica entremezclaban). Trataron los mismos temas que la ortodoxia cristiana, pero cayeron en la herejía. Sus principales aportaciones fueron: a) sustitución de la fe por una forma de conocimiento racional llamada gnosis; b) afirmación de un dualismo entre Dios y la materia, posteriormente mejor desarrollado por otra herejía: el maniqueísmo; c) desarrollo de la noción de Dios desconocido (el Dios del Antiguo Testamento no es el verdadero Dios, pues ha creado la materia, origen del mal).

 

Orígenes (184-253) abogó por la utilización de pruebas filosóficas en la especulación teológica; como Parménides, creía que la esférica era la forma perfecta y, en un texto, afirma que los bienaventurados entrarán en el cielo rodando porque habrán resucitado en la más perfecta de la formas, la esférica.

 

El Concilio de Nicea, celebrado el año 325, estableció las verdades de la religión cristiana en forma dogmática e indiscutible. A partir de este momento, la especulación de los Padres de la Iglesia fue limitada, no pudiendo enfrentarse a ninguno de los dogmas y verdades oficialmente decretadas, salvo riesgo de excomunión. Esta intangibilidad del dogma impuso la definición de la filosofía como ancilla theologiae, es decir, como esclava de la filosofía de Dios, como sierva de la teología.

 

 

San Agustín de Hipona

(354-430)

 

La Figura Histórica

Por primera vez en la personalidad de Agustín la especulación cristiana realiza su pleno y auténtico significado humano. La investigación teológica cesa para él de ser puramente objetiva, como se había conservado aún en las mas poderosas personalidades de la patrística griega, para hacerse mas interior y acomodarse al mismo hombre que la realiza. El problema teológico es en San Agustín el problema del hombre Agustín: el problema de su dispersión y de su inquietud, el problema de su razón especulativa y de su obra de obispo. Lo que Agustín dio a los otros es lo que a conquistado por sí mismo. La sugestión y la fuerza de su enseñanza, que no han disminuido a través de los siglos, aunque hayan cambiado los términos del problema, se origina precisamente del hecho de que en toda su especulación, aún en los aspectos que parecen más que la claridad sobre inmediata a la vida, él no ha buscado y conseguido más que la claridad sobre sí mismo y sobre su propio destino, el significado auténtico de su vida interior.

El centro de la investigación agustiniana coincide verdaderamente con el centro de su personalidad. La posición de la confesión no está limitada solo a su escrito famoso, sino que es la posición constante del pensador y del hombre de acción que, en todo lo que dice o emprende, no tiene otra finalidad que la de ponerse en claro consigo mismo y de ser lo que debe ser. Por esto declara que no quiere conocer otra cosa que el alma y Dios, y se mantiene constantemente fiel a este programa. El alma, esto es, el hombre interior, el yo en la simplicidad y verdad de su naturaleza. Dios, esto es, el ser en su transcendencia y en su valor normativo, sin el cual no es posible reconocer la verdad del yo. Por esto los problema teológicos están en él unidos siempre al problema del hombre, que los hace objeto de su investigación; y toda solución de aquellos problemas es siempre la justificación de la investigación humana que conduce a ella. Agustín ha recogido lo mejor de la especulación patrística precedente; y los conceptos teológicos fundamentales, ya entonces adquiridos por la especulación y hechos propios de la Iglesia, no tiene en su obra desarrollos substanciales. Pero se enriquecen con un calor y un significado humano que antes no poseían, se convierten en elementos de vida interior para el hombre, ya que son tales para él, para San Agustín. Y de esta manera consigue unirlos a las inquietudes y a las dudas, a la necesidad de amor y felicidad que son propios del hombre: a unirlos, en una palabra, en la investigación. Investigación que halla en la razón su disciplina y su rigor sistemático, pero que no es una exigencia de pura razón.

Todo el hombre busca: cada parte o elemento de su naturaleza, en la intranquilidad de su ser finito, se mueve hacia el Ser, que es el único que pueda darle consistencia y estabilidad. San Agustín presenta a la especulación cristiana la exigencia de la investigación, con la misma fuerza con que Platón la había presentado a la filosofía griega.

Pero, a diferencia de la platónica, la investigación agustiniana radica en el terreno de la religión. Desde el comienzo San Agustín abandona la iniciativa de la misma a Dios: <<Da quod iubes et iube quod vis >>

Dios sólo determina y guía la investigación humana, sea como especulación, sea como acción: y así la especulación es, en su verdad, fe en la revelación, y la acción es, en su libertad, gracia concedida por Dios. La polémica antipelagiana ofreció a San Agustín la ocasión de expresar en la forma mas fuerte y vigorosa el fondo de su convicción; pero no constituye una ruptura en su personalidad, una victoria del hombre de iglesia sobre el pensador. Ya que en él el pensador vive por dentro en la esfera de la religiosidad, la cual necesariamente reconoce solamente en Dios la iniciativa de la investigación y halla, por consiguiente, su mejor expresión en la palabra: Dios sólo es nuestra posibilidad.

 

La Vida, la Evolución y Obras

Aurelio Agustín nació en 354 en Tagaste, en el Africa romana. Su padre, Patricio, era pagano, su madre, Mónica, cristiana, la cuál ejerció sobre el hijo una profunda influencia. Pasó su niñez y adolescencia entre Tagaste y Cartago; de temperamento ardiente, opuesto a toda clase de frenos, llevó en este período una vida desordenada y disoluta, de lo cual se acusó ásperamente en las Confesiones. Cultivaba, no obstante, los estudios clásicos, especialmente latinos, y se ocupaba con pasión en la gramática, hasta considerar (como confiesa con horror, Conf., I,8) un <<solecismo>> cosa más grave que un pecado mortal. Hacia los 19 años, la lectura de Hortensio de Cicerón, le condujo a la filosofía. La obra de Cicerón (que se ha perdido) era, como hemos dicho, una exhortación a la filosofía que seguía de cerca las huellas del Protréctico de Aristóteles. En virtud de ella, San Agustín, del entusiasmo por las cuestiones formales y gramaticales, se encamino al entusiasmo por los problemas del pensamiento, y por vez primera fue encaminado a la investigación filosófica. Se adhirió entonces a la secta de los maniqueos. Desde los 19 años comenzó a enseñar retórica en Cartago y conservó su ocupación en esta ciudad hasta los 29 años, entre los amores de mujeres y el afecto de los amigos, de lo que se acusó y arrepintió igualmente después. A los 26 ó 27 años compuso su primer libro, Sobre lo bello y lo conveniente (De pulchro et apto), que se ha perdido. Su pensamiento iba madurando; leyó y comprendió por sí mismo el libro de Aristóteles De las categorías y otros escritos y entre tanto formulaba las primeras dudas sobre la verdad del maniqueísmo, dudas que se confirmaron cuando vio que ni siquiera Fausto, el más famoso maniqueo de sus tiempos, sabía resolverlas. A los 29 años, en el 383, se dirigió a Roma con la intención de continuar allí su enseñanza de retórica; estaba motivado por la esperanza de encontrar en aquella ciudad una estudiantina menos díscola y más preparada que la de Cartago, y quizá también por la ambición de obtener éxito y dinero. Pero sus esperanzas no se realizaron y después de un año se dirigió a Milán para enseñar oficialmente retórica, cargo que había obtenido por el prefecto Simaco. El ejemplo y la palabra del obispo Ambrosio le persuadieron de la verdad del cristianismo y se hizo catecúmeno. En Milán estaba también su madre, cuya influencia tuvo una importancia decisiva en la crisis espiritual de Agustín. La lectura de los escritos de Plotino en la traducción de Mario Victorino, un famoso retórico que se había convertido al cristianismo, dio a Agustín la orientación definitiva. No hallo en los libros neoplatónicos señalada la encarnación del Verbo y , por consiguiente, el camino de la humildad cristiana; pero hallo en ellos confirmada y demostrada claramente la incorporación e incorruptibilidad de Dios, y esto le libertó definitivamente del materialismo, al cual había permanecido hasta entonces atado, hasta creer que el Universo estaba lleno de Dios, a la manera de una gigantesca esponja que ocupe el mar (Conf., VII, 5). En otoño del 386, Agustín deja la enseñanza y se retira, con una pequeña compañía de parientes y amigos, a Cassiciaco, en la villa de verecondo, cerca de Milán. De la meditación en esta villa y de las conversaciones con los amigos nacen sus primeras obras: Contra los Académicos, Del orden, Sobre la felicidad, Soliloquios. El 25 de Abril de 387 recibía el bautismo de manos de Ambrosio. Entonces se convence con certeza de que su misión era la de difundir en su patria la sabiduría cristiana; pensó, pues, en el regreso. En Ostia, esperando su embarque, pasó con su madre días de inmensa alegría espiritual, tratando con ella sobre cuestiones religiosas; pero Mónica murió allí. Desde aquel momento la vida de San Agustín es una continua búsqueda de la verdad y una continua lucha contra el error. Después de una nueva permanencia en Roma, volvió a Tagaste, donde en el año 391 fue ordenado sacerdote; en el 395 fue consagrado obispo de Hipona. Su actividad se dirigió entonces a defender y esclarecer los principios de la fe y de la Iglesia: el maniqueísmo, el donatismo y el pelagianismo. El saqueo de Roma, perpetrado en el 410 por los godos de Alarico, había vuelto a dar actualidad a la vieja tesis de que la seguridad y la fuerza del Imperio romanos estaban ligados con el paganismo, y que el cristianismo representaba para él un elemento de debilidad y disolución. Contra este tesis, San Agustín compuso, entre el 412 y 426, su obra principal: La ciudad de Dios. Pero, entre tanto, un azote análogo, la invasión de los vándalos, se abatió en el 428 sobre el Africa romana. Ya hacía tres meses que las tropas de Genserico asediaban a Hipona, cuando, el 28 de agosto del 430, Agustín moría.

Los primeros escritos que nos han quedado de Agustín son lo que compuso en Cassiciaco: Contra los académicos, De la felicidad, Soliloquias. De una exposición completa de todas las artes liberales, acabó, en Tagaste, sólo la parte que se refiere a la música. En Roma, mientras esperaba embarcarse para Africa, como puso el escrito Sobre la cantidad del alma, referente a las relaciones entre el alma y el cuerpo. Vuelto a Tagaste acabó el escrito Sobre el libre albedrío, que había empezado en Roma; compuso el que se titula Sobre el <<Génesis>> contra los maniqueos, que es uno de los escritos filosóficos mas notables. La polémica contra los maniqueos le tuvo ocupado largamente. Sus escritos polémicos contra la secta son numerosos (Sobre la utilidad de creer, compuesto en el 391 en Hipona; De las dos almas, Contra Fortunato, Contra Adimanto, Contra Fausto, Sobre la naturaleza del bien y otros). Convertido en obispo, San Agustín dirigió su polémica, por un lado, contra los donistas que sostenían una iglesia africana independiente y resueltamente hostil al estado romano, y, por otro lado, contra los pelagianos, que negaban o al menos limitaban la acción de la gracia divina. Contra los donistas compuso, entre el 393 y el 420, muchos escritos (Contra la carta de Parmeniano, Sobre el bautismo, contra los donistas, Contra las Cartas de Petiliano donista, Cartas a los católicos contra los donistas, Contra el gramático Cresconio, Sobre el único bautismo, Contra Petiliano, etc.) Contra los pelagianistas, Agustín abrió su lucha en el año 412, con el escrito Sobre la culpa y la remisión de los pecados y sobre el bautismo de los niños, al cual siguieron: Sobre el espíritu y sobre la letra, a Marcelino, De la naturaleza y de la gracia, Carta a los obispos Eutropio y Pablo, Sobre la gesta de Pelagio, La gracia de Cristo y el pecado original, y varios otros. Con ocasión de una carta de San Agustín, en el 418 (Ep.,194), las monjes de Adrumento (Susa) empezaron a rebelarse contra sus abades, sosteniendo que, puesto que la buena conducta depende solamente del socorro divino, sus superiores no debían dar ordenes, sino solamente elevar oraciones a Dios para su mejoramiento espiritual. Para tranquilizar e iluminar a aquellos monjes sobre el verdadero significado de su doctrina, Agustín compuso, en el 426 ó 427, el escrito De la corrección y de la gracia..

Como que el movimiento pelagiano se difundía en la Galia meridional, en la forma atenuada que se llamó después semipelagianismo, la cual declaraba inútil la gracia en el comienzo de la obra de salvación y en la perseverancia de la justificación conseguida, Agustín escribió contra esta doctrina otros dos escritos: De la predestinación de los santos y Del don de la perseverancia.

Junto a éstas y otras obras polémicas menores, él componía el importante escrito De la Trinidad, el de Sobre la doctrina cristiana, la obra exegética De la génesis a la letra, y su obra más amplia: La ciudad de Dios (413-426). Hacia el 400 compuso los trece libros de las Confesiones, que son la obra clave de su calidad de pensador. Hacia el fin de su vida, en el 427, en las Retractaciones, daba una mirada retrospectiva sobre toda su obra literaria, a partir de su conversión en el 386. Agustín recuerda, por orden cronológico y uno por uno, todos sus escritos, excepto las cartas y sermones, y a menudo indica la ocasión y la finalidad en la composición de sus obras y juntamente hace una revisión crítica de las doctrinas contenidas en ellas, corrigiendo sus errores o las imperfecciones dogmáticas. La obra es una guía preciosa para comprender el desarrollo de la actividad literaria de Agustín.

 

Carácter de la Investigación Agustiniana

San Agustín ha sido llamado el Platón cristiano. Esta definición no es verdadera tanto porque en su doctrina se encuentran vislumbres y motivos doctrinales del auténtico Platón, cuanto porque él renueva el espíritu del cristianismo aquella investigación que había sido la realidad fundamental de la especulación católica. La fe está, según Agustín, al final de la investigación, no en sus comienzos. Ciertamente la fe es la condición de la investigación, que no tendría, sin ella, ni dirección ni guía; pero la investigación se dirige hacia su condición y busca esclarecerla con el profundizar constante de los problemas que suscita. Por esto la investigación encuentra el fundamento y la guía en la fe y la fe halla su consolidación y su enriquecimiento en la investigación. Por un lado, impulsando a esclarecer y profundizara su propia condición, la investigación se extiende y se robustece porque se aproxima a la verdad y se basa en ella; por otro, la fe misma a través de la investigación se alcanza y posee en su realidad mas rica y se consolida en el hombre triunfando de la duda. Nada hay tan contrario al espíritu de Agustín como una pura gnosis, un conocimiento puramente racional de lo divino, sino tal vez la afirmación exasperada de la irracionalidad de la fe, como se encuentra en Tertuliano. Para Agustín, la investigación empeña a todo el hombre, y no solamente al entendimiento. La verdad a la que él tiende es también, según la palabra evangélica, el camino y la vida. Buscarla significa buscar el verdadero camino y la verdadera vida. Por esto no solo la mente tiene necesidad de ella, sino el hombre entero, y ella debe satisfacer y dar el reposo a todas las exigencias del hombre. Por otro lado, la investigación agustiniana se impone una rigurosa disciplina: no se abandona fácilmente al creer, no cierra los ojos delante de los problemas y dificultades de la fe, no procura evitarlos y eludirlos, sino que los afronta y considera incesantemente, volviendo sobre las propias soluciones, para profundizarlas y esclarecerlas. La racionalidad de la investigación no es para Agustín intentar la creación de un sistema, sino mas bien su disciplina interior, el rigor del procedimiento no se detiene frente a los límites del misterio, sino que hace de este límite y del mismo misterio un punto de referencia y una base. El entusiasmo religioso, el ímpetu místico hacia la Verdad no obran en él como fuerzas contrarias a la investigación, sino que robustecen la misma investigación, le dan un valor y un calor vital. De aquí surge el enorme poder de sugestión que la personalidad de Agustín ha ejercido, no solamente sobre el pensamiento cristiano, sino también sobre el pensamiento moderno y contemporáneo.

 

El filosofar en la fe

Plotonio modificó la manera de penar de Agustín, ofreciéndole nuevas categorías que rompieron los esquemas de su materialismo y su concepción maniquea de la realidad substancial del mas, con lo que todo el universo y el hombre se le aparecieron con una nueva luz. Sin embargo, la conversión y el acoger la fe de Cristo y de su Iglesia también cambiaron el modo de vivir de Agustín y le abrieron nuevos horizontes en su forma misma de pensar. La fe se transformo en substancia de vida y de pensamiento, con lo que se convierte no sólo en horizonte de la vida, sino también del pensamiento. Este, a su vez, estimulado y verificado por la fe, adquirió una nueva talla y una nueva esencia. Nacía el filosofar en la fe, nacía la filosofía cristiana, ampliamente anticipada por los Padres griegos, pero que sólo en Agustín llega a su perfecta maduración.

La conversión, junto con la consiguiente conquista de la fe, es por lo tanto el eje en torno al cual gira todo el pensamiento agustiniano y la vía de acceso para su entendimiento pleno.

