Germán Uribe

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   Entre Oriana y Osama         

 

 

Leí con pasión, hace ya varios años, Un hombre de Oriana Fallaci, libro éste que me influyera considerablemente tanto ideológica como intelectualmente. Incluso, pienso que me ayudó a madurar en distintos sentidos. Alekos Panagulis vino a convertirse, por aquellos años de su juiciosa lectura, en toda una obsesión. Y fue ahí, y a través de dicho personaje, en donde comenzó mi fascinación por la Fallaci y todo el resto de su producción. Cualquier cosa que ella afirmara, o escribiera, o respondiera en una entrevista, o insinuara, así fuese a través de un chisme social o de la firma de una carta protestando por cualquier injusticia, merecía mi respeto. Sabía, con la magia de su honradez ilustrada, involucrarme en su pensamiento y en su acción política. Y, ¿cómo no embelesarse frente a sus intrépidos reportajes a los hombres históricos del siglo XX o ante sus opiniones sobre el devenir del hombre y de los pueblos de esa convulsionada centuria? Se me reveló, entonces, y no caprichosamente, como la periodista más destacada de mi siglo, y como una de las mujeres de pluma y pensamiento más capaces y auténticas de la historia de la intelligenza mundial contemporánea.

 

 

Sin embargo, pienso ahora: Qué lástima que Oriana Fallaci, luego de su deslumbrante y robusta obra, y ya vieja y enferma en Nueva York, no se haya retirado en medio de la dignidad del silencio a permitir que ésta, y sólo ésta, su maravillosa producción bibliográfica, fuera la que sus coetáneos y la posteridad tuvieran como único elemento de juicio para sopesar todo su valor de escritora y periodista notable.

 

¡Pero, qué va! De eso, de Fallacis así como nos tenía acostumbrados a verla, no se da mucho, ni tan seguido, ni tan duradero.

 

Sus lectores, particularmente en Europa, y la legión de admiradores que somos en el resto del mundo, recibimos no hace mucho una bofetada suya que más parece una forma socarrona de decirnos idiotas, idólatras de espejismos, fantasías y artificios, utopías y sueños ingenuos que pude sembrar a través de mi escritura embustera, sin que me temblara la mano, en sus livianos cerebros de seudo intelectuales.

 

Porque, a la Fallaci, con todo y su cáncer terminal y su honorable senectud, dos sufrimientos de los que padece por estos días, no se le puede permitir que salga a decir de pronto un sartal de inexactitudes, negaciones históricas y torpezas culturales como las que dijo a raíz de la guerra de los Estados Unidos contra el terrorismo y, particularmente, contra el líder del Al Quaida, Osama Ben Laden.

 

 

Pero como esta sentida protesta nuestra, producto transparente y exclusivo del afecto y la gratitud, no se puede quedar en los movedizos terrenos de una afirmación ligera, sin documentación ni fundamento, máxime cuando se trata de cuestionar, controvertir o juzgar a una portentosa e influyente escritora, es menester registrar con absoluta precisión los equívocos e infamias con las que nos quiere engatusar hoy por hoy, en plena alborada del siglo XXI, equívocos e infamias que ni la neurosis provocada por su condición de vecina residencial de Manhattan, ni la eventualidad de una demencia senil, ni la sinrazón a que pueden conducir las más estremecedoras y crueles enfermedades, podrían justificar.

 

Escribe esta nueva y sorprendente Oriana Fallaci en Il Corriere Della Sera, iracunda y excitada, y bajo el título de La rabia y el orgullo, entre otras, las siguientes sandeces que transcribo literalmente con puntos y comas:

 

He escrito con una rabia fría, lúcida y racional, que elimina cualquier atisbo de distanciamiento o indulgencia.

 

No tengo el menor miedo de que me llamen racista.

 

No se dan cuenta que los Osama Ben Laden se creen autorizados a matarnos porque bebemos vino o cerveza, porque no llevamos barba larga, porque escuchamos música o vemos la televisión, o porque hacemos el amor cuando nos parece y con quien nos parece. ¿No les importa nada de eso, estúpidos?

 

Si se hunde América, se hunde Europa, nos hundimos todos... y en vez de campanas encontraremos muecines (sacerdotes musulmanes que, desde la torre de la mezquita, llaman al pueblo a la oración); en vez de minifaldas, la burka; en vez de coñac, leche de camello. ¿No entendéis ni siquiera esto?

 

A mí me fastidia incluso hablar de dos culturas. Ponerlas en el mismo plano como si fuesen dos realidades de igual peso... ¿Y detrás de la otra cultura (la no-occidental) qué hay? Yo sólo encuentro a Mahoma con su Corán... Sus antepasados, señor Arafat sólo nos han dejado unas cuantas bellas mezquitas y un libro con el que desde hace 1400 años nos rompen las crismas...

 

Es imposible dialogar con ellos. Razonar, impensable. Tratarlos con indulgencia, tolerancia o esperanza, un suicidio. ¿Qué sentido tiene defender su cultura, o presunta cultura, cuando ellos desprecian la nuestra?

 

Osama Ben Laden afirma que todo el planeta debe ser musulmán... Eso nos da razones más que suficientes para matarlo.

 

A los hijos de Alá en Italia se les llama trabajadores extranjeros... ¿Vagabundeando por la ciudad? ¿Rezando cinco veces al día?

  

Entre nosotros no hay cabida para los falsos abstemios, para su jodido medioevo, para su jodida burka. Y si lo hubiera, no se los daría, porque equivaldría echar fuera a Leonardo Da Vinci, a Rafael, al Renacimiento...

 

Lo que tenía que decir lo dije. Me lo han ordenado la rabia y el orgullo. La conciencia limpia y la edad me lo han permitido... Punto y final.

 

Para poderte seguir amando y respetando, Oriana, ten la seguridad de que no nos hará falta tu odio por Osama y tu desprecio por la cultura oriental. Porque, antes de Osama, eras tú, esa sí, la verdadera Oriana.

 

Con todo, y pese a todo, ahora, para enterrarte en calma, es cierto, tendremos que esforzarnos.

 

De todos modos, con sinceridad y dolor y, desde luego, gratitud, Requiescat in pace, otrora querida Oriana Fallaci...

 

 

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