El
diario La Nación, en su suplemento del primer domingo de febrero, nos
entrega una vasta nota ilustrada respecto de la situación actual de la mujer afgana,
luego de haber sido “liberada” por la acción de las tropas norteamericanas que
dieron cuenta con el opresivo gobierno talibán
imperante en tal región. Es de recordar que tal régimen se había
caracterizado por aplicar ciertos principios esenciales del islamismo clásico
en relación a la mujer, como ser la obligación del uso universalizado del burkha
por parte de ésta, así como su exclusión absoluta del mundo del trabajo,
permaneciendo siempre bajo la tutela del hombre, fuera éste el padre o el
esposo. Luego de la mencionada manumisión respecto de tal esclavitud, las cosas
sin embargo no parecen haber sido como lo esperaban los occidentales. Ello lo
ha podido corroborar la periodista-fotógrafo en la nota aludida. De la vasta
recorrida efectuada en distintas zonas del país ocupado el resultado no podía
haber sido más deprimente. Resulta ser que, salvo el caso aislado de unas pocas
mujeres, la mayoría sigue estando actualmente como antes, a pesar de las
“libertades”, nivelaciones y tentaciones que la moderna y tecnológica cultura
norteamericana les ha generosamente otorgado a todas. La mayoría de ellas sigue
sin querer ingresar en el mundo del trabajo, es decir, sin querer “capacitarse
profesionalmente” y lo que es peor aun, aunque no exista más una ley que
expresamente lo exija, sigue usando el burkha o el chador, es
decir, sigue cubriendo la totalidad de su cuerpo, a pesar de que la emancipada
sociedad occidental, por contraste y como un signo de verdadero “progreso”, le
permite transitar prácticamente desnuda por todas partes. Ante tan gran
misterio y convencida de que tal odiosa prenda escondiese una tremenda opresión
interior, una suerte de inhibición psicológica, grandes fueron los esfuerzos
efectuados por la periodista por obtener que alguna joven aceptara sacársela y
permitiera fotografiar su rostro para poder así informar a la opinión pública
mundial respecto del estado de sufrimiento y opresión que viven aun sus
coetáneas en esta remota y oscurantista región del Asia. Al parecer, luego de
múltiples y fallidos intentos, logró al fin que una joven mendiga se lo quitara
y que por vez primera los “occidentales” pudiésemos constatar los terribles
padecimientos por los que atravesaba la “cartonera” afgana, tal como se le
habría visto dibujado en el rostro. Pero ¡oh sorpresa! Nada de esto es lo que
sucedía, sino lo contrario. La mirada trasuntaba en cambio paz y alegría, ni el
más mínimo rastro del stress y de la angustia existencial que abunda en
cambio entre nuestras emancipadas y “libres” mujeres de Occidente, nada tampoco
del resentimiento de las piqueteras explotadas, sino por el contrario
satisfacción, no solamente por no estar rodeada de cosas superfluas, sino
también por no sentir necesidad alguna por éstas. Ellas son aun felices, la
televisión no ha dañado todavía sus neuronas, jamás han tenido la desgracia de
tener que apretujarse en un shopping o de agitarse histéricamente en un
festival rockero.
La
periodista cierra su nota manifestando su perplejidad ante la imposibilidad por
poder descifrar el misterio que encierran los ojos almendrados de la joven. No
nos cabe duda alguna de que no podrá hacerlo nunca, Occidente se ha hecho ciego
hacia lo eterno femenino, del mismo modo que también lo es frente a los valores
de cualquier tipo de expresión de heroísmo y de virilidad espiritual. Quiera la
providencia que alguna vez los esfuerzos que multitudinariamente se hacen para
resguardar el medio ambiente aunque sea en una mínima medida se dirijan hacia
la protección del ser humano de la intromisión materialista que atenta contra
su alma. En relación a ello interpretamos la misteriosa mirada de la joven como
un desafío que pretende silenciosamente decirnos: “¡No pasarán!”
Febrero
de 2004.