¿Se trata, entonces, de una forma de fideísmo? No. Agustín se encuentra muy lejos del fideísmo, que siempre representa una forma de irracionalismo. La fe no substituye a la inteligencia y tampoco la elimina; al contrario, como ya hemos dicho previamente, la fe estimula y promueve la inteligencia. La fe es un cogitare cum assesione, un modo de pensar asintiendo; por esto, si no hubiese pensamiento, no existiría la fe. Y de manera análoga, por su parte la inteligencia no elimina la fe, sino que la refuerza y, en cierto modo, la aclara. EN definitiva: fe y razón son complementarias. El creado quia absurdum es una actitud espiritual completamente extraña para Agustín.

Nace así aquella posición que más adelante será asumida por las fórmulas credo ut intelligam e intelligo ut credam, fórmulas que por lo demás Agustín mismo anticipa una substancia y en parte en la forma. El origen de ellas se encuentra en Isaías 7,9 (en la versión griega de los Setenta), donde se lee <<si no tenéis fe, no podréis entender>>, a lo que corresponde en Agustín la afirmación tajante: intellectus merces et fidei, la inteligencia es recompensa de la fe. Veremos a continuación dos pasajes muy significativos al respecto. En la Verdadera religión puede leerse: <<Con la armonía de lo creado… coincide también la medicina del alma, que se nos suministra por la bondad inefable de la Providencia divina… Esta medicina actúa en orden a dos principios: la autoridad y la razón. La autoridad exige la fe y lleva al hombre a la razón. La razón conduce al entendimiento consciente. Por otra parte, no puede decirse que ni siquiera la autoridad se halle desprovista de un fundamento racional, que permita considerar en quien se deposita la fe; los motivos de asentamiento a la autoridad son más evidentes que nunca cuando ésta ratifica una verdad inobjetable incluso para la razón.>> Y en la Trinidad (haciendo referencia al texto de Isaías antes mencionado) escribe: <<La fe busca, la inteligencia encuentra; por esto dice el Profeta: Si no creéis, no comprenderéis. Y por otra parte, la inteligencia sigue buscando a Aquel que ha encontrado; porque Dios contempla a los hijos de los hombres, como se canta en el salmo inspirado, para ver si hay quien tenga inteligencia, quien busque a Dios. Por esto, pues, el hombre debe ser inteligente, para buscar a Dios.>> Tal es la postura de Agustín, que asumió a partir de su primera obra de Casiciaco, Contra los Académicos, que constituye la clave más auténtica de su filosofar : <<Todos saben que nos vemos estimulados hacia el conocimiento por el doble peso de la autoridad y de la razón. Considero, pues, como algo definitivamente cierto el que no deba alejarme de la autoridad de Cristo, porque no hallo ninguna otra más salida. Luego, con respecto a aquello que se debe alcanzar mediante el pensamiento filosófico, confío en encontrar en los platónicos temas que no repugnen a la palabra sagrada. Esta es mi disposición actual: deseo aprender sin demora las razones de lo verdadero, no sólo con la fe sino también con la inteligencia.>> Cabría aducir muchos otros textos de parecido tenor.

En el último pasaje que hemos citado, Agustín invoca a los platónicos. Y Platón -téngase en cuenta- ya había comprendida que la plenitud de la inteligencia sólo podía realizarse, en lo que concierne a las verdades últimas, si se daba una revelación divina: << Tratándose de estas verdades, no es posible más que una de dos cosas: aprender de otros cuál es la verdad, o descubrirla por uno misma, o bien, si esto es imposible, aceptar entre los razonamientos humanos el mejor y el mas difícil de refutar, y sobre él como sobre una balsa afrontar el riesgo de atravesar el mar de la vida>>, y había agregado de manera profética: << a menos que se pueda hacer el viaje de una manera mas segura y con menor riesgo, sobre una nave mas sólida, esto es, confiándose a una revelación divina.>> Para Agustín, ahora esta nave existe: es el lignum crucis, Cristo crucificado. Cristo, dice Agustín, <<ha querido que pasásemos a través de El>>; <<nadie puede atravesar el mar del siglo si no es conducido por la cruz de Cristo>>. Este es, precisamente, el <<filosofar en la fe>>, la filosofía cristiana: un mensaje que ha cambiado durante más de un milenio el pensamiento occidental.

 

El descubrimiento de la persona y la metafísica de la interioridad

<<Y pensar que los hombres admiran las cumbres de las montañas, las vastas aguas de los mares, las anchas corrientes de los ríos, la extensión del océano, los giros de los astros; pero se abandonan a sí mismos…>> Estas palabras de Agustín, pertenecientes a las Confesiones y que tanta impresión produjeron en la Petrarca, son todo un programa. El verdadero y gran problema no es el del cosmos, sino el del hombre. El verdadero misterio no reside en el mundo, sino que lo somos nosotros, para nosotros mismos: <<¡Qué misterio tan profundo que es el hombre! Pero tú, Señor, conoces hasta el número de sus cabellos, que no disminuye sin que tu lo permitas. Y sin embargo, resulta mas fácil contar sus cabellos que los afectos y los movimientos de su corazón.>>

Agustín, empero, no plantea el problema del hombre en abstracto, el problema de la esencia del hombre en general. En cambio, plantea el problema más concreto del <<yo>>, del hombre como individuo irrepetible, como persona, como individua autónomo, podríamos decir utilizando una terminología posterior. En este sentido, el problema de su <<yo>> y de su persona se convierten en paradigmáticos: <<yo mismo me había convertido en un gran problema (magna quaestio) para mí>>, <<no comprendo todo lo que soy>>. Agustín, como persona, se transforma en protagonista de su filosofía: observador y observado.

Una comparación con el filosofo griego que mas aprecia y que esta mas cercano a el nos mostrara la gran novedad de este planteamiento. Plotino, aunque predica la necesidad de retirarnos al interior de nosotros mismos, apartándonos de las cosas exteriores, para hallar en nuestra alma la verdad, habla del alma y de la interioridad del hombre en abstracto, o mejor dicho, en general, despojando con todo rigor al alma de su individualidad e ignorando la cuestión concreta de la personalidad. En su propia obra Plotino jamás hablo de sí mismo y tampoco quiso hablar de este tema a sus amigos. Porfirio relata: <<Plotino… mostraba el aspecto de alguien que se avergüence de estar en un cuerpo. En virtud de dicha disposición general, manifestaba en recato en hablar de su nacimiento, de sus padres, de su patria. Le molestaba tanto el someterse a un pintor o a un escultor, que a Amelio - que le pedía autorización para hacerle un retrato - le contesto: "¿No es suficiente con tener que arrastrar este simulacro con el que la naturaleza nos ha querido revestir, y vosotros pretendéis todavía que yo consienta en dejar una imagen mas duradera de dicho simulacro, como si fuese algo que deberás valga la pena ver?">>

Por lo contrario, Agustín habla continuamente de sí mismo y las Confesiones constituyen precisamente su obra maestra. En ellas no solo habla con amplitud de sus padres, su patria, las personas queridas por él, sino que saca a la luz hasta los lugares más recónditos de su ánimo y las tensiones mas íntimas de su voluntad. Es precisamente en las tensiones y en los desgarramientos mas íntimos de su voluntad, enfrentada con la voluntad de Dios, donde Agustín descubre el <<yo>>, la personalidad, en un sentido inédito: <<Cuando me hallaba deliberando sobre el servir sin más al Señor mi Dios, como había decidido hacía un instante, era yo quien quería, y era yo quien no quería: era precisamente yo quien ni quería del todo, ni lo rechazaba del todo. Porque luchaba conmigo mismo y yo mismo me atormentaba…>>

Nos encontramos muy lejos ya del intelectualismo griego, que sólo había dejado un sitio muy reducido a la voluntad. M. Pohlenz escribe muy acertadamente al respecto: <<En Agustín el problema del "Yo" nace debido a su controvertida religiosidad: el punto de partida reside en el dramático desgarramiento de su interioridad, que le hizo padecer durante tanto tiempo, en la contradictoriedad de su querer, que sólo superó al abdicar completamente de su propia voluntad, en favor de la voluntad que Dios ejerció en él. En comparación con el pensamiento clásico, nos hallamos ante algo absolutamente nuevo. La filosofía griega no conoce esta contradictoriedad del querer provocada por el sentimiento religioso; para ella la filosofía no es una fuerza que determina autónomamente la vida, sino una función vinculada al intelecto, que es el que indica la meta que hay que alcanzar. Y el mismo "Yo", como soporte unitario de la vida (para los griegos), es para la conciencia un dato tan inmediato que no se convierte en objeto de reflexión.>> La problemática religiosa, el enfrentarse la voluntad humana contra la voluntad divina, es lo que nos lleva por tanto al descubrimiento del <<yo>> como persona.

En realidad, Agustín apela todavía a fórmulas griegas para definir al hombre y, en particular, a aquella fórmula de origen socrático, que el Alcibíades de Platón hizo famosa, según el cual el hombre es un alma que se sirve de un cuerpo. No obstante, la noción del alma y del cuerpo asumen un nuevo significado para él, debido al concepto de creación (del que después hablaremos), al dogma de la resurrección y sobre todo al dogma de la encarnación de Cristo. El cuerpo se convierte en algo mucho mas importante que aquel vano simulacro del que se avergonzaba Plotino, como hemos leído en el pasaje antes mencionado. La novedad reside, en especial, en el hecho de que para Agustín el hombre interior es imagen de Dios y de la Trinidad. Y la problemática de la Trinidad -que se centra sobre las tres personas y sobre su unidad substancial y, por lo tanto, sobre la específica temática de la persona - iba a cambiar de modo radical la concepción del <<yo>>, el cual, en la medida en que refleja las tres personas de la Trinidad y su unidad, se convierte él mismo en persona. Agustín encuentra en el hombre toda una serie de tríadas, que reflejan la Trinidad de modos diversos. He aquí uno de los textos más significativos al respecto, perteneciente a la Ciudad de Dios:

Aunque no iguales a Dios, sino más bien infinitamente distantes de El, pero puesto que entre sus obras somos la que más se acerca a su naturaleza, reconocemos en nosotros mismos la imagen de Dios, es decir, de la Santísima Trinidad; imagen que aún debe perfeccionarse, con objeto de que cada vez se le acerque más. En efecto, nosotros existimos, sabemos que existimos y amamos nuestro ser y nuestro conocimiento. En tales cosas no nos perturba ninguna sombra de falsedad. No son como las que existen fuera de nosotros y que conocemos por alguno de los sentidos del cuerpo, como sucede al ver los colores, oír lo sonidos, aspirar los aromas, gustar los sabores, tocar las cosas duras y blandas, cuyas imágenes esculpimos en nuestras mentes y por medio de las cuales nos vemos impulsados a desearlas. Sin ninguna representación de la fantasía, poseo la plena certeza de ser, de conocerme y de amarme. Ante dichas verdades, no me causan ningún recelo los argumentos de los académicos que dicen <<¿y si te engañas?>>. Si me engaño, quiere decir que soy. No se puede engañar a quien no existe; si me engaño por eso mismo soy. Dado que existo, ya que me engaño, ¿Cómo puede engañarme con respecto a mi ser, cuando es cierto que soy, a partir del instante en que me engaño? Ya que existiría aunque me engañase, aún en la hipótesis de que me engañe, no me engaño en el conoce que soy. Por lo tanto, ni siquiera en el conocer que me conozco me estoy engañando. Al igual que conozco que soy, también conozco que me conozco. Y cuando amo estas dos cosas (el ser y el conocerme), me agrego - a mí, como cognoscente - este amor, como tercer elemento no menos valioso. Tampoco me engaño en el amarme a mí mismo, porque en aquello que amo no puede engañarme; y aunque fuese falso lo que amo, sería verdad el que amo cosas falsas, pero no sería falso que yo amo.

Dios, pues, se refleja en el alma. Y el alma y Dios son los pilares de la filosofía cristiana de Agustín. Se encuentra a Dios al investigar sobre el mundo, sino ahondando en el alma. Las claves del alma son las claves de Dios. Afirmo con acierto E. Gilson: <<Conocerse a sí mismo, como no invita a llevar acabo el consejo de Sócrates, consiste según Agustín en conocerse en tanto que imágenes de Dios. En este sentido, nuestro pensamiento es recuerdo de Dios, el conocimiento que se encuentra con El es inteligencia de Dios y el amor que procede de uno y de otro es amor de Dios. En el hombre, por lo tanto, hay algo mas profundo que el hombre mismo. Lo que de su pensamiento permanece oculto (abditum mentis) no es más que el secreto inagotable de Dios mismo; al igual que la suya, nuestra vida interior mas profunda no es otra cosa que el desplegarse dentro de sí misma del conocimiento que un pensamiento divino posee de sí, y del amor que se dirige hacia sí.>>

 

Verdad

En encendidas controversias con los escépticos hizo triunfar san Agustín la posibilidad de conocer la verdad. Los escépticos dicen: <<No existe verdad; de todo se puede dudar.>> Agustín replica: <<Se podrá dudar todo lo que se quiera; de lo que no se puede dudar es de esta misma duda.>> Existe, pues, verdad, con lo cual queda refutado el escepticismo. Siglos más tarde operará Descartes en forma análoga frente a la duda absoluta; y todavía nos acordamos de Descartes cuando san Agustín busca el prototipo de la verdad en las verdades matemáticas, cuando dice, por ejemplo, que la proposición 7+3=10 es una proposición de vigencia universal para quienquiera que tenga sencillamente razón. También Platón había usado un ejemplo análogo, y Kant volverá a presentarlo. Con ello queda señalado la esfera en que se ha de buscar propiamente la verdad, que no son los sentidos y el mundo sensible, donde todo esta en flujo, sino el espíritu: <<No busques fuera, vuelve a ti mismo; en el interior del hombre reside la verdad.>> Aquí donde se ve que 7+3 tiene que se igual a 10, halla Agustín lo que también en otros casos debe ser verdad para todo el espíritu racional, a saber, las <<reglas>>, <<ideas>> y <<normas>> conforme a las cuales registramos y leemos lo sensible y al mismo tiempo lo estimamos y rectificamos. Estas reglas son algo apriorístico, en lo cual el hombre, frente al mundo y su <<experiencia>>, se demuestra superior, libre, autónomo. No rechaza esta experiencia, pero sólo utiliza como material, del que dispone según su propia responsabilidad y frente al cual no es un siervo dócil. Agustín hace remontar esta fuente interior de verdad a una iluminación (teoría de la iluminación). El término no significa un hecho de gracia, no es algo teológico, sino que indica sencillamente la índole naturalmente a priori del espíritu. Solamente, al hablar de iluminación desde arriba, se sugiere que el hombre no ha de creer que todo esto se lo deba solo a sí mismo. No era así como quería Agustín que se entendiese la autonomía. Por encima del hombre está todavía el ser, el bien y Dios.

 

Dios

Cuando el hombre a alcanzado la verdad, ¿ha llegado también a Dios, o bien Dios se halla por encima de la verdad? Agustín considera que la noción de <<verdad>> admite múltiples significados. Cuando la entiende en su significado mas fuerte, como verdad suprema, coincide con Dios y con la segunda persona de la Trinidad: <<Dado que la verdad suprema no es inferior al Padre, siendo connatural a él, no sólo los hombres, ni siquiera el Padre juzga a cerca de la verdad: todo lo que El juzga, lo juzga por la verdad>>; <<Comprende, pues… oh alma, …si puedes, que Dios es verdad>>.

Por consiguiente, la demostración de la existencia de la certeza y de la verdad coincide con la demostración de la existencia de Dios. Como han puesto de relieve los expertos desde hace tiempo, todas las pruebas que brinda Agustín de la existencia de Dios, se reducen en última instancia al esquema de las argumentaciones antes expuestas: primera se pasa desde la exterioridad de las cosas a la interioridad del alma humana y, luego, desde la verdad que está presente en el alma hasta el Principio de toda verdad, que es precisamente Dios.

Sin embargo, en Agustín se encuentran también otros tipos de pruebas, que vale la pena exponer. En primer lugar, recordemos la prueba - muy conocida para los griegos - en la que, analizando los rasgos de perfección del mundo, se asciende hasta su artífice. Leemos en la Ciudad de Dios: <<Aun dejando de lado los testimonios de los profetas, el mundo en sí mismo, con su ordenadísima variedad y mutabilidad y con la belleza de todos los objetos visibles, proclama tácticamente que ha sido hecho, y hecho por un Dios inefable e invisiblemente grande, inefable e invisiblemente bello.>>

Una segunda prueba es la conocida con el nombre de consensus gentium, que se hallaba presente en los pensadores de la antigüedad pagana: <<El poder del verdadero Dios es tal que no puede permanecer totalmente oculto a la criatura racional, una vez que a comenzado a hacer uso de la razón. Si se exceptúan algunos hombres cuya naturaleza está corrompida por completo, toda la especie humana confiesa que Dios es el creador del mundo.>>

Una tercera prueba se halla en los diversos grados del bien, desde los cuales se asciende hasta el primer y supremo bien, que es Dios. En la Trinidad se sostiene:

Sin duda alguna, tú sólo amas el bien, porque es buena la tierra con sus altas montañas. Sus onduladas colinas, sus campos llanos; bueno es el terreno variado y fértil, buena la casa amplia y luminosa, con sus habitaciones dispuestas con armoniosas proporciones; buenos los cuerpos animales dotados de vida; bueno es el aire templado y saludable; buena la comida sabrosa y sana; buena la salud sin padecimientos ni fatigas; bueno es el rostro del hombre, armonioso, iluminado por una suave sonrisa y por vívidos colores; buena el alma del amigo por la dulzura de compartir los mismos sentimientos y la fidelidad de la amistad; bueno es el hombre justo y buenas son las riquezas que nos ayudan a quitarnos problemas de encima; bueno el cielo con el Sol, la Luna y las estrellas; buenos los ángeles por su santa obediencia; buena la palabra que instruye de modo agradable e impresiona de manera conveniente al que la escucha; bueno es el poema armonioso por su ritmo y majestuoso por sus sentencias. ¿Qué mas podemos agregar? ¿Para que seguir con esta enumeración? Esto es bueno, aquello es bueno. Suprime el esto y el aquello, y contempla el bien mismo, si puedes; verás entonces a Dios, que no recibe su bondad de otro bien, sino que es el Bien de todo bien. En efecto, entre todos estos bienes - los que he recordado u otros que ven o se imaginan - no podemos decir que uno es mejor que el otro, cuando juzgamos de acuerdo con la verdad, si en nosotros no estuviese impresa la noción del bien mismo, regla según la cual declaramos buena a una cosa buena, prefiriendo una cosa a otra. Así es como debemos amar a Dios: no como a este o a aquel bien, sino con al Bien mismo.

Esta última prueba finaliza con el amor de Dios. Se trata de algo verdaderamente paradigmático. Agustín no demuestra a Dios, como por ejemplo lo demuestra Aristóteles, con un propósito puramente intelectual, para explicar el cosmos. Lo hace, en cambio, para gozar de El (frui Deo), para colmar el vacío de su alma, para poner fin a la inquietud de su corazón, para ser feliz. La felicidad verdadera existe sólo en la otra vida y no es posible en esta, contrariamente a lo que pensaba Plotino. Sin embargo, sobre esta tierra podemos tener una pálida imagen de aquella felicidad. En efecto, resulta muy significativo que Agustín en sus Confesiones emplee el vocabulario de las Ennéadas para describir el momento de éxtasis que alcanzó en Ostia, al contemplar a Dios en compañía de su madre, Mónica. También es significativa la eliminación metafísica de toda dimensión física y la desaparición de toda alteridad

-realizadas a la manera plotiniana, pero con un pathos espiritual más cálido y cargadas de un nuevo sentido- que se dan en este pasaje de las Confesiones que concierne al gozar de Dios, uno de los textos agustinianos mas bellos:

Pero ¿qué amo, amándote a Ti? No una belleza corpórea, no una donosura transitoria, no un resplandor como el de la luz, que agrada a estos ojos, no dulces melodías provenientes de toda clase de cantos, no un suave perfume de flores, de ungüentos, de aromas, no el maná y la miel, no miembros festivos y dispuestos al abrazo carnal. No amo estas cosas, cuando amo a mi Dios. Y sin embargo, por así decirlo, amo una luz, una voz, un perfume, un alimento, un abrazo del hombre interior que hay en mí, donde resplandece en mi alma una luz que no se desvanece en el espacio, donde resuena una voz que el tiempo no arrebata, donde se huele un perfume que el viento no se lleva, donde gusto un sabor que no mengua con la voracidad, donde me estrecha un abrazo que la saciedad jamás disuelve. Esto es lo que yo amo, cuando amo a mi Dios.

Ser, verdad, bien (y amor) son los atributos esenciales de Dios, según Agustín. Ya hemos hablado del segundo y del tercero. Agustín ilustra el primero de la manera siguiente, en la Ciudad de Dios. Uno comprenderá mejor a Dios <<… en la medida en que mejor haya comprendido las palabras dichas por Dios a través del ángel, cuando Moisés ordeno a los Hijos de Israel: "Soy el que soy". Dios, que es suma esencia, esto es, el sumo ser y por tanto inmutable, ha concedido el ser a las cosas que creó la nada, pero no el sumo ser que es El: a algunas les ha dado una naturaleza más perfecta y a otras una naturaleza menos perfecta, de modo que existe una gradación en las naturalezas de los seres. Y así como del saber procede la ciencia, del ser procede la esencia, que es un nuevo término del cual no hicieron uso los antiguos escritores latinos, pero es utilizado en nuestro tiempo para que nuestra lengua no carezca de lo que los griegos llaman ousia. Esta palabra, en efecto, procede del verbo griego que significa "ser" e indica la esencia.>> En la Trinidad precisa aún más: <<A Dios se le llama "substancia" de una manera impropia, para dar a entender mediante un nombre mas común que es "esencia", término justo y apropiado, hasta el punto de que quizás solo a Dios pueda llamársele esencia. Sólo El es verdaderamente, porque es inmutable, y es precisamente con este nombre como se autodefinió a su siervo Moisés cuando le dijo "Yo soy el que soy". "Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me ha enviado a vosotros." Sin embargo, tanto si se le llama "esencia", término apropiado, como si se le llama "substancia", término impropio, ambos términos son "absolutos" y no relativos.>>

Es evidente que, para Agustín, al hombre le resulta imposible definir la naturaleza de Dios, y que en cierto sentido Dios scitur melius nesciendo, en cuanto que nos es más fácil saber lo que El no es, que lo que El es: <<Cuando se trata de Dios, el pensamiento es más verdadero que la palabra, y la realidad de Dios más verdadera que el pensamiento.>>

Los mismos atributos que se mencionaron antes (y todos los demás atributos positivos que se puedan afirmar de Dios) hay que entenderlos no como propiedades de un sujeto, sino como coincidentes con su esencia misma: <<Dios recibe una cantidad de atributos: grande, bueno, sabio, bienaventurado, veraz, y todas las demás cualidades que no resulten indignas de El.. No obstante, su grandeza es la misma cosa que su sabiduría (no siendo El grande por su volumen, sino por su poder); su bondad es lo mismo que su sabiduría y su grandeza; su veracidad se identifica asimismo con todos estos atributos. Así, en Dios, ser bienaventurado no es más que ser grande, sabio, veraz, bueno, o sencillamente se.>> Es mejor aún que afirmemos de Dios atributos positivos, negando lo negativo de la finitud categorial que acompaña a éstos: <<Concibamos a Dios… bueno sin cualidad, grande sin cantidad, creador sin necesidad (de lo que crea), en el primer lugar sin colocación, abarcador de todas las cosas pero sin exterioridad, presente por completo en todas partes pero sin ocupar un lugar, sempiterno sin tiempo, autor de las cosas mudables, aunque permanece absolutamente inmutable y sin padecer nada.>> Dios es todo lo positivo que se encuentre en la creación, pero sin los límites que hay en ésta, resumida en el atributo de la inmutabilidad y expresado mediante la fórmula con la que el se designo: YO SOY EL QUE SOY.

El mismo Agustín, que busca la verdad en el interior del hombre, dice a la vez con no menor énfasis: Dios es la verdad, Llega a esta convicción por un camino que había señalado ya Platón en el Convivio. Al modo que, según Platón, el Eros se inflama en lo bello singular, capta luego lo bello en forma más y más pura para acabar por reconocerlo en su grandeza infinita como lo bello primordial, la fuente de belleza en que tiene participación todo lo bello singular, así también Agustín se eleva de lo verdadero singular a la verdad una, gracias a la que todo lo verdadero es verdadero por tener participación en ella. Considera esta ascensión como prueba de que existe Dios y al mismo tiempo indicación de lo que Dios mismo es: el todo de lo verdadero, el se bueno de todo lo bueno, el ser de todo ser. Así Dios es todo, pero a la vez no es nada de todo, pues sobrepuja a todo. Ninguna categoría se le puede aplicar, como dice Agustín con palabras de Plotino. Sin embargo, sabemos de Dios pues el mundo entero es su imagen y ejemplar. Es la sede de todos lo arquetipos o ejemplares. Conforme a estas ideas fue creado el mundo y precisamente por esto es imagen y símil de Dios (ejemplarismo). Es éste un pensamiento de la mayor fecundidad para la mística posterior y su simbolismo.

 

La Trinidad

Dios, para Agustín, es la Trinidad, y a este tema le dedica uno de sus libros mas ambiciosos, su obra maestra doctrinal.

a)Su interpretación se construye sobre el siguiente concepto de base: <<Para hablar de lo inefable, para poder expresar de algún modo lo que no se puede explicar de ningún modo, los griegos han empleado esta expresión: "una esencia, tres substancias"; en cambio, los latinos dicen: "una esencia o substancia, tres personas", porque… en latín, esencia y substancia son considerados como sinónimos.>> Esta igualdad de substancia hace que no pueda considerarse al Padre como Dios por excelencia, en un sentido privilegiado (así lo consideraron muchos griegos), sino que debe considerarse que, en sentido absoluto, Dios es el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. El Padre, el Hijo y el Espíritu <<son inseparables en el ser y, por eso, también actúan inseparablemente>>; <<La Trinidad misma es el único y exclusivo Dios verdadero>>. En la Trinidad, pues, no existe diferencia jerárquica ni diferencia de funciones, sino absoluta igualdad.

b)Agustín lleva acabo la distinción de las Personas basándose en el concepto de relación, que se ha hecho célebre. En la Ciudad de Dios resume su doctrina de las relaciones afirmando que la naturaleza del Bien es una e idéntica en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, y añade lo siguiente: <<El Espíritu Santo es distinto pero no diferente, porque es igualmente simple e igualmente bien eterno e inmutable. Y esta Trinidad es un solo Dios y no le quita a Dios la simplicidad. Por lo tanto, no decimos que la naturaleza del Bien sea simple porque en ella sólo exista el Padre, o sólo el Hijo o sólo el Espíritu Santo, o porque esta Trinidad sólo lo sea de nombre, sin la real subsistencia de las Personas (como creyeron los herejes sabelianos), sino porque es lo que tiene, excepto en las relaciones entre una y otra Persona. Así, no hay duda de que el Padre tiene al Hijo, pero no es el Hijo, y el Hijo tiene al Padre, pero no es el Padre.>> El paso fundamental se efectúa, lógicamente, en la Trinidad. Lo citamos íntegramente porque no sólo constituye la clave necesaria para entender la doctrina agustiniana, sino que marca un hito en la teología occidental:

En Dios nada tiene un significado accidental, porque en El no hay accidentes; sin embargo, no todo lo que de El se predica, se predica según la substancia. En las cosas creadas y mudables, lo que no se predica en un sentido substancial no puede ser predicado mas que en sentido accidental… Pero en Dios nada se predica en sentido accidental, porque en El no hay nada mudable; y no obstante, no todo lo que se predica, se predica en un sentido substancial. En efecto, a veces se habla de Dios según la relación; así, se habla del Padre en relación con el Hijo, y del Hijo en relación con el Padre, y tal relación no es accidental, porque el uno siempre es Padre, y el otro siempre es Hijo. Siempre, no en el sentido de que el Padre empiece a ser padre a partir del momento en que nace el Hijo, o que este empieza a ser hijo a partir de ese momento, sino en el sentido de que el Hijo nació desde siempre y nunca comenzó a ser hijo. Porque si hubiese comenzado a ser hijo en determinado momento y un día dejase de serlo, ésta sería una denominación accidental. En cambio, si el Padre fuese llamado Padre en relación consigo mismo y no en relación con el Hijo, y si el Hijo fuese llamado Hijo en relación consigo mismo y no en relación con el Padre, uno sería llamado Padre y el otro Hijo en un sentido substancial. Ahora bien, dado que al Padre no se le llama Padre si no es porque hay un Hijo, y al Hijo no se le llama Hijo si no es porque hay un Padre, éstas no son determinaciones que se refieran a la substancia. Ni uno ni otro se refieren a sí mismo, sino el uno al otro, y éstas son determinaciones que se refieren a la relación y no son de orden accidental, porque lo que se llama Padre y lo que se llama Hijo es eterno e inmutable. Por ello, aunque no sea la misma cosa ser Padre y ser Hijo, sin embargo la substancia no es diferente, porque estas denominaciones no pertenecen al orden de la substancia, sino al de la relación; relación que no es accidental, porque no es mudable.

c) En la doctrina trinitaria agustiniana hay un tercer punto fundamental: las analogías triádicas que Agustín descubre en lo creado y que en las cosas y en el hombre exterior no son más que simples vestigios de la Trinidad, pero en el alma humana se convierten en auténtica imagen de la misma Trinidad, como hemos constatado antes. Entre las numerosísimas tríadas existentes, recordemos dos. Todas las cosas creadas manifiestan unidad, forma y orden, tanto las cosas corpóreas como las almas incorpóreas. Puesto que desde las obras nos remontamos a su creador, que es Dios uno y trino, podemos considerar que estos tres caracteres son vestigios que la Trinidad dejó en su obra. <<En efecto, en la Trinidad se halla la fuente suprema de todas las cosas, la belleza perfecta, el gozo completo. Así, estas tres cosas parecen determinarse recíprocamente entre sí y en sí mismas son infinitas. Sin embargo, aquí abajo, en las cosas corpóreas, una sola cosa no es igual a tres cosas juntas, y dos cosas son mas que una sola, mientras que en la Trinidad suprema una sola cosa es tan grande como tres cosas juntas, y dos no son algo mayor que una. Además, en sí mismas son infinitas. Así, cada una de ellas está en cada una de las otras, y todas están en cada una, cada una está en todas, todas están en todas, y todas son una sola cosa.>> Análogamente, a un nivel mas elevado, la mente humana es imagen de la Trinidad, porque también ella es una y trina, en la medida en que es mente, y como tal se conoce y se ama: <<Por lo tanto, la mente, su conocimiento y su amor son tres cosas, y estas tres cosas no son más que una y, cuando son perfectas, son iguales.>> En las analogía trinitarias existentes en el alma humana reside una de las mayores novedades de Agustín sobre este tema. El conocimiento del hombre y el conocimiento de Dios se iluminan recíprocamente, de forma casi en espejo, en una manera admirable, y realizan a la perfección el proyecto del filosofar agustiniano: conocer a Dios y a la propia alma, a Dios a través del alma, y al alma, a través de Dios.

 

Creación

El concepto de creación no es filosófico, sino teológico. Por tanto, cuando san Agustín trata de pensarlo, se le ofrecen inmediatamente dificultades filosóficas. ¿Será la creación, por ejemplo, emanación. En este caso, piensa Agustín, habría que admitir también en Dios lo mutable. Como se desprende de esta observación, los padres de la Iglesia propendían a interpretar a Plotino en sentido panteísta. Por otra parte, la creación proviene de un acto libre de la voluntad de Dios y no es, por tanto, una procesión necesaria, como con frecuencia se repitió contra la teoría de la emanación. ¿Cuándo ocurrió, pues? Evidentemente fuera del tiempo, ya que el tiempo no surge sino con la creación. Ahora bien, si todavía no hay sucesión temporal, la creación debió sin duda tener lugar de una vez (creación simultánea). En realidad san Agustín no expone literalmente, sino como un símil, el relato bíblico de la obra de los seis días. Pero, si la creación acaeció fuera de tiempo, ¿será, pues, el mundo eterno? Para san Agustín ciertamente no. La decisión divina puede ser eterna, pero ¿qué decir de la realización? No pudo tampoco verificarse en el tiempo, ya que con ella comienza el tiempo. San Agustín deja por fin la cuestión en suspenso. Ve que no se puede resolver con nuestros conceptos espaciales y temporales. Los años y los días de Dios no son nuestro tiempo, dice. Busca otros modos de pensar y de hablar, pero no los halla. Sólo cuando trata expresamente del tiempo en cuanto tal, cosa sobre la que reflexionó mucho, sobre todo en las Confesiones, se le descubre una nueva dimensión, que deja tras sí la representación tradicional de las cosas y en la que casi se puede entrever algo trascendental, un modo del espíritu subjetivo, con el que el hombre enfoca el mundo. En efecto, ¿no es el tiempo, pregunta san Agustín, algo asó como extenderse espiritualmente, un prolongarse el espíritu mirando hacia adelante? Con esto ve a la vez Agustín que la eternidad es algo muy distinto del tiempo. El ser eterno se posee a si mismo simultáneamente y de una vez; el ser temporal está fraccionado, primero tiene que recompensarse, y devenir. Con análogas dificultades se topa en el concepto de materia. En simpatía con el platonismo, prefería Agustín entender la materia como sombra, sólo que el concepto cristiano de la creación no permite atentar gravemente contra ella. También la materia fue creada. Sin embargo, Agustín la considera todavía <<próxima a la nada>>. Sólo los arquetipos eternos son ser verdadero y pleno. Y estos arquetipos, las formas eternas ponen ahora en plena marcha el pensar de Agustín sobre la creación. Gracias a ellas está todo <<ordenado según medida, número y peso>>. Sobre este orden escribió todo un libro y con él se inicia la ideología medieval como concepción de un orden. Ahora se dan ya razones germinales en la materia y en virtud de estos logoi es posible una evolución, que parece provenir sólo de la materia, pero que luego se revela llena de sentido, puesto que la materia misma había sido formada con un sentido.

 

El problema de la Creación y del Tiempo

En cuanto es Ser, Dios es el fundamento de todo lo que es; es, pues, el creador de todo. Y de hecho la mutabilidad del mundo que nos rodea, demuestra que no es el ser: ha debido, pues, ser creado, y ha tenido que ser creado por un Ser eterno (Conf., XI,4). Dios ha creado todas las cosas por medio de la Palabra; pero la palabra de que habla el Génesis no es la palabra sensible, sino el Logos o Hijo de Dios, que es coeterno con él (Ibid., XI,7). El Logos o Hijo tiene en sí las ideas, esto es, las formas o las razones inmutables de las cosas, que son eternas como eterno es él mismo; y en conformidad con tales formas o razones han sido formadas todas las cosas que nacen y mueren. Estas formas o ideas no constituyen, pues, como quería Platón, un mundo inteligible, sino la eterna e inmutable Razón por medio de la cual Dios ha creado el Mundo. Separar el mundo inteligible de Dios sería admitir que Dios está privado de razón en la creación del Mundo o antes de ella. Las ideas divinas son comparadas por Agustín a las rationes seminales, de que hablaban los estoicos. El orden del Mundo, que depende de la división de las cosas en géneros y especies, está garantizado precisamente por las razones seminales, que, implícitas en la mente divina, determinan, en el acto de la creación, la división y ordenación de las cosas individuales.

Algunos Padres de la Iglesia, por ejemplo, Orígenes, sostenían que la creación del Mundo era eterna, puesto que no podía suponer un cambio en la voluntad divina. El problema se presenta también a Agustín: <<¿Qué cosa hacia Dios antes de crear el cielo y la tierra?>> Se podría responder, bromeando: <<Preparaba el Infierno para quien quiere saber demasiado>>; pero sería eludir con una broma un problema serio. En realidad, Dios es el autor no sólo de los que existe en el tiempo, sino de mismo tiempo. Antes de la creación, no había tiempo: no había, por consiguiente, un <<antes>> y no tiene sentido preguntarse qué cosa hacía <<entonces>> Dios. La eternidad está por encima de todo tiempo: en Dios nada es pasado y nada es futuro, porque su ser es inmutable y la inmutabilidad es un eterno presente, en el que nada pasa. Pero, ¿qué cosa es el tiempo?

Ciertamente la realidad del tiempo no es nada permanente. El pasado es tal porque no existe ya, el futuro es tal porque todavía no existe; y si el presente siempre fuese presente y no se transformase siempre en pasado, no habría tiempo, sino eternidad. A pesar de este continuo huir del tiempo, nosotros conseguimos medirlo y hablamos de un tiempo corto o largo, pasado o futuro. ¿Cómo y dónde debemos efectuar su medición? Agustín responde: en el alma. No se puede ciertamente medir el pasado, que ya no existe, o el futuro, que todavía no es; pero nosotros conservamos el recuerdo del pasado y estamos esperando el futuro. El futuro todavía no existe, pero hay en el alma la espera de las cosas futuras; el pasado ya no existe, pero hay en el alma la memoria de las cosas pasadas. El presente carece de duración y en un instante se convierte en pasado, pero dura en el alma la atención por las cosas presentes. El tiempo encuentra en el alma su realidad: en la distensión (distensio) de la vida interior del hombre a través de la atención, la memoria y la expectación, en la continuidad interior de la conciencia, que conserva dentro de sí el pasado y tiende hacia el futuro. Partiendo en busca de la realidad objetiva del tiempo, Agustín llega, en cambio, a aclarar su realidad subjetiva. Una vez más el replegarse de la conciencia sobre sí misma aparece como el método que resuelve un problema fundamental.

 

Alma

Lo que Agustín escribe sobre el alma, su fina intuición, su arte de ver y de denominar las cosas, su penetrante análisis y otras diversas cualidades lo revelan como psicológico de primer orden. Para convencerse de ello basta con leer las Confesiones. El alma tenía además para él especial interés. <<A Dios y al alma deseo conocer.>> El alma tiene, en efecto, el primado frente al cuerpo. Cierto que Agustín no es ya pesimista acerca del cuerpo: el espíritu del cristianismo y su doctrina de la creación no lo permiten. No obstante, para Agustín el hombre es propiamente el alma. Y así seguirá pensándose, aun después de que en la alta edad media prospere la fórmula aristotélica de la unidad del cuerpo y el alma. Lo mismo que antes, el hombre seguirá siendo alma, <<un alma que tiene a su disposición un cuerpo mortal>>. De hecho todavía hoy se piensa así, aun cuando se haya llegado a mitigar un tanto la terminología. Todo esto comienza en san Agustín. Así también dio la idea de la sustancialidad del alma el puesto que hoy día ocupa en la filosofía cristiana. Agustín reconoce la sustancialidad -y en ello procede una vez más como psicólogo- en el hecho de que nuestra conciencia del yo contiene tres elementos: la realidad, la autonomía y la permanencia del yo. El yo no es meramente la suma de sus actos, sino que tiene actos como algo real, autónomo y permanente del yo. Ahora bien, en esto consiste la sustancialidad según la opinión de la escuela. En manera análogo trató san Agustín de demostrar la inmaterialidad y la inmortalidad del alma. Todo esto forma todavía hoy parte del patrimonio de la psicología cristiana.

El fin de la investigación: Dios y el Alma

Al comienzo de los Soliloquios, que es una de sus primeras obras, Agustín declara el fin de su investigación: <<Yo deseo conocer a Dios y el alma. ¿Nada más? Nada más absolutamente>>. Y tales han sido, en realidad, los términos hacia los cuales se endereza constantemente su especulación desde el principio hasta el fin. Pero Dios y el alma no requieren, para Agustín, dos investigaciones paralelas o quizá diversas. Dios, en efecto, está en el alma y se revela en la más recóndita intimidad del alma misma. Buscar a Dios significa buscar el alma y buscar el alma significa replegarse sobre sí mismo, reconocerse en la propia naturaleza espiritual, confesarse. La posición de la confesión, que ha dado origen a la más famosa de las obras agustinianas, es en realidad desde el principio la posición fundamental de San Agustín, lo que él constantemente mantiene y observa en toda su actividad de filósofo y hombre de acción. Esta postura no consiste en describirse a sí mismo o para otros las alternativas de la propia vida interna o externa, sino en esclarecer todos los problemas que constituyen el núcleo de la personalidad propia. Las mismas Confesiones no son una obra autobiográfica: la autobiografía es un elemento de las mismas, que proporciona los puntos de referencia de los problemas de la vida de San Agustín, pero no es su carácter fundamental y dominante, y tanto es así que en un cierto punto, en el libro X, cesa toda referencia autobiográfica y San Agustín pasa a tratar en los otros tres libros de los problemas de la especulación puramente teológica. El esfuerzo de San Agustín en esta obra está dirigido a proyectar luz sobre los problemas que constituyen su misma existencia. Cuando aclara la naturaleza de la inquietud que ha dominado la primera parte de su vida conducida a su perdición y a divagar desordenadamente, él se da cuenta de que en realidad nunca a deseado otra cosa que la verdad, que la verdad es Dios mismo, que Dios se halla en el interior de su alma. <<No salgas de ti mismo, vuelve a ti, en el interior del hombre habita la verdad; y si hallas que tu naturaleza es mudable, levántate por encima de ti mismo>>. Solamente la vuelta a sí mismo, en encerrarse en la propia interioridad es verdaderamente el abrirse a la verdad y a Dios. Es menester llegar hasta el más intimo y escondido núcleo del yo, para encontrar más allá de él (<<levántate por encima de ti mismo>>) la verdad y a Dios.

En la busca de esta interioridad que se eleva sobre sí mismo y se abre para Dios, se encuentra una certeza fundamental que elimina la duda. No fue casualidad que la vocación del escritor en San Agustín empezase con una refutación del escepticismo académico. No puede uno abstenerse en el juicio, como pretendían los académicos, y suspender el asentamiento. Quien duda de la verdad, está cierto de que duda, esto es, de que vive y piensa; tiene, por consiguiente, en la misma duda una certeza que le sustrae la duda y le lleva a la verdad. Esta movilidad del pensamiento por la cual el mismo acto de la duda se toma como fundamento de una certeza, que no es inmóvil, porque significa solamente que se puede y debe buscar, se volverá a encontrar en los comienzos de la filosofía moderna en Descartes. En Agustín significa que la vida permite al alma elevarse más allá de sí misma hacia la verdad.

La verdad es, pues, al mismo tiempo interior al hombre y transcendente. El hombre no puede buscarla si no es encerrándose en sí mismo, reconociéndose en lo que es, confesándose con absoluta sinceridad. Pero no puede reconocerse y confesarse si no es por la verdad y frente a la verdad: la cual, por consiguiente, se afirma precisamente en aquel acto, en toda su transcendencia, como guía y luz de la investigación. La verdad se revela precisamente trascendente al que la busca, como debe buscarse en lo íntimo de la conciencia. La verdad, en efecto, no es el alma, sino la luz que desde lo alto guía y llama al alma a la sinceridad del reconocimiento de sí mismo y a la humildad de la confesión. La verdad no es la razón, sino que es la ley de la razón, esto es, el criterio del cual se sirve la razón para juzgar las cosas. Si la razón es superior a las cosas que juzga, la ley a base de la cual ella juzga es superior a la razón. El juez humano juzga a base de la ley; pero no puede juzgar la ley misma. El legislador humano, si es honrado y prudente, juzga las leyes humanas, pero consulta, al hacer esto, la ley eterna de la razón. Pero esta ley sobrepasa todo juicio humano, porque es la verdad misma en su trascendencia.

 

El Bien

Cuando Agustín habla en lenguaje religioso, el bien no es para él otra cosa que la voluntad de Dios. Pero cuando trata de descubrir los fundamentos más profundos, dice: <<El bien se da con la "ley eterna" (lex aeterna).>> Son las ideas eternas en la mente de Dios, que, como para los platónicos, también aquí constituyen el fundamento del conocer, del ser y del bien. Son un orden eterno. No sólo el hombre es bueno; también los seres son buenos y el conocimiento es verdadero, con tal que se oriente conforme a este orden eterno. Esto no es posible porque en nosotros llevamos impresa la ley eterna. Sus tendencias son también las tendencias fundamentales de nuestro espíritu. No en vano es el hombre imagen fiel de Dios. De esta doctrina se san Agustín se nutre la edad media cuando a la <<ley natural>> (lex naturalis) la llama <<participación del espíritu humano en la luz divina>> y ve en ello la honda razón metafísica de la conciencia humana. No obstante, la ley eterna no se concibe ya intelectualmente como en otro tiempo el mundo platónico de las ideas. Agustín ve en ello a la vez la voluntad de Dios, cosa importante para la tardía edad media, que, en contraste con santo Tomás de Aquino, tiende a voluntarizar el orden moral, a veces hasta el extremo de que Dios viene a ser más voluntad que razón y sabiduría, e incluso puede ser un Dios místico de la omnipotencia y de la cólera, al que hay que someterse con fe, pero con el que no se puede contar según leyes de la razón. Este fue el camino tomado por la tendencia moderna que sacrificó la ciencia para hacer sitio para la fe. En san Agustín no se daba tal contraste, no existía en general ni existía en particular en su concepto de la ley eterna; ésta es, en efecto, no menos razón que la voluntad: la voluntad es razonable y a lo razonable se aplica la voluntad.

No sólo en la doctrina de los principio éticos, sino también en la moralidad vivida en concreto hace intervenir Agustín la voluntad y el sentimiento. De la misma manera que en Plotino, el alma no sólo piensa, sino que también quiere, ama, en el Eros suspira por el bien, tiene un sentido -casi se podría decir una especie de instinto- del bien. Toda la ética antigua arranca del concepto de la felicidad (eudemonia). Hay quienes temen que esto sea una subjetivación del bien moral, dado lo variado que parece ser el sentimiento de la felicidad. Agustín conoce esta variedad, pero sabe también que todo errar y afanarse ocurre sobre el fondo de un concepto objetivo, y universalmente vigente, de la felicidad. El corazón humano tiene su <<lugar natural>>. Hacia él gravita, hacia el Uno, que es la verdad y el bien: en una palabra, gravita hacia Dios. <<Nos has creado para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.>> El amor del hombre, si es lo suficientemente profundo, halla el verdadero camino. También el corazón tiene su lógica. Estas ideas forman parte de las más profundas y duraderas convicciones del gran doctor de la Iglesia.

 

El Mal y su estatuto ontológico

El problema de la creación está vinculado con el gran problema del mal, al que Agustín ha sabido dar una explicación que durante siglos a constituido un punto de referencia obligada y que conserva toda su validez. Si todo proviene de Dios, que es el Bien, ¿de dónde procede el mal? Agustín, después de haber sido víctima de la dualista explicación de origen maniqueo, halló en Plotino la clave para solucionar la cuestión. El mal no es un ser, sino una carencia y una privación de ser: <<Y el mal, cuyo origen buscaba, no es una substancia, porque si lo fuese, sería un bien. Y sería una substancia incorruptible, y por tanto sin ninguna duda un gran bien, o sería una substancia corruptible, y por tanto un bien que no podría estar sujeto a la corrupción. Por esto, vi con claridad que Tú habías hecho buenas todas las cosas.>>

Más tarde, Agustín profundiza la cuestión. El problema del mal pude plantearse en tres planos: a)metafísico-ontológico; b)moral, y c)físico.

a) Desde el punto de vista metafísico-ontológico, en el cosmos no existe el mal, sino que existen solamente grados inferiores de ser en comparación con Dios, dependientes de la finitud de las cosas creadas y del diferente grado de esta finitud. No obstante, aquello que ante una consideración superficial parece un defecto (y podría por tanto parecer un mal), en realidad desaparece desde la perspectiva del universo visto en su conjunto. Los grados inferiores del ser y las cosas finitas -incluso aquellas de orden ínfimo- constituyen momentos articulados en un gran conjunto armónico. Por ejemplo, cuando juzgamos que es un mal la existencia de determinados animales nocivos, en realidad estamos empleando la medida propia de nuestra utilidad y de nuestro provecho contingente y, en consecuencia, apelamos a una perspectiva errónea. Desde una visión de conjunto, cada cosa, incluso la aparentemente más insignificante, posee su propio sentido y su propia razón de ser y, por lo tanto, constituye algo positivo.

b) El mal moral, en cambio, es el pecado Y el pecado depende de la mala voluntad. ¿Y de qué depende la mala voluntad? La respuesta de Agustín es muy ingeniosa. La mala voluntad no tiene una causa eficiente sino, mas bien, una causa deficiente. Por su propia naturaleza, la voluntad habría de tender hacia el sumo Bien. Sin embargo, puesto que existen numerosos bienes creados y finitos, la voluntad puede tender hacia éstos e, invirtiendo el orden jerárquico, puede preferir una criatura en lugar de Dios, prefiriendo los bienes inferiores a los superiores. Si esto es así, el mal procede del hecho de que no hay en un único Bien, sino que hay muchos bienes, y consiste precisamente en una elección incorrecta entre éstos. El mal moral, en consecuencia, es una aversio a Deo y una conversio as creaturam. Escribe Agustín en la Ciudad de Dios: <<Nadie… busque la causa eficiente de la mala voluntad; esta causa no es eficiente, sino deficiente, no es una fuerza productiva, sino su ausencia. En efecto, el alejarse de lo que es el ser supremo para aproximarse a lo que posee el ser en un grado inferior, significa comenzar a tener un mala voluntad.>> Más adelante, precisa: <<La mala voluntad no se halla en un individuo, sino porque éste lo quiere así, y sería de otra manera si así lo quisiese: por esto, sólo se les aplica un justo castigo a los defectos voluntarios y no a los naturales. La voluntad se convierte en mal, no porque se dirija hacia cosas malas, sino porque se dirige erróneamente contra el orden de la naturaleza, hacia un ser inferior, apartándose de Aquel que es el ser supremo.>> El haber recibido de Dios una voluntad libre ha sido un gran bien. El mal constituye un uso equivocado de este gran bien, que tiene lugar de la forma que hemos descrito. Por eso Agustín puede sostener: <<El bien que hay en mí es obra Tuya, un don Tuyo, y el mal que hay en mí es mi pecado.>>

c) El mal físico, por ejemplo, las enfermedades, los padecimientos, los dolores anímicos y la muerte, poseen un significado muy precisado para quien filosofa en la fe: son la consecuencia del pecado original, es decir, una consecuencia del mal moral. <<La corrupción del cuerpo que pesa sobre el alma no es la causa, sino el castigo del primer pecado: la carne corruptible no es la que ha vuelto pecadora al alma, sino el alma pecadora la que ha hecho corruptible al cuerpo.>> En la historia de la salvación, sin embargo, todo esto posee un significado positivo.

 

La polémica contra el Maniqueísmo

Una vez alcanzada la determinación de la naturaleza del pecado, San Agustín se encontraba en disposición de afrontar el problema del mal en el Mundo y combatir victoriosamente las afirmaciones de los maniqueos. Lo que, según San Agustín, desmiente irrefutablemente el principio mismo del maniqueísmo, es el carácter fundamental de Dios: la incorruptibilidad que es propia de Dios, por cuanto es el mismo ser. La argumentación de su amigo Nebridio hacía ver el contraste entre este carácter de la divinidad y la tesis de los maniqueos. Estos admitían que Dios debía combatir eternamente con el principio del mal. Pero si el principio del mal pueda dañar a Dios, Dios no es incorruptible, porque puede recibir una ofensa. Y si él no puede ser dañado, no hay ningún motivo porque Dios haya de combatir. De modo que el reconocimiento de la incorruptibilidad de Dios quita todo fundamento a la afirmación maniquea de un principio del mal; pero, al mismo tiempo, vuelve a proponer en toda su grandeza y urgencia el problema del mal en el Mundo. Si Dios es el autor de todo, aún del hombre, ¿de dónde deriva el mal? Si el diablo es el autor del mal, ¿de dónde deriva el diablo? Si el mal depende de la materia de que el Mundo esta formado, ¿por qué Dios al ordenarla dejó en ella un residuo de mal? Cualquiera que sea la solución a que se recurra, la realidad del mal contradice a la bondad perfecta de Dios: no queda, pues, otra solución que negar la realidad del mal; y tal es la solución por la que se decide Agustín.

Todo lo que es, en cuanto es, es bien. Aún las cosas corruptibles son buenas, ya que no si no fueran tales no podrían, al corromperse, perder su bondad. Pero a medida que se corrompen, ellas no pierden la bondad solamente, sino también la realidad; ya que si perdieran la bondad y continuasen existiendo, llegarían a un punto en que estarían privadas de toda bondad, y con todo serían reales: por consiguiente, incorruptibles. Pero lo incorruptible es Dios. Es menester, por lo tanto, admitir que a medida que se corrompen, las cosas pierden su realidad, que el mal absoluto es la nada absoluta y que el ser y el bien coincide.

No puede, pues, haber otro mal en el mundo sino el pecado y la pena del pecado. Ahora bien, el pecado consiste, como se ha dicho, en la deficiencia de la voluntad que renuncia al ser y se entrega a lo que es bajo. Como no es un mal el agua, pero, en cambio, es un mal arrojarse voluntariamente a ella, así también ninguna cosa creada, por humilde que sea, es un mal; pero es mal entregarse a ella, como si fuese el ser y renunciar por ella al ser verdadero. De la tesis maniquea que hacía del mal no sólo una realidad, sino un principio substancial del Mundo, San Agustín ha llegado a la reducción del mismo a la defección de la voluntad humana frente al ser. El mal no es, pues, una realidad ni siquiera en el hombre, ya que es defección, deficiencia, renuncia, no-decisión, no-elección; aún en el hombre, es, pues, no ser y muerte. En el pecado, Dios, que es el ser, abandona al alma, igual como en la muerte del cuerpo el alma abandona al cuerpo.

 

La polémica contra el Donatismo

La segunda gran polémica de Agustín, es la dirigida contra el donatismo. Se trata de una polémica que condujo a Agustín a esclarecer vigorosamente puntos fundamentales de su construcción religiosa. El donatismo (así llamado de Donato de Casas Negras, uno de sus corifeos), cuando Agustín fue consagrado obispo, se iba extendiendo por el Africa romana desde hacia casi un siglo. Era un movimiento cismático fundado sobre el principio de la absoluta intransigencia de la Iglesia frente al Estado. La Iglesia es una comunidad de perfectos, que no deben tener contacto con las autoridades civiles. Aquellas autoridades religiosas que toleran tales contactos, pierden la capacidad de administrar los sacramentos, y los fieles deben tenerlos como traidores y renovar el bautismo y los otros sacramentos recibidos de sus manos. Estas afirmaciones de los donistas hacían imposible cualquier jerarquía eclesiástica, porque daban a cualquier fiel el derecho de indagar los títulos de su superior jerárquico y de negarles, cuando lo creyesen oportuno, la obediencia y disciplina. Además, atando el valor de los sacramentos a la pureza de vida del ministro, exponían los sacramentos mismos a una duda continua. Establecían, finalmente, entre la Iglesia y el Estado una antítesis que esterilizaba la acción de la Iglesia en una pura negación.

Contra el donatismo, Agustín afirma la validez de los sacramentos independientemente de la persona que los administra. Es Cristo quien obra directamente a través del sacerdote y confiere eficacia al sacramento, que él administra; no puede, por tanto, haber duda sobre tal eficacia. Además, la comunidad de los fieles no puede ser restringida a una minoría de personas que se aíslan de la humanidad. <<La sangre de Cristo fue el precio del Universo, no por una minaría. Sólo la Iglesia que ha levantado sus tiendas por todas partes donde hay vida civil, atestigua con su misma existencia la validez del Evangelio en el Mundo. Y esta Iglesia es la Iglesia de Roma>>. Así, San Agustín veía en la universalidad de la Iglesia la demostración del hecho del valor del mensaje cristiano, y al mismo tiempo defendía esta universalidad contra la tentativa de negarla y de reducir la comunidad cristiana, como querían los donistas, a un convento de solitarios.

 

La polémica contra el Pelagianismo

La tercera gran polémica agustiniana es la dirigida contra el pelagianismo. Es la polémica que ha tenido la mayor amplitud en la formulación de la doctrina agustiniana, y que condujo a Agustín a fijar con extraordinaria energía y claridad su pensamiento sobre el problema del libre albedrío y de la gracia.

El monje inglés Pelagio vivía en Roma en los primeros años de siglo V. Allí tuvo por primera vez conocimiento de la doctrina agustiniana sobre la gracia, expresada en la famosa invocación a Dios: <<Dame lo que mandas y mándame lo que quieras>> (da quod iubes et iube quod vis). Habiendo ido después Pelagio a Cartago con su amigo Celestio, cuando al acercarse los godos muchas familias romanas se refugiaban en Africa, sus críticas al agustinismo se difundieron, por obra, sobre todo, de Celestio, en la misma grey del obispo Agustín. El punto de vista de Pelagio consistía esencialmente en negar que la culpa de Adán hubiese delimitado radicalmente la libertad primitiva del hombre y, por consiguiente, su capacidad de hacer el bien. El pecado de Adán es sólo un mal ejemplo que pesa, sí, sobre nuestras capacidades y hace más difícil el obrar el bien; pero no lo hace imposible y, sobre todo, no quita la posibilidad de reaccionar y decidirse por lo mejor. Para Pelagio, el hombre, sea antes del pecado de Adán, sea después, es naturalmente capaz de obrar virtuosamente sin necesidad del socorro extraordinario de la gracia. Pero esta doctrina conducía a tener por inútil la obra redentora de Cristo. Si el pecado de Adán no ha puesto al hombre en la imposibilidad de salvarse son sus solas fuerzas, el hombre no tiene evidentemente necesidad de la ayuda sobrenatural, que le trajo la encarnación del Verbo, ni, por consiguiente, tiene necesidad de ser hecho partícipe de esta ayuda por la obra mediadora de la Iglesia y por los sacramentos que ella administra.

Frente a una doctrina que se presentaba tan destructora para la dogmática cristiana y la obra de la Iglesia, Agustín reacciona enérgicamente, afirmando que con Adán y en Adán ha pecado toda la humanidad y que, por tanto, el género humano es una sola <<muchedumbre condenada>>, ningún miembro de la cual puede sustraerse a la pena debida, si no es por la misericordia y por la gracia no debida de Dios. Y para justificar la transmisión del pecado, Agustín fue impulsado a defender, sobre el origen del alma, no el creacionismo (ya que puede admitir que Dios cree un alma condenada), sino el traducianismo, por el cual el alma es transmitida del padre al hijo por medio de la generación del cuerpo.

El vigor con que Agustín defendió esta tesis le condujo a no dudar ante ninguna de las consecuencias de la mismo. Se inclinó, pues, a un pesimismo radical sobre la naturaleza y la posibilidad del hombre, considerado incapaz de dar el más pequeño paso en el camino de su elevación espiritual y de su salvación; y fue conducido a admitir en el carácter inescrutable de la selección divina que predestina a alguno hombres y condena a otros. Pero por más que estas conclusiones parezcan paradójicas (y la misma Iglesia católica tuvo que mitigar el rigor de las misma), no hay duda que el principio en el cual San Agustín las funda tiene en su doctrina un alto valor, del todo independiente de la polémica antipelagiana. Este principio es la identidad de la libertad humana con la gracia divina. La voluntad, según Agustín, es libre solamente cuando no está esclavizada por el vicio y por el pecado; y esta libertad es la que puede ser restituida al hombre sólo por la gracia divina. El primer libre albedrío, el que fue dado a Adán, consistía en <<poder no pecar>>. Perdida esta libertad por la culpa original, la libertad última, la que Dios dará como premio, consistirá en no poder pecar. Esta última libertad será dada al hombre como un don divino, ya que no pertenece a la naturaleza humana, y hará a esta última partícipe de la impecabilidad propia de Dios. Pero, puesto que la primera libertad ha sido dada al hombre para que él se consiga la última y más completa libertad, es evidente que sólo esta última expresa lo que el hombre verdaderamente debe ser y puede ser. El no poder pecar, la liberación total del mal, es una posibilidad del hombre fundada en el don divino: <<Dios mismo es nuestra posibilidad>>, dice Agustín. Estas palabras de San Agustín expresan la identidad esencial de la libertad y de la gracia. Lo que en el hombre es esfuerzo de liberación, voluntad de elevación espiritual, para buscar y amar a Dios, es, en su última posibilidad, la acción gratificante de Dios. Agustín no puede admitir, como hacían los pelagianos, o los semipelagianos, una cooperación del hombre con Dios, ya que el hombre no está en el mismo plano que Dios. Dios es el Ser que le da existencia, la Verdad que da ley a su razón, el Amor que le llama a amar. Sin Dios, el hombre no puede hacer otra cosa que alejarse del ser, de la verdad y del amor, esto es, pecar y condenarse. Por esto el no puede tener méritos propios para hacer valer ante Dios . Los méritos del hombre no son más que dones divinos; y a Dios, no a sí mismo, el hombre los debe atribuir. La iniciativa no puede pertenecer más que a Dios, porque Dios, como Ser, Verdad y Amor, es la sola fuerza del hombre. La gracia divina se revela en el hombre como libertad: como búsqueda de la verdad y del bien, alejamiento del error y del vicio, aspiración a la impecabilidad final. Precisamente la voluntad humana de liberación es la acción de la gracia. San Agustín ha concebido la relación entre Dios y el hombre del modo más intrínseco; y así la relación reconoce a la iniciativa divina todos los caracteres positivos del hombre.

 

La ciudad de Dios

En la comunidad, en los Estados y en las iglesias, así como en toda la historia universal, sucede poco mas o menos lo que la vida de los particulares: también en estas esferas se dan el buscar y el afanarse, se dan el error y la verdad, el mal y el bien. En efecto, según san Agustín los hombres y los pueblos son voluntad, pero deberían ser y tratar de ser voluntad ideal. Un mero Estado de poner, que ha renunciado a la justicia, no se distingue por tanto de una partida de bandoleros. En general, desde el punto de vista del orden ideal y del desorden de los apetitos se pueden dividir las creaciones sociales humanas en Ciudad de Dios y Ciudad terrena. Con está distinción no se entiende por una parte el Estado secular y por otra la Iglesia, sino aquí el Estado ideal, que se adapta al orden eterno de Dios y ve en definitiva en Dios el fin de todas sus obras (por eso es la Ciudad de Dios) allá el Estado no ideal, que no quiere <<usar>> (uti) del mundo para llegar a Dios, sino que trata de <<gozarlo>> (frui) con avidez y desorden, porqué solo en este mundo ve su lugar de permanencia y a la postre el mundo y los hombres son ya para él su Dios; por eso es sólo Estado del mundo. Siempre tendra lugar en la historia del mundo esta lucha entre la luz y la tinieblas, entre lo eterno y lo temporal, entre los suprasensible y lo sensible, entre lo divino y lo antidivino. En su gran obra sobre el Estado o Ciudad de Dios (De civitate Dei) san Agustín, basándose en los ejemplos conocidos de la historia del Antiguo Testamento, de los imperio griego y romano, muestra como los poderes del bien tiene que luchar constantemente con los poderes del mal. Toda la obra tiene el aspecto de una gran filosofía de la historia. Su sentido definitivo es el triunfo del bien sobre el mal. Así lo exige el espíritu del cristianismo y de su concepto de Dios. Pero así lo exige también la filosofía de los platónicos, para quienes lo perfecto es siempre lo más fuerte, lo verdadero y lo que permanece eternamente, mientras que lo imperfecto vive sólo de lo perfecto y es pura decadencia, privación o negación, que en el fondo carece de sustancia por mucho que se las eche de ocupado y por mucho que trate de ofuscar. En el centro del corazón del malo tiene ya su asiento el reproche del bueno, y su rostro está marcado con los surcos de la tristeza por la pérdida de la verdadera felicidad.

 

El Hombre

La posibilidad de buscar a Dios y de amarle está fundada en la misma naturaleza del hombre. Si fuésemos animales, podríamos amar solamente la vida carnal y los objetos sensibles. Si fuésemos árboles no podríamos amar nada de lo que tiene movimiento y sensibilidad. Pero somos hombres, creados a imagen de nuestro creador, que es la verdadera Eternidad, la eterna Verdad, el eterno y verdadero Amor; tenemos, pues, la posibilidad de volver a él en el cual nuestro se no volverá a morir, nuestro saber no tendrá más errores, nuestro amor no tendrá más ofensas. Esta posibilidad de volver a Dios en la triple manera de su naturaleza esta inscrita en la triple forma de la naturaleza humana, en cuanto a imagen de Dios. <<Yo soy, yo conozco, yo quiero. Soy en cuanto sé y quiero; se que soy y quiero; quiero ser y saber. Vea quien pueda como en estas tres cosas hay una vida inseparable, una vida única, una única esencia, y cómo la distinción es inseparable, y, sin embargo, existe. Los tres aspectos del hombre se manifiestan en las tres facultades del alma humana: la memoria, la inteligencia, la voluntad, las cuales, juntas y cada una por separado, constituyen la vida, la mente y la substancia del alma. <<Yo, dice Agustín, recuerdo que tengo memoria, inteligencia y voluntad; sé que entiendo, quiero y recuerdo, y quiero querer, recordar y entender>>. Y recuerdo toda mi memoria, toda la inteligencia y toda la voluntad y de la misma manera, entiendo y quiero todas estas tres cosas; las cuales, pues, coinciden en lleno en su distinción, constituyen una unidad, una sola vida, una sola mente, y una sola esencia. En esta unidad del alma que se diferencia en sus facultades autónomas, cada una de las cuales comprende las otras, esta la imagen de la trinidad divina: imagen desigual, pero con todo siempre imagen.

La misma estructura del hombre interior hace, pues, posible, la búsqueda de Dios. Que el hombre sea hecho a imagen de Dios significa, por lo tanto, que el hombre puede buscar a Dios, y amarle y asemejarse al ser de El, Dios ha creado al hombre para que este sea, puesto que el ser, aunque en un grado menor, es siempre un bien y el supremo Ser es el supremo Bien; pero el hombre puede alejarse y apartarse del ser, y en tal caso peca. La constitución del hombre como imagen de Dios, si, por una parte, le da la posibilidad de llegar a Dios, no le garantiza, por otra, la realización necesaria de esta posibilidad. El hombre, en efecto, es, en primer lugar, un hombre viejo, el hombre exterior y carnal, que nace y crece, envejece y muere. Pero, en segundo lugar, puede se también u hombre nuevo o espiritual, puede renacer espiritualmente y llegar a someter al alma a la ley divina. También este hombre nuevo tiene sus edades, que no se distinguen por el correr del tiempo, sino por su progresivo acercamiento a Dios. Todo individuo es por su naturaleza un hombre viejo; pero debe convertirse en un hombre nuevo, debe renacer a la vida espiritual. Este renacimiento se le presenta como la alternativa entre la cual debe escoger: o vivir según la carne y debilitar y romper su propia relación con el ser, esto es, con Dios, y caer en la mentira y en el pecado; o vivir según el espíritu estrechando su relación personal con Dios y prepararse para participar en su misma eternidad. Pero la primera elección no es verdaderamente una elección, ni una decisión. La verdadera elección es aquella con la cual el hombre decide adherirse al ser, esto es, adherirse a Dios. La causa del pecado, tanto en los ángeles rebeldes como en los hombres, es una sola: la renuncia a esta adhesión. <<La causa de la felicidad de los ángeles buenos que ellos se adhieren a lo que verdaderamente es; mientras que la causa de la miseria de los ángeles malos es que ellos se alejaron de ser y se volvieron hacia sí mismos, que no son el ser. Su pecado fué, pues, el de soberbia>>. Tal es la soberbia de la voluntad que nos aparta del ser y nos ata a lo que tiene menos del ser, que es el pecado. El cual, por esto, no tiene una causa eficiente, sino una causa deficiente; no es una realización (effectio), sino una defección (defectio). Es una renuncia a lo sumo para adaptarse a lo más bajo. Querer hallar las causas de tal defección es como querer ver la tinieblas u oír el silencia: tales cosas sólo se pueden conocer ignorándola, mientras que, conociéndolas, se ignoran.

 

 

La Filosofía Medieval: La Escolástica

Por escolástica se entiende aquella parte de la filosofía de la Edad Media europea que abarca desde la época del Imperio de Carlomagno (siglo VIII) hasta el Renacimiento (siglo XV). El nombre de escolástica proviene del hecho de que esta filosofía se elaboró en las instituciones eclesiásticas, especialmente las escuelas conventuales, catedralicias o palatinas, de las que surgieron las primeras universidades. En aquellas escuelas se enseñaron las siete artes medievales: el trivium (las llamadas materias literarias: dialéctica, gramática y retórica) y el quadrivium (las llamadas materias científicas: aritmética, astronomía, geometría y música).

 

Revelación y Razón

Antes de la aparición de las primeras universidades las escuelas medievales estaban divididas en dos secciones: la schola eterna (que se ocupaba de la ciencias <<humanas>> y estaba especializada en la formación cultural de los seglares) y la schola interna (que se ocupaba de la teología y se especializaba en la educación de los clérigos). Tanto en una como en otra, las enseñanzas se impartían en dos formas: la lectio (la lección), consistente en una clase magistral, y la disputatio (la polémica), que era una controversia entre el maestro y los discípulos acerca de un tema filosófico. Las dos bases fundamentales del conocimiento escolástico eran la autoridad o revelación y la razón. La revelación se fundaba en las Sagradas Escrituras, en las conclusiones de los concilios, en el pensamiento de los Padres de la Iglesia y, en definitiva, en la tradición. La razón operaba en discusiones que no pusieran en cuestión la premisa de la omnipotencia y omnipresencia divinas, así como la elaboración de conceptos filosóficos, buscando la conciliación entre las tesis opuestas que a veces se hallaban en el campo de la revelación. Esta era considerada jerárquicamente superior a la razón.

Hasta San Agustín la filosofía cristiana estaba influida por el pensamiento de Platón. Después se inició una etapa en la que la influencia de Aristóteles fue fundamental.

 

 

Santo Tomás de Aquino

(1224-1274)

 

La personalidad de Santo Tomás

Santo Tomás marca una etapa decisiva de la escolástica. El continua y lleva a término la obra iniciada por San Alberto Magno. Gracias a la especulación tomista, el aristotelismo se hace flexible y dócil a todas las necesidades de la explicación dogmática, y no mediante expedientes ocasionales o adaptaciones artificiales (según el método de San Alberto), sino por una reforma radical, debida a un principio único y sencillo que reside en el corazón mismo del sistema, y desarrollando con lógica rigurosa en todas las partes del sistema. Si le era preciso a San Alberto corregir el aristotelismo desde el exterior, tomando motivos y sugerencias de la misma corriente agustiniana que quería combatir, Santo Tomás halla en la propia lógica de su aristotelismo la manera de insertar los resultados principales de la tradición escolástica en un sistema que es armónico y acabado en el todo, preciso y claro en los detalles. En este trabajo especulativo, Santo Tomás se vale de un talento filológico nada común: el aristotelismo ya no es para él, como lo era para San Alberto, un todo confuso en el que se han integrado tanto las teorías originales como las diversas interpretaciones de los filósofos musulmanes. Tarta de establecer el verdadero significado del aristotelismo, deduciéndolo de los textos de Estagirita; de los interpretadores islámicos se vale como fuentes independientes, cuya fidelidad a Aristóteles examina cuidadosa y críticamente. Aristóteles es para Santo Tomás, el fin último de la investigación filosófica. El Estagirita llegó hasta donde podía llegar la razón; más allá, sólo hay la verdad sobrenatural de la fe. Fundir la filosofía con la fe, la obra de Aristóteles con las verdades que Dios ha revelado al hombre y de las que la Iglesia es depositaria: ésta es la labor que se propone Santo Tomás con toda claridad.

Para llevar acabo esta tarea son necesarias dos condiciones fundamentales: la primera, es separar claramente la filosofía de la teología, la investigación racional, guiada y sostenida tan sólo por principios evidentes, de la ciencia cuyo previo supuesto es la revelación divina. En efecto, solamente mediante esta clara separación, la teología puede servir de complemento a la filosofía, y la filosofía servir de preparación y auxiliar de la teología. La segunda condición, es hacer válido, dentro de la investigación filosófica, como criterio de dirección y norma, un principio que indique la disparidad y separación entre el objeto de la filosofía y el objeto de la teología, entre el ser de las criaturas y el ser de Dios.

 

Vida y Obras

El más grande de los escolásticos, auténtico genio metafísico y uno de los mas grandes pensadores de todos los tiempos, Tomás de Aquino elabora un sistema de saber de índole más aristotélica que platónico-agustiniana, admirable por su transparencia lógica y por la orgánica conexión de sus partes. Italiano por parte del padre, Landolfo

-conde de Aquino- y normando por parte de madre, Teodora, Tomás nació en Roccasecca (Lacio meridional), en 1221. Recibió su primera educación en la abadía de Montecassino, a donde fue llevado con la esperanza de que contribuyese a la honra de su estirpe. En efecto, el abad de Montecassino era un poderoso señor feudal. Sin embargo, debido a las continuas guerras entre el papa y el emperador, la abadía pronto se vio reducida a un estado de abandono desolador y de triste decadencia. En consecuencia, prosiguió sus estudios en Nápoles, en la universidad que había sido recientemente fundada por Federico II. Allí entro en contacto con la orden dominicana, muchos de cuyos miembros se habían dedicado al estudio y a la enseñanza universitaria. Decidió ingresar en la orden, atraído por esta nueva forma de vida religiosa, abierta a las nuevas realidades sociales, que tomaba parte en el debate cultural y que se hallaba exenta de intereses mundanos. Su decisión fue firme e irrevocables, a pesar de la oposición de su familia le manifestó modos diversos. Entre 1248 y 1252 fue discípulo de Alberto Magno de Colonia, donde mostró su talento especulativo muy rápidamente. Invitado por su maestro a exponer su punto de vista sobre una quaestio discutida, Tomás -que era llamado el <<buey mudo>> por su talante reservado y silencioso- expuso el problema con tanta profundidad y claridad que hizo que Alberto exclamase: <<Este, al que llamamos <<buey mudo>>, mugirá tan fuerte que se hará oír en todo el mundo.>>

Cuando en 1252 el maestro general de la orden dominicana pidió un joven bachiller (hoy se le llamaría un profesor ayudante o adjunto) para que iniciase su carrera académica en la universidad de París, Alberto no vaciló en señalar a Tomás. Este enseño en París desde 1252 hasta 1254 como baccalaureus biblicus y desde 1254 hasta 1256 como baccalaureus sententiarius. Aunque no nos ha llegado ningún texto de sus enseñanzas bíblicas, de sus comentarios a las Sentencias de Pedro Lombardo se conserva el monumental Scriptum in libros quattuor sententiarum. Asimismo, pertenecen a este período los opúsculos De ente et essentia, De principiis naturae, en los que Tomás expone los principios metafísicos generales que servirán de inspiración a sus posteriores reflexiones. Una vez superados los obstáculos puesto por los maestros seculares, se le otorgó junto a san Buenaventura el título de magister en teología y obtuvo la cátedra de París, donde enseñó desde 1256 hasta 1259. A estos años se remontan las Quaestiones disputatae de veritate, el Comentario al De Trinitate de Boecio, y la Summa contra Gentiles.

Después de este período parisiense Tomás peregrino (como era costumbre en los maestros de la orden dominica) por las principales universidades europeas : Colonia, Bolonia, Roma, Nápoles. Pertenecen a este período las Quaestiones disputatae de potentia, el Comentario al De divinis nominibus del Pseudo-Dionisio, el Compendium theologiaey el De substantiis separatis. Llamada a París por segunda vez, para combatir a los antiaristotélicos y a los averroístas, cuyo caudillo era Siger de Brabante, escribe el De aeternitate mundi y el De unitate intellectus contra averroistas, y se dedica a la redacción de su principal obra, la Summa theologiae, que había iniciado en su etapa romana y de Viterbo, continuada en París y luego en Nápoles, pero inconclusa. Su salud iba decayendo. A su fiel amigo secretario, Reginaldo de Piperno, que le exhortaba a terminar su obra, le expresó: Raynalde, non possum, quia omnia quae scripsi videntur mihi paleae. Y anta la insistencia de Reginaldo, repitió: Videntur mihi paleae respectu eorum quae vidi et revelata sunt mihi, lo cual da a entender el sentido de la limitación y casi de vaciedad que tenía su propia obra para un hombre profundamente religioso como Tomás, ante el misterio de la muerte y la esperanza del encuentro con Dios. Fue sorprendido por la muerte a los 53 años, el 7 de marzo de 1274, en el monasterio cisterciense de Fossanova, de viaje hacia Lyón, ciudad a la que se dirigía por mandato del papa Gregorio X, para participar en el concilio que allí se celebraba.

 

Razón y fe, filosofía y teología

Tomás da comienzo a la Summa contra Gentiles haciendo suyas las palabras de Hilario de Poitiers: <<Sé que debo a Dios, como principal deber de mi vida, que todas mis palabras y mis sentidos hablen de El.>> Dios, y no el hombre o el mundo, es el objeto primario de sus reflexiones. Sólo en el contexto de la revelación es posible efectuar un correcto razonamiento acerca del hombre y el mundo.

Se ha discutido y aún se discute sobre si en Tomás se da una razón autónoma de la fe, una filosofía distinta de la teología. La respuesta a este interrogante tan reiterado es que en Tomás se dan una razón y una filosofía como preambula fidei. La filosofía posee su propia configuración y autonomía, pero no agota todo lo que se puede decir y conocer. Es preciso integrarla con todo lo que contiene la doctrina sagrada acerca de Dios, del hombre y del mundo. La diferencia entre filosofía y teología no reside en el hecho de que una se ocupe de ciertas cosas y la otra se ocupe de otras, por que ambas hablan de Dios, del hombre y del mundo. La diferencia consisten en el hecho de que la primera brinda un conocimiento imperfecto sobre las mismas cosas con respecto a las cuales la teología está en condiciones de aclarar aspectos y propiedades específicas, en relación con la salvación eterna.

<<Resulta desconcertante -nos dice Gilson- el hecho de que los hombres que sostienen la gracia puede mejorar moralmente a los hombres, se nieguen a admitir que la revelación pueda mejorar la filosofía en cuanto filosofía. Incluso en la metafísica, entre las doctrinas de Aristóteles y de Tomás ha existido la misma continuidad que se ha dado entre la concepción del mundo anterior a la encarnación de Cristo, y la posterior.>> La fe, pues, mejora la razón, al igual que la teología lo hace con respecto a la filosofía. La gracia no substituye, al igual que la fe orienta la razón, pero no la elimina. Por lo tanto es necesario elaborar una filosofía correcta para que se haga posible una buena teología. En segundo lugar, la filosofía -en cuanto preambulum fidei- posee una autonomía propia, porque hay que formularla con instrumentos y métodos que no se asimilan a los instrumentos y al método de la teología.

 

Teología

Los dogmas fundamentales del cristianismo: Trinidad, Encarnación, Creación, son, para Santo Tomás, artículos de fe, que no pueden demostrarse. Ante ellos, la razón sólo puede aclarar, y más tarde resolver, las objeciones. Las aclaraciones de Santo Tomás tienen tal claridad y elegancia dialéctica, que forman una de las partes más importantes de todo su sistema.

Acerca del dogma de la Trinidad, la dificultad consiste en entender cómo la unidad de la substancia divina puede conciliarse con la trinidad de personas. Para demostrar que se concilian, Santo Tomás se vale del concepto de relación. La relación, por una parte, constituye las personas divinas en su distinción; por otra, se identifica con la misma y única esencia divina. En efecto, las personas divinas están constituidas por su relación de origen: el Padre, por la paternidad, es decir, por la relación con el Hijo; el Hijo, por la filiación o generación o sea, la relación con el Padre; el Espíritu Santo, por el amor, es decir, la relación recíproca de Padre e Hijo. Ahora bien, estas relaciones no son accidentales en Dios (en Dios no puede haber nada accidental), sino reales; subsisten generalmente en la esencia divina.

Para Santo Tomás, la Creación es artículo de fe sólo en el sentido de inicio del tiempo, y no en el sentido de ser producida de la nada. Santo Tomás dice que puede admitirse que el Mundo sea producido de la nada y, por consiguiente, hablar de creación, sin admitir que venga después de la nada; así lo hizo Avicena en su Metafísica. Y si se dijera que hay un pie impreso en el polvo eternamente, nadie dudaría de que la huella fuera producida por el pie; pero con ello no se admitiría un inicio en el tiempo de la huella. Es decir, que los argumentos a favor de un comienzo del Mundo en el tiempo, no son concluyentes. Por otra parte, tampoco son concluyentes los que pretenden demostrar la eternidad de la materia primera. Si el mundo ha empezado a existir la Creación, quiere decir que antes de la Creación podía existir, es decir, que era una posibilidad. Pero la posibilidad es materia que se actualiza al recibir la forma. Por consiguiente, antes de la Creación exilia la materia del Mundo; luego, si admitimos la Creación en el tiempo, el Mundo existiría antes de comenzar a existir, lo cual es imposible. A ello Santo Tomás contesta diciendo que antes de la Creación, el Mundo era posible sólo porque Dios podía crearlo y porque se creación no era imposible; pro no se puede deducir de esto la existencia de una materia. A los demás argumentos tomados de Aristóteles, de que los cielos están formados de materia no engendrable e incorruptible y por ello que son eternos, Santo Tomás los combate diciendo que la engendrabilidad y la incorruptibilidad de los cielos y, por lo tanto, del Mundo, ha de entenderse per modum naturalem, es decir, en relación con los procesos naturales de formación de las cosas, y no con relación a la Creación. De modo que ni siquiera los argumentos que podrían demostrar la eternidad del Mundo tienen el valor necesario. La conclusión es que no puede demostrarse ni el comienzo en el tiempo ni la eternidad del Mundo; y esto deja libre el camino para creer en la Creación del tiempo: id credere maxime expedit.

 

El Conocer

La doctrina sobre el sentido y el origen del conocimiento humano no comienza en santo Tomás con una referencia a los fundamentos eternos en la mente de Dios, como en san Agustín o san Buenaventura. Santo Tomás piensa, por el contrario, que lo primero que conocemos en esta vida es la entidad de las cosas materiales. Mientras san Agustín dice que ha de buscar la verdad en el interior del hombre, santo Tomás invita a buscarla fuera. Consiguientemente, da especial importancia al conocimiento sensible. Puesto que tenemos cuerpo, no puede menos de hacerse notar y precisamente se hace notar en el papel desempeñado por el conocimiento sensible. El resto se suele describir diciendo que, según santo Tomás, la percepción sensible nos aporta representaciones de fuera, los llamados fantasmas, sin los cuales (como ya había dicho también Aristóteles) no piensa nunca el alma, que luego son <<iluminados>> por el llamado entendimiento agente para así extraer de ellos la representación general de la esencia. Así se llega a conceptos generales no sensibles. Pero aquí se pasa por alto algo esencial. La cuestión, en efecto, es ésta: ¿Qué es lo que se abstrae?, ¿sólo la medida de las representaciones sensibles o algo más? En el primer caso no habrá nunca conceptos de valor universal, puesto que las bases de la percepción son limitadas y no bastan para formar juicios universales. De lo particular no se puede deducir lo universal, reza una vieja tesis de lógica. Si de hecho se obtiene algo más, algo realmente universal; si las representaciones sensibles sólo habían servido de ejemplos, pero no de causa eficiente total, entonces se da un conocimiento de la esencia de valor universal. Tal fue en realidad la doctrina de Aquinate. En la Suma teológica, I,84,6 dice explícitamente que la percepción sensible no es la <<causa total y completa>> del conocimiento intelectual, por lo cual el conocimiento intelectual se extiende mas que las bases o materiales de la experiencia sensible. Ahora bien, esto quiere decir que la abstracción en santo Tomás es distinta de la abstracción moderna. Si así no fuera, santo Tomás sería sensualista. En otras palabras: el entendimiento agente en santo Tomás es, en el fondo, una facultad apriorística. En la cosa misma santo Tomás no difiere de Kant: sólo las expresiones suenan de otra manera. También para santo Tomás comienza el conocimiento con los sentidos, pero se consuma en el intelecto. Este opera según Kant en forma apriorística y espontánea; según santo Tomás existe un <<entendimiento agente>> (intellectus agens), (traducido correctamente) significa también espontaneidad; y si se lo quiere traducir por <<creador>>, nos hallamos de nuevo con lo apriorístico. No hay que interpretar a santo Tomás en función de Kant o de otros. Ni es tampoco necesario <<ampliarlo>> sin más. Habría que comenzar por ver lo que hay en el mismo santo Tomás. También lo antiguo es más de una vez bueno. La filosofía no es un comercio de modas donde sólo interesan lo nuevo y lo novísimo. No obstante, quizás sea también factible traducir sus pensamientos en conceptos modernos para que resalte más su verdadera idea.

 

Teoría del Conocimiento

Para Santo Tomás es absolutamente necesario el conocimiento, o sea este objetivo o subjetivo, y para él nuestras ideas devienen y producen el conocimiento natural de la siguiente manera: los objetos corpóreos actúan sobre los órganos de nuestros sentidos y provocan sensaciones que son producto de todo el compuesto de cuerpo y el alma, del hombre total; ya que las sensaciones solo son producto de los sentidos físicos, únicamente producen imágenes de realidades particulares; en cambio cuando son producidas por el cuerpo y el alma son realidades universales, ya que el conocimiento humano intelectivo aprehende la forma del objeto material que mediante abstracciones universaliza o generaliza, las hace genéricas. La idea de algo particular puede generalizarse a la totalidad de ese algo quedando incluido en toda su extensión.

El paso del conocimiento sensitivo al intelectivo se hace cuando el entendimiento activo (conocimiento intelectual) abstrae por sí mismo el elemento universal y produce en el entendimiento pasivo (conocimiento sensitivo) la especie impresa.

El entendimiento del hombre no contiene ideas innatas, pero está en potencia para la recepción de conceptos y como no contiene ideas propias tiene que acudir a los sentidos que contactan con el mundo exterior para la obtención de impresiones, que se reflejan en imágenes particulares de las que la mente hace abstracciones para su universalización. Abstraer por tanto, significa aislar intelectualmente lo universal, separándolo de sus notas particulares.

El concepto es, por consiguiente la semejanza del objeto producida en la mente y constituye así el medio por el cual la mente conoce el objeto.

La mente humana no puede por tanto, en esta vida, alcanzar un conocimiento directo de las substancias inmateriales (abstractas), puesto que ni son ni pueden ser objeto de los sentidos. Ahora bien de acuerdo a lo anterior surge la pregunta: ¿El hombre puede llegar al conocimiento de Dios, ya que éste no puede ser objeto de los sentidos? Santo Tomás afirma que el entendimiento es la facultad de aprehender el Ser o conocerlo y está dirigido al ser en toda su extensión, en la medida en que está en acto, por lo tanto, el objeto primario del conocimiento es el Ser. A causa de su condición material, o de su corporeidad, tiene como objeto de su conocimiento en forma directa, pero si en forma indirecta, en cuanto que todas las cosas sensibles o materiales son una manifestación de Dios, ya que su finitud y su contingencia nos hablas del ser necesario, Infinito, Eterno, etc.

 

El Ser

La doctrina del ser de santo Tomás sigue la orientación de la de Aristóteles. También el quiere considerar el ser en cuanto tal, como ya vimos en Aristóteles, e incluso utilizando los cuatro principios corrientes en Aristóteles. Sólo que su filosofía del ser está dominada por algunas otras determinaciones del ser, que dan al conjunto su propia y última configuración, introduciendo así en Aristóteles modificaciones nada insignificantes. En primer lugar, el concepto típicamente cristiano de ser creado. En esto se revela el teólogo; pero también santo Tomás filosofo opera por principio con este concepto, que en él se convierte en una especie de trascendental. Para su explicación más detallada se apoya santo Tomás en el concepto de emanación. Según él la creación es una procesión del ser total a partir de la causa universal. Pero inmediatamente se distancia de Avicena, que había pensado en una procesión necesaria y automática. Santo Tomás quiere admitir, además, la acción libre de Dios. Pero como según un axioma de los escolásticos la acción proviene siempre de un ser determinado, y como consiguientemente, según santo Tomás, tiene las cosas su propia esencia arquetípica o ejemplar <<preexistente>> en Dios, mientras que en la realidad espacial y temporal sólo existen <<impropiamente>>, resulta que a la filosofía del ser del Aquinate pertenece también el concepto típicamente platónico de la participación. Aquí no debe desorientarnos la polémica contra las ideas como <<formas separadas>>, pues ésta se basa en un error histórico. No obstante, la participación es un hecho en la filosofía del ser de santo Tomás, que queda así totalmente marcada con un sello platonizante. No hay más que leer la Suma teológica, I,44,1. Más claramente no puede aparecer el platonismo. Esto se observa no sólo en los términos técnicos, sino principalmente en la fundamentación jerárquica del ser en escala descendente, de lo perfecto. Sólo tras la idea de la participación, por derivarse de ella, sigue en santo Tomás como elemento ulterior de la doctrina del ser (que por lo regular se suele citar primero), el concepto de la analogía. Al ser se le da en general el atributo analógico. El mejor ejemplo de esto es la enunciación de nuestros conceptos de Dios. No los formulamos en sentido totalmente idéntico (unívoco) ni en sentido totalmente diferente (equívoco), sino en sentido analógico. Como modelos se utilizan siempre los conceptos de salud y de sano. Llamamos sana una medicina, un alimento, el color de la tez. En cada uno de estos tres casos se emplea el término <<sano>> en sentido diferente, puesto que en cada uno de ellos es distinto lo que mantiene la salud (alimento), la restaura (medicina) o la manifiesta (color). Sin embargo, en todos ellos hay algo común que los asocia. Tal es la atribución del concepto <<sano>> en relación con la salud. Partiendo de aquí se da en último término al concepto de <<sano>>. Ahora bien, denominar una cosa por su relación con otra es la fórmula platónica de las ideas (todo se denomina por su relación con la idea en que participa). Por eso la raíz de la analogía y su sentido propio es el pensamiento de la participación. Esto parece claro en la analogía que santo Tomás llamó de semejanza o de proporción. Véase, por ejemplo, Suma teológica, I,4,3 ad 3. Sin embargo, ya desde Aristóteles existió en la tradición otra forma de analogía de proporcionalidad ha sido como un accidente de circulación en la historia de las ideas, del que de todos modos afirman los tomistas que no fue debido a mala conducción. Se halla también en santo Tomás y perturba la unidad de su doctrina. Como último elemento de la doctrina del ser en santo Tomás aparece la gradación de valores del ser. Esto cuadra perfectamente con la actitud platonizante fundamental ya descrita del descenso del ser de Dios. En efecto, santo Tomás adopta también esta doctrina de los neoplatónicos, tomándola principalmente del Liber de causis. El ser es <<más excelente>> y menos excelente. <<Se observa inmediatamente si se atiende a la naturaleza de las cosas. Con un examen atento se hallará que la diversidad de las cosas se manifiesta en un gradación: Por encima de los cuerpo inanimados hallamos las plantas, a las que siguen los vivientes irracionales y por encima de éstos los seres racionales. Y en todas partes vuelve a hallarse cierta diversidad, según que éstos sean más o menos perfectos.>> Ahora bien, ¿cuál es el criterio de la mayor o menor perfección? Este lo constituye la idea o, si se quiere, la mayor o menor proximidad a la idea de las ideas, al Uno, como en Plotino. Finalmente, para la doctrina del ser de santo Tomás son fundamentales los llamados trascendentales, atributos que se hallan sin excepción en todo ser. Tales son: uno, verdadero, bueno, cosa y algo. Se trata de ellos de la manera que es corriente en la Escuela. Sin embargo, más fundamentales, por ser más característicos de la actitud filosófica fundamental del Aquinate, son los conceptos que hemos expuesto aquí al principio, a saber, los de ser creado, participación, analogía y gradación de valor.

En relación con esto tienen importancia secundaria los cuatro principios de ser desarrollados en la línea de Aristóteles: materia, forma, causa eficiente y causa final. En estos detalles, por lo menos en la terminología, fue santo Tomás tan buen aristotélico, que se puede volver a leer lo que Aristóteles dijo en esta materia. También allí encontraremos lo esencial de santo Tomás. Una vez mas volvemos a hallarnos con el hilomorfismo. Las cosas se componen de materia y forma. La materia de la individuación a la forma. La cosa singular que así resulta (sustancia primera) es la cosa <<real>> y reproduce el concepto de ser en su sentido primordial. Sin embargo, tampoco la forma o entidad general (sustancia segunda) es para santo Tomás puro nombre, idea o concepto, sino una idea eterna procedente de la mente de Dios. También para santo Tomás existen las ideas, también para el constituyen la armazón de las cosas y del mundo; sólo niega que sean <<formas separadas>>, como habrían creído los platónicos. Ya hemos insinuado que esto se basa en un error histórico. Mas para el caso no tiene importancia. También vuelve a aparecer la causa eficiente en sentido de Aristóteles y, lo mismo que en éste, también aquí adquiere la dimensión de toda una filosofía, la filosofía de la potencia y del acto, paralela igualmente a la filosofía de la materia y de la forma. Mas la doctrina del acto y de la potencia recibe ahora un nuevo refuerzo de Avicena mediante la pareja conceptual de esencia y existencia. La esencia es algo posible (potencial), sólo una forma lógica. Debe ser primero puesta en la existencia por medio de algo ya existente, debe primero ser actuada. Así sucede según santo Tomás en todo ser creado; sólo en Dios es la existencia la esencia misma; Dios es absolutamente actus purus; es el que es, es decir el existente: Ego sum quis sum. En cambio, en las cosas creadas se da distinción real entre la esencia y la existencia. Precisamente por eso se distinguen las cosas radicalmente de Dios. En el ámbito de las cosas creadas, se dice en el De ente et assentia, es posible, en efecto, concebir cualquier esencia sin que haya que concebir a la vez la existencia. <<Puedo muy bien pensar lo que es el hombre o el fénix sin saber si el hombre o el fénix tienen existencia real.>> También en la sustancia puramente espiritual se puede descubrir esta distinción. Los tomistas hacen el mayor hincapié en la distinción real entre la esencia y la existencia.

 

Metafísica

En el De ente et essentia, que es su primera obra y casi se Discurso del Método, Santo Tomás establece el principio fundamental que reforma la metafísica aristotélica y la adapta a las necesidades del dogma cristiano: la distinción real de la esencia y de la existencia. Este principio, cuya progresiva introducción en la filosofía medieval hemos estudiado, es aceptado por Santo Tomás la forma que le había dado Avicena. Pero el principio le sirvió a Avicena para fijar rigurosamente la necesidad del ser, de todo el ser, incluso del finito. En efecto, la diferencia entre el ser cuya esencia implica la existencia (Dios) y el ser cuya esencia no implica la existencia (el finito), consiste, según Avicena, en que el primero es necesario per se, el segundo es necesario por otro, y por ello deriva de este otro (del ser necesario) su existencia actual. En la interpretación de Avicena, el principio excluye la creación, y sólo implica la derivación casual y necesaria de las cosas finitas de Dios. En cambio, en la doctrina tomista tiene la misión de llevar la necesidad de la creación a la constitución de las cosas finitas, y por ello es el principio reformador que Santo Tomás utiliza para adaptar el aristotelismo a la tarea de interpretar el dogma.

En la doctrina tomista, el primer resultado de ese principio es separar la distinción de potencia y acto de la materia y forma, que forman una distinción aparte. Para Aristóteles, potencia y acto se identifican, respectivamente, con materia y forma: no hay potencia que no sea materia, ni acto que no sea forma, y viceversa. En cambio, Santo Tomás cree que no sólo la materia y la forma, sino también la esencia y la existencia están entre sí en relación de potencia y acto. La esencia, que él denomina también quiddidad o naturaleza.

Mediante esta reforma radical de la metafísica aristotélica, Santo Tomás hace que la misma constitución de las substancias finitas exija la creación divina. Aristóteles al identificar la existencia en acto con la forma, establece que donde hay forma hay realidad en acto, y por ello la forma es por sí misma indestructible e increable, y, por lo tanto, necesaria y eterna como Dios. Con ello garantiza la necesidad y la eternidad de la estructura formal del Universo (géneros, especies, formas y, en general, substancias). Su Universo excluye la creación y toda intervención activa de Dios en la constitución de las cosas. Pero, precisamente por esto, su sistema pareció (y lo era) contrario e inadaptable al cristianismo, y poco adecuado para expresar las verdades fundamentales, La reforma tomista cambia radicalmente la metafísica aristotélica, transformándola de ocuparse del ser necesario a tomar en consideración el ser creado.

Por consiguiente, el término <<ser>> aplicado a la criatura tiene un significado no idéntico, sino semejante o correspondiente al ser de Dios. Este es el principio de la analogía del se que Santo Tomás toma de Aristóteles; pero le da un valor completamente distinto. Aristóteles había distinguido varios significados del ser, pero sólo en relación con las categorías, y los había reducido todos al único significado fundamental, que es el de substancia, el ser en cuanto ser, el objeto de la metafísica. Por ello no distinguía, ni podía distinguir, el ser de Dios del ser de las demás cosas; por ejemplo, Dios y la mente son substancias precisamente en el mismo sentido. En cambio, Santo Tomás, gracias a la distinción real entre esencia y existencia, ha distinguido el ser de las criaturas, que puede separarse de la esencia y que, por lo tanto, es creado, y el ser de Dios, que se identifica con su esencia, y es por consiguiente, necesario. Estos dos significados del ser no son univocos, es decir, idénticos, ni tampoco equívocos, es decir, simplemente distintos; son análogos, es decir, semejantes, pero de distinta proporción. Dios es el ser por esencia; las criaturas tienen el ser por participación; las criaturas en cuanto son semejantes a Dios. Que es el primer principio universal de todo el ser, pero Dios no es semejante a ellas: esta relación es la analogía. La relación analógica se extiende a todos los predicados que se atribuyen al mismo tiempo a Dios y a las criaturas; porque es evidente que en la causa agente han de subsistir de un modo simple e indivisible aquellos caracteres que en los efectos son múltiples y divididos; al igual que el sol, a pesar de la unidad de su fuerza, produce múltiples formas y distintas en este Mundo. Por ejemplo, el término <<sabio>> aplicado al hombre indica una perfección distinta de la esencia y de la existencia del hombre, mientras que aplicado a Dios, deja fuera de sí la cosa significada, que trasciende de los límites del entendimiento humano. La analogía del ser hace posible una sola ciencia del ser, como era la filosofía aristotélica. La ciencia que trata de las substancias creadas y se vale de los principios evidentes a la razón humana es la metafísica. Pero la ciencia que trata del Ser necesario, la teología, tiene mayor grado de certeza y unos principios que proceden directamente de la revelación divina; por ello, es superior en dignidad a todas las otras ciencias (incluso la metafísica), que son para ella como subordinadas o siervas.

Dado que el ser de todas las cosas (excepto Dios) es siempre un ser creado, la creación, aunque es una verdad de fe como producción de las cosas de la nada y como derivación de todo se de Dios. En efecto, sólo Dios es, como hemos visto, el ser que es ser por esencia, es decir, que existe necesariamente y pos sí mismo: las demás cosas toman el ser de El, por participación, al igual que el hierro se pone al rojo por el fuego. También la materia prima es creada. Y todas las cosas del Mundo forman una jerarquía, ordenada de mayor a menor, según el grado de participación en el ser de Dios. Dios es el término y el supremo fin de esta jerarquía. En El residen las ideas, es decir, las formas ejemplares de las cosas creadas, formas que no están separadas de la sabiduría divina; luego hemos de decir que Dios es el único ejemplar de todo.

La separación entre el ser creado y el ser eterno de Dios, propia de tal metafísica, permite que Santo Tomás salve la absoluta transcendencia de Dios con relación al Mundo y corte el camino a cualquier forma de panteísmo que quiera identificar de algún modo el ser de Dios y el ser del Mundo. Santo Tomás alude a dos formas de panteísmo, aparecidas a fines del siglo XII, para refutarlas. La primera es la de Amalrico di Bene, que considera a Dios como <<el principio formal de todas las cosas>>, es decir, la esencia o naturaleza de todos los eres creados. La segunda es la de David de Dinant, que identifico a Dios con la materia prima. Contra esta forma de panteísmo, así como contra la otra de origen estoico (pero que Santo Tomás conoció por una tesis de Terencio Varrón, citada por San Agustín, De civ. Dei, VII,6) de que Dios sea el alma del Mundo, Santo Tomás opone el principio de que Dios no puede ser el elemento componente de las cosas del Mundo, Santo Tomás opone el principio de que Dios no puede ser el elemento componente de las cosas del Mundo. Como causa eficiente, Dios no se identifica con la forma ni con la materia de las cosas cuya causa es, sino que su ser y su actuación son absolutamente primeros, es decir, transcendentes, con relación a dichas cosas.

 

La analogía del Ser

En el libro IV de la Metafísica Aristóteles escribe que el ente se predica de las cosas de una forma múltiple y diversa, pero siempre en relación con un ente privilegiado, con una esencia particular. Con el <<ser>> y el <<estar>> sucede lo mismo que pasa cuando se atribuye el <<ser>> o <<estar sano>> al viviente, a la medicina que causa el estar sano, y al color del rostro, que es su efecto. Son seres la substancia y los accidentes, pero la substancia lo es de un modo particular, principal, primero y privilegiado, y los accidentes sólo lo son en cuanto que constituyen modificaciones secundarias de la substancia. De los dicho hasta el momento, se deduce que Aristóteles estaba interesado por la relación horizontal que mantienen los seres entre sí, y habla de la analogía en relación con la substancia y los accidentes. Tomás de Aquino, aunque establece las modalidades según las cuales se predica el ser de los entes finitos, está más interesado -a diferencia de Aristóteles- por la relación entre Dios y el mundo. Aristóteles se mueve en dirección horizontal, mientras que Tomás lo hace en dirección vertical. Y a este propósito habla de la analogía que, además de aclarar la relación existente entre los entes finitos, especifica la relación que hay entre Dios y las criaturas, entre lo infinito y lo finito.

Las criaturas, al participar en el ser de Dios, en parte se le asemejan y en parte no. No hay una identidad entre Dios y las criaturas; pero tampoco existe una equivocidad, porque su imagen se refleja en el mundo. Entre Dios y las criaturas existe pues semejanza y desemejanza, o otras palabras, una relación de analogía, en el sentido de que lo que se predica de las criaturas se puede predicar de Dios, pero no del mismo modo ni con la misma intensidad. El fundamento metafísico de la analogía reside en el hecho de que la causa, al causar, se comunica a sí misma en cierto modo. La semejanza no es una cualidad adicional, sino coesencial a la naturaleza del efecto, del que no es más que un signo externo. Quien recuerda las implicaciones del ser y sus propiedades, no se asombrará ante la afirmación de que el mundo es sagrado, porque su relación de dependencia con respecto a Dios se halla inscrita en su ser mismo.

Si el sentido de la semejanza es tan notables, no menos contundente es el sentido de la desemejanza que existe entre creador y criaturas. Se establece aquí el sentido de la trascendencia de Dios y, por tanto, el sentido de la teología negativa. Es cierto que conocemos algo acerca de Dios, pero también es cierto que ese conocimiento nuestro -tal como nosotros lo formulamos- no refleja la naturaleza de Dios. Deus non habet essentiam, quia essentia sua non est aliud quam suum esse. Si Dios no posee una esencia, por que está se identifica con su ser, y si todo nuestro conocimiento es un intento de definir su naturaleza, entonces comprendemos por qué la teología negativa es superior a la positiva. Sabemos mejor que es lo que Dios no es, que aquello que Dios es. Por ello, en opinión de algunos, la analogía se encuentra más cercana a la equivocidad que a la univocidad.

Junto con un agudo intérprete del pensamiento de Tomás, podemos afirmar: <<los entes participan del ser, lo cual significa que su ser no es el ser: la diferencia reside en la participación misma. Los muchos son algo distinto de lo uno, pero no están fuera de lo uno. Gracias a su deferencia, el ser y los entes se hallan al mismo tiempo en la más estrecha pertenencia y a la máxima distancia. Participar es tener a la vez, pero al mismo tiempo, es no ser el acto y la perfección de la que se participa, precisamente porque sólo se participa de ella>>.

 

Los trascendentales: Uno, Verdadero, Bueno

La noción de trascendental implica la identificación total de <<uno>>, <<verdadero>> y <<bueno>> con el ser, en el sentido de que son inseparables de él, hasta el punto de que se poseen una mutua y total convertibilidad. Por eso, decir que lo uno, lo verdadero y lo bueno son los trascendentales del ser, es lo mismo que decir que el ser es uno, verdadero y bueno.

1) La unidad del ente (omne ens est unum). Decir que el ser es uno significa que el ser es intrínsecamente no contradictorio, no esta divido, aunque sea participable. La unidad depende del grado de ser, en el sentido de cuanto mayor sea el grado de ser poseído, mayor será la unidad. La unidad de un montón de piedras es menor que la unidad de Pedro o de Pablo, porque el ser poseído por aquél y pos éstos es distinto. La filosofía de Tomás no es la filosofía de la unidad, sino la filosofía del ser y, por consiguiente, de la unidad. El ser es el fundamento de la unidad: la unidad de Dios es distinta a la unidad de Pedro y ésta es distinta a la unidad de una piedra, precisamente por su distinto grado de ser. La unidad de Dios es la unidad de la simplicidad, porque el ser es total; la unidad de Pedro es la unidad de la composición (esencia+actus essendi), al igual que lo es la unidad de piedra, aunque en un grado inferior. La unidad trascendental no se identifica con la unidad numérica: aquella se predica de todos los entes, pero la segunda sólo de los entes cuantitativos, de aquellos entes que -como poseen cantidad o materia- son mensurables. La unidad numérica corresponde al ámbito de la matemática.

2) La verdad del ente (amne ens est verum). Lo verdadero es un trascendental del ente en el sentido de que todo ente es inteligible, racional. A este respecto conviene recordar que Aristóteles, en el libro VI de la Metafísica, responde negativamente a la pregunta sobre si la metafísica debe ocuparse de la verdad. La razón es la siguiente: la metafísica se ocupa del ser real y no de la verdad, que no se encuentra en las cosas sino en la mente o, mejor dicho, en el juicio del intelecto que compone y descompone los conceptos, conectándolos entre sí. La Lógica, y no la metafísica, es el lugar adecuado para estudiar la verdad, por que esta se halla en el pensamiento y no en la realidad.

Tomás, aunque concede el espacio debido a la lógica y al estudio de sus principios fundamentales (principio de identidad, principio de no contradicción, principio de tercero excluido y factores convexos), piensa que también la metafísica de be ocuparse de la verdad, porque el mundo y las criaturas individuales son la manifestación del proyecto divino, son un fruto del pensamiento de Dios. Lo que se ha dicho de la unidad debe decirse también de la verdad ontológica. La verdad del ente depende del grado de ser que posea. Dios es la verdad suprema porque es el ser supremo. Los entes finitos son más o menos verdaderos según su grado de ser o de participación en el ser divino. Sin embargo, todos los entes son verdaderos, porque cada uno de ellos a su modo expresa un proyecto, tiene una razón de ser, posee una vocación. Algunos son necesariamente fieles a esta vocación; otros dotados de inteligencia y voluntad, pueden ser fieles a ella o pueden traicionarla, pero queda inscrita, como una especie de llamada imposible de borrar, en su esencia o naturaleza.

La bondad del ente (omnes ens est bonum). Aunque no se le pueda calificar de tesis central, lo cierto es que esta tesis es la que sirve para calificar de cristiana a la metafísica de Tomás. Todo lo que es -todo ente- es bueno, porque es fruto y manifestación de la bondad suprema y libremente difusiva de Dios. Al igual que una idea musical no puede expresarse a través de un único sonido, dad la riqueza de aquélla y la pobreza de este, del mismo modo la bondad suprema de Dios no pudo revelarse a través de una sola criatura. El mundo, con sus infinitas maravillas, es un primer intento de expresar esta bondad. Todas las cosas, pues, tanto individualmente como en su conjunto, son buenas, porque tiene determinado grado de ser y de perfección. Omne ens est bonum quia amne ens est ens. El cristiano no puede ser pesimista. Es, de manera radical, optimista. El asombro admirado ante lo creado refleja una actitud aún más radical, propia de quien se siente partícipe de la bondad de Dios y orgulloso de descubrir esa dependencia, que exalta y no humilla.

Todo ente es bueno porque todo ente es a su modo una perfección, pero al mismo tiempo, todo ente es bueno porque es objeto de una voluntad o, más en general, de un apetito o de un deseo. Bonum est quod amnia appetunt: la bondad implica el deseo de dicha perfección. Las cosas son buenas en cuanto han sido queridas por Dios de una forma fundamentalmente: Dios crea amando; son queridas por el hombre de forma derivada: el hombre ama las cosas porque son buenas. Desde la perspectiva del bien en cuanto es algo deseado por nosotros, Tomás distingue entre el bien honesto, que es el bien deseado por sí mismo; el bien útil, que es deseado como medio para alcanzar otro bien, y el bien deleitable, que es el bien deseado por el placer que ofrece. Como es obvio, Dios es el bien honesto y deleitable, mientras que los demás bienes sólo lo son con respecto a aquel fin hacía el que deben conducir.

 

Dios (cinco vías)

Uno de los puntos doctrinales más celebres de la Suma teológica son las cinco vias (Suma teol.,, I,2,3), las llamadas pruebas de la existencia de Dios. La expresión <<vía>> es más apropiada, dado que hoy día al decir prueba pensamos en la prueba o demostración matemática, y santo Tomás no pensó en tal cosa cuando propuso sus cinco vías. Las cinco vías son más ilaciones de ideas que profundizando en el ser pueden persuadirnos de que existe un primero, incausado, necesario y perfecto, <<al que todos llaman Dios>>. La primera vía es la del movimiento. Santo Tomás la expone como Aristóteles y a lo dicho sobre este remitimos. La segunda vía parte de la causa eficiente y observa que toda causa es a su vez causada, pero que en este proceso no se puede remontar hasta el infinito y por tanto hay que admitir un primero, que sea causa de todas las causas, es decir, Dios. Esta prueba es, por el encadenamiento de las ideas, una variedad de la anterior. Otro tanto se puede decir de la tercera vía, que opera con el concepto de contingencia. Todo ser mundano podría también no ser, se dice aquí; nada es necesario; todo está trascendido de potencialidad. De ahí se sigue que este ser, sólo posible, una vez existió. Así pues, si sólo hubiera un ser contingente, no habría ahora absolutamente nada. Por tanto, existe también un ser que es necesario o por sí mismo o por algo extrínseco. Y ahora vuelve a empalmar el curso de las ideas en la prueba por el movimiento: debemos forzosamente admitir un ser que es necesario por sí mismo, a saber, Dios. La cuarta vía es la de los grados de perfección. Es típicamente platónico: Lo imperfecto presupone necesariamente lo perfecto, pues todo lo finito no es sino una restricción de lo infinito, participa de ello y sólo en virtud de lo infinito es posible. La quinta vía es la prueba antológica: En el mundo hay orden y finalidad y, por tanto, debe existir una inteligencia superior por la que se explique esta finalidad. Tomás descarto el argumento ontológico de Anselmo.

De las ilaciones que conducen a admitir la existencia de Dios se siguen conclusiones sobre la esencia divina. Dios es el ser mismo, la pura realidad (actus purus), el ser que es por sí mismo (ens a se), el ser perfectísimo (ens perfectissimum).

 

El Alma

A santo Tomás, como filosofo y teólogo cristiano, debía interesarle especialmente el alma. Lo esencial de su psicología se halla en la Suma teológica (I,75-90 y I-II, 22-48). No es, como quizá se pudiera esperar, en primera línea psicología racional, sino psicología empírica, y contiene un cúmulo de observaciones y aportaciones concretas a la psicología de la sensación, de la percepción, de los actos de la voluntad; pero sobre todo se extiende tanto en la doctrina de los afectos, que de ella pueden aprender no sólo el psicólogo, sino también el pedagogo, el ético y no en último término el estético.

La metafísica del alma se desarrolla siguiendo las líneas conocidas. Lo que indujo a santo Tomás a admitir un alma como un ser particular, fue la observación de fenómenos típicos no sólo de la conciencia, sino de la vida en general, que constituyen un tipo distinto de los fenómenos de la naturaleza muerta y por tanto deben también tener un fundamento antológico proporcionado, según el axioma de que todo obrar y acaecer debe orientarse conforme a un ser determinado y proporcionado. Así pues, el concepto del alma conserva aún la amplitud del concepto antiguo; también las plantas y los animales tienen <<alma>>. El alma humana constituye un caso especial; es el alma <<racional>>, es decir, espiritual. Esto se manifiesta en las formas especiales de la actividad racional, en el pensar la espiritualidad pura y en la captación de los valores en la voluntad pura, es decir, en la actividad racional teorética y práctica. Ahora bien, puesto que, una vez más, nos hallamos aquí ante una actividad específica, una vez más también admite santo Tomás un ser específico proporcionado, el alma como sustancia espiritual.

 

Derecho y Estado

El hombre está lleno de apetitos y propende al capricho. Por esta razón hay que reducirlo a la disciplina, dice santo Tomás, ya en la juventud, pero también en el Estado. Sin embargo, el temor del castigo debe servir tan sólo para hacerlo entrar dentro de sí y enfrentarlo con su razón mejor a fin de que haga libremente lo que debe hacer. Así pues, santo Tomás ve la fuerza en el derecho, pero no identifica el derecho con la fuerza. El derecho es más que esto, es orden ideal en la comunidad. Tal es su sentido. En un orden ideal, en la ley moral natural, en último término en la ley eterna, se halla también el origen y el derecho. Derecho natural y ley natural son para santo Tomás dos principios constitutivos de su filosofía de la razón. Leyes que se opongan a este derecho divino, como también lo llama, no son derecho y no hay obligación de observarlas. Santo Tomás procuró delinear a base de las <<disposiciones naturales>> del hombre lo que constituye el derecho natural. Sin embargo, no propuso una codificación definitiva, sino que enseñó que sólo son absolutos y cierto los principios universalísmos y supremos de este derecho. El principio más universal es para él esta única tesis: <<Se ha de hacer el bien y evitar el mal.>> Cuanto menos universales son los principios del derecho natural, tanto más se refieren s situaciones históricas de espacio y de tiempo y tato más complicada resultaría la cuestión de su validez. A la postre, dice, es siempre nuestra conciencia la que decide si algo ha de considerares o no como de derecho natural.

El estado es para santo Tomás, al igual que para Aristóteles, derecho y moralidad. Los ciudadanos deben ser educados por el Estado para una vida feliz dotada de sentido y valor. El Estado nace de las necesidades de la vida, pero tiene como fin un vida <<buena>>. No se le puede organizar de cualquier modo. Como el hombre es <<por naturaleza>> un ser social, así también el Estado tiene por naturaleza su sentido concreto. En ello reside también su derecho. El Estado mismo no es la fuente de derecho y de su orden, que es de suyo eterno. Este orden varía en el espacio y en el tiempo, se incorpora a la historia, sin perder por ello el carácter esencial de ley eterna. Santo Tomas tiene presente la historia y su importancia para el hombre y para el Estado. Pero ambas cosas no son solamente historia. El hombre es algo más que esto. Su fundamento más profundo está fuera y por encima del tiempo.

 

La crisis de la Escolástica

A finales del siglo XIII y principios del siglo XIV la escolástica propiamente dicha entró en declive. Pero ello significó que la totalidad del pensamiento escolástico. En el siglo XIV la revelación comenzó a perder su dominio sobre el campo del conocimiento, al tiempo que la ciencia y la actividad filosófica comenzaron a desarrollarse en base a métodos estrictamente racionales. En el horizonte apuntaba una nueva etapa.

El pensamiento de Santo Tomás fue la síntesis más perfecta de la tradición filosófica medievalista. La obra tomista promovió reacciones de diverso signo: fue rechazada desde una perspectiva tradicional, que se negaba a cualquier innovación, pero también lo fue desde una perspectiva más progresista, que consideraba que el tomismo no se adecuada a la nueva realidad histórica en gestación, en la que la ciencia apuntaba hacia despojarse del tutelaje providencial y surgían nuevas fuerzas sociales que practicaban una intensa actividad comercial, base de la formación de las burguesías urbanas.

 

Conclusión

 

Con esta investigación cumplí con el objetivo el cual era tratar de tener un criterio mas amplio sobre el tema, lo cual me otorgara el derecho a hacer el examen semestral.

En el proceso de investigación de este trabajo me fue de gran utilidad la ayuda de la Biblioteca localizada en el Museo de la Universidad y principalmente la del Seminario en donde me prestaron muy buena ayuda.

En conclusión final este trabajo de Filosofía sirve para saber la importancia de estos dos personajes filosóficos dentro de su área de investigación.

 

Bibliografía

 

ENCICLOPEDIA AUTODIDACTICA OCEANO Barcelona, España,

Océano, 1987,Tomo I, Pags. 449,454

 

 

HISTORIA DEL PENSAMIENTO FILOSOFICO Y CIENTIFICO, Reale,

Giovanni, Barcelona, España; Herder, 1988, Tomo I,

Pags.- 374-400, 481-496

 

BREVE HISTORIA DE LA FILOSOFIA Hirschberger, Johannes,

Barcelona, España, Herder, 1973, Pags.- 91-100, 126-138

 

 

HISTORIA DE LA FILOSOFIA Abbagnano, Pags. 234-247, 397-415

 

FILOSOFIA II, Folleto Cobach



